Actualizado: 18/04/2024 23:36
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Prensa, Irak, Obama

Nuevos viejos tiempos

La guerra de Irak toca de nuevo a la puerta de la Casa Blanca

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Desde el fin de la guerra fría, explicar los acontecimientos mundiales se ha vuelto endemoniadamente difícil. Con anterioridad cualquier conflicto se analizaba como parte de la lucha por la hegemonía mundial entre dos poderosos rivales. La ideología definía los frentes. A veces algunos se quejaban de lo simplista de la explicación, pero todos seguían usándola.

Ya no hay dos poderosos caballeros, compitiendo con trampas en el ajedrez internacional. Ahora el mundo se divide en ricos y pordioseros, jugando por igual a las bolas en medio de una calle polvorienta. Y cuando alguien está perdiendo forma la arrebatiña.

Los atentados del 11 de septiembre no crearon el panorama de un nuevo siglo; reafirmaron el paisaje después de las batallas del anterior.

La historia no ha muerto: ha perdido categoría, si alguna vez la tuvo. En muchos casos solo es melodrama. Basta volver la vista. En la última década del pasado siglo, el noticiero televisivo prolongaba en imágenes reales y cotidianas la pompa, sangre y miseria de la película, serie o novela que lo precedía. Terror, hambre y miedo en Haití, Somalia y los Balcanes, pero no faltaba nunca, siempre oportuno, un nuevo desmayo de Lady Di.

Luego vino el caso O. J. Simpson, la muerte de la princesa británica, el largo proceso de enjuiciamiento del expresidente Bill Clinton, y con ello el melodrama se convirtió en la forma preferida de los noticieros televisivos.

Incluso las elecciones presidenciales estadounidenses pasaron a ser una novela por entregas; un serial donde el espectador espera ávido la emoción y el romance de un nuevo capítulo.

Fue el conflicto somalí cuando, por primera vez después de la II Guerra Mundial, el argumento melodramático se convirtió en la explicación y el motor para solicitar la participación de Estados Unidos en un conflicto regional. Con anterioridad las guerras habían sido por motivos políticos. ¿Cómo entonces presentar el conflicto somalí, cuando ya la zona había perdido su valor estratégico?

Mientras las dos superpotencias estuvieron compitiendo por la supremacía mundial, cualquier acontecimiento en el Cuerno de África se analizaba de acuerdo al antagonismo ideológico entre las superpotencias. Pero cuando ese antagonismo concluyó, la región fue dejada a su suerte y sus habitantes se vieron más abandonados y hambrientos que nunca, solo que rodeados de armas.

Al principio le fue fácil a la prensa tratar de explicar la situación en Somalia, sobre todo a la prensa televisiva: imágenes de seres hambrientos y desesperados llenaron las pantallas. Luego, caras airadas sustituyeron a los rostros famélicos. Bill Clinton, el entonces presidente estadounidense, aprendió la lección: jugar a ser policía mundial siempre ha resultado más difícil que actuar de soldado defensor de la democracia.

A partir de entonces, Clinton esquivó más de un conflicto en África, especialmente en Ruanda, y al final salió airoso en los Balcanes sin tener que desembarcar las tropas. Pero el problema no estaba resuelto. Cuando llegó a la presidencia estadounidense George W. Bush, se pensó que entonces sí quedaban definitivamente enterrados los tiempos en que EEUU jugaba el papel de gendarme mundial.

Ganancia mediática

El temor de los políticos es la ganancia de la prensa. Una imagen vale por mil palabras, pero para explicar un concepto se necesitan a veces más de mil imágenes. Alejado de los libros, el espectador y lector de periódicos, noticieros de televisión, portales de noticias en internet y blogs se mueve en un mundo simplificado al extremo: un regreso a la caverna platónica, solo que en la pantalla de la computadora o el televisor.

Mientras tanto, las leyes del mercado se imponen a los criterios noticiosos. El único problema es que, salvo para atraer momentáneamente la atención del espectador o lector, la explicación melodramática no funciona. Y lo que es peor, es perniciosa.

La intervención norteamericana en Somalia fue precedida de las imágenes aterradoras de niños famélicos, pero nadie habló en aquellos días de Liberia o de Sudán. En este último país la situación no era muy diferente a la de Somalia. Habían sido asesinados trabajadores de la campaña de socorro, los aviones con la ayuda derribados y el gobierno sudanés no permitía la entrada a la prensa en las zonas sureñas.

Todo ello fue pasado por alto en gran parte de la prensa escrita y televisiva.

Tampoco funcionó la explicación melodramática en el conflicto que casi destruye la desaparecida Yugoslavia. Por meses el espectador fue sacudido con imágenes de musulmanas violadas, croatas encerrados en campos de concentración, ciudades bombardeadas y cadáveres de diversas nacionalidades esparcidos en calles y carreteras.

Ni el terror ni la piedad sirvieron para acelerar la intervención de EEUU y los países europeos en el conflicto, y cuando esta se produjo respondió más a un agotamiento que a una necesidad imperiosa.

En resumidas cuentas, lo espectacular de los hechos es la esencia del melodrama, no las complejidades de los personajes de la trama.

Imágenes de terror y hambre fueron el telón de fondo de los acontecimientos en Haití, que llevaron a la caída de la junta militar y la restauración del gobierno de Jean-Betrand Aristide. El resto, complicadas negociaciones, que días más tarde eran borradas por otras negociaciones.

También en este caso Clinton tuvo suerte, y los aviones pudieron regresar a sus bases sin tener que arrojar las bombas.

Al explicar los acontecimientos en Haití, Yugoslavia, Somalia u otra parte del mundo, el periodismo se enfrentó a dos actitudes irreconciliables: presentar una visión melodramática de los acontecimientos o desentrañar la prudente imprecisión de las declaraciones de los estadistas.

Los directivos de las grandes cadenas de prensa optaron por el melodrama. Estaba en juego su supervivencia y no encontraron una salida mejor para el monstruo, que durante más de un siglo habían ido creando con la ayuda de la tecnología, alimentando cada día con un nuevo canal de televisión y extendiendo sus servicios informativos. Un público ávido de noticias que, como dijo Jorge Luis Borges, cree en la superstición de que entre cada tarde y cada mañana ocurren hechos que son una vergüenza ignorar. Una necesidad cada vez más urgente con un nuevo monstruo, aún mayor, aproximándose. Desde finales de los cincuenta estaban elaborándose documentos que hablaban de la necesidad de establecer una red mundial de intercomunicación de ordenadores (el primer ordenador, el Z1, fue creado en 1936) y en los ochenta surgieron las tecnologías que luego se conocerían como las bases de la internet. Ya en los noventa se introdujo la World Wide Web (WWW).

¿Nace un siglo?

E.M. Cioran afirma que la historia no es más que un desfile de falsos absolutos, una sucesión de templos elevados a pretextos. El presidente George W. Bush no necesitó siquiera un pretexto —como el hundimiento del acorazado Maine— para iniciar una guerra contra Irak. Le bastaron supuestas pruebas que nunca fueron tales. Con una mezcla única de prepotencia y ridículo, el entonces secretario de Estado Colin Powell trató de demostrar en Naciones Unidas lo indemostrable. Nunca su imagen ha podido recuperarse de ese acto bochornoso.

Hay que señalar, por otra parte, que la diplomacia norteamericana respecto a Irak fue todo un éxito, porque su objetivo nunca aspiró a triunfar: lograr mediante negociaciones lo que se puede alcanzar con el uso de la fuerza.

La elección de Powell al frente de las relaciones exteriores fue una de las más acertadas de Bush, de acuerdo a sus propósitos. Un militar negro hijo de inmigrantes. Luego Powell quedó reducido prácticamente a una figura decorativa. El aislacionismo de entonces en Washington no pretendía otra cosa.

Al exsecretario de Estado solo le cupo la pequeña venganza de apoyar a Barack Obama durante la primera campaña de éste por la presidencia.

Lo que estaba en juego en Irak era más que una confrontación bélica. Cuando los misiles empezaron a caer sobre Bagdad, nació finalmente —desde el punto de vista histórico y político— el Siglo XXI. Pero, ¿cuán distinto al anterior? La pregunta fundamental fue si ese comienzo era la repetición de un 1898 o de un 1914. Una nueva etapa imperialista de EEUU o el inicio de un desorden mundial que solo tendría un ajuste momentáneo años más tarde, luego de millones de muertos y el surgimiento y desaparición de naciones e imperios. No se formuló con claridad entonces, pero los años han comenzado a dar una respuesta más cercana a la segunda alternativa: avanzamos hacia otro 1914.

No era ni es una pregunta fácil, porque las dos respuestas posibles están marcadas por una visión pesimista.

Se esperaba entonces que una fulminante y rápida victoria estadounidense significara un provechoso ahorro en pérdidas de vidas, el fin de una aborrecida dictadura y el comienzo de un proceso de democratización que pudiera extenderse por el Levante. Pero al mismo tiempo se temía que tal triunfo significara el peligro de que una administración nacida bajo el signo del aislacionismo impusiera su voluntad a garrotazos y desencadenara una repulsa y temor internacional que llevara al surgimiento de alianzas inusuales y amenazadoras.

Por otra parte, una guerra prolongada y costosa conduciría a un deterioro aún mayor de la economía estadounidense, y por consiguiente a una agudización de la crisis internacional, así como a una disminución no solo del papel hegemónico de Washington en los asuntos mundiales —algo saludable hasta cierto punto—, sino de la capacidad de ese país para actuar de freno a las verdaderas amenazas que enfrenta el planeta —el ejemplo de Corea del Norte resulta el más evidente.

Existía además el recelo de que el estallido de la guerra tuviera consecuencias negativas en el aumento de las tensiones en el Levante y llevara a la agudización de la confrontación entre árabes, musulmanes y occidentales, sin contar con los inevitables actos terroristas.

La realidad, como suele ocurrir, transitó por caminos que incluían en parte estas opciones y otras propias. La guerra propiamente dicha no fue larga, pero la paz a medias —sin grandes operaciones militares pero matizada por crueles y constantes atentados terroristas— ha sido prolongada y costosa, al punto de que en la actualidad Irak se encuentra en medio de una guerra civil que amenaza a convertirse en un conflicto que involucre de nuevo a las fuerzas armadas estadounidenses.

Aunque de momento la Casa Blanca excluye una intervención directa de tropas, y quiere limitar su participación al posible uso de bombarderos, misiles, drones y fuerzas élites, no se sabe por cuanto tiempo podrá aferrarse a esa opción.

La debilidad de la UE

La invasión a Irak, por parte de EEUU, demostró también el fracaso de la Unión Europea (UE) como poder mediador, y la incapacidad de las sociedades actuales para evitar una locura bélica.

Los atentados del 11 de septiembre arrebataron a Europa el último recurso que le quedaba: su rehabilitación tras un pasado colonial como víctima de sus propios excesos. EEUU asumió ese rol, como nación víctima, pero convertida en una víctima vengativa.

Si la fuerza es contagiosa, la debilidad no lo es menos. El poderío militar estadounidense no solo resultó incapaz de impedir la proliferación de grupos terroristas sino que contribuyó indirectamente a que el otro eje de la ecuación de la guerra fría —ayer Unión Soviética y hoy Rusia— se lanzara no a un camino para buscar la preponderancia comercial y económica sino a la expansión territorial y el poderío bélico.

Si ante la argumentación de impedir nuevos atentados terroristas Europa quedó imposibilitada de ofrecer un frente común y una respuesta civilizada —Alemania, la nación ejemplar de un destino víctima-victimaria, reducida a la retórica de la negación y Francia prisionera de un pasado colaboracionista y un eterno antiamericanismo— ahora frente a la anexión de Crimea y los intentos anexionistas de Rusia no ha hecho más que reafirmarse en su debilidad.

No fue entonces casual que Gran Bretaña y España —los países menos europeos del continente— se situaran junto a EEUU en la Cumbre de las Azores. Si la UE era incapaz de mediar con Marruecos en un conflicto tan cursi como el islote Perejil, Madrid buscaba aliarse con el bando más poderoso. La crisis vino a trastocar en cierto sentido este panorama, pero no sus consecuencias finales. Hoy Gran Bretaña se aleja cada vez más del continente europeo y España cuenta cada vez menos.

Del melodrama a la tragedia

La guerra de Irak fue también el fin de la eficiencia en presentar la noticia como melodrama. En primer lugar porque fue precedida por la gran tragedia de los atentados terroristas en EEUU. En segundo porque la complejidad política del conflicto —y peor ocurre en Afganistán, al que en este análisis no se ha hecho referencia porque requiere un trabajo aparte— supera la estrategia bélica. Pero más importante aún es que el control de las márgenes de las operaciones militares hizo que estas se redujeran prácticamente a escenas de juegos de video.

A partir de una realidad de sangre y muerte en su propio patio, los lectores y televidentes de EEUU redujeron a la categoría del “otro” y “el extraño” lo que ocurría en el exterior, que al mismo tiempo se percibe como una amenaza a eliminar.

Tanto el conflicto de Irak como el de Afganistán se han caracterizado por una vigilancia férrea de la información que se divulga, sobre todo en el campo de batalla. Un control enérgico donde al mismo tiempo han imperado los extremos visuales. En este sentido, lo que comenzó con un despliegue de imágenes digitalizadas dio un giro completo con las fotografías de las humillaciones y torturas a los prisioneros islámicos en cárceles como Abu Grhaib, por una parte, y las decapitaciones y otros actos de terror de los fundamentalistas, por la otra.

El espectro visual de la guerra se vio de pronto dominado por dos formas de deshumanización.

Una digital, que convertía un vehículo en un pequeño punto; su estallido producto de un cohete o una bomba en un breve flash y la muerte —el dolor y la agonía—, los pedazos de cuerpos esparcidos y la carne quemada desaparecían de la pantalla, en una operación casi quirúrgica, libre de sangre y tumor.

La otra imagen —la que siguen brindado como publicidad los terroristas— caracterizada por su esencia violenta y primitiva, que convierte al video en un instrumento medieval y muestra la barbarie sin pudor, y por supuesto sin resto de humanidad de los ejecutores.

Entre unas imágenes y otras aparecían —y siguen hoy apareciendo— en la prensa y la pantalla análisis y comentarios; algunos partes de guerra y declaraciones políticas que poco a poco fueron sembrando la desconfianza frente al apoyo que inicialmente tuvieron las acciones bélicas de EEUU.

A diferencia de otros conflictos, no había el consuelo de un enemigo definido. Este se movía en las sombras, y aunque las acciones se desarrollaban —y se prolongan hoy— en territorios específicos, en ocasiones resultaba muy difícil aplicar los conceptos tradicionales. Incluso el uso del término “guerra” —la famosa promulgación de la ˝guerra contra el terrorismo˝ realizada por Bush—empezó a ser cuestionado, y sustituido por “lucha” o “campaña”, en una aproximación más policial que bélica.

Es esta especie de saturación de imágenes de terror, combinada con la ausencia de una definición precisa del enemigo —a diferencia por ejemplo de la II Guerra Mundial a la entrada de EEUU en la contienda—, lo que ha hecho que otra tragedia, como la que viene sucediendo en Siria, ha recibido una recepción relativamente tibia o fría por parte de la opinión pública estadounidense.

Atrapados en la inseguridad laboral, rehenes de los pagos, las deudas y el precio de la gasolina, los estadounidenses no tienen tiempo y lugar para más: dejar algún momento para la lectura del horóscopo y luego sentarse a contemplar el sonido y la furia de los acontecimientos mundiales en la versión expurgada del noticiero televisivo —como un reflejo brillante de la pompa, sangre y miseria del indispensable filme o novela que le precede. Mientras tanto, lo que se inició como la redefinición de un mundo y un siglo —sobre las ruinas de una civilización milenaria, la soberbia de un grupo de fanáticos y los intereses de unos pocos— continúa siendo un ideal inalcanzable.

La era de Bush

¿Fue el aventurerismo de Bush un paréntesis transitorio que se agotó en ocho años? Una nación que se apoye solo en la eficiencia de sus fuerzas armadas no puede fundar un nuevo orden. Mucho menos un desorden estable.

Al llegar a la presidencia, Obama prometió el inicio de una nueva era y gran parte de los estadounidenses creyeron que todo iba a cambiar. La realidad ha sido más terca que lo esperado. Hoy los fantasmas de la época de Bush siguen rondando Washington, desde una hostilidad cada vez mayor entre ambos partidos hasta una crisis económica que ha cedido en las cifras, pero no en el bolsillo del ciudadano promedio. Ahora la guerra en Irak —algo que parecía sepultado tras la salida del último soldado norteamericano del país árabe— ha vuelto a tocar a la puerta de la Casa Blanca, y amenaza con colarse dentro.


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