Actualizado: 27/03/2024 22:30
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Dictadores, Siria

Perro huevero

Los tiranos llegan a endiosarse de tal manera que terminan incinerados en el fuego de su propia maldad

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En la noche del 22 de enero de 1869, Bufos Habaneros presentaba en el teatro Villanueva, enclavado donde se halla actualmente el antiguo Palacio presidencial, hoy Museo de la Revolución, la obra “Perro huevero aunque le quemen el hocico”, de Juan Francisco Valerio.

Durante el espectáculo uno de los actores expresó: “Pues yo digo que no tiene vergüenza, ni poca ni mucha, el que no diga que ¡viva la tierra que produce la caña!”.

Tales palabras levantaron de sus asientos a los asistentes, quienes dieron vivas a Cuba y a Carlos Manuel de Céspedes, a lo que españoles respondieron gritando “¡Viva España!”.

Los voluntarios (miembros de las Brigadas de Respuesta Rápida de la época) que se hallaban en la cercanía, junto a la muralla, al sentir los aplausos y aclamaciones del público entraron en el teatro, hiriendo a tiros y bayonetazos a numerosos concurrentes, ocasionando varias muertes, entre ellas la de dos mujeres y un niño de ocho años.

Tras el tiroteo, el teatro quedó rodeado y ocupado por los uniformados, quienes pretendían quemar la instalación con las personas adentro. En las zonas aledañas también se desató una feroz represión en nada diferente a la que ejecutan las turbas gubernamentales de la Cuba actual.

Los déspotas y los tiranos sustentados por las bayonetas olvidan fácilmente las lecciones de la historia y terminan generalmente pagando con creces las atrocidades que cometen. La humanidad está repleta de incontables ejemplos. Aquellas turbas del siglo diecinueve, le costó a España por su soberbia y tozudez —creyeron que era la solución final del problema— una de las derrotas más humillantes de su historia. Su solución, como acostumbran a decir nuestros hombres de campo, era “meterle jeringa (inyectar) a un muerto”.

Los tiranos llegan a endiosarse de tal manera que terminan incinerados en el fuego de su propia maldad. Lo vimos en el general Manuel Noriega, al que le ofrecieron un refugio seguro en España, garantizado económicamente para evitar la invasión de Panamá por fuerzas de Estados Unidos y que no terminara el resto de sus días pudriéndose en una cárcel. ¡Todos aquellos alardes, dando con un machete sobre el pódium durante sus discursos, se fueron por la borda con el primer disparo de los marines.

¿De qué le valió a Ceaucescu todo el poder y endiosamiento? Se engañó tanto a sí mismo que cuando siete AKA-47 eran rastrillados apuntándole al pecho seguía diciendo a sus verdugos que le debían lealtad. Sadam Hussein afirmaba que iba a librar la “madre de todas las batallas”, para terminar escondido en un hueco como una araña. Hosni Mubarak prefirió aferrarse a un poder que se le iba de las manos y terminó en una cárcel sin importar la inmensa riqueza que acumuló durante años. Muamar el Gadafi tuvo todas las oportunidades con ofertas seguras de un cómodo exilio en diversas capitales africanas y hasta de Europa. Sin embargo, termina ejecutado en el hueco de una alcantarilla. A Slobodan Milosevic le sucedió otro tanto, arrastrando a la incineración no solo a sus colaboradores más leales sino también a sus familiares.

La inmensa mayoría de todos ellos hunden a sus propias familias. Los hijos de Sadam Hussein, aquellos sádicos personajes, terminaron agujereados antes de que el padre largara la cabeza por el fuerte tirón de una soga. Muamar el Gadafi llevó a casi toda su descendencia al matadero.

Ahora vemos cómo Siria sigue el mismo camino. Acabamos de ver cómo los rebeldes liquidaron a una buena parte de figuras claves del Gobierno incluyendo al ministro de las Fuerzas Armadas y al cuñado del dictador. El levantamiento popular de ese país es —todo parece indicarlo— indetenible. Centenares de altos oficiales y militares de todos los rangos han desertado incluyendo un piloto de combate que voló con su avión a Turquía. En cualquier Fuerzas Armadas donde 24 generales deserten, la situación puede considerarse, al menos, de crítica. Los guajiros pinareños diríamos “de apaga y vámonos”.

Termino con una historia sobre este amigo del Gobierno cubano. Resulta que en aquella guerra, donde Israel le encendió el lomo a todos los que intentaron borrarla del mapa, Cuba envió, como hizo una vez con Argelia, una unidad de tanquistas a las Alturas de Golán. Más que para defender a su carnal —el padre de este otro carnicero, que ahora masacra a su propio pueblo— fue lo que los pinareños acostumbramos a llamar un “alarde de buey viejo”. Israel no era Somalia ni la UNITA. Era un hueso duro de roer, por lo que les cambiaron la misión para observadores del conflicto.

Sin embargo, en aquellos momentos en que se desata el conflicto, Cuba tenía decenas de estudiantes agrícolas estudiando el exitoso cultivo de los cítricos en Israel. Vivían y compartían con los habitantes de los kibutz (comunas agrícolas israelíes) y estos jóvenes sin recibir ninguna orientación de La Habana tomaron las armas para defender aquella causa justa que veían amenazada por los regímenes dictatoriales de la región. Allá fue enviado de carrera Arturo Lince, delegado del Gobierno cubano en la Isla de la Juventud, de donde procedían los estudiantes. A toda costa tenía que parar aquel apoyo espontaneo de nuestros jóvenes a Israel, pues del otro lado habían ya militares cubanos apoyando al tirano sirio.

La sangre no llegó al río. Los israelíes liquidaron a sus enemigos en siete días y los cubanitos de los kibutz no tuvieron que enfrentar el duro dilema de batirse a tiros en “misión internacionalista” contra sus propios hermanos, que fueron enviados por el Gobierno cubano a apoyar al dictador sirio.

Qué difícil resulta para los antropólogos descifrar lo que tienen en el cerebro los perros hueveros.


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