El derecho a opinar
Juan Antonio Blanco | 19/02/2008 5:13
Arnold J. Toynbee, en su monumental estudio sobre las civilizaciones, afirmaba que un indicador de su decadencia es cuando las elites que las han dirigido en su ascenso no se renuevan. Pero “renovar” las elites –alertaba- no es la simple sustitución de algunos de sus miembros por otros más jóvenes que asumen como propias las mismas ideas y axiomas básicos que han regido hasta entonces.
Recordé esas admoniciones cuando leí el artículo escrito por un joven periodista cubano en el que reiteraba el añejo discurso oficial sobre los límites que han de regir el derecho a opinar. En Cuba hay que expresarse “en el momento oportuno, de la forma adecuada y en el lugar preciso”, recordaba a sus lectores. ¿Qué implica eso en términos prácticos?
Lo que constituye un derecho inalienable -ejercer la libertad de pensamiento y expresión- pasa, de ese modo, a ser una concesión: lo dicho puede o no ser tolerado por un poder que tiene la facultad de enjuiciar si se cumplieron las normas establecidas. Es la elite la que decide dónde, cuándo y cómo puede o no debatirse un tema. Aceptar ovejunamente ese inaceptable principio es el llamado que formula este joven periodista a medio siglo del cambio revolucionario de 1959, cuando ya son notorias las consecuencias de vivir amordazados.
Cierto: lo que ayer era prohibido puede no serlo mañana y viceversa. Recuerdo, por ejemplo, que al exhibirse por vez primera Fres a y Chocolate, el Coronel en el Comité Central a cargo de la custodia del pensamiento políticamente correcto de los ciudadanos determinó, entre patéticos ataques de histeria, que había que “desalentar ese debate” sobre la homofobia. Es presumible que ese mismo Coronel se muestre hoy comprensivo y meloso con Mariela Castro al discutir este tema. Pero el problema principal es que, mientras se hace finalmente posible analizar ese u otro asunto de manera casuística, “la regla de oro” de la mordaza continúa vigente y existen figuras delictivas lo suficientemente ambiguas (“propaganda enemiga”, por ejemplo) para asegurar que sea respetada.
El pasado día 13 el canciller Pérez Roque declaró lo siguiente a propósito de la ya próxima visita del Cardenal Tarcisio Bertone, alto representante de la Santa Sede, a Cuba: "No vemos de ningún modo que la existencia de puntos de vista diversos, incluso distintos sobre algunos temas, pueda ser obstáculo para un diálogo y una comunicación respetuosa con la Santa Sede y la Iglesia Católica en Cuba". Que bien. Lástima que todavía no esté preparado el gobierno para asumir igual actitud hacia su propio pueblo y el destierro, sin exclusiones ni temas tabú.
Los “cubanos de afuera” no somos invitados a opinar en los actuales debates cualesquiera que sean nuestras preferencias ideológicas, que incluyen un abanico de posiciones socialdemócratas, democratacristianas, liberales, conservadoras, proclives al diálogo con el gobierno u opuestos a ello, simpatizantes de una estrecha alianza con Estados Unidos o renuentes a la ingerencia de cualquier potencia en los asuntos internos del país.
El requisito insoslayable para acceder al actual debate sobre el porvenir es la incondicionalidad al poder actual. Lo que se exige no es, en realidad, la afiliación ideológica al socialismo, sino la disposición a proponer –y aceptar- cualquier cambio siempre y cuando se asegure con ellos el monopolio del poder por la elite. ¿Se imaginan si en los debates presidenciales de EEUU pudieran opinar exclusivamente los simpatizantes de los republicanos o si en España solo se tolerasen quejas “constructivas” a la gestión de gobierno provenientes de los afiliados al PSOE? Los derechos humanos son eso: derechos inalienables de las personas, llámense George Bush, Fidel Castro, Santa Teresa de Calcuta o sean estudiantes en la UCI. No son otorgados por méritos o afiliaciones ideológicas, como puede asignarse una casa en Varadero o una mesa en Tropicana.
Tanta es la alharaca intimidatoria que arma el gobierno cuando abrimos la boca que no falta quien, angustiado, nos pida silencio para evitar que un gesto de simpatía hacia algún argumento expresado dentro de Cuba sea tomado como pretexto para cerrar el todavía precario monólogo con las autoridades. La autocensura de quienes estamos fuera sería, según ese criterio, una forma de solidaridad hacia los que están dentro.
Sin embargo, algunos de nosotros aprendimos –después de varias “aperturas” y cierres a lo largo de medio siglo- que habrá libertad para todos o no la habrá nunca para nadie. No es factible, como parecen creer todavía algunos, limitar los derechos democráticos a los simpatizantes del socialismo mientras se persigue a sus detractores. La sociedad es plural y así han de ser los representantes de sus opiniones e intereses.
El siglo XX esclareció hasta la saciedad los resultados prácticos de aceptar el axioma del “centralismo democrático” dentro del partido y la sociedad: “Hoy vienen por ellos; mañana vendrán por ti”. Quien desee un socialismo que le permita ejercer el derecho a opinar debe saber que es su obligación defender igual principio a favor de todos los que no compartan su visión. Más de dos centenares de personas permanecen todavía en cárceles cubanas por defender el derecho de todos –incluido el de los comunistas- a expresarse sin subterfugios ni máscaras.
En mi comentario La Asamblea Bisagra recordaba la incapacidad de Gustav Husak para responder una pregunta clave cuando, en su última conferencia de prensa, anunciaba la caída del socialismo checo. Pues bien, tengo una sugerencia para quienes me leen desde Cuba: formulen ahora la misma interrogante a Raúl Castro.
Si el límite infranqueable para expresar opiniones y formular propuestas es que ellas deben quedar claramente delimitadas por la aceptación del principio de que se hacen para fortalecer el “socialismo” entonces debe clarificarse qué entienden por ese concepto. Hasta ahora no hay indicios de que la elite de poder esté preparada para respetar el derecho a la libertad de pensamiento, expresión y asociación de la sociedad civil, si bien pudieran ahora mostrarse más abiertos a las libertades de empresa o movimiento. Su criterio de socialismo y el límite a cualquier apertura parece definirse bajo el esquema de “con nosotros todo; sin nosotros nada”. Solo aceptando a priori ese principio es posible formular una opinión. Si considerasen esta valoración inexacta o injusta deben decirlo.
La elite de poder –como mínimo- está en el deber de decir a los militantes comunistas (que aguardan desde 1997 un congreso), a los funcionarios y diputados (a quienes mantienen en igual zozobra e incertidumbre sobre lo que pretenden hacer), a la población, (a la que acaban de convocar a “votar unida” bajo un sistema monopartidista sin libertad de expresión o prensa), y a los casi dos millones de desterrados a los que nos han impuesto una “salida definitiva” del país y excluyen de estas discusiones: ¿Qué entienden por socialismo? ¿Cuál es su proyecto? Al menos de ese modo sabremos, finalmente, el alcance exacto de lo que se propone discutir y lo que se pretende excluir –y reprimir- en esta nueva “apertura”.
Publicado en: Cambio de época | Actualizado 19/02/2008 5:29