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Extranjero

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Extranjero es una palabra rara y polivalente, que ha servido incluso para titular libros y grupos de rock. Extranjero era para un espartano, el ateniense que habitaba, por así decirlo, a la vuelta de la esquina. Con el tiempo, todos terminaron siendo griegos. Extranjero era, entre los romanos, un concepto geopolítico: un romano de pura cepa podía nacer en las Galias o en Hispania, mientras el advenimiento de un bárbaro podía ocurrir a los pies del Coliseo, sin que por ello dejara de ser extranjero, lo que en este caso equivalía a extraño, ajeno. En las colonias españolas de Hispanoamérica, el criollo, nacido en el Nuevo Mundo, sin importar que sus padres fueran castellanos viejos, por razones geográficas (que a la larga se convirtieron en razones económicas y más tarde políticas, militares) no tenía acceso a numerosos cargos públicos. Era extranjero. Extranjero en su propia tierra.

En países como Suiza, para que a un extranjero se le conceda la ciudadanía -únicamente al estar casado con un ciudadano suizo-, debe reunirse el consejo de la localidad donde nació el cónyugue, valorar los méritos y deméritos del aspirante a la suizificación, y decidir, a puro voto democrático, si el tal tiene derecho o no a la eximia nacionalidad de las vacas alpinas y los quesos emmental. Incluso en junio del 94, durante un referéndum sobre si se le concedía o no la nacionalidad a los hijos y nietos de inmigrantes, nacidos en el país y que sólo hablan alemán, francés o italiano, no su idioma de origen, más de la mitad de los suizos dijeron que no. De modo que siguen siendo extranjeros en la tierra donde nacieron ellos y sus padres. Españoles, croatas o chilenos que jamás han pisado los países de donde, teóricamente, son nativos. La extranjeridad es su condición natural.

He escuchado a algunas personas sentirse orgullosas de su nacionalidad, y creo que ello entraña un absurdo: es puro accidente que yo haya nacido en La Habana y no en Helsinski o Ulan Bator. No puedo sentirme orgulloso por algo en que no intervine, y que por tanto no entraña ningún mérito. Podría, en cambio, sentirme orgulloso de mis obras, de mi condición humana, de mi país o de mi pueblo (lo cual no equivale a mi nacionalidad, mudable, como cualquier rótulo). Y me refiero a ésto porque, apreciando los nacionalismos sanos, no excluyentes y que podrían asumirse como una categoría cultural, la salvaguarda de una herencia histórica; detesto los nacionalismos chovinistas, excluyentes, detentados por personas que se atribuyen los méritos de su pueblo gracias a una simple partida de nacimiento. Méritos en los que, con harta frecuencia, no han cooperado en lo absoluto. Y el aprecio superlativo y miope de lo propio viene con asiduidad convoyado por el desprecio a Lo Otro, Lo Extranjero. De modo que la otredad se convierte en un defecto y el otro, el extranjero, pasa a ser el bárbaro de los romanos, excluible, inferior.

La historia demuestra que la nación pervive, no el país. Yugoslavia fue un país, como la Unión Soviética o Checoslovaquia. Hoy descubrimos cuantas naciones contenían. O el Africa Negra, donde impusieron fronteras quienes se repartieron el botín, sin tomar en consideración las verdaderas naciones, sajadas a mansalva por esas líneas trazadas en los mapas. Pero la nación, la verdadera nación, que parte del autorreconocimiento de una herencia cultural e histórica, no cree en esas demarcaciones artificiales, y un yoruba sigue siendo yoruba antes que senegalés.

Pero ni siquiera la nación, a nivel individual, es determinista. La historia está llena de trasvestismos nacionales. ¿Era Conrad un escritor polaco o inglés? Y Nabokov: ¿norteamericano o ruso? ¿Y esa Gertrudis Gómez de Avellaneda, nacida en el Camagüey cubano, cuya obra se imparte en los cursos de literatura española? Demasiados ejemplos demuestran que incluso la nacionalidad puede ser una vocación: la del hombre que asume la nacionalidad (y no sólo la ciudadanía) del sitio donde halla la plenitud y la felicidad, es decir, su lugar (suyo, intransferible) en el planeta. De modo que con frecuencia la llamada cultura nacional, está minada de extranjeros. Sin ir más lejos: el mayor acontecimiento de la historia española, el descubrimiento de América -llamémosle así para abreviar- fue obra de un extranjero, que quizás (antes de la ignominia, el desprecio y las cadenas) se sintiera más extranjero en su tierra natal. O el Napoleón francés, que era corso. Y el Napoleón alemán, Adolf Hitler, que era austríaco. Demasiados accidentes hacen sospechar que la cultura y la historia nacionales son más internacionales de lo que se piensa.

Tantos criterios encontrados, definiciones incompletas y romas, me inducen una duda esencial: ¿qué es por fin extranjero? Y no acabo de concretarlo en una categoría geográfica o legal, en un pasaporte, una raza o un idioma. Y por eso prefiero asumir como sinónimo de extranjero una palabra inglesa: alien. Y alien es sólo aquel que reniega de los valores universales que la raza humana: comprensión, sabiduría, amor y tolerancia; extranjero quien pretenda confirmar el yo a costa del no yo, quien se asuma centro para instaurar la periferia, quien destruya puentes y tapie puertas, pretendiendo quizás (iluso de él) vestir de ajeno lo que ocurra en cualquier otro lugar del planeta, más allá de su miope geografía; en un planeta cada vez más pequeño, cada vez más cercano. Extranjero es quien no entiende que el hambre de los indígenas bolivianos y peruanos coloca la cocaína a la puerta de nuestras escuelas. El que no escucha a John Donne cuando advertía que siempre que las campanas están doblando, no importa por quién sea, doblan por ti.

El resto, somos ciudadanos de hecho y derecho, nacidos y criados en la nación de los seres humanos: este maltratado planeta.

(Extranjero [5.67562e-07, Fri, 19 Apr 2002 00:00:00 GMT, 7784 bytes]  http://arch.cubaencuentro.com/sociedad/2002/04/19/7446.html)



El ruinoso esplendor

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Presentación de Diario Delirio Habanero (Mono Azul Editora, Col. Vuelapluma; Sevilla, 2010, 308 pp.), de Luis Manuel García Méndez, a cargo del periodista y escritor español Vicente Botín

Cuenta la leyenda que cuando Marco Polo estaba en su lecho de muerte, su familia le pidió que confesara que había mentido, que su Libro de las Maravillas era un conjunto de fábulas que poco o nada tenían que ver con la realidad. Pero Marco Polo se reafirmó en lo que había escrito y dijo: “¡Sólo he contado la mitad de lo que vi!”.

            En su libro Las ciudades invisibles, Ítalo Calvino pone en boca de Marco Polo estas palabras: “De una ciudad no disfrutas las siete o las setenta y siete maravillas, sino la respuesta que da a una pregunta tuya”.

            Esas palabras, que Marco Polo dirige a Kublai Kan, emperador de los tártaros, están contenidas en un hermoso libro que Ítalo Calvino, nacido, por cierto, en Santiago de las Vegas, dice haber escrito como “un último poema de amor a las ciudades, cuando es cada vez más difícil vivirlas como ciudades”.

            Diario delirio habanero, de Luis Manuel García Méndez, contiene no pocas “maravillas”, palabra que el Diccionario de la Real Academia Española, define como “suceso o cosa extraordinarios que causan admiración”, porque admiración es lo que provoca este viaje por un país, una ciudad sobre todo, en la que el viajero, nada más llegar, puede encontrarse con un Conejo Blanco de ojos rosas muy apurado que dice: “¡Ay, Dios mío! ¡Díos mío! ¡Voy a llegar tarde!”. Porque el viajero va a entrar en un mundo irreal, lleno de sorpresas, que le llevará a decir, como a Alicia: “¡Ay, Dios mío! ¡Hoy que raro es todo! ¡Y ayer todo era tan normal!”.

            No es extraño, pues, que este libro lleve por título Diario delirio habanero. Es un diario y es un delirio, un diario delirante o un delirante diario, porque desde la llegada, desde el reencuentro del autor con su ciudad, se suceden los asombros. Cuba, La Habana, se parece mucho a Brigadoom, la película de Vincente Minnnelli, en la que un pueblo de Escocia, sometido a un encantamiento, permanece dormido, y una vez cada cien años, tan solo por un día, recobra la vida.

            En ese día, los viajeros como Luis Manuel pueden llegar a Cuba, sabiendo que después de su partida la isla desaparecerá durante otros cien años. Los recuerdos, sin embargo, permanecerán muy vivos pero, al relatar el viaje, muchos pensarán que, como el Libro de las Maravillas, nada es verdad, aunque, como Marco Polo, Luis Manuel haya contado solo la mitad de lo que vio porque son tantas las “maravillas” que es difícil describirlas en un solo viaje.

            El aeropuerto José Martí de La Habana, la puerta de entrada a ese otro mundo, es como el patio de Monipodio, donde una cofradía de ladrones disfrazados de aduaneros esquilman a los recién llegados, sobre todo a los cubanos, a los que exigen el pago de un “impuesto revolucionario” en concepto de exceso de equipaje, ya pagado, lógicamente, en origen. Pero la lógica en Cuba es un bien escaso. No es extraño, por tanto, ver a los recién llegados abrir en el suelo sus maletas-mercado y distribuir ropa y alimentos en bolsas, sacos o maletas menos llenas, mientras degustan o reparten o trocean y tiran a la basura exquisitos embutidos para evitar que les sean confiscados bajo excusa fitosanitaria. Claro que siempre pueden recuperarlos más tarde, porque los productos incautados para su incineración les serán ofrecidos a precio de bolsa negra por los taxistas del aeropuerto, socios en sociedad de los aduaneros.

            Y así, franqueado el umbral, el viajero se adentra por la ruta que le conduce a una ciudad oscurecida para no dar pistas a los bombarderos del imperio, cuidando de bloquear bien las puertas del coche para evitar que desaparezcan las maletas en alguna de las paradas del camino.

            El amanecer sorprende al viajero en una ciudad bombardeada, con manantiales y riachuelos de aguas albañales que fluyen por las aceras y se estancan en los cráteres de las calles o entre las riostras que apuntalan muchos edificios o lo que queda de ellos. “En Cuba ya está en proyecto —dice Luis Manuel García— incluir un bache, al pie de la palma, en el escudo nacional”. Sorteando la carrera de obstáculos, por la que pululan guaguas, taxibuses, bicitaxis, cocotaxis, almendrones y fotingos, el viajero llega a la CADECA, donde los parientes de los aduaneros le cambian los euros por pesos convertibles al precio que les da la gana y si lleva la moneda del imperio, le descontarán  un impuesto revolucionario del 20 por ciento.

            Provisto de pesos convertibles, el viajero entra en una cuarta dimensión, en un mundo que, como diría H.G. Wells en La máquina del tiempo, está en un “estado de ruinoso esplendor”, donde émulos de Rinconete y Cortadillo, el Lazarillo de Tormes, el Buscón don Pablos y otros cofrades del Siglo de Oro español, se le aparecen al viajero en forma de taxistas, camareros, jineteras o jineteros, en el marco de lo que los cubanos llaman “resolver”, que no es otra cosa que buscarse la vida mediante la picaresca, el robo o la prostitución para hacerse con pesos convertibles y evitar morirse de hambre en lo que el autor llama “la patriótica moneda nacional”. 

            Luis Manuel García va más allá de la descripción de las mil y una argucias de que se valen los cubanos para poder sobrevivir después de más de medio siglo de dictadura. Como un hábil cirujano hunde el bisturí en la podredumbre de la “moral socialista” en los llamados “logros” de una revolución que predicó la igualdad, la justicia y la equidad y no es sino una cárcel donde una casta de privilegiados goza de todo tipo de bienes y servicios mientras el resto de la población sobrevive a duras penas o emprende el duro y difícil camino del exilio jugándose la vida en precarias balsas. Por el contrario, los extranjeros disfrutan de prerrogativas y derechos —libertades de movimiento, de empresas, acceso a bienes y servicios— que ni lejanamente se conceden a los nacionales.

            Luis Manuel García describe al responsable, a Fidel Castro, como “un dictador histriónico como Mussolini, en su oratoria repetitiva, didáctica; mesiánico como Hitler; sin escrúpulos si se trata de conservar el poder, al estilo de Stalin, y tan hábil en la intriga y en tejer su propia leyenda como Mao”. Ese hombre que prometió la Luna, deja detrás de él un paisaje lunar. “El Comandante, dice el autor del libro, no ha legado un zigurat ni una pirámide, ni un museo monumental o una torre emblemática, ni la configuración institucional del un país, ni un ideario… Arquitecto de su propio ego, Fidel Castro, dice Luis Manuel García, es la única obra perdurable de Fidel Castro”.

            Este diario delirio habanero viene acompañado de una valiosísima documentación, muy necesaria para entender la transformación o mejor dicho la transfiguración de un país llamado Cuba en la isla del doctor Castro. En 1958, la llamada Perla del Caribe estaba entre los tres primeros lugares de América Latina en casi todos los índices y hoy figura en la cola. Naturalmente, el autor del desastre no es Fidel Castro sino Estados Unidos, el cruel enemigo imperialista que paradójicamente y a pesar del bloqueo o del embargo, según desde donde se mire, se ha convertido en el quinto socio comercial de Cuba y en el principal suministrador de alimentos a la isla, datos que oculta el diario Granma, donde el todavía Comandante en Jefe publica sus fatwuas con recetas para salvar al mundo y para recordar a su hermano quien es el verdadero amo del país.

            La Cuba que refleja Luis Manuel García podría parecer una obra de ficción, tantas son las maravillas que encierra, y ya dijimos al principio que maravillas son sucesos o cosas extraordinarios que causan admiración. Admiración causan las cosas aquí contadas, tan bien contadas, con un rico lenguaje sabiamente utilizado por este hábil artesano del verbo y la palabra. Pero este libro también causa dolor, mucho dolor. Cuba duele, Cuba nos duele a los que la amamos, a los que la contamos, a los que como Luis Manuel la cuentan con la esperanza de que pronto acabe la larga noche que cayó sobre ella hace ya demasiado tiempo.



Ser cubano, ¿o no?

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Como decía Theodor Heuss, “cada pueblo tiene la ingenua convicción de ser la mejor ocurrencia de Dios”, y los cubanos no somos la excepción, sino casi la regla. Si los norteamericanos se vanaglorian de sus inventos, nosotros nos jactamos de estar, multitudinaria y permanentemente, “inventando”. Frente al humor inglés, el relajo criollo; sabrosura vs. sex apeal; guara vs. charme; estar en talla vs. glamour; agilidad mental vs. pensamiento abstracto —como bien decía el cura español recién llegado a la Isla, cuando él pronunciaba “Dios te salve, María”, ya los cubanos estaban “entre todas las mujeres”—. Más astutos, simpáticos, calientes, ingeniosos y creativos que el resto de la humanidad, incluso los cubanos que desconocen las ciencias jurídicas se pasan la vida “legislando”.  Y ya que somos su mejor ocurrencia, el Creador lleva casi medio siglo estimulando no nuestra huida, sino nuestra persistente invasión al resto del planeta donde toda la especie aguarda impaciente por la oportunidad de parecerse a nosotros.

Ser cubano es algo más difícil de definir que ser “natural de la Isla de Cuba”. Hay cubanos nacidos en Oklahoma o Sebastopol; y noruegos de Coco Solo. Hay cubanos desteñidos, rellollos y cubanazos, el doble nueve de la cubanidad.

La complejidad y pluralidad semántica contrastan con el pedigrí del término, porque hace dos siglos existían apenas los protocubanos en estado embrionario, y Cuba, en tanto que nación, quedaba aún a  un siglo de distancia.

Ser cubano no es fácil de definir, pero es fácil de percibir: ninguno intentará disimular su nacionalidad. Por el contrario. Algunos lo confirman con el mismo énfasis que otros emplean para anunciar un máster en Harvard o el doctorado. El chovinismo del cubano es exotérmino: capaz de echar rodilla en tierra para defender los mangos del Caney, la playa de Varadero y las virtudes del personal, tan pronto desaparece el allien, no duda en reconocer (inter nos) que “este país es una mierda” y “si por mí fuera me iría mañana mismitico para la Conchinchina”. Basta recordar que en tiempos recientes dos millones han pasado de las palabras a los hechos.  Pero el cubano no emigra solo, como el resto de los humanos. Se lleva su país, una patria más portátil, y cuida sus nostalgias como a un animal doméstico.

Más pequeño y menos poblado que La Florida, el archipiélago cubano alcanza, en la mitología, dimensiones de potencia mundial, incluso en los dudosos privilegios de sus defectos. Como si los excesos del lenguaje compensaran los déficits de la geografía y de la historia. A pesar de que los cubanos están dispuestos a gritar por su patria, pocos se sienten tentados, como otros pueblos elegidos, a matar por ella (y menos aún a que los maten). Entre otras muchas razones, eso explica que al mayoral de la finca le hayan advertido: Cuando te mueras, avisa.

Ser cubano no es más ni menos que ser australiano, chileno o griego. Y aunque hay cubanos vocacionales, cubanos profesionales y cubanos amateurs, la mayoría somos cubanos involuntarios, con frecuencia crónicos. Los planes de reeducación no suelen dar resultado.

¿Cómo se conjuga este patriotismo con la epidemia trasnacional de los últimos años? ¿Por qué cientos de miles de compatriotas andan a la caza de una bandera de repuesto que cobije su futuro?

Parecería que basta explicar las razones del éxodo cubano del último medio siglo para responder las preguntas anteriores. Pero no es exactamente así.

Durante la república, la Constitución de 1940 estipulaba cuándo se era cubano por nacimiento y cuándo por adopción, cómo se podía recuperar la nacionalidad perdida, los cinco años de residencia continua que necesitaba un extranjero para obtenerla, los dos años de matrimonio o el matrimonio con hijos, y siempre renunciando a otra nacionalidad previa. También se explicaba que adquirir ciudadanía extranjera conllevaba la pérdida de la cubana, como servir militarmente a otra nación. Y que podrían perder la ciudadanía aquellos naturalizados que cometiesen ciertos delitos o marcharan más de tres años a su país de origen.

Cientos de miles de inmigrantes, especialmente españoles, dejaron caducar sus pasaportes, sus ciudadanías, y adquirieron la cubana. Pocos fueron los cubanos que emigraron, y menos aún los que cambiaron de nacionalidad.

La Constitución de 1992 es mucho más vaga que la de 1940, pero advierte que “los cubanos no podrán ser privados de su ciudadanía, salvo por causas legalmente establecidas” y que “no se admitirá la doble ciudadanía. En consecuencia, cuando se adquiera una ciudadanía extranjera, se perderá la cubana”. En la práctica, como puede verse en la página oficial del Ministerio de Relaciones Exteriores, violando su propia constitución, el Estado cubano establece que “con la excepción de aquellos que emigraron antes del 31 de Diciembre de 1970”, toda persona de origen cubano, aunque haya adquirido otra nacionalidad, deberá viajar a la Isla con pasaporte expedido por Cuba, renovable cada dos años, que puede comprarse en los consulados correspondientes a un precio de 185 euros, cuando un pasaporte español válido por diez años cuesta 16, por ejemplo. Como se observa, las disposiciones del MINREX son más rentables que la Constitución.

Las razones del éxodo que ha convertido a Cuba de país receptor en país emisor, son bien conocidas. Otras migraciones tienen lugar cada día entre el sur y el norte del planeta, pero no siempre son irreversibles. Muchos viajan a Europa, Arabia Saudí o Estados Unidos con el propósito de levantar un pequeño capital que reinvertir más adelante (o al mismo tiempo, por medio de sus familiares) en sus países de origen. Ese emigrante no busca otra ciudadanía, dado que su perspectiva a largo plazo cuenta con las ventajas que le otorga la suya en su propio país.

(Ser cubano, ¿o no?   [2.23436e-07, Tue, 17 May 2005 00:00:00 GMT]  http://arch1.cubaencuentro.com/opinion/20050517/af7316d0c8ddd9315d41b2712b1822ff/1.html)



Un documento a releer

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Observando el devenir de los antiguos países comunistas europeos, es fácil descubrir la capacidad de reciclaje de los antiguos capos de la nomenklatura devenidos entusiastas demócratas, siempre que sean ellos quienes comanden la democracia y el mercado. Se trata de los mismos que en su día aplastaron cualquier atisbo de democratización en el áncient régime, los mismos que satanizaron el mercado.

El nuevo imperio del KGB en Rusia. Los ultranacionalistas de Moldavia y Macedonia, donde un importante sector de la nomenklatura,  que dirigía ministerios, comités estatales y grandes empresas socialistas, ha emergido de sus rojas crisálidas como las flamantes mariposas del libre mercado. No son una excepción, sino una regla en Albania, Bulgaria y Rumanía, en Serbia y Montenegro (en estos últimos, casi sin reformas, los viejos aparatos de seguridad apenas han cambiado de nombre y de uniforme).

En el Asia Central y el Cáucaso, en Ucrania, con diferentes modelos, han conseguido sobrevivir y medrar en el mundo que durante decenios combatieron.  En Bielorrusia, los ideólogos de la dictadura del proletariado sólo tuvieron que suprimir de los manuales la palabra “proletariado”.

En tales contextos históricos, es sumamente instructivo leer el documento publicado por “Los veteranos de la independencia al pueblo de Cuba”, el 28 de octubre de 1911. Y también es útil para quienes proponen durante el poscastrismo un ajuste de cuentas que rebaje la podadora hasta el nivel de CDR.

A los unos y a los otros, este documento, que cumplirá un siglo el año próximo, les ofrecerá una idea sobre el calibre moral, la sabiduría y el buen juicio de quienes construyeron la patria no con discursos ni proclamas, sino con su propia sangre. Un documento que hoy no requiere mayores explicaciones.

 

Los veteranos de la independencia al pueblo de Cuba, Octubre 28 de 1911

Conciudadanos:

Un gran movimiento de conciencia nacional agitó a la sociedad Cubana. Los veteranos lo inician y el pueblo cubano lo mantiene; la justicia lo preside; lo anima el patriotismo.

Cuando el 20 de mayo de 1902 la adorada bandera de los cubanos, saludada por todas las naciones, flameo sobre las fortalezas seculares, tras medio siglo de luchas desesperadas y gloriosas, los supervivientes de la legión libertadora, al calor de generosos y puros sentimientos estrecharon sobre su corazón a sus compatriotas; y unidos los cubanos bajo el lema de «La República con todos y para el bien de todos», comenzaron la vida dignificada, de un pueblo libre.

Rotas las cadenas, las servidumbres abatidas, el cubano, dueño al fin, de su Patria, alzo la frente al sol de un nuevo día de justicia, libertad y progreso; se arranco del corazón las santas iras de la guerra y abrir las puertas de la nueva sociedad a todas las actividades humanas, sin amargas exclusiones. Al español que lo combatiera y al compatriota que lo traicionara, ofreció por igual sus fértiles tierras, sus ricas industrias, su comercio, sus talleres, sus libertades y el amparo de sus leyes.

El cubano, ante el enemigo vencido, borró la sombra del opresor, y ante el propio compatriota que le asesinara en la emboscada cerró los ojos y brindo a todos, por igual, con piadosa mano, cuanto poseía la tierra que había redimido y las libertades que había conquistado. Lo único que no podía, sin demencia, ofrecerles, era la dirección de la nueva Republica. No podían resguardar nuestra libertad los que la habían combatido; la sociedad cubana no podía erigir en jefes a sus propios enemigos.

El pueblo cubano quiso para guía de la nueva nacionalidad el probado patriotismo, y así lo expreso con voluntad soberana, al elegir sus primeros magistrados. Quiso que los cargos públicos fuesen como debe ser, para la aptitud, la idoneidad, la honradez y el merito, no para la delincuencia. ¿Cuándo, en qué país, ni con que pretexto de igualdad, se ha visto premiada la traición contra la Patria?

Si en la igualdad ante la Ley pudieran, monstruosamente, confundirse el bien y la perversidad, que la conciencia universal y las leyes han separado, ni tendría castigo el delito ni estimulo la virtud, y la sociedad desquiciada en su fundamento moral, sin tradiciones, sin bandera y sin ideales, caería deshonrada ante las mas groseras fuerzas de la bestialidad humana.

Aquellos malos cubanos que alzaron sus manos contra Cuba, no ya conforme con el perdón de sus crímenes, se dedicaron, con diversas intrigas, a reconquistar en la República un predominio que, de subsistir, haría al pueblo cubano bajar humillado la frente, encendida por el rubor y la vergüenza. Alejándose casi siempre de los pueblos que fueron testigos de sus maldades, alistándose sigilosamente bajo los banderines de los partidos políticos y contaminando todo cuanto tocaron, han ido escalando aquellos puestos que debieron reservarse a los cubanos que carecen de manchas en su vida, a extremo tal que algunas localidades sufren la desdicha de tener como representante de la autoridad, a guerrilleros viles que en los aciagos días de la guerra gozaban en arrastrar por las calles, frente a las familias cubanas enloquecidas, los cadáveres ensangrentados de los mártires de Cuba.

BASTA YA DE MONSTRUOSA TOLERANCIA... De hoy mas nuestra pasividad seria imprevisión, deshonor, y cobardía. La República firme y fuerte después de tantos años de resignación, debe consagrar algunas energías a separar de la administración pública a los que traicionaron a la Patria.

La Ley Penal de Cuba, promulgada en la época revolucionaria, comprendía en el delito de traición, castigado con la muerte, al espía, al guerrillero, a todo cubano que, bajo bandera española, combatía contra Cuba, o de un modo directo favorecía al progreso de las armas enemigas. Y aun el mismo Código Penal español, todavía vigente en Cuba, define al traidor diciendo, con admirable concisión: «el que tomare las armas contra la patria bajo bandera enemiga».

Y si la ley Penal aquí vigente fija el concepto universal del traidor a la Patria, como un crimen tan horrendo que para él todos los pueblos de la tierra forjan la cadena perpetua y alzan la horca, ¿cómo vamos a tolerar que los traidores, adueñándose cautelosamente de la administración de la República puedan volver a traicionarla y hundir su acero en el corazón de Cuba? Cómo hemos de legar a la nueva generación con la muerte de nuestros mejores sentimientos, el ejemplo pavoroso y funesto de entregar ahora en nombre de una igualdad mentida y de una concordia vergonzosa, el dinero público, los honores y la autoridad de Cuba, a aquellos mismos siniestros guerrilleros ¡No!

Lejos esta de nosotros la idea de que se les aplique hoy el castigo a que se hicieron merecedores, porque con el último disparo que consagro la victoria, se proclamo como principio fundamental para el porvenir, el perdón de todos los agravios para restablecer con la paz moral de los espíritus, el equilibrio social perturbado; pero ni entonces ni después se reconoció como un dogma confiar a la traición la obra del patriotismo. ¿Qué menos puede pedirse a nuestro enemigo de ayer, amigo interesado de hoy para medrar a la sombra de las instituciones republicanas, que la renuncia de todo cargo público, que ni moral ni legalmente tiene derecho a desempeñar? Puede, si, vivir en Cuba como ciudadano o como extranjero, al amparo positivo de nuestras leyes protectoras, que defenderán su vida, su hacienda y su libertad; pero jamás, sin lastimar la conciencia nacional, pretenderá dirigir los destinos de la Republica.

Los veteranos de la Independencia en este conflicto inevitable, no por ellos provocado, sino por el cinismo con que los réprobos se van apoderando de los puestos oficiales y del porvenir de la Patria, señalan a los Poderes de la nación las inhabilitaciones prescritas contra los cubanos de «mala conducta» por la Ley del Servicio Civil, e invocando la justicia, la previsión y el sentimiento patrio, acuden al corazón del pueblo cubano, porque sería absurdo y monstruosamente inmoral calificar de «buena» la conducta de aquellos cubanos que pelearon contra Cuba, realizando un crimen de lesa patria, castigado con la pena de muerte en todos los códigos del mundo.

Somos los primeros en guardar las leyes y el publico sosiego, pero con tenacidad digna de la patriótica finalidad que perseguimos, lucharemos sin descanso hasta lograr el éxito completo, que en tan noble empresa habrán de secundarnos las autoridades y Poderes de la República, el pueblo de Cuba y esa generación joven, la mejor esperanza de la patria, y a la que los veteranos hemos de entregar, como precioso legado, el patriótico deber de velar porque no se mixtifique el amor a la nacionalidad cubana.

Nada pedimos para los Veteranos, aunque la miseria les hiera muchos hogares; sólo queremos que a los desleales sustituyan en los cargos públicos los cubanos que amaron a Cuba y los que no deshonraron su existencia; todos los cubanos, menos los que combatieron contra Cuba. Queremos, porque Cuba lo necesita más que ningún otro pueblo, que aquí siempre se execre la traición y se aprecie el patriotismo. Para los cargos de la Republica ya no deben confundirse los traidores con los patriotas. El que igualar pretenda a los demás cubanos al guerrillero vil tiene la conciencia de un guerrillero.

Qué los traidores aren en paz la tierra que sembraron de huesos cubanos, pero que jamás usurpen ni profanen los cargos de la República que tanto odiaron, los espías, los movilizados, los guerrilleros, los que profanaron el cadáver de Antonio Maceo y destrozaron la juvenil cabeza de Panchito Gómez, siniestros malvados cuya aparición en nuestros campos era para la familia cubana, la señal terrible del incendio, la bestialidad y la matanza, a cuyo furor brutal rodaban las ancianas cabezas y eran ahogados los sollozos de las madres y los gritos de la inmaculada inocencia.

Habana, 28 de octubre de 1911.

Por el Consejo nacional de Veteranos:

General Emilio Núñez Rodríguez, Presidente

General Silverio Sánchez Figueras, General Enrique Loynaz del Castillo, Coronel Cosme de la Torriente, General Juan E. Ducassi, General Manuel Alfonso Seijas, General José Miró Argenter, General Agustín Cebreco, General Carlos García Vélez, General Pedro Díaz Molina, General Hugo Roberts, General Francisco Carrillo Morales, General José Fernández de Castro, General Francisco de P. Valiente, General Carlos González Clavel, General Demetrio Castillo Duany, Coronel Manuel María Coronado, Coronel Agustín Cruz González, Coronel Aurelio Hevia, Teniente Coronel Casimiro Naya y Serrano, Coronel Manuel Lazo, Vicepresidentes.

Comandante Manuel Secades Japón, Secretario de Actas, Coronel José Gálvez, Coronel Dr. Eulogio Sardiñas, subteniente Dr. Edmundo Estrada, Comandante Dr. Miguel A. Varona, Comandante Miguel Coyula, Vicesecretarios.

Teniente Luis Suárez Vera, Secretario de correspondencia.

Coronel José Camejo, Comandante Armando Prats, Coronel Enrique Molina, Teniente Emilio Ayala, Comandante Miguel Ángel Ruiz, Vice-secretarios.

Coronel Manuel Aranda, Tesorero.

Capitán Armando Cartaya, Teniente Coronel Justo Carrillo, Coronel Lucas Álvarez Cerice, Coronel Fernando Figueredo, Coronel José N. Jane, vice-tesoreros.

También sumaban su firma al histórico documento más de un centenar de oficiales que iban desde Generales hasta Tenientes.



Pócker al descubierto

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De joven, Platón defendió la mentira de Estado como instrumento para gobernar a los ciudadanos-niños, que deberían ser mantenidos en la ignorancia, aunque años más tarde, en Las Leyes, rectificó su aserto inicial y adujo que justificar la mentira era una perversión del poder. San Agustín distinguía ocho tipos de mentiras, algunas de las cuales eran perfectamente aceptables, y Tomás de Aquino, tres: la útil, la humorística y la maliciosa. Sólo la última era pecado mortal. Maquiavelo aseguraba que “un príncipe prudente no puede ni debe mantener fidelidad en las promesas, cuando tal fidelidad redunda en perjuicio propio”. Y Federico II de Prusia propuso en 1778 un concurso filosófico bajo el epígrafe “¿Es conveniente engañar al pueblo, sea induciéndole a nuevos errores, o manteniéndole en los que ya se encuentra?”.

Toda forma de poder ha apelado a la mentira como instrumento de dominación y, en particular, la diplomacia ha sido siempre el arte del bien mentir.

Hace varias semanas, en una operación global, WikiLeaks filtró a cinco medios de prensa de alcance mundial 251.287 cables emitidos por las embajadas norteamericanas en todo el mundo, el mayor conjunto de documentos confidenciales dados a conocer jamás. Estos documentos ocupan desde ayer las portadas de El País, en España, The New York Times, en EE. UU., The Guardian, en Reinio Unido, Le Monde, en Francia, y Der Spiegel, en Alemania. Y continuarán apareciendo durante los próximos días.

Si las filtraciones anteriores de WikiLeaks se referían a las guerras de Afganistán e Irak –la página se ofrece para recibir filtraciones que desvelen comportamientos no éticos por parte de gobiernos y empresas de todo el mundo, y concretamente de los países con regímenes totalitarios--, en esta ocasión no queda títere con cabeza, razón por la que todos los gobiernos coinciden en lamentar que, por una vez, la verdad ocupe el sitio del eufemismo.

Espionaje al secretario general de la ONU; presiones sobre jueces y fiscales españoles para que obstaculicen causas abiertas que afectan a intereses norteamericanos; las componendas chinas en el caso de Corea; solicitud de información biográfica, biométrica y financiera sobre líderes palestinos; datos físicos de los aspirantes a la presidencia de Paraguay en 2008; detalles sobre instalaciones militares y compraventa de armas en la región de los Grandes Lagos; oferta de 85.000 dólares por cada recluso de Guantánamo acogido en España. Darfur, Sudán, Afganistán, Pakistán, Somalia, Myanmar, Irán, Corea del Norte, Irak, el proceso de paz en Oriente Próximo, los derechos humanos, los crímenes de guerra, la ayuda humanitaria, el terrorismo.

Ningún tema y ninguna figura se salva en las filtraciones. La verdadera opinión de los diplomáticos sobre Putin, el macho alfa de la política rusa, y Demetri Medvedev, su escudero, y la estrecha relación entre Putin y Berlusconi, que incluye “el intercambio de espléndidos regalos y la firma de lucrativos contratos energéticos”, según afirma el NY Times, de modo que Berlusconi "parece cada vez más el portavoz de Putin" en Europa. Sobre la poco creativa Angela Merkel con su carácter de "teflón". Sankozy, un aliado en quien no se puede confiar. Muamar al Gadafi, un hipocondríaco inflamado de botox. Zapatero, político cortoplacista adscrito a una izquierda “trasnochada y romántica”. Hamid Karzai, un "completo paranoico", y su entorno corrupto. O Mahmud Ahmadineyad, el Adolf Hitler persa.

En agosto pasado, una vez revelados los 90.000 informes militares estadounidenses clasificados sobre Afganistán, el ex presidente cubano Fidel Castro, en entrevista a TeleSur, afirmó que habría que "hacer una estatua" a WikiLeaks. Por una vez, coincidimos. Claro que en caso de que la página de Julian Assange revelara los documentos secretos del gobierno cubano, yo conservaría el monumento y Castro se apresuraría a derribarlo.

John Arbuthnot, médico de la Reina Ana y autor satírico escocés, en El arte de la mentira política (Ediciones Sequitur, Madrid, 2006), firmado originalmente por  su amigo Jonathan Swift aunque  no fuera de su autoría, afirma que “En cuanto a las mentiras que anuncian prodigios, se limita el Autor a sugerir a quienes quieran inventarlas que sus Cometas, Ballenas o Dragones mantengan siempre un tamaño razonable; y que respecto a los temporales, tormentas, tempestades y terremotos deberá siempre decirse que ocurrieron a alguna comarca alejada del lugar en que se está al menos la distancia que un hombre puede recorrer a caballo en un día”. Y Castro lleva cincuenta años afirmando que las tormentas, tempestades y terremotos siempre ocurren en tierras tan lejanas como las que WikyLeaks explora.

¿Por qué hacerle una estatua a WikiLeks? Obviamente, las opiniones de un diplomático sobre Putin o Berlusconi son mera anécdota, aunque reconfiguren las reglas de la diplomacia al uso. El asunto va más allá.

Para bien o para mal, los seres humanos no estamos dotados para la telepatía, en cuyo caso la sociedad tendría que haberse construido sobre la verdad y no sobre las distintas formas de simulación que hoy la sustentan. Si en las relaciones interpersonales la mentira puede ser piadosa, en las relaciones de poder es siempre perversa. El profesor norteamericano Michael P. Lynch (“Democracy as a Space of Reasons”, en: J. Elkins y A. Norris, editores; Truth in Politics, University of Pennsylvania Press) afirma que “creemos que el mentiroso está contando sinceramente su verdad y, al creerle, cedemos parte de nuestra libertad en función de la mentira. Pasamos a estar sometidos a la voluntad del otro”. Y eso, en el ejercicio de la cosa pública es más grave. El ciudadano sometido a la mentira quedará menguado en su capacidad de decisión. “Sin esa sinceridad pública, el ciudadano de a pie“, escribe Lynch, “no puede, por ejemplo, tomar una decisión acertada sobre el candidato que mejor representa sus intereses. Y en la medida en que no pueden tomarse esas decisiones, el proceso democrático resultará ilusorio y el poder del pueblo quedará reducido a un mero eslogan“. Eso es “la democracia herida”.

Internet ha abierto la puerta a una democracia más plena. No sólo es más difícil ocultar una verdad comprometedora, sino que cada ciudadano puede expresar, con mayor o menor solvencia, su propia verdad. El comercio de ideas ha abandonado las capillas y círculos cerrados, los medios tradicionales más o menos independientes, más o menos manipulados por grupos de influencia. No es de extrañar, entonces, que los totalitarismos se hayan apresurado a limitar, mutilar o simplemente suprimir el acceso a Internet, y que las democracias gasten sumas ingentes en hurtar de la mirada pública aquellas informaciones que otorgarían al ciudadano un poder de decisión más condicionado por la verdad que por la publicidad política.

WikiLeks está abriendo esa nueva ventana, todavía secreta, en el campo abierto de Internet. Por esa razón, en una entrevista concedida por Julian Assange a El País el 24 de octubre pasado, éste, al preguntarle “¿Cree que la revolución digital e iniciativas como WikiLeaks traerán periodismo independiente?”, responde: “Podemos ir en las dos direcciones. Puede que lleguemos a un sistema en que haya una mayor fiscalización y acuerdos internacionales para suprimir la libertad de prensa o puede que vayamos a un nuevo estándar en que la gente espere y demande material que exponga más a los poderes; y un entorno comercial en que este tipo de exposición sea rentable; y un entorno legal en que esto esté protegido”.

Y esa es la razón principal del monumento. WikiLeks coloca a la sociedad ante un jardín de senderos que se bifurcan, como diría Borges: o cambian las reglas del juego y se confirma la verdad como uno de los derechos fundamentales de los seres humanos, equiparable a la libertad, con lo cual los poderes políticos, económicos y mediáticos tendrán que jugar pócker al descubierto y se equipararían los derechos del elector y el elegido, del empresario y el cliente, del consumidor de información y de quien la emite, o la libertad de expresión y prensa, puestas al servicio del poder, se verán seriamente dañadas.

Como explica el intelectual italiano Paolo Flores D’Arcais (El soberano y el disidente, Montesinos Editor, Madrid, 2006), “la aniquilación de la verdad y la aniquilación de la democracia caminan al mismo ritmo, constituyen dos indicadores recíprocos y convergentes: las libertades públicas y las mentiras políticas circulan de forma inversamente proporcional”. La nueva democracia está obligada a minimizar o a suprimir la mentira política.

La Revolución Industrial cambió para siempre los modos de producción. La Revolución Científico-Técnica ha abierto a la humanidad horizontes impensados hasta entonces, incluso la conciencia de su propio destino como especie y su responsabilidad con el planeta que habitamos. La Revolución de la Información ha conseguido el diálogo planetario y ha suprimido las distancias. La Revolución de la Verdad será una revolución moral, el acceso a la utopía que los hombres vienen soñando con escaso éxito desde el inicio de los tiempos.