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Pagar en cubanos

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“Esto es Castilla, señores, que hace a los hombres y los gasta”, dijo en el siglo XIV Alfonso Fernández Coronel, a punto de morir por orden de Pedro I de Castilla. Al girondino Pierre Victurnien Vergniaud, quien sería guillotinado por los jacobinos en 1792, se atribuye la frase: “Es de temer que la revolución, como Saturno, acabará devorando a sus propios hijos”. Los hermanos Castro, en cambio, han optado por pagar en cubanos sus facturas.

 

Por el contrario que el peso, la moneda nacional devaluada y sin solvencia internacional, los cubanos son una moneda dúctil que sirve para comprar petróleo, protagonismo geopolítico, impunidad y miedo.

 

La última transacción acaba de producirse con la muerte de Orlando Zapata Tamayo, albañil, negro y disidente, tras 86 días de huelga de hambre. No se trató de un error. Ni siquiera de una negligencia criminal. Las autoridades cubanas, que cuentan con uno de los más afinados sistemas represivos del planeta, estaban perfectamente al tanto, pero ya habían calculado la utilidad de esta muerte como moneda para adquirir impunidad y miedo. Quien intente comprar dignidad usando su propia vida, deberá pagar al contado. Con la ventaja añadida de que la inmensa mayoría de los cubanos, víctimas de un monopolio de la información que administra los silencios, jamás conocerá lo ocurrido. De cara a la opinión mundial, cuyo acceso a la información no se puede racionar desde La Habana, se echó a andar de inmediato la maquinaria de contra-propaganda: amanuenses orgánicos y compañeros de viaje se encargan de divulgar que Orlando Zapata Tamayo era un delincuente de poca monta cuyo último acto no fue una acción política sino un intento de robo. Intentó robarle a la Revolución su prestigio, siguiendo instrucciones de Estados Unidos, el culpable de todos los males.

 

El caso de Zapata Tamayo es parte de una tradición que comienza en 1959, cuando Huber Matos, en protesta por el giro totalitario de la revolución que había contribuido a instaurar como comandante de la columna 9 del Ejército Rebelde, presentó su renuncia a la jefatura del ejército en la provincia de Camagüey. Fidel Castro no se atrevió a fusilarlo, pero lo condenó a treinta años de prisión por traición a la patria, es decir, a él mismo. Con treinta años de la vida de Huber Matos, Castro compró su derecho al monólogo, la garantía de que nadie más, ni siquiera un héroe de la guerra, se atreviera a pensar por su cuenta o a desertar de la nave que ya había zarpado.

 

Durante los años 60, consolidado su mandato vitalicio en la Isla, Fidel Castro relanzó su carrera hacia un protagonismo en la política continental y, de ser posible, universal. Miles de jóvenes cubanos y latinoamericanos fueron entrenados para fundar en toda América Latina guerrillas monitoreadas desde La Habana. El cubano como moneda para adquirir hegemonía se extendía a otros ciudadanos del continente. El clímax fue, primero, la precipitada lectura de la carta de despedida de Ernesto Che Guevara, lo que vetaba su regreso a la Isla, y luego, su abandono en la selva boliviana. Fue el precio a pagar por la recomposición de las relaciones con la Unión Soviética, contraria al aventurerismo cubano, algo imprescindible para conseguir su patrocinio económico. Más tarde, la política militar de Castro en África sería concertada con la casa matriz del comunismo mundial. Cientos de miles de cubanos combatieron en las selvas y los desiertos africanos. Varios miles comprarían con sus vidas el protagonismo del líder.

 

En 1980, tras los acontecimientos de la embajada de Perú, donde se refugiaron 10.856 personas ansiosas por huir del país, se desató un pogrom contra todo el que quisiera emigrar. Los “mítines de repudio” —palizas y humillaciones públicas— eran el precio para mantener el orden en el cuartelillo nacional. Al final, no dudaron en vaciar cárceles y manicomios, y embarcar hacia Estados Unidos a delincuentes peligrosos y enfermos mentales. La “bomba de cubanos” surtió efecto; Estados Unidos se sentó a negociar un acuerdo migratorio.

 

La invasión a Granada el 25 de octubre de 1983 fue, posiblemente, la mayor tragicomedia en el uso de los cubanos como moneda durante este medio siglo. En ese momento había allí 745, incluyendo al personal diplomático, 42 asesores militares y de seguridad, médicos, maestros, y unos 700 constructores que trabajaban en las obras del nuevo aeropuerto de Punta Salinas. El 22 de octubre, mientras las tropas norteamericanas se dirigían a Granada, Fidel Castro envió un mensaje a los cubanos: “Organizar una evacuación inmediata de nuestro personal (…) podría resultar altamente desmoralizador y deshonroso para nuestro país ante la opinión mundial (…) si Granada es invadida por Estados Unidos, el personal cubano defenderá sus posiciones en sus campamentos y áreas de trabajo con toda la energía y el valor de que es capaz”. El coronel Pedro Tortoló fue enviado de urgencia para encabezar la defensa. El día 25, mientras se desarrollaban los combates, Estados Unidos comunicó a Cuba que las acciones de sus tropas en Granada no tenían como objetivo el personal cubano, y que su evacuación no sería presentada como una rendición. La respuesta de Fidel Castro fue un ultimátum: la invasión debería cesar y, en cualquier caso, a los cubanos se le debía dispensar el mismo tratamiento que a las tropas granadinas. Ese comunicado, que ordenaba resistir a 700 constructores mal armados frente a la 82° Airborne Division, dos batallones de Rangers y un team de SEALS, 7.300 hombres perfectamente equipados, no sólo convertía a los constructores en soldados, un objetivo militar, los convertía en mártires. El último mensaje del Comandante en Jefe ordenaba luchar hasta el último hombre. Y esta vez el aparato de propaganda del régimen se superó a sí mismo: convirtió los deseos en noticia. Todas las emisoras del país anunciaron que, tras heroica defensa, el último cubano acababa de morir abrazado a la bandera. La realidad fue que ante la infinita superioridad del enemigo, y no contando con la vocación suicida impuesta por La Habana, los primeros en huir y refugiarse en la embajada soviética fueron los asesores militares y los dirigentes de la misión cubana, empezando por el coronel Tortoló. Siguiendo su ejemplo, los constructores se rindieron. Entre ellos hubo 25 bajas mortales, 59 heridos y 638 prisioneros, todos devueltos a la Isla. Las verdaderas intenciones de aquella orden de suicidio quedaron claras el día 26 de octubre. Un periodista de la CBS preguntó en rueda de presa: “¿No existe la posibilidad de que usted sacrifique a los cubanos?”, a lo que Fidel Castro respondió: “Bueno, no seríamos nosotros, serían los Estados Unidos los que estarían sacrificando a los cubanos, porque ellos son los que iniciaron el ataque”. Calculaba que al módico precio de inmolar a 700 trabajadores civiles cubanos, adquiriría seguridad para su gobierno. La administración Reagan debería reconsiderar el costo de una posible invasión a Cuba.

 

En 1989, corrían tiempos de glasnost y perestroika. No podía permitirse que altos mandos militares, la mayoría formados en academias soviéticas, consideraran la posibilidad de repetir en Cuba la experiencia de Gorbachov. Fidel Castro no dudó en sufragar su propia seguridad en el poder con la vida del general Arnaldo Ochoa, Héroe de la República y su militar más condecorado. Al mismo tiempo, y ante las inminentes declaraciones de un narcotraficante capturado por la DEA, quien dio pruebas concluyentes de la implicación institucional del gobierno cubano en el tráfico de drogas, compró su propia inmunidad con las vidas de los hermanos La Guardia y otros oficiales del Ministerio del Interior.

 

El año en que la palabra “balsero” se universalizó fue 1994. De nuevo se abrió la válvula de escape para aliviar la presión interna. Fueron interceptados en alta mar 32.362 cubanos tras abandonar la Isla en precarias embarcaciones. Un número indeterminado murió en el intento. Pero antes se había producido una oleada de secuestros de embarcaciones. Castro necesitaba escarmentar a quienes empleaban este método de huida. En la madrugada del día 13 de julio de 1994, zarpó de La Habana el viejo remolcador de madera “13 de Marzo” con 68 personas a bordo. A siete millas de las costas cubanas, fue hundido por dos remolcadores de acero, ante la mirada impasible de las lanchas de guardafronteras que se mantenían a cierta distancia. La imprevista aparición de un buque griego, obligó a los militares a rescatar a los 31 supervivientes. Treinta y siete personas murieron, entre ellos diez niños. El Estado cubano se ha negado a recuperar sus cadáveres. Una lección semejante fue impartida en 2003, cuando tres jóvenes de raza negra fueron juzgados y ejecutados en 72 horas, a pesar de que su intento de secuestro no produjo víctimas ni daños materiales. El cumplimiento de la sentencia se comunicó a sus familiares cuando ya los jóvenes habían sido enterrados.

 

A inicios de 1996, el presidente Bill Clinton se manifestó en contra de ratificar con su firma la Ley Helms-Burton, que conferiría al embargo el carácter de ley y dificultaría su eventual derogación. El 24 de febrero, Raúl Castro ordenó el derribo, sobre aguas internacionales, de dos avionetas civiles de la organización Hermanos al Rescate. El 12 de marzo, Bill Clinton firmó la ley y garantizó a los hermanos Castro la continuidad de una política que ha servido de excusa para el recorte de libertades y de “explicación” a todos los desastres económicos en la Isla. Para esta transacción bastaron las vidas de aquellos cuatro tripulantes.

 

A pesar de la persecución y el acoso de la policía política, a inicios del nuevo siglo se produjo un considerable aumento de la actividad disidente en Cuba. Veinte mil cubanos habían firmado el Proyecto Varela, solicitando una modificación constitucional. Era el momento de dar al pueblo cubano otra lección y ratificar el monopolio del poder, sin márgenes para la discrepancia. Durante la Primavera Negra de 2003, en juicios sumarísimos, fueron repartidos 1.450 años de prisión entre 75 disidentes, activistas y periodistas independientes.

 

El uso de los cubanos como moneda de cambio no se reduce a la adquisición de impunidad, monopolio del poder o seguridad para el gobierno de los Castro. Cientos de miles de profesionales —médicos, maestros, asesores militares, deportivos— sirven por igual para adquirir alineación en la arena internacional de gobiernos agradecidos, que para comprar petróleo a Venezuela. El Estado cubano les paga un estipendio simbólico y se embolsa el 90 por ciento de lo que esos países pagan por sus servicios. En otros casos, el pago es político. Los cooperantes cubanos ponen el trabajo y, en ocasiones, la vida. Los Castro reciben el agradecimiento.

 

El sistema es equivalente al de aquellos dueños que en los siglos XVIII y XIX “echaban a ganar” a sus esclavos. Convertidos en carpinteros, canteros o prostitutas, los esclavos trabajaban por cuenta de su amo que, en ocasiones, les permitía ahorrar una parte de sus ingresos para comprar su libertad.

 

Incluso los dos millones de exiliados cubanos tienen valor de cambio. Desde 1959, todo ciudadano que se exiliara era despojado de sus bienes, empresas, casas, autos, pero también de sus joyas, sus efectos personales y hasta sus recuerdos familiares. A cambio de su libertad, se le expropiaba toda huella de su vida anterior, excepto su memoria. El gobierno cubano decide a quién se permite emigrar y a quién no. Para que un niño viaje son sus padres, no basta la voluntad de estos. El Estado deberá autorizarlo. Y ha implementado un sistema de ordeño al exiliado. Tasas abusivas por la documentación necesaria para emigrar y por los servicios consulares una vez fuera de la Isla. Un gravamen del 10 por ciento a los mil millones de remesas. Si un exiliado desea invitar a un familiar cercano que resida en Cuba, deberá sufragar la costosa documentación y, más tarde, abonar una tasa mensual por su presencia. Como propietario de todos los cubanos, el Estado te alquila por meses a tu padre, a tu hermano o a tu madre. La exportación de cubanos se ha convertido en la industria más rentable del régimen.

 

Abolida su condición de ciudadano, el cubano, reducido a súbdito, puede ser alquilado o vendido, deberá comprar al contado su manumisión, como los esclavos del siglo XIX y, en caso necesario, su vida será un bien que el Estado administrará a voluntad.

 

Orlando Zapata Tamayo pretendió comprar su dignidad al precio de su vida. Los hermanos Castro no han dudado en costear una lección magistral con su cadáver.



Juegos de sílice

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La naturaleza, esa exhibicionista, es propensa a convocar la admiración de los humanos. A veces en serio, fabricando ríos Amazonas, desiertos del Sahara, barreras coralinas de 3.000 kilómetros, desiertos de hielo, pesadillas en blanco y blanco, tsunamis, terremotos o erupciones volcánicas como la del Krakatoa, que puso en órbita las piedras setenta años antes que los hombres inventaran el sputnik. O lo hace reflexivamente y selecciona con delicadeza mendeliana los animales y las plantas que poblarán el futuro. Y otras veces lo hace jugando, como cuando toma el sílice, uno de los compuestos más comunes del planeta (el mismo que se esconde tras la chispa de los encendedores gracias a su efecto piezoeléctrico, el mismo transductor de los altavoces), y ordena o desordena los cristales, le inserta mínimas impurezas para fabricar, con una admirable economía de medios, la extensa gama del asombro.

 

A veces deja el cristal aséptico y purísimo, para que después lo llamemos cristal de roca, o amatista, si consta en él una pincelada de hierro que lo empuja hacia el violeta. Entonces lo esconde en el interior de las geodas allá por los Urales. Contaban los griegos que la amatista fue creada por Dionisio vertiendo vino sobre el puro cristal de roca en que se había convertido la doncella Amethystos para escapar al acoso de aquel dipsómano, y que es antídoto infalible contra la embriaguez. Más caro y menos aburrido que la abstinencia.

 

Con un toque de aluminio y flúor, aparece el topacio, ese diamante de Braganza engarzado en la corona portuguesa. O el rauch‑topacio, transparente y grisáceo como el humo.

 

Cuando desordena la estructura cristalina del cuarzo y le añade unas gotas de agua, inventa el ópalo (del upala sánscrito), pardo, rojo, verde, negro, que esconde allá por Pontezuela, en Camagüey, o en el desierto Sur de Australia.

 

O las calcedonias de Bayamo en forma de hachas petaloides y puntas de lanza, sin que ningún taíno haya puesto manos a la obra.

 

Labor paciente cuando hace crecer, alrededor de un grano pequeñísimo, bandas de sílice de diferentes colores, arcoiris de piedra que no cruza el cielo, sino el tiempo. Esas son las ágatas de Palmira. Piedra de la ciencia y del ojo, que rellena las cuencas de algunas momias egipcias.

 

Los cristales negros de morión. La citrina dorada o amarillo limón. Cuarzo ahumado, lechoso, hematoideo y rosa, citrino o jaspe.

 

A veces la naturaleza se apropia de un bosque sepultado en Najasa, Camagüey, y sustituye, con esa paciencia que sólo ella acredita, cada partícula, cada fibra, con cristales de sílice; de modo que un cedro y una palma sigan siendo sin ser madera y piedra. Ese bosque de sílice podría ser un engaño si no fuera un juego, el más difícil de los juegos.



Discursos

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Ya son varios los generadores automáticos de discursos que es posible encontrar en internet. El Academy Awards Speech Generator (http://www.atom.com/spotlights/oscar_speech") permite crear en minutos su discurso de aceptación de un Oscar. Como la mayoría de los políticos nunca ganará un Oscar (aunque muchos lo merecerían), podrán acudir a http://www.quinipanylotopan.jpl.name/discurso.htm, un Generador automático de discursos de perfil ancho. O, si lo prefiere y sus propósitos van en esa dirección, puede apelar al Generador automático de discursos revolucionarios (http://www.codigovenezuela.com/2009/11/generador-automatico-de-discursos-revolucionarios/).

Esto es algo que en tiempos de crisis bien podría favorecer la higiene mental y auditiva de la población y contribuir al saneamiento de las finanzas mundiales, al reconvertir hacia oficios más útiles a decenas de miles de escribas.

En Cuba ya es parte de la mitología nacional la incontinencia verbal del Orador en Jefe, ahora traspasada a la escritura. Despreciando las lecciones de Borges sobre el cuento breve, ha cometido discursos de nueve horas y “Reflexiones” en cinco partes que José Cipriano de la Luz y Caballero habría resumido en un aforismo. Sus pacientísimos oidores han pasado la prueba, de pie, en medio de la Plaza de la Revolución, contando una y otra vez las cornisas de la raspadura, mientras el asfalto se derrite bajo un sol de justicia. Fuera de la Isla, hasta donde tengo noticias, no se perpetran discursos de extensión equivalente ─los auditorios cautivos son cada vez más escasos─, aunque sí discursos semejantes en capacidad redundante y exceso de palabras como cáscaras de plátano (sin plátano).

Cada discurso de largo alcance desata una oleada de visitas al ortopédico con cargo a la Seguridad Social y sesiones de acupuntura para recuperarse de los traumatismos posturales. Eso sin contar las lesiones en el aparato auditivo y las lesiones cerebrales, a veces irreversibles. La literatura médica reporta la aparición de un nuevo rasgo evolutivo llamado a persistir en nuestra especie: párpados auditivos que permiten a sus felices propietarios sumirse a voluntad en el silencio, manteniendo una expresión atenta y sin que el resto de la concurrencia se entere. Ningún homo silentis ha accedido a la solución quirúrgica que proponen los médicos.

De los líderes supremos hacia abajo, dirigentazos, dirigentes y dirigenticos han seguido su ejemplo. Tras la fórmula mágica “compañeros y compañeras” (“señores y señoras”, “compatriotos y compatriotas”) a cualquier hora, en cualquier instancia y por cualquier motivo, el orador de turno te suelta un discurso de una hora. El sermón laico puede conmemorar el triunfo o la catástrofe; funerales o nacimientos; aniversarios, efemérides, felonías del enemigo o autoelogios (habitualmente camuflados bajo el “nosotros” de modestia. ¿Por qué nosotros? ¿Qué culpa tenemos?, piensa la audiencia hasta que comprende que nosotros es un seudónimo).

Al año, esto se traduce en millones de horas-dirigente y horas-escriba dedicadas a redactar y pronunciar discursos. El ingreso a un partido político y la promoción hacia la estratosfera gubernamental no contemplan ningún examen de redacción y gramática. De modo que un daño colateral es la violencia de género y de número, de sintaxis y pronunciación contra las víctimas del discurso, quienes comenzarán a emplear indiscriminadamente “el entusiasmo que nos caracteriza”, “la acertada gestión del gobierno”, “la crisis de liderazgo y confianza”, “en este sentido valoramos positivamente”, “podemos decir con toda propiedad”, “las criminales maniobras del enemigo”, etc., etc.

Los nuevos módulos generadores de discursos fabrican automáticamente peroratas impresionantes, inteligentes, que ofrecen a primer oído una engañosa sensación de coherencia. Por ejemplo:

“Queridos compañeros, un relanzamiento específico de todos los sectores implicados exige la precisión y la determinación de las condiciones financieras y administrativa existentes. Sin embargo, no hemos de olvidar que la condición sine qua non rectora del proceso radica en una elaboración cuidadosa y sistemática de las estrategias adecuadas de las nuevas proposiciones”.

Como se observa, esto no significa nada, pero ofrece una sensación muy decorativa de profundidad, cualidad primera que debe distinguir a cualquier discurso que se cometa.

En Cuba, deberán modificar el software para introducirle palabras claves como “imperialismo yanqui”, “las masas oprimidas”, “nuestro heroico pueblo” (no confundir ambas frases), “el criminal bloqueo”, “la mafia de Miami”, “el saqueo neocolonial”.

De modo que una frase como ésta:

“No es indispensable argumentar el peso y la significación de estos problemas, ya que el reforzamiento y desarrollo de las estructuras permite en todo caso explicitar las razones fundamentales de las premisas básicas adoptadas”.

Sea regenerada del siguiente modo:

“No es indispensable argumentar el peso y la significación de la presión imperialista, ya que el reforzamiento y desarrollo de las estructuras de dominación permite, en todo caso, explicitar las razones fundamentales de las premisas básicas adoptadas para la emancipación de nuestros pueblos oprimidos”.

Así de fácil. Aunque otras bien podrían emplearse tal cual, sin invertir horas de programación:

“Sin embargo, no hemos de olvidar el nuevo modelo de actividad de la organización. Esto nos obliga a un exhaustivo análisis del sistema de formación de cuadros que corresponda a las necesidades. Por último, y como definitivo elemento esclarecedor, cabe añadir que la consulta con los militantes cumple deberes importantes en la determinación de toda una casuística de amplio espectro”.

Gracias a la nueva tecnología del palabreo automático, los dirigentes podrían generar sus discursos sin ayuda y los oidores no se verían condenados a interpretar las palabras que les arrojan. Bastará dejarse mecer por la música del idioma. Aunque esto podría inclinar masivamente al público hacia la lectura de poesía, con el consiguiente peligro para la clase dirigente. Ya decía Maquievelo en El Príncipe, que “en lo que se refiere a los súbditos, y a pesar de que no exista amenaza extranjera alguna, ha de cuidar que no conspiren secretamente”. Y se sabe que la poesía compartida es una conspiración.



Armandito tenía razón

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Cierta tarde de finales de los 80, apareció en mi casa el inefable Héctor Zumbado, inesperado (y bienvenido) como de costumbre. Aquel día estaba especialmente ocurrente y fue subiendo de tono a medida que trasegaba los rones de dudoso origen que compartíamos con un grupo de amigos. Entrada la noche, se levantó de repente y con la lengua tropezona nos anunció que se iba. Quédate un rato más, Zumbi. Es temprano. Pero dijo que no. Que se iba para el Salón Rosado (de infausta memoria por las batallas campales que solían convocar los bailadores, a pesar del fuerte dispositivo policial). Y nosotros que no, Zumbado, que te van a matar, ¿tú estás loco?, mírate, compadre, si te soplan, te caes.

 

Y él que no.

 

─Me voy al Salón Rosado a buscarme una mulata del África Occidental.

 

Y con la misma desapareció sin que pudiéramos detenerlo.

 

Más tarde nos enteramos de que dos policías lo rescataron cuando estaba a punto de contar su último chiste. Una mirada o un roce de más, quién sabe.

 

Héctor Zumbado. Inconstante, informal, entrañable, cercano, era tan difícil trabajar con él como prescindir de su amistad.

 

Ya por entonces había publicado sus secciones “Limonada” y Riflexiones”, en el periódico Juventud Rebelde, y sus libros Limonada (1979), Amor a primer añejo (1980), Riflexiones (1980), ¡Esto le zumba! (1981), Prosas en ajiaco (1984), Nuevas riflexiones (1985) y Kitsch, kitsch, bang, bang! (1988). Aunque eso no le había servido para ingresar al Diccionario de la Literatura Cubana, publicado en 1984 por el Instituto de Literatura y Lingüística de la Academia de Ciencias de Cuba, un lugar que habría merecido ya desde el “Prílogo” de Limonada. También es cierto que en esos dos tomos lo más relevante son sus ausencias. No sé por qué a nadie en el exilio se le ocurrió escribir un Diccionario de Ausentes de la Literatura Cubana.

 

En el año 2000, como tardía reparación quizás, se concedió a Zumbado el Premio Nacional de Humorismo.

 

En el “Prílogo” de Limonada, Zumbado afirmaba que su objetivo era “hacer crítica de costumbres”, y que “el énfasis está en la crítica ─sustantivo─, no en las costumbres ─parte de una frase adverbial─”. No obstante, por entonces (como ahora, como siempre desde hace medio siglo), la frontera de la crítica admisible siempre quedaba angustiosamente cerca. Más allá se extendía el océano de la crítica posible. Si a eso se añade que ninguna dictadura tiene sentido del humor, es admirable lo que Zumbado pudo hacer con tan escaso margen de maniobra y sin despeñarse (del todo) en los cercanos acantilados de la censura.

 

Su corrosivo humor de lo permitido siempre dejaba entrever el humor impermisible que él dejaba vagar en alguna mesa del Hurón Azul de la UNEAC, o en las conversaciones del té con chácata de la UPEC, donde se reunía una variada fauna de periodistas y otras especies colaterales. No pocas veces tuvo que ser salvado el Zumbi de las iras que suscitó su vitriolo macerado en alcohol cuando algunos personajes que se tomaban a sí mismos en serio, se tomaron a Zumbado demasiado en serio.

 

Mario Vizcaíno Serrat, en el texto “Un pez fuera del agua”, publicado por La Jiribilla, recupera la figura de Zumbado que, como un no-muerto, vaga por la cultura cubana desde aquel día en que el mal golpe de un atracador lo ingresó en el limbo del idioma. Según Vizcaíno, “Alguna prensa ha decidido rescatar parte de su obra y publicarla, por dos razones: dar a conocerlo a la generación más joven, y armar una suerte de tributo al cultivador más auténtico de la sátira social cubana después de 1959”. Y me alegra que así sea. Zumbado lo merece.

 

Claro que, en mi opinión, hay dos Zumbados que esa definición no recoge: El escritor que nos legó algunos cuentos breves extraordinarios, como el de la vieja que plantó una ceiba en una maceta del balcón, y el del hombre que quería enlatar el sol. Cuentos que podrían figurar sin sonrojarse en cualquier antología.

 

Y el Zumbado espontáneo, directo, personal, inédito, que en cualquier momento de la conversación dejaba caer un chiste que no sólo doblaba a carcajadas a la concurrencia, sino que te quedaba rondando la memoria durante el resto de la tarde.

 

Se cuenta que cierta noche de carnavales se encontraban conversando en el muro del Malecón Zumbado y el fotógrafo Grandal. (Corrígeme, Grandal, si la historia es inexacta). En ese momento aparecen dos jóvenes negros y uno de ellos pregunta a Grandal:

 

─Oye, asere, ¿tú eres yuma?

 

─¿Yo? No, qué va. Yo soy fotógrafo. Cubano.

 

─No me engañes, asere. Con esa cámara y esa pinta tú tienes que ser yuma.

 

─Te digo que no. Yo soy cubano.

 

─El asunto es, asere, que aquí mi amigo y yo andamos buscando un yuma para que nos saque de este país, porque esto es una mierda, esto no…

 

En ese momento, Zumbado sufrió una especie de “coma revolucionario”:

 

─Negro de mierda, la Revolución te ha hecho persona y tú te quieres ir para la Yuma…

 

El negro intentó abalanzarse sobre Zumbado, pero su amigo lo aguantó al tiempo que intentaba arrastrarlo lejos del conflicto:

 

─No te desgracies, Armandito, deja al comemierda ese. No te desgracies.

 

Y Zumbado continuaba:

 

─Malagradecido, que la Revolución te hizo persona.

 

Mientras el otro se llevaba a Armandito, éste seguía gritando: “Esto es una mierda bien, chico. Una mierda”.

 

Al fin se perdieron de vista y Zumbado propuso a Grandal beberse unas cervezas en algún kiosko. Cuando llegaron al más cercano, ya estaban cerrando y a pesar de su insistencia (una cervecita nada más, compañero, una sola), el dependiente se negó en redondo a despacharles. Entonces Grandal le propuso:

 

─Mira, Zumbado, ahora tú te vas por ahí para tu casa y yo me voy por acá. Mañana nos vemos y nos tomamos mil cervezas. ¿Está bien?

 

─Está bien.

 

Y se alejaron en direcciones opuestas rumbo a sus casas. Pero cuando se encontraban a media cuadra de distancia, de pronto Grandal escuchó un grito:

 

─Grandaaaaal.

 

─Dime, Zumbado.

 

─Grandal, Armandito tenía razón.

 

Desde entonces, cada vez que había un problema que así lo ameritara (y no era infrecuente), en la redacción de Somos Jóvenes sentenciábamos que “Armandito tenía razón”.

 

El florentino San Felipe Neri (1515-1595), patrón de educadores y humoristas, tenía un gran sentido del humor y saludaba a sus amigos diciendo: "Y bien, hermanos, ¿cuándo vamos a empezar a ser mejores?". A continuación los llevaba a cuidar a los enfermos y a otras obras de caridad. Su corazón era tan grande que se oían sus latidos a un metro de distancia, y la autopsia reveló que le había roto dos costillas y arqueado otras en su afán expansionista. Dudo que en el tórax más bien discreto de Zumbado cupiera un corazón de ese tamaño, pero no tengo dudas de que su obra no era la de un cínico, sino la de un moralista. Toda ella se podría resumir en esa pregunta, pero modificando ligeramente la redacción: ¿cuándo coño vamos a empezar a ser mejores?



El Caballero de siempre

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El escultor José Villa Soberón parece empeñado en repoblar La Habana con personajes célebres del más allá y del más atrás. Respondiendo al encargo de las autoridades, fue primero la estatua de John Lennon, que desde entonces ocupa su banco en el parque de 17 y 8, en el Vedado. Y aunque resulta difícil validar su relación ideológica con el discurso oficial, no ocurre lo mismo con los sueños y las esperanzas del cubano de a pie, quien imagine desde siempre un mundo mejor. Restauradas las gafas que alguien le robó a los pocos días de sentarse en el parque, la costumbre le ha incorporado ya al mobiliario urbano.

 

Julio Antonio Mella baja las escaleras en la Universidad de las Ciencias Informáticas. Hemingway frente a su daiquirí en El Floridita. Teresa de Calcuta lee en su patio del Convento de San Francisco de Asís. Martí arrastra su cadena en la antigua Cantera de San lázaro. Y más allá de la capital, Benny Moré pasea por el Prado de Cienfuegos, la ciudad que más le gustaba. Tin Tan se sienta al borde de una fuente en Ciudad Juárez y otro Lennon ya camina por Denver.

 

Las autoridades aprecian las ventajas de estos ciudadanos de bronce: no exigen su cuota, no atestan el transporte urbano, no integrarán la disidencia y se presupone que, por razones de peso, no enfilarán jamás hacia el Norte a lomos de una balsa.

 

También el Caballero de París camina de nuevo por la ciudad, frente al Convento de San Francisco de Asís, en una versión menos vulnerable que el original. El encargo fue en este caso de Eusebio Leal, Historiador de la Ciudad, quien ya había exhumado los restos del Caballero para enterrarlos con honores en el mismo Convento, devenido hoy museo y sala de conciertos.

 

Juan Manuel López Lledín, más conocido como El Caballero de París, integra desde hace más de medio siglo la mitología habanera. Nacido en Fonsagrada, aldea gallega de Lugo, en 1890, emigró como cientos de miles de sus compatriotas a la promisoria Habana de la época. Después de trabajar como dependiente en los hoteles Telégrafo, Sevilla y Manhattan, cumplió prisión tras ser acusado por el robo de unas joyas en la casa donde se empleaba, aunque más tarde fue demostrada su inocencia. En la cárcel se quebró el hilo que lo conectaba a eso que las convenciones han acordado llamar “realidad”. Desde entonces se le vio zapateando las calles con su hirsuta melena y su barba, que encanecieron al paso de los años, su capa negra llena de misteriosos bolsillos interiores, de donde extraía estampitas, recortes de periódicos y hasta caramelos para obsequiar a los niños.

 

En un país obsesionado por los olores corporales, su acre aroma a sudores, soles y serenos acumulados en la piel, fue incapaz de ahuyentar a los caminantes, y en especial a los niños, que se acercaban a él con un mohín de burla que la mirada del Caballero transformaba en curiosidad y simpatía. Su altivez menesterosa, su caballerosidad, el tono siempre señorial de su discurso inconexo, lejos de espantar, atraía. No era raro ver a su alrededor un coro de todas las edades que escuchaba perorar al Caballero con una atención que raras veces se ha tributado a los políticos. No se sacaba mucho en claro de sus lecciones magistrales de poesía automática. Es cierto. Pero la gente intuía que aceptando mendrugos y limosnas sin rebajarse a pedir, mezclando en la lengua, sin filtrar, cuanto pasara por su imaginación, aquel hombre había alcanzado una redención que para la mayoría era un sueño imposible. Obligado a bajar la cerviz ante el patrón, y a domesticar su lengua más tarde ante los caciques de la política, el cubano descubría en el Caballero la libertad en estado puro.

 

Si otros mendigos de la ciudad estaban obligados a exponer sin pudor sus desastres corporales o conmover con la crónica de sus desgracias, al Caballero de París le bastaba estar. Su modo de irradiar al mismo tiempo altivez y lástima, simpatía y ternura, conseguía que el caminante se sintiera más cuerdo, y presuntamente superior, pero a su vez compulsado a ser ”bueno”, en un mundo donde la bondad no es muy rentable. Cada persona que se acercaba al Caballero contraía la perturbadora noción de que aquel hombre era una variante extrema de sí mismo.

 

El Caballero fue, posiblemente, el único peludo de La Habana que en los años 60 y 70 no fue arreado a insultos ni rapado en una estación de policía. Atento a su historia interior y no a los devaneos de la política, ni cantó la chambelona al político de turno, ni coreó las consignas que iban tatuando el rostro de su ciudad. No obstante, nadie lo acusó de falta de entusiasmo revolucionario o connivencia con el enemigo, aunque fuera de París y Caballero. No Proletario ni de Coco Solo. Las locuras temporales de la política respetaron su locura atemporal y eterna.

 

Ante el deterioro de su salud física, fue ingresado en 1977 en el Hospital Psiquiátrico de La Habana, donde permaneció hasta su muerte el 12 de julio de 1985. Desde entonces abandonó la notoriedad e ingresó en la mitología. Hoy que el marketing y la prensa rosa facturan decenas de famosos por semana para alimentar las insulsas vidas de sus lectores, cabría subrayar que El Caballero de París fue y es famoso por méritos propios.

Su imagen y su recuerdo han quedado en las artes cubanas. Su recatada ternura, en la memoria de quienes lo conocimos. Ahora que, sin perder su altivez, la ciudad se ha vuelto tan menesterosa como él, vuelve a caminar, esta vez en silencio, dispuesto a subir por la Avenida del Puerto y Malecón hasta 23 y desde ahí escalar la Rampa para acomodarse en 23 y 12, su último refugio antes de ser internado. Sea bienvenido.