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De Trotski y el desencanto

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Cuando supe que Leonardo Padura se embarcaba en una novela sobre el asesinato de León Trotski por Ramón Mercader, pensé que se estaba metiendo en camisa de once varas por varias razones. Se trata de una historia harto conocida. La vida de Trotski (física e ideológica) puede recorrerse al detalle tanto en su autobiografía Mi vida (1930) como en La revolución permanente (1930) y La revolución traicionada (1936). Por si fuera poco, existe una copiosa bibliografía al respecto, comenzando por tres libros excelentes de Isaac Deutscher: Trotski, el profeta armado; Trotski, el profeta desarmado, y Trotski, el profeta desterrado, así como el Trotski en el exilio, de Peter Weiss. Sobre el asesinato hay libros, obras de teatro y películas. Entre otras, la pieza teatral Trotsky debe morir, del peruano José B. Adoph, la tendenciosa biografía novelada El grito de Trotsky. Ramón Mercader, el asesino de un mito, del periodista mexicano José Ramón Garmabella, o Cómo asesinó Stalin a Trotsky, de Julián Gorkin. Salvo sus diez minutos finales, es prescindible la película El asesinato de Trotsky (1972), de Joseph Losey.

 

Trabajar sobre materia prima tan manoseada exigiría del autor no sólo pericia y sagacidad narrativa, sino un enfoque verdaderamente novedoso y una inmersión a fondo en los pasadizos de la naturaleza humana si quería salir airoso. Más una dificultad extraliteraria. La figura de Trotski ha sido y es en Cuba tabú. Si los viejos comunistas del Partido Socialista Popular (PSP) fueron estalinistas ortodoxos, los nuevos comunistas del PCC se alinearon con el posestalinismo brezhnieviano y acataron la línea de ocultación de la vida, la obra y, especialmente, del asesinato del fundador del Ejército Rojo. Del mismo modo, en la Isla se ha escamoteado la colaboración de Stalin con Hitler, su diktat a los comunistas alemanes que permitió el ascenso del Führer, las invasiones de la URSS a Polonia, Finlandia y los países bálticos, así como su actuación en la Guerra Civil Española. Asuntos que Padura ventila con acierto en este libro.

 

El resultado es una novela extensa (573 páginas) y, en buena medida, intensa. A pesar de ser la historia de una muerte anunciada, Padura arrastra al lector página tras página con un nervio y una garra narrativa admirables, aunque desigual entre los diferentes hilos argumentales. Coincido con Javier Fernández de Castro (http://www.elboomeran.com/blog-post/189/7819/javier-fernandez-de-castro/el-hombre-que-amaba-a-los-perros) en que “Padura es un narrador de largo aliento y sabe situar al lector en el tiempo, el espacio y la perspectiva de quien habla en cada momento, y (…) que no decaiga el interés”.

 

A propósito de la estructura de El hombre que amaba a los perros, el autor afirmó que se trata de tres novelas en una, “el gran desafío es que consigan una armonía” y que se integren (http://laventana.casa.cult.cu/modules.php?name=News&file=article&sid=5061). Yo prefiero hablar de dos líneas argumentales concurrentes y una prescindible. La primera línea narra la vida de Liev Davídovich Bronstein, más conocido como León Trotski, desde su confinamiento en Alma Atá y su exilio en Turquía, Francia y Noruega, hasta su muerte en Coyoacán. La segunda, cuenta la conversión del combatiente republicano Ramón Mercader, alias Jacques Morand, en sicario al servicio de Stalin y su consumación. Y la tercera, que se desarrolla en La Habana desde 1976 hasta 2004 o 2005, tiene como protagonista a Iván, y su desmoronamiento desde sus inicios como escritor promisorio hasta su ruina final, siendo Daniel Fonseca Ledesma, otro escritor devenido taxista, quien funge como narrador de la historia cumpliendo el mandato de su amigo.

 

Tres tonos e intensidades bien diferentes marcan las tres líneas argumentales. Y ello también se refleja en su peso dentro de la obra. Hay una proporción casi geométrica entre las tres historias: la línea argumental de Iván, que ocupa 109 páginas de la novela, es casi duplicada por la línea de Trotski, con 176 páginas, y ésta, a su vez, es casi duplicada por la línea de Mercader, que ocupa 269 páginas. Y no es casual que eso ocurra y que la preeminencia de una sobre otras se acentúe a medida que avanza la obra. Si en la primera parte, Trotski y Mercader tienen el mismo peso seguidos a distancia por la vida de Iván; en la segunda parte la historia de Trotski duplica las páginas que el autor le dedica a Iván, y la de Mercader las triplica. En la tercera parte, Trotski ya ha desaparecido y Mercader acapara las cuatro quintas partes, para concluir con una coda en la vida de Iván que enlaza con el capítulo 1.

 

La historia de Trotski está narrada en una prosa exacta, concisa, casi exenta de diálogos y florituras. Como un buen libro de historia plagado de datos que, no obstante, lejos de entorpecer la lectura, sitúan al lector (particularmente al lector cubano, adoctrinado a silencios) en los contextos de una historia que, de otro modo, sería ininteligible. Aunque la visión que se ofrece de Trotski es bastante amable, no se excluyen su protagonismo en la represión ni sus juicios más descarnados sobre la revolución traicionada, e incluso sobre su propia praxis revolucionaria como el germen del estalinismo. Es precisamente en esta zona donde el lector cubano encontrará más guiños hacia su realidad inmediata, un estalinismo de baja intensidad.

 

La vida de Ramón Mercader es el más “novelesco” de los hilos narrativos. Contada con una intensidad dramática que recuerda los mejores momentos de La novela de mi vida, es la zona mejor resuelta de la novela. Al estilo del Víctor Hughes de Alejo Carpentier en El siglo de las Luces, un personaje histórico pero epigonal, con todas sus áreas de silencio, permite a Padura novelar, construir al personaje literario con todas sus aristas, rellenando los huecos de verdad histórica y comprobable con una configuración verosímil. La información se engarza adecuadamente con la dramaturgia y el lector entra con asiduidad en la piel de Mercader, un efecto que no abunda en la narrativa cubana. Incluso algunos de los secundarios seducen en esta zona por su veracidad: el cínico Kotov y todos sus alias, y, sobre todo, esa Caridad que opera en el texto como una Mariana Grajales perversa con toques incestuosos y una soledad más devastadora que la del propio protagonista.

 

La tercera línea argumental, la del joven Iván que conoce accidentalmente a Ramón Mercader mientras éste pasea a sus perros por la playa de Santa María del Mar, es la más endeble. Si los primeros dos hilos narrativos son imprescindibles para la consumación de la historia, éste es perfectamente prescindible. Siguiendo la estela de La novela de mi vida, Padura ha necesitado anclar explícitamente el pasado en el presente, el outside con el inside. Pero, a diferencia de la novela de Heredia, donde la búsqueda de los documentos le concede a la historia en presente (a mi juicio, también prescindible) una mayor solidez argumental, en este caso la conexión entre Iván y Mercader resulta, cuando menos, poco verosímil. Un sicario entrenado para el silencio, que durante veinte años de prisión no reveló ni siquiera su verdadero nombre, de pronto decide contar a un joven (pichón de escritor, para colmo) una historia tremebunda que, aun hoy, no ha sido totalmente desclasificada. Y eso, acompañado por un agente de la Seguridad y en un país totalitario donde operan idénticos mecanismos a aquellos que lo condenaron al silencio. No le basta y, agonizante, lega al joven el manuscrito inconcluso de esa historia. Ni siquiera la sorpresa justifica esta línea argumental, porque, como bien señala Javier Goñi en “El grito de Trotski” (http://www.elpais.com/articulo/semana/grito/Trotski/elpepuculbab/20090905elpbabese_7/Tes), el lector adivina enseguida, antes que Iván, que “el hombre que amaba a los perros” es el propio Ramón Mercader. La única explicación de este tour de force del autor es su necesidad de establecer un paralelo explícito entre el estalinismo y el castrismo, entre dos “revoluciones traicionadas”, para decirlo en palabras de Trotski, entre dos utopías estranguladas por la ambición y el miedo. Ciertamente, esto continúa la saga de sus anteriores novelas, pero más acusada. Ya no se trata del Mario Conde desencantado que abandona la policía, ni del policía de La novela de mi vida que, al final, resulta un bandolero y es excretado por el sistema. Aquí no se trata de una “papa podrida” cuya expulsión preserva la bondad del sistema. Ahora es el saco entero, todo el sistema, toda la utopía la que se ha podrido irremisiblemente. En ese sentido, es el drástico final de una lenta e implacable decepción. Pero lo que puede ser eficaz en términos políticos, no lo es en términos literarios. Ya la literatura (el periodismo, el cine, la música) del Período Especial constituye un verdadero subgénero en el arte cubano. Y la descomposición social que nos pinta el autor no añade nada nuevo a ese catálogo de desgracias. Incluso la muerte de Iván, que Padura nos ofrece como una alegoría, peca de obvia. Por el contrario, sospecho que el buen lector habría agradecido una visión más elíptica y tangencial de la realidad cubana a través de las historias cruzadas de Trotski y Mercader.

 

Según el autor, el hecho de que Mercader viviera en Cuba desde 1974 y muriera allí en 1978, fue algo que lo atrajo desde el primer momento.Pedro Campos, en “El Hombre que amaba los perros, última novela de Padura” (http://www.kaosenlared.net/noticia/hombre-amaba-perros-ultima-novela-padura), cuenta que en la Casa de las Américas, durante el encuentro de Padura con sus lectores, la pregunta imprecisa de uno de los asistentes quedó pendiente en el aire: “¿Tenía Mercader vínculos y la eventual protección del Estado cubano durante su permanencia en nuestro país?”. Padura respondió que Caridad, la madre de Mercader, trabajó como secretaria en la embajada de Cuba en París en los primeros 60 (uno no se la imagina como taquimeca A) y que sí había identificado vínculos de Mercader con figuras importantes del PSP, que lo auxiliarían en Cuba tras asesinar a Trotski. Claro que la presencia de Mercader en la Isla durante la segunda mitad de los 70 no puede ser atribuida a esas “figuras importantes”, sino a las nuevas “figuras importantes”. Comprendo que ese es terreno minado y esconde muchas trampas, algunas mortales. Quizás aquellas “figuras importantes” del PSP ya hayan muerto, pero las otras están vivitas y coleando en el poder. Por otra parte, acceder a una información veraz sobre estos hechos en un gobierno edificado con demasiados ladrillos de silencio, habría sido tarea imposible para un autor que pretendía construir con la materia prima de la historia o, en su defecto, de la verosimilitud histórica. Aun así, cualquier lector saldrá de estas páginas con varias preguntas: ¿Quiénes en el antiguo PSP estaban dispuestos a acoger al asesino de Trotski en 1940? ¿Quiénes y por qué le otorgaron visa de tránsito a su salida de la cárcel, cuando ningún país se la concedió? ¿Fueron los mismos “quiénes” los que lo premiaron con una amable jubilación caribeña? ¿Por qué o a cambio de qué? Si me he arriesgado a juzgar lo escrito asumiendo cualquier margen de error, no voy a juzgar lo no escrito. En el mismo artículo, Pedro Campos concluye que “para los cubanos, en particular, será también un gran descubrimiento identificar cómo 25 años después de la muerte de Stalin en 1953, el estalinismo tenía profundas raíces echadas en nuestra sociedad, al punto de servir de resguardo y guarida final al asesino del iniciador, junto a Lenin, de la Revolución de Octubre. (…) Quizás, se tratara de una señal premonitoria del destino, anunciando que los “últimos años” del estalinismo serían en tierras caribeñas”.

 

No creo que esta novela, ni ninguna otra, marque el fin de las utopías, que son consustanciales a la naturaleza humana. Utopías sociales, políticas, religiosas, científicas vienen signando los pasos del hombre desde que las civilizaciones empezaron a dar noticias de su existencia (y quizás antes, utopías ágrafas). Y tampoco coincido con Padura en que esta “novela podría ser un aporte en la búsqueda de una nueva utopía”, tras el fracaso de la Revolución Rusa (Carmen Oria en http://www.cubaliteraria.cu/delacuba/ficha.php?Id=4389). Aunque busqué con ahínco esa invocación, atisbo, premonición de una nueva utopía, sólo encontré el réquiem de la anterior, su certificado de defunción extendible al presente.

 

En un encuentro con sus lectores en la Casa de las Américas de La Habana, Padura aseguró que este libro es “el más difícil de concebir, el más ambicioso, el más complejo, el más profundo que he escrito hasta hoy” (http://laventana.casa.cult.cu/modules.php?name=News&file=article&sid=5061). Cualquier lector podrá comprobar que, dada la selva donde se ha adentrado Leonardo Padura en El hombre que amaba a los perros (por cierto, en esta novela todos, incluso el autor, aman a los perros) ha salido casi indemne y nos ha regalado una novela desolada, intensa y muy recomendable.



Grados de Libertad

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El espín electrónico, postulado en 1925 por Gouldsmit y Uhlenbeck como único modo de explicar el efecto Zeeman, es un grado de libertad interno de las partículas. Y a su vez, existe conexión entre las variables espacio-temporales y los grados de libertad internos, o espín. Esto provoca la llamada helicidad, cuya manifestación macroscópica, en el caso de los fotones, es la polarización de la luz.

 

Lo asombroso es que estas leyes de la física se cumplan en la vida social. A pesar de la compleja organización que supone esa porción de materia llamada ser humano, con harta frecuencia se comporta del mismo modo que una partícula elemental, sometida a un campo magnético, a un campo político, y a fuerzas de toda índole ejercidas por el medio.

 

Si asistimos a la conferencia ofrecida por un intelectual cubano residente en la Isla, por ejemplo, solemos apreciar un manejo exquisito del lenguaje. Puede que la charla versara sobre al art noveau en Güira de Melena, o la presencia de zurdos en la narrativa de los 90. En cualquier caso, indefectiblemente, aparecerán al final, entre las preguntas del público, temas comprometedores que el conferenciante se verá obligado a sortear apelando a alguno de los siguientes estilos:

 

1-El estilo directo: En el caso de que el interpelado opte por repetir, textualmente, las recetas que ha contraído tras la lectura asidua del diario Granma, y una intoxicación masiva de discursos. Cabe diferenciar que ello puede ser auténtico (existen casos) o una puesta en escena no siempre convincente. Las artes histriónicas requieren aptitudes y mucho ensayo. Las artes históricas, también. Las artes histéricas, menos.

 

2-El estilo indirecto libre: Muy conocido desde Proust, este estilo permite llevar la ambigüedad del idioma hasta límites que harían palidecer de envidia a muchos académicos. Se trata de ofrecer una explicación posmoderna y deconstructiva sobre la ausencia de malanga en los mercados de Cacocún; demostrar que la “democracia participativa” made in Cuba hunde sus raíces en la polis griega; o que en la Isla existe una “dirección colegiada” y no una dictadura unipersonal, sin aclarar que en todo colegio hay un director y muchos alumnos. O, en su segunda variante, denunciar la falta de democracia, libertades y malanga; pero de tal modo que sea muy difícil aislar las palabras comprometedoras, encajadas como gravilla en su discurso de hormigón armado, donde a simple vista es posible descubrir, casi exclusivamente, palabras que sirven de mera guarnición. Esto tiene una doble ventaja: Los presuntos censores son incapaces de detectar las huellas del delito ideológico. Y el público no entiende nada, pero lo atribuye a su propia incapacidad intelectiva, sin repetir la pregunta.

 

3- El estilo elusivo. Más peligroso que el anterior, es ejercido por intelectuales cuyos criterios sobre la situación cubana son alternativos, cuando no francamente disidentes. Se trata entonces de perseguir el rastro de la verdad, borrando más tarde las huellas, para que los rastreadores del sistema sean incapaces de darles caza.

 

Y no digo que lo anterior sea censurable. Los humanos por lo general no vivimos como queremos, sino como podemos, lo cual en este caso puede incluso ser beneficioso para la literatura, dado el entrenamiento que supone en el arte de la ambigüedad, el escamoteo de obviedades y la plurisemántica.

 

Algo similar, aunque lingüísticamente menos sofisticado, ocurre cuando en un círculo más o menos público, conversamos sobre la circunstancia cubana con residentes en la Isla de los oficios más diversos, ajenos a los subterfugios de la palabra. Tanto en ellos como en los anteriores, las variables espacio-temporales han condicionado el espín, los grados de libertad internos. Aún cuando se encuentre en un espacio donde expresar sin ambages sus opiniones no está penado, el cubano de la Isla sufre una especie de retraso inercial. Tras cincuenta años pensando lo que no dice para más tarde decir lo que no piensa, la cautela expresiva forma ya parte de sus reflejos incondicionados, e incluso de un sistema inmunológico que le ha permitido sobrevivir a las peores epidemias ideológicas hasta la fecha. Vale recordar que el cubano carece de esa libertad que Harry Truman definía como “el derecho de escoger a las personas que tendrán la obligación de limitárnosla”. Por el contrario, las autoridades cubanas parecen haber leído a Don Karl Marx cuando aseguraba que “nadie combate la libertad; a lo sumo combate la libertad de los demás”. Once millones de demás lo corroboran.

 

Si ese cubano opta por el exilio, transcurrirán meses durante los cuales escuchará en silencio conversaciones “subversivas”, mirando de vez en cuando hacia atrás; porque aún no ha logrado despojarse del síndrome Van Van: “siempre hay un ojo que te ve” y “nadie quiere a nadie, se acabó el querer”. “Cree el aldeano que su aldea es el mundo”, dijo Martí, y cree el cubano que “en cada cuadra un comité” es axioma universal, cuando hoy no pasa de ser el boceto de slogan para un parque temático de la Guerra Fría.

 

Poco a poco el cubano transterrado irá rotando su discurso, dando salida a palabras “inconvenientes” reprimidas durante muchos años. En la misma medida que se vaya despojando, no de la represión externa que ya eludió, sino de la autorrepresión instalada que, por obra del instinto de conservación, ha adquirido la categoría de “normal”; su formulación de la realidad se irá acercando cada vez más a su, hasta entonces, concepción íntima e impronunciable. El cerebro y la lengua harán las paces.

 

Recuerdo a aquel perro que se jugó el pellejo saltando el muro de Berlín bajo una lluvia de balas en dirección oeste –el tráfico en sentido contrario era muy despejado–, y una vez a salvo, se desquitó ladrando a toda hora, hasta que los vecinos lo echaron a patadas. Así mismo, puede que el cubano recién desinsularizado se arranque de un tirón la mordaza y comience a librarse por exceso de varios decenios por defecto. Pero no se trata de un acto de libertad, sino de un acto de desesperación lingüística, la consumación de su éxodo. El beduino lanzándose de cabeza a la charca tras cruzar el desierto con la cantimplora vacía.

 

Por el contrario que en la física cuántica, donde la helicidad causada por la modificación de los grados de libertad provoca en los fotones una inmediata polarización de su luz; los humanos tenemos que aprender el ejercicio de la libertad. La dictadura, impuesta desde una entidad superior e inapelable, sólo exige al ciudadano mutilar su albedrío para acomodarlo al lecho de Procusto (¿Procastro?). La libertad, en cambio, te ofrece sus múltiples esclusas entre las que deberás elegir; tarea a la que tendrá que habituarse el sujeto (des)entrenado desde el parvulario para escoger entre rizado de fresa y rizado de fresa. Elegir es el más arduo aprendizaje que te exige una sociedad donde, de contra, deberás habituarte a la idea de que eres dueño de tu propio destino, es decir, donde nada “te toca” salvo que te lo ganes.

 

De modo que alcanzar una confortable y bien pensada compatibilidad entre la libertad de pensamiento –que el cubano disfruta también en la Isla siempre que no se le ocurra pronunciarla, quizás porque el máximo líder se tomó en serio la exclamación de Voltaire: “Proclamo en voz alta la libertad de pensamiento y muera el que no piense como yo”-- y su traducción a las palabras, es tarea que llevará su tiempo, sus progresos y retrocesos. Desmantelar los mecanismos de supervivencia. Despojarse de la censura instalada por defecto en el RAM de la máquina. E incluso de cierto pavor a irse de rosca hacia los excesos que una educación monoteísta ha satanizado tantas veces. La palabra “gusano” es como una guasasa molesta que revolotea a su alrededor, y 50 años de propaganda goebeliana le han amaestrado para espantarla. Aunque el gusano sea bicho más laborioso y útil que la mariposa. Al cabo, con suerte y un poco de entrenamiento, alcanzará su justo espín y polarizará su luz a la medida de sí mismo. Comprenderá que “la libertad significa responsabilidad; por eso la mayoría de los hombres le tiene tanto miedo”, como decía George Bernard Shaw. Comprenderá una verdad que Don Manuel Azaña postuló en días difíciles para la libertad, esa que, según él, “no hace felices a los hombres, los hace sencillamente hombres”. Si no lo hace, es suya también la libertad del subterfugio, del silencio o de la verdad mutilada.



Manual de vuelo

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Una práctica reciente en la República de Cuba es adjuntar al permiso de salida de quienes viajen con pasaporte oficial el siguiente documento:

 

 

Hace muchos años, cuando los únicos viajes posibles eran en misión oficial o por salida definitiva, los “compañeros que nos atienden” solían reunir a las delegaciones y advertirles de los peligros que los acechaban en la selva capitalista. Por dónde debían moverse (preferiblemente en manada) y por dónde no. Con quiénes y de qué podrían conversar. Así como un manual de tentaciones que iba desde los puticlubs hasta la quincallería. La amenaza explícita no era necesaria. Vivir en la Isla era suficientemente amenazante. Se daba por sentado que todos los compañeros se portarían bien.

 

Ahora, al parecer, ya no hay tanta confianza en la buena conducta de los cubanos, aunque sean portadores de un pasaporte oficial. El nivel de desilusión, la falta de expectativas y el descrédito generalizado hacia eso que insisten en llamar Revolución, hace aconsejable puntualizar cuáles son los mensajes que deben difundir en el ancho mundo. Se les insta a llevar “el mensaje de tu pueblo revolucionario y solidario, que resiste el bloqueo del imperio” “en el escenario y forma adecuada” (se excluyen los mítines en sex shops, bares de alterne, asociaciones de gays y lesbianas y en las sedes de Reporteros sin Fronteras o Human Rights Watch). Deberán ser portadores de las “conquistas de la Revolución”, y el texto no se refiere a la toma de Angola o a la invasión a Miami, sino al “derecho del pueblo a decidir su destino” (queda al buen juicio del publicista el modo más adecuado de explicar el sistema electoral cubano y la democracia socialista, aclarando que aquello de la “dictadura del proletariado” es cosa de los manuales soviéticos). Se subrayarán los derechos del niño y la mujer y la lucha contra toda discriminación racial y de sexo. A pesar de Mariela Castro, no se menciona la “orientación sexual” y tampoco la discriminación por razones religiosas, políticas o ideológicas. Puntos sobre los cuales el comprador de grúas o el geógrafo deberán hacer pudoroso silencio para no ser objeto de manipulaciones ideológicas. También se orienta relatar la saga de los cinco héroes prisioneros del imperio, esos luchadores contra el terrorismo que la justicia norteamericana insiste en llamar espías.

 

Es decir, aunque el propósito de su viaje sea adquirir grúas o asistir a una conferencia mundial sobre la desertización, los viajeros deberán convertirse en agentes publicitarios con la certeza de que “el ejemplo del compañero Fidel” se ha expandido como la Gripe A por todo el planeta y está presente en los corazones de los revolucionarios noruegos, los comunistas suizos, los guerrilleros de las Rocallosas y la insurgencia de Montecarlo.

 

Y se advierte al viajero que, del mismo modo que “siempre hay un ojo que te ve”, “en cualquier parte de la tierra [los océanos quedan descartados, demasiados balseros], puede haber un oído receptivo”. Así que ándate con cuidado y mira a ver lo que tú dices por ahí, que cada oído está conectado a una lengua.

 

Pero lo más sorprendente de este mensaje es que lo firma la Dirección de Relaciones Internacionales del Ministerio de Ciencia, Tecnología y Medio Ambiente. Quizás nunca sabremos si se trata de un experimento científico sobre la teoría del rumor, o de un aporte ecológico a la desertificación de las ideas.



Moratinos again

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Dos años y medio después, Miguel Ángel Moratinos, ministro español de Exteriores, regresa a Cuba en visita oficial. Y ha subrayado que ésta tiene "un objetivo muy claro". "No he venido aquí a reunirme con ningún sector de la sociedad cubana sino a fortalecer las relaciones bilaterales". Los gobernantes de la Isla no forman parte entonces de ningún sector de la sociedad cubana, en lo que lleva razón. No es nada asombroso, por tanto, que su delegación no se haya reunido con la disidencia.

Esta visita continúa la nueva política hacia Cuba propuesta por España a la Unión Europea (UE): “acercamiento y diálogo”, "confianza, apertura y voluntad de trabajar con las autoridades cubanas”, en contraste con las medidas adoptadas en 2003 tras la Primavera Negra; medidas de “dudosa utilidad práctica”, según Moratinos. Se trata de “recuperar un nivel adecuado de interlocución con las autoridades cubanas”, aunque también una “relación más provechosa con la disidencia y con toda la sociedad”, explicó hace dos años. Y, efectivamente, el “recuperar” va por buen camino, no así la “relación más provechosa”, aunque quién sabe qué significa una “relación más provechosa”. ¿Provechosa para quién?

Moratinos se ufana de que la normalidad bilateral es ya un hecho consolidado y que se trata de "fortalecer" los vínculos con la isla, es decir, con sus gobernantes.

En la agenda llevaba algunos temas espinosos, como la retirada de los cuatro agentes del CNI que vigilaban a los etarras históricos refugiados en la isla, acusados por La Habana de "interferencias" en asuntos internos. Así como las quejas de los empresarios españoles sobre retrasos en los pagos del Estado y la repatriación de beneficios, y la detención del industrial español Pedro Hermosilla bajo acusaciones de cohecho y violación de contratos con el Estado cubano.

El saldo de la visita ha sido "el compromiso firme" del mandatario cubano de establecer un diálogo con los empresarios españoles para organizar calendarios de pago y saldar los 300 millones de deuda. La libertad provisional de Hermosilla a la espera de juicio. La inauguración de la oficina técnica de cooperación española en La Habana --la ayuda a la Isla aumentó de 17 millones de euros en 2007, a 32 en 2008, y se espera que ascienda a 34 en 2009--. Así como la liberación de los prisioneros de conciencia Nelson Alberto Aguiar Ramírez y Omelio Lázaro Angulo Borrero. Aguiar, encarcelado desde 2003, fue liberado tras cumplir 6 de los 13 años de condena. Angulo ya había sido liberado en 2005, y ahora es excarcelado de la Isla: se le permite abandonar el país un año antes del cumplimiento de su condena. Según Moratinos, esto es un ejemplo de la política constructiva con "un país amigo" como es Cuba, y añade que de los más de 300 presos políticos que había cuando los socialistas llegaron a La Moncloa, quedan 206.

A cambio, Madrid se ha comprometido a priorizar, durante su presidencia de la UE, la eliminación de "la Posición Común", al considerar que ésta, acordada en 1996 y por la cual se exige al ejecutivo cubano el tránsito a la democracia pluripartidista y a la economía de mercado, irrita al gobierno de Castro y, al imponer condiciones, obstaculiza todo esfuerzo democratizador y a favor de los DD HH. Un comunicado de la Cancillería cubana asegura "que sólo será posible avanzar hacia la plena normalización de las relaciones entre Cuba y la UE mediante la eliminación de la injerencista y unilateral Posición Común".

Fuentes del exilio y de la oposición han agradecido a Moratinos su mediación a favor de los dos disidentes excarcelados pero, al mismo tiempo, ha sido unánime la crítica a su diálogo con el gobierno excluyendo a la oposición. Crítica comprensible pero sólo parcialmente justa. ¿Por qué? Porque parte de un equívoco: que el propósito de la política española hacia Cuba es promover la democratización de la Isla y el respeto a los DD HH.

La política de cualquier país es una herramienta destinada a ejercer, ampliar y conservar el poder de la mejor manera posible. En naciones democráticas, eso exige contar con la anuencia de los electores, dado que la felicidad de los ciudadanos se traduce en alegría electoral. En países autocráticos, no, salvo que ponga en riesgo esa preservación del poder. La política exterior española hacia Cuba no elude esa definición. Está destinada a preservar y mejorar los intereses de los españoles, a aumentar su influencia en la Isla y a consolidar su carácter de puente entre la UE y Latinoamérica. Si, de paso, consigue algún avance en materia de DD HH y de democratización en Cuba, mejor. Incluso en las políticas domésticas, cuando se emplea el tema de Cuba como arma arrojadiza entre gobierno y oposición, deberemos descontar de la parte que corresponde a Cuba la que corresponde al arma.

No significa que los políticos sean insensibles a los sufrimientos del pueblo cubano, sino que sus prioridades profesionales son otras. Son cargos electos por el pueblo español, no por el pueblo cubano. Y es algo sobre lo que los cubanos de la Isla y de la diáspora deberemos tomar buena nota: Sólo a nosotros compete la democratización de la Isla y el respeto a los DD HH. No podemos delegar esa responsabilidad en políticos norteamericanos o españoles. Aunque agradezcamos cualquier gesto que se produzca en esa dirección en cualquier lugar del mundo.

Se han escuchado incluso voces amenazantes. Que una vez consumada la transición, los demócratas de la Isla saldarán sus cuentas con los interlocutores del régimen que una vez los obviaron. Un absurdo por partida doble. Cuando llegue ese día, serán otros los políticos españoles, y sería como pedirles cuentas por la actuación del capitán general Valeriano Weyler, quien inventó en 1896 los campos de concentración. Y si los demócratas de la Isla acentúan viejos resquemores antes que el interés de sus ciudadanos, no serían mejores que la aristocracia verde olivo que en un desplante a costa de las necesidades de los cubanos ha rechazado la colaboración europea. En definitiva, quienes se quedan sin el acueducto son sólo los ciudadanos. Y en ese sentido sí es un éxito para todos los cubanos que se haya incrementado la cooperación española a la Isla, éxito que, a su vez, cumple con una de las líneas maestras de la política internacional española.

Claro que ya la política es mucho más sutil y eufemística que hace un siglo. Los políticos invocan los DD HH, la lucha contra la pobreza, el hambre, el terrorismo, y se declaran en pro de la democracia y la felicidad universales, aunque debajo se muevan intereses comerciales y geopolíticos. Pero hay que hacerlo, al menos, con inteligencia. Descubrir, por ejemplo, las armas de destrucción masiva en Irak. Y hacerlo con elegancia. Cuando el ministro Moratinos afirma que "he encontrado en el presidente Raúl Castro el compromiso de avanzar en el proceso de reformas, de mejorar la situación económica de Cuba", ofende la inteligencia de los cubanos. Un país paralizado por la inoperancia y empantanado en la peor crisis de su historia sólo avanza hacia abajo: se hunde. Cuando sostiene que "aquí no se trata de pedir gestos sino que se avance en la buena dirección y que haya resultados concretos" debería saber que privar a las palabras de contenido está penado por la Real Academia de la Lengua. Y cuando afirma que España es respetuosa con la "decisión soberana de las autoridades cubanas" y "que son los propios cubanos los que deben decidir cómo llevar sus asuntos políticos", debería ser más pudoroso. No está hablando de un gobierno legitimado por las urnas, sino de una dictadura de medio siglo. ¿Acaso sonreiría complacido si alguien en su presencia se refiriera al franquismo en esos términos?

Y hablando de legitimidad, ese es uno de los terrenos en los cuales sí puede hacer mucho la UE por los cubanos. Dado que hoy el líder monopoliza toda la legitimidad y la representatividad que correspondería a los trece millones de cubanos, la UE debería distribuir equitativamente legitimidad y representatividad entre los múltiples interlocutores (oficiales y no oficiales) de la sociedad cubana, antídoto contra el monopolio simbólico del poder. Reconocer la horizontalidad de la sociedad cubana ha sido uno de los mayores logros de la Posición Común, a pesar de su costo político y económico, dada la hiperestesia del gobierno cubano, aquejado de ilegitimidad.

Frente a una dictadura que cuenta como rehén a un pueblo entero, Moratinos debería saber que toda política es de “dudosa utilidad práctica”. La democratización no vendrá por ese camino. Las dictaduras no suelen suicidarse en cocteles diplomáticos. Y si el propósito es comprar con “suavidad” la liberación de los presos políticos, hay 206 disponibles, y si escasearan, Raúl Castro puede encarcelar a otros cientos para reponer la moneda de cambio. De acuerdo a la lógica perversa de un gobierno que no se debe a sus ciudadanos, una dulcificación de las políticas europeas será interpretada como la rectificación no de una política ineficaz, sino injusta, y como tácita aceptación del status quo. Castro no escupirá de nuevo a Europa en sus “Reflexiones”; complacerá al empresariado que, en contubernio con un Estado que trafica sin pudor con la mercancía “cubanos”, recluta mano de obra cautiva mediante contratos de trabajo que en Europa serían constitutivos de delito, y entusiasmará a los supervivientes de una izquierda cretácica que defiende para los nativos de la Isla, con un fervor colonial, una dictadura que se cuidan mucho de pedir para los europeos en sus mítines electorales.

Mientras, la sociedad civil, esa Cuba embrionaria del día después, sabrá que se encuentra, de momento, más sola. Los intocables de la disidencia volverán a ser atendidos de lunes a viernes, en horario de oficina, por la trastienda de la embajada.



Perdonen que sí me levante

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Recién publicado el número 51/52 de la revista Encuentro de la Cultura Cubana, cierra su oficina por falta de fondos la asociación homónima, que también publica desde el año 2000 el diario digital Cubaencuentro. Prácticamente todos los trabajadores nos hemos ido al paro, es decir, hemos pasado a engrosar la mayor empresa de España, el Instituto Nacional de Empleo (¿o de Desempleo?), el INEM, de modo que nuestro jefe es ahora el mismísimo José Luis Rodríguez Zapatero. Es la historia de una muerte anunciada. Durante muchos años, la asociación ha vivido entre sobresaltos del dinero que llega y no llega, del que prometen y el que cumplen, del que llega tarde y obliga a pedir un préstamo que luego se cobrará su tasa de gastos financieros. Y, al mismo tiempo, no se ha podido (sabido, querido) buscar fuentes propias y alternativas de financiación que cubrieran los huecos negros dejados por las subvenciones. Tras varios principios de infarto, llegó el infarto masivo. Lo milagroso no es que Encuentro cierre sus puertas, sino que haya durado 52 números y trece años con una calidad sostenida.

Sobrevivir sin apoyos institucionales es un deporte de riesgo para cualquier revista cultural del mundo que, por su propia naturaleza y limitado público, difícilmente podrá cubrir sus costes con anunciantes y suscripciones. La Revista de Avance publicó el 15 de septiembre de 1930 su último número, el 50, a los tres años de su nacimiento. Orígenes alcanzó los 40 números entre 1944 y 1956. (Más los dos números apócrifos, el 35 y el 36, que publicó en paralelo José Rodríguez Feo). Ciclón circuló entre 1955 y 1957, con un número epigonal aparecido en 1959, tras lo cual “dejó de existir (…) muerta de cansancio”, como diría en Lunes de Revolución Virgilio Piñera. Y se trataba de revistas hechas en la Isla, cerca de su público natural, y dirigidas a un mercado concreto, inmediato, lo que favorecía la prospección de anunciantes y sponsors.

Encuentro es, en cambio, desde su nacimiento, una revista sin país, o destinada a ese país virtual que es la diáspora y al país real que le cierra sus puertas y donde casi la mitad de su tirada ha debido circular clandestinamente durante todos estos años. También el diario se ha visto obligado a penetrar en la Isla por trillos y pasadizos de la red para eludir la censura. Era natural que así ocurriera. Tanto la revista como el diario nacieron y crecieron con una voluntad de diálogo entre la Cuba insular y la diaspórica, entre generaciones, estéticas, tendencias políticas, entre poetas, narradores y ensayistas, entre la academia y la creación. Y el gobierno cubano ha insistido durante medio siglo en el monólogo o en el diálogo monitoreado con mando a distancia desde la Plaza de la Revolución. Mediante el viejo sistema del palo y la zanahoria han intentado que los creadores de la Isla eludan las páginas de la revista y del diario. De conseguirlo, Encuentro se habría convertido en una revista más de y para el exilio. Para su desesperación, muchos de sus súbditos se proclaman ciudadanos, son alérgicos a la zanahoria y temen más a la autocastración que al palo. Basta recorrer nuestra nómina de colaboradores.

Desde que se conoció la noticia del cierre, no pocas botellas habrán sido descorchadas en el Ministerio de Cultura cubano y en el Comité Central. Con el alivio que supone sacarse una piedra del zapato, los funcionarios de la cultura (la unión de esas dos palabras es una verdadera aberración) dormirán mejor esta noche sabiendo que los jóvenes lectores de la Isla no serán corrompidos por textos de Carlos Victoria, Gastón Baquero o Reinaldo Arenas; ni violará su inocencia algún dossier sobre el papel de los militares en la Isla, la represión o las ruinas de La Habana; ni se pasearán por las calles de la ciudad los cadáveres de los balseros y de los fusilados en el Escambray y La Cabaña. Tampoco deberán temer que una nueva ola de represión tenga como respuesta una carta abierta firmada por cientos de los más prestigiosos intelectuales europeos y americanos.

Pero también se habrán descorchado botellas en algunos recintos del exilio. Encuentro ha sido acusado desde sus orígenes de ser una operación de la CIA (según el gobierno cubano) o de la Seguridad del Estado (según ciertos sectores del exilio). El cierre de nuestra oficina demuestra que las subvenciones de unos y otros no han sido suficientes. Y, hasta donde sabemos, no ha habido ofertas del KGB, ni del Mosad, del MI6 o de la Sûreté Nationale. La “pureza revolucionaria” que refrenda el monólogo se mira en el espejo de la “pureza contrarrevolucionaria” que refrenda el… qué casualidad. La supervivencia de ambos requiere un enemigo. Y para ambos, cualquier diálogo es perverso.

Aunque en ciertos corrillos del exilio (y del insilio también, why not?) puede haber otro ingrediente. Omar Torrijos contaba que a la entrada de un pueblo perdido de Panamá encontró el siguiente cartel: “Abajo el que suba”. Un enunciado a priori contra todas las políticas y los políticos (hasta que no se demuestre lo contrario) también podría servir de slogan al deporte nacional español y latinoamericano: la envidia. La diáspora cubana ha visto nacer y extinguirse a decenas, cientos de proyectos, muchos de los cuales habrían merecido mejor suerte. La persistencia de Encuentro ha hecho más difícil para algunos la digestión de esos fracasos. Otros han clamado por el cese de la financiación a Encuentro como si ello pudiera trasvasarse automáticamente en financiación propia. Y algunos han apelado incluso a la fórmula ejemplar de la envidia socialista: aquel hombre que sentado en la puerta de su casa ve pasar un flamante Mercedes Benz y desea de corazón que se estrelle en la próxima curva para que todos seamos peatones.

Claro que, financiación aparte, Encuentro y el diario no sólo han sido posibles por el empeño de un grupo reducido de personas, sino, y sobre todo, gracias a la generosidad de cientos de colaboradores que han alimentado el proyecto de más largo aliento durante estos cincuenta años de exilio. Su pérdida es también una pérdida para ellos y para los cientos de miles de lectores cubanos y no cubanos que han seguido ambas publicaciones.

Una revista cultural y un diario cubanos hechos en la diáspora, a base de subvenciones públicas y privadas y de un esfuerzo sostenido, están abocados a su desaparición. Pero soy portador de malas nuevas para los empresarios de pompas fúnebres. El muerto patalea.

Como comprobarán los lectores del diario, éste continúa saliendo. Los periodistas de Cubaencuentro han acordado continuar haciendo el diario ad honorem, desde sus casas y desde el paro –el trabajo voluntario no es monopolio del socialismo cubano--, a la espera de que una nueva fuente de financiación permita reanudar su publicación como hasta ahora. Y existe la posibilidad de que la revista regrese el año próximo de entre los muertos para enturbiarle los sueños a los funcionarios cubanos. De momento, siguiendo el ejemplo de los colegas de la red, yo me he comprometido a concluir el número 52/53, de modo que pueda imprimirse tan pronto existan fondos para ello. Sería lamentable que un número prácticamente terminado se quedara en manuscrito, sobre todo por respeto a los colaboradores que nos han confiado sus textos y a los lectores que nos han seguido durante trece años.

Que el número 52/53 sea o no el último depende del “azar concurrente”. Pero el azar también necesita ayuda.

"Perdonen que no me levante" es, posiblemente, el más conocido de los epitafios, que se atribuye a Groucho Marx. Aunque en su tumba del Eden Memorial Park de San Fernando, Los Ángeles, sólo figura su nombre, las fechas de su nacimiento y de su muerte (1890-1977) y una estrella de David. Parafraseando ese epitafio sin lápida, me gustaría inscribir hoy en la tumba provisional de Encuentro: “Perdonen que sí me levante”.