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Diario habanero. Miércoles 22 de julio, 2009

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Aprovechamos nuestra independencia del transporte público para recoger en Santos Suárez los libros que habíamos elegido. Sin mayores incidencias que llenar el maletero hasta los bordes (¿Cómo coño nos vamos a llevar esto?), enfilamos por Lacret hacia la Vía Blanca, después de sortear en primera baches vertiginosos.

Camino a Los Nardos, a donde llevamos a Daniel, que no lo conoce, salimos por Tallapiedra a la Avenida del Puerto y subimos por Zulueta. En la esquina con Genios queda aún un puñado de personas esperando para ser atendidos en el consulado español. Quién sabe cuántas horas o días llevarán esperando por este minuto.

Tras su ratificación por el Senado español, la Ley de Memoria histórica entró en vigor el 27 de diciembre de 2008. Su disposición adicional séptima facilita la adquisición de la nacionalidad “a los nietos de quienes perdieron o tuvieron que renunciar a la nacionalidad española como consecuencia del exilio”. Desde el 22 de diciembre hasta fines de enero de 2009, al consulado español en La Habana llegaron 20.000 solicitudes. Aunque los formularios son gratuitos, en las primeras semanas algunos pícaros se hicieron con un stock que vendían en CUC a los aspirantes a la galleguización. El consulado tramita unos 300 casos diarios de lunes a viernes, 1.500 a la semana, por lo que deberán trabajar a pleno rendimiento durante dos años para atender las 150.000 solicitudes previstas. Contando a los familiares directos, que tendrían derecho a la residencia comunitaria, cerca de medio millón de cubanos podrían despegar por esta vía.

El parque de las Misiones, donde se organiza la cola, era mi pista preferida de bicicleteo y patinaje. Salvo alguna losa suelta, sus amplios espacios eran perfectos para gastar energía sobre una bicicleta Niágara, pesadas y duras de pelar como tractores, o sobre unos patines metálicos con cajas de bolas por ruedas y cuyas pezuñas acababan con el reborde de la suela. Los flamboyanes del parque tenían una utilidad adicional. Al pie de los troncos encontrábamos numerosos tesoros: ofrendas de plátanos y hasta gallinas amarrados con cintas rojas. Separando la materia orgánica, afloraban los quilos prietos que, una vez enjuagados en la fuente del Parque de los Enamorados, nos servían para comprar un matahambre y una Materva en el bar Maní, de Morro y Cárcel. La Materva (o la Salutaris, en su defecto) inflaba el matahambre en el estómago, combustible para muchos kilómetros de patinaje. Quién habría adivinado por entonces que la pista de patinaje se convertiría en pista de despegue.

El discurso oficial ha reiterado durante medio siglo que el período de 1902 a 1959 fue el de una republiqueta subsidiaria de Estados Unidos, donde los cubanos eran una población de segunda discriminada por los amos yanquis. Pero, en general, aquellos cubanos preferían mantener in situ su condición subordinada antes que emigrar. Al contrario. En el censo de 1931 aparecen 3.111.931 cubanos y 850.413 extranjeros, el 21,5% del total de la población, un extranjero por cada cuatro cubanos —muchos de ellos nacidos en Cuba pero a los que no se concedía automáticamente la ciudadanía local por nacimiento—. Doce años después, en el censo de 1943, había 4.577.406 cubanos y sólo 201.177 extranjeros (4,2% de la población), de los cuales apenas 2.488 nacidos en la Isla se habían acogido a la nacionalidad foránea de sus padres. El resto, adoptó la ciudadanía local, permitida en la Constitución de 1940. ¿Por qué ser cubano era por entonces en la Isla una ciudadanía más apetecible que otras? El 8 de noviembre de 1933 se firmó la Ley Provisional de Nacionalización del Trabajo, conocida como Ley del 50%. Según ella, en toda empresa, el 50% de los trabajadores, como mínimo, tendrían que ser cubanos. Además de que los ciudadanos cubanos disponían de derechos políticos y económicos de los que no disfrutaban los extranjeros.

Hace poco un amigo me dijo con sorna en España: Si mi abuelo mambí resucita, me mata. Él cargaba al machete contra los rayadillos y su nieto le jura fidelidad al rey Juan Carlos. Ya hay por ahí hasta un movimiento anexionista que pretende convertir a Cuba en una comunidad autónoma española. Obviamente, tiene tantos visos de prosperar como la idea de anexar Cuba a México que circuló sin entusiasmo en el siglo XIX. La anexión a Estados Unidos sí tuvo casi tantos partidarios como la independencia. El propio Ignacio Agramonte, cuando lo mataron, llevaba bordada en la camisa una bandera de la Unión. España era el atraso, la imposición, la corrupción generalizada de una administración colonial que se enriquecía a costa de una colonia más rica y avanzada que la metrópoli. Estados Unidos era el progreso y la democracia.

Hoy tiene lugar una guerra hispano-cubano-norteamericana a la inversa. En 1898, España y Estados Unidos entraron en guerra por Cuba. En 2009, los cubanos se anexan, indistintamente, a Miami o a Madrid. Para viajar al Norte hay que tener suerte o parientes. Para viajar a Este hay que demostrar “pureza de sangre”, ser “castellanos viejos”, aunque sea en una cuarta parte de los cromosomas. Un abuelo de Pontevedra está más cotizado que los otros tres, sean de Cacocún o de Nigeria.

En Los Nardos, la experiencia es tan satisfactoria como la anterior. El restaurante es propiedad de la Sociedad Juventud Asturiana, una de las 35 sociedades asturianas de la Isla. Sólo contando las gallegas, otras 25, suman 60 asociaciones españolas. En total, no creo que bajen de 100. Cientos de miles de cubanos han desempolvado el abuelo español porque en esas sociedades suele haber cafeterías o restaurantes para los socios, zonas de juegos, acceso a Internet, y reciben ayudas de las comunidades españolas a las que corresponden, con lo que algo siempre se pega. La población blanca de la Isla reivindica hoy, más que nunca antes, al abuelo peninsular. Proliferan las escuelas de bailes españoles, se desentierran los árboles genealógicos, cunde una hispanofilia a la que no es ajeno el gobierno. Ya durante la visita del rey Juan Carlos a Cuba, en 1999, Eusebio Leal le reparó un trono que ningún rey llegó a ocupar, y Fidel Castro lo invitó a sentarse, a lo que Juan Carlos, con muy buen tino, se negó. Poco después, Raúl Castro develó en el Morro de Santiago de Cuba un busto al Almirante Cervera. Si ya tenemos estatua a Antonio Gades, sólo nos falta un monumento a Valeriano Weyler.

En contraste con tanto “cristiano viejo” de nuevo ingreso en la Siempre Fi(d)el Isla de Cuba, tanta castañuela y tanta nostalgia colonial en La Leal Habana, la percepción racial que se tiene en la calle es dominicana, haitiana en ciertos barrios. El censo de 2002, que incluye datos raciales, mostró que de 11.177.743 habitantes, 7.271.926 (65%) eran blancos; 1.126.894 (10,5%) eran negros, y 2.778.923 (24,9%), mulatos y mestizos. De acuerdo con un muestreo del Instituto de Estudios Cubanos, un 62% de la población son negros o mestizos. Y habría razones para que así fuera: emigración mayoritariamente blanca, familias negras con menor nivel educacional y más prolíficas, y atención médica universal y gratuita, idéntica para todos, de modo que no hay diferencias sustanciales en cuanto a la esperanza de vida.

La Revolución de 1959 anuló por decreto la discriminación racial, pero las diferencias socioeconómicas y políticas heredadas han persistido. En el buró político del Partido Comunista hay 3 negros, dos mulatos y 18 blancos. Y en el secretariado, un negro contra 10 blancos. Aunque no hay estadísticas confiables, los observadores coinciden en que la presencia de los negros es minoritaria en las universidades y abrumadora en las cárceles y los barrios marginales. Una mañana, mientras esperaba en la calle 86, estuve un rato contando los carros nuevos que pasaban (Peugeot, Fiat, VW). De los 50 que tuve la paciencia de contar, 45 eran conducidos por blancos. Estadística de bodega, desde luego. Pero no sería raro que acertara. Es infrecuente ver negros dirigiendo empresas o en altos cargos de los ministerios, son incluso minoritarios entre la alta jerarquía castrense, estamentos a los que se asignan esos vehículos.

El color de la piel ha devenido también una categoría económica. Los turistas suecos, españoles, italianos y alemanes, prefieren jineteras y pingueros negros, por el contrario que los mexicanos; los empresarios extranjeros de las cadenas hoteleras ya han sido acusados de racismo al no aceptar negros entre el personal de servicio y, lo que es más importante, al ser la emigración cubana abrumadoramente blanca, ese 40% de la población de la Isla que sobrevive gracias a las remesas es, abrumadoramente, blanco. La música y el deporte son, en muchos casos, las salidas económicas más airosas que tienen los negros. O el mercado ídem, pero a riesgo de engrosar las estadísticas penitenciarias.

Si el abuelo blanco de Guillén sirve para emigrar o, aunque sea, para ir arañando en la Sociedad Biznietos de Ortigueira, el abuelo negro sirve para montar una consulta y ofrecer limpiezas con rompe saragüey, si no queda satisfecho, le devolvemos su dinero; tres amarres por el precio de dos, y hacer santos a los japoneses a precio de oferta. Yemayá en rebajas. Como dijera Julio Antonio Mella, “hasta después de muertos somos útiles”.

Cuando mi hermana tenía 16 o 17 años, se hizo novia de un mulato. Mi padre, fidelista-marxista-leninista (en ese orden) se enteró, y puso cara de velorio. Meses más tarde me confesó: “Y no puedo decirle nada, porque se empecina y hasta se casa con él. Me veo sacando mulaticos a pasear al parque”. Ese es el racismo light, que se resume en la frase: “Negro, tú eres mi hermano, pero no se te ocurra ser mi cuñado”. Hoy los Hermanos de Causa cantan el rap “Lágrimas negras”, con texto de Soandry del Río:

Blancos y mulatos en revista Sol y Son para el turismo

mientras en televisión, casi lo mismo

en una Cuba donde hay negros a montón

mira tú qué contradicción

la pura cepa casi no aparece en la programación

ocasión, cuando salen, si no es en deporte

en papeles secundarios, haciendo de resorte

haciendo el clásico papel de esclavo fiel, sumiso

(…)

El agente policíaco con silbato o sin silbato

sofocando a cada rato

los más prietos son el plato preferido

los otros aquí son unos santos

(…)

más fácil es culpar a alguno de color oscuro

supuestamente involucrado por lo que aparenta

el éxito en la vestimenta nos hace ser el centro del pleito de compra y venta

hay galdeo con la pinta, tenlo en cuenta

el humorista usando como base nuestra raza

poniendo al negro siempre con las manos en la masa

Y hablando de mi hermana, aprovecho para hacerle una comprita, sobre todo helados, que es su pasión. Ya en su casa, le comento mi sospecha de que la policía tiene órdenes de cuidar a los turistas como cosita buena. Mi cuñado me cuenta la experiencia contraria: cómo los policías apostados en las carreteras paran los carros por nada, enarbolan libreta y lápiz y esperan ofertas (¿quién da más?). La multa y los puntos que perderás se cotizan en dependencia de la pinta del chofer (zapatillas de marca, relojón en la muñeca, gafas Ray-Ban) y del carro (llantas de aleación, pintura metalizada). No sabrán mucho del código penal o de la legislación de tráfico, pero hay policías que si pierden el empleo podrían colocarse de tasadores. Lo mismo ocurre al pasar la inspección técnica de los vehículos. (Como en los seguros de vida, la prima es directamente proporcional a la edad del paciente). Si se aplicara con rigor, el vehículo más frecuente por las calles de la ciudad serían los patines.

Mi hermana y mi cuñado son profesionales con treinta años de experiencia, pero no ganan tanto como un policía raso y decente. Para sacarse un sobresueldo, ambos dan clases en la universidad, aprovechando que ahora hay 3.150 sedes universitarias municipales, una en cada esquina. Universidades light, descafeinadas, aunque los títulos que expiden tienen, teóricamente, la misma validez. Pero lo habitual es que los alumnos municipales no rebasen la frontera municipal del tercer año. Las 68 universidades tradicionales, en cambio, parecen conservar su rigor, aunque lastrado por criterios extra académicos. Lo de menos es que mantengan el concepto de “alumno integral”, como el pan, y valoren más a un estudiante de 4 que toca la tumbadora y juega primera base, que a uno de 5 que ni canta ni come fruta, sólo estudia. Lo peor es que, en declaraciones recientes, Miguel Díaz-Canel Bermúdez, ministro de Educación Superior, nos retrotrae a la purga universitaria de los 60 y al Primer Congreso de Educación y Cultura al afirmar que “en la universidad, el profesor o el estudiante que no es revolucionario, no cabe en sus aulas”. “No sólo se tiene que tomar en cuenta el criterio académico, sino su posición político-ideológica”. Los elegidos levantarán puentes revolucionarios, atenderán cánceres fidelistas y sólo encontrarán petróleo si éste demuestra ser un hidrocarburo chavista. A juzgar por el estado del país, las yucas, las berenjenas y los caimitos están al servicio del imperialismo.



Diario habanero. Martes 21 de julio, 2009

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A primera hora, paseo por la playa.

 

En 1975, el Grupo Teatro Político Bertolt Brecht puso en escena la obra Los amaneceres son aquí apacibles, de Boris Vasiliev. Este paisaje debería llevar ese título: la lengua de arena desierta desdibujada por una luz que aún no arde y un oleaje discretísimo que apenas acaricia la playa, lo suficiente para demostrar que es un ser vivo. El mar es un plato, suele decirse en la Isla. Un plato llano para los bañistas. Un plato hondo y traicionero, comprueban los balseros millas adentro.

 

 

Después del mediodía, abandonamos el hotel y recorremos Varadero. O los vacacionistas son muy pudorosos, o la ciudad está casi vacía. Incluso en el Kawama, uno de sus hoteles emblemáticos, hay una tranquilidad de “tiempo muerto”.

Tiempo muerto. Posiblemente no haya en ninguna jerga agrícola del mundo una expresión tan rotunda. La muerte del tiempo no es una lúgubre reflexión de Cioran, sino la experiencia estacional de los trabajadores azucareros cubanos. Cuando el central concluía la molienda y el último grano de azúcar salía de la fábrica, comenzaba para cientos de miles de hombres la búsqueda de empleos alternativos para ir tirando hasta la próxima zafra. Una realidad que ya es historia para el 80% de la industria. Con su desmantelación, el tiempo muerto es el tiempo. Muerto y enterrado.

 

 

Cuando parqueamos junto al Teatro Sauto, se me acerca un hombre mayor y, con una prosopopeya inesperada me dice: “Buenas tardes. Yo soy el parqueador que cuida los vehículos en esta zona. Si usted lo desea, puedo cuidar el suyo mientras permanezca aquí”. No faltaba más, le digo, ¿quién mejor que usted?, como si conociera su probidad sin tacha de toda la vida.

 

El Teatro Sauto, al menos por fuera, permanece bien conservado. Nunca fue un edificio hermoso, pero no le falta empaque, una especie de indiferencia señorial hacia los humanos que corretean a su alrededor.

 

 

El centro de Matanzas está cuidado como escenografía.

 

 

Calles adentro, la centrohabanización avanza como la arena del desierto. En las márgenes del río, las chabolas hunden sus tobillos en el agua.

 

 

Entramos a la Editorial Vigía, un edificio del siglo XVIII con su hermoso patio amueblado por una vegetación que sustituye con acierto la pintura. Desde 1985 han publicado títulos de excelentes autores cubanos en primorosas ediciones hechas completamente a mano. Hoy sus libros, numerados y muchas veces firmados uno a uno por sus autores, constan en el Museo de la Biblioteca Británica de Londres, el Centro Atlántico de Arte Moderno de Las Palmas de Gran Canaria, en la Colección Especial de la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos, en el Instituto Latinoamericano de Suecia, el Instituto Cervantes en Viena, la Universidad de Guadalajara, el Centro de Estudios Cubanos de Nueva York, y en exhibiciones permanentes de las universidades de Michigan, Chicago y La Florida. Y la mano que obra esos pequeños milagros es la de un muchacho sordo quien nos explica, en lengua de signos, el minucioso proceso de preparar los materiales, dejarlos secar, y aplicar cada uno de los procesos según un tempo y una paciencia de los que hoy sólo disponen los monjes benedictinos de Silos, dedicados al canto gregoriano, y las monjas carmelitas que en el Convento de Santa Ana, en Sevilla, fabrican una por una las yemas de san Leandro.

 

 

Al regreso, nos detenemos de nuevo en Bacunayagua, donde se juntan la ingeniería de los hombres

 

 

y la ingeniería de Dios.

 

 

Una obra a seis manos entre Dios y sus padres es una negra que en el mirador bebe su agua de coco con una languidez otoñal. Alta, esbelta y torneada a mano, en sus facciones delicadas hay engarzados un par de ojos verdes que le hacen competencia al paisaje. Cuando se pone de pie y camina hacia la barra con pasos largos, de pasarela internacional, para abonar la cuenta, descubrimos que le lleva media cabeza a su acompañante. Cibeles, Milán y Nueva York: se la están perdiendo.

 

 

Ya en la provincia de La Habana comienzan a aparecer las explotaciones de petróleo, un campo que se extiende hasta Guanabo. Cuando yo cursaba el preuniversitario en la Escuela Vocacional de Vento, embrión de lo que sería la Vocacional Lenin, pasábamos los 45 días de la escuela al campo no en el tabaco, la yuca o la malanga, sino de acuerdo a los círculos de interés. Gracias al mío, el de Geología, pasé una temporada trabajando en los pozos de Guanabo y alojado a cien metros de la playa. El trabajo en los pozos era (es) duro, pero el chapuzón por las tardes aliviaba el cansancio.

 

Según las banderas que ondean en las instalaciones, la prospección y explotación se realiza mediante empresas mixtas de capital cubano y canadiense.

 

 

O de capital cubano y chino.

 

 

No es una ilusión óptica ni un defecto de la foto; la bandera china se ha decolorado. Mao Tsetung llamó al “imperialismo norteamericano” “el tigre de papel”. Sus descendientes descubrieron que el tigre era de papel moneda, y decidieron que el rojo incendiario de la bandera dañaba la vista, de modo que hoy el tigre de papel es el primer socio comercial de la pantera rosa. Cosas de felinos.

 

La pantera rosa ha multiplicado su comercio con América Latina, desde 2.000 millones de dólares en los 90, hasta 54.500 millones de dólares de exportaciones chinas en 2008, y 57.000 millones de dólares importados desde Latinoamérica por China. A fines de 2005, China ya había invertido en la región 56.900 millones de dólares, sobre todo en México, Chile, Brasil, Argentina y Panamá, sus principales socios en la región. Con Chile, incluso, ha firmado un Tratado de Libre Comercio que es, a su vez, un puente hacia Estados Unidos.

 

En cambio, son escasas aún sus inversiones en la Isla y las relaciones, por parte de los chinos, son más precavidas. Cuba desearía basarlas en la nostalgia del CAME, en la Solidaridad entre países hermanos (tú me das y yo recibo). Pero desde 1979 los chinos unificaron las transcripciones al alfabeto latino de sus ideogramas mediante el sistema de normalización pin-ying. Mao Tsetung se convirtió en Mao Zedong, Pekín es ahora Beijing y Solidaridad se escribe $olidaridad. La normalización pin-ying le estropeó la sintaxis al pillín del Caribe.

 

 

La sucesión de pozos y gatos de extracción (muchos inactivos) me recuerda uno de los aspectos que más pueden decidir el futuro de la Isla: las perspectivas petrolíferas en los bloques del Golfo asignados a Cuba. Las prospecciones en aguas profundas son largas y fatigosas. Los resultados se producen a medio y largo plazo. (Aunque el tempo de la gerontocracia cubana nada tiene que ver con el tempo del mundo). La geopolítica demuestra que los totalitarismos se conservan mucho mejor en petróleo (incluso los cadáveres, en los pantanos norteuropeos, se han preservado miles de años en bitumen y en turba). Y muchas democracias suelen ser menos severas al juzgar a las petrodictaduras. Si aplican el axioma de pan, petróleo y circo, incluso los súbditos suelen ser más benévolos con sus jeques. Nutriente de populismos y mafias, un castrismo petrolífero, con Castros o sin ellos, puede perpetuarse. El petróleo sería perfecto para consolidar una transición exitosa. No antes.

 

Cuba ha negociado la exploración de esos bloques con compañías canadienses, noruegas, brasileñas, indias y chinas, países que disponen de las tecnologías más avanzadas que requiere la explotación profunda de petróleo en mar abierto. Acabo de enterarme de que también han negociado bloques con Vietnam. Y es asombroso. En 1975, al concluir la guerra, Vietnam era un país devastado que había retrocedido doscientos años en sus índices económicos. Cuatro millones de muertos, medio país defoliado por el agente naranja, cientos de miles de exiliados. En 1972, cuando yo estudiaba en el Instituto Superior Politécnico José Antonio Echeverría, la CUJAE, había numerosos estudiantes vietnamitas. Para obtener una beca, los vietcongs tenían que haber demostrado su capacidad académica en combate. Era la época en que Nguyen Sun, El Guerrillero, derribaba helicópteros yanquis a flechazos en la serie radial. Entre los vietcongs de la universidad (no los de la serie, of course) había uno que era explícitamente gay (debió comerse crudos a diez yanquis para obtener la beca, por lo que algunos lo llamaban Nguyen Sunshine) y siempre andaba en compañía de las vietcongas, porque los varones le daban de lado. Los jodedores lo llamaban “La Princesa de Hong Kong”. Viendo que los vietnamitas eran, casi sin excepción, de los mejores estudiantes, observando su dedicación casi monacal, comentábamos medio en broma medio en serio que dentro de treinta años podrían ocurrir dos cosas: que añoráramos los chícharos y las croquetas sputnik (se pegaban al cielo de la boca) de la cafetería, y que Vietnam ofreciera ayuda humanitaria a Cuba. Ambas se han cumplido. Y ahora Vietnam opta a varios bloques en el Golfo de México, es decir, dispone de la más alta tecnología. Y nosotros que creíamos estar hablando mierda.

 

 

Ya muy cerca de La Habana, antes de llegar a Santa María Loma, una señal nos anuncia que debemos reducir la velocidad porque hay un puente en reparaciones. Reduzco a 50 y, pasado el puente, subo a 80, menos del límite de velocidad de la carretera. A menos de un kilómetro, me detiene un policía. Invado el arcén e intento dar marcha atrás para que el agente no tenga que caminar media cuadra bajo este sol. Le entrego la documentación y me bajo del carro. Me dice que iba a exceso de velocidad, porque la señal del puente indicaba 50, y que hasta que no vea una nueva señal en contrario, debo mantenerla. En parte, tiene razón, pero le explico que en Europa, cuando hay un tramo en reparación (reparar un puente nunca demora dos quinquenios, de modo que son señales temporales) se indica reducir la velocidad durante el siguiente kilómetro. Una vez rebasada la distancia, se retoma automáticamente la velocidad habitual de la carretera. Servida la controversia, pienso que ahora sí, que a la tercera va la vencida. Pero, de nuevo, mi pasaporte mágico me salva de la multa. Que siga con cuidado y que atienda a las señales, me sermonea. Y ya. Al parecer, hay alguna ordenanza real que ha catalogado a los turistas como fauna en peligro de extinción, en veda permanente, prohibida la caza. “Trátalo con cariño que es mi persona”, decía la habanera. Mientras me incorporo con cuidado a la carretera, pienso de nuevo en la ingenua sagacidad de aquel niño de la Sierra Maestra. La ignorancia puede ser premonitoria. En Cuba, efectivamente, la mejor carrera es estudiar para extranjero.



Diario habanero. Lunes 20 de julio, 2009

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Iniciamos nuestra última semana en Cuba viajando hacia el Este.

 

Hemos alquilado un par de habitaciones en el hotel Tuxpan de Varadero a razón de 47 CUC por persona todo incluido. A pesar de que la calidad del asfalto es aceptable, rodamos a velocidad moderada. Nunca se sabe. Además de evitar accidentes, se evitan accidentes policiales, porque desde La Habana hasta Brisas del Mar hay más policías que señales de tráfico. Las señales se fabrican con chapa, largueros, remaches y pintura. Los policías se fabrican con orientales.

 

Mi sobrina ha venido con nosotros y ella y Daniel (sobre todo) no dejan de chacharear en el asiento trasero. Debe ser el sordo más parlanchín del planeta.

 

Hacemos un alto en un merendero que han instalado después de Santa Cruz del Norte, muy cerca del Peñón del Fraile. Nury quería retratar la casa que fue de su abuelo y donde pasó largas temporadas de niña, los arrecifes donde se bañaba, el minúsculo pueblo de casas curiosamente atildadas. Dice Nury que el día (año, lustro) después, ella quiere poner un hotelito rural en El Fraile. Yo no me hago muchas ilusiones, por aquello de que el Partido muere, pero El Hombre es inmortal. Y le digo que sí. Si no es en El Fraile, será en La Monja de Avilés.

 

En el merendero desayunamos y Daniel compra en la tiendecita un ejemplar de Así es Fidel, libro de Luis Báez. Según Daniel, es un libro de humor. Me temo que va a decepcionarlo. En consonancia con el estilo de su autor, me basta una hojeada rápida para comprobar que es un manual muy completo de guataquería –o de sulatranería, como se decía en otros tiempos de aquellos que practicaban el arte de ser sumisos, lacayos y tracatanes--. Aunque hay momentos de mucho humor en el libro. El autor llama a Fidel Castro “mesurado”; Santiago Carrillo dice en 1960 que “lo del paredón tenía más de retórica que de realidad” (como en Paracuellos, digo yo), y Pablo Armando Fernández cuenta que la primera vez que se encontró con Fidel y éste le echó el brazo por encima, se percató de que “hasta ese momento estaba sobreviviendo y que había comenzado a vivir”. La cita es textual.

 

Hablando de periodistas, hace cinco días se conmemoró el 46 aniversario de la Unión de Periodistas de Cuba (UPEC), y Juventud Rebelde publicó el artículo “Un periodismo eficaz, pero perfectible”. Entre otras perlas más brillantes que las que tú guardas con cuidado en tu lindo estuche de peluche rojo, Julio Martínez Molina decía que la prensa en Cuba no es el cuarto poder, sino el primero, “el del pueblo, a cuyo servicio se vincula desde una plataforma que responde a sus intereses y al del Partido que lo representa, que es la misma cosa”. Dice que en la UPEC “no tienen cabida la deshonestidad, el sofisma, las prebendas y las camarillas sectarias”, porque se “habla desde la verdad, al lado siempre del verbo digno, nunca desde el engaño, las tergiversaciones y la oratoria de manipulación”, aunque “sobran las informaciones estadísticas” (por ejemplo, los lugares que ocupa el país en presos/1.000 habitantes, PIB real, intención de emigrar, acceso a Internet, poder adquisitivo, tasas de desempleo). También es cierto que el periodismo cubano “va a la zaga en informar al mundo, y a Cuba”. Por ejemplo, toda la prensa mundial había publicado detalles de la Operación Carlota en Angola, mientras la presa cubana guardaba pudoroso silencio, según García Márquez, “por razones de seguridad”. Al parecer, los únicos que no debían enterarse eran los cubanos. Es cierto que a veces el periodismo va a la zaga, pero otras, es premonitorio. Hoy la prensa publica que el sistema de Acopio es un desastre, que se pudren las viandas en el campo y en los camiones. Y es como la máquina del tiempo: el mismo artículo, con ligeras variaciones de sintaxis, se ha publicado cientos de veces desde los años 70. La prensa muere, pero Acopio es inmortal. Aunque debo reconocer que Julio Martínez, alias El Zorro, cierra su artículo con una verdad lapidaria: “La prensa de la actualidad nada se parece a la de 46 años atrás”.

 

Yo trabajé como periodista en Cuba durante diez años y tuve experiencias buenas, malas y peores. Malo fue cuando un golpe de mar fuerza 3 casi hunde el bote en que me desplazaba de un barco a otro en aguas de Sudáfrica. Peor fue ver un centro de reclutamiento del MPLA en Luanda, donde los niños capturados en cercos a los kimbos y enrolados a la fuerza apenas rebasaban la altura del AK. Mala y buena fue la reunión con el (por entonces) omnipotente Carlos Aldana, quien quería depurar responsabilidades por la publicación en Somos Jóvenes de “El Caso Sandra”. Malo, porque corría el riesgo de continuar mi carrera profesional como sepulturero en la necrópolis de Colón o como experto en desenterramiento de papas. Bueno, porque, todos a una, 15 de 17 miembros del equipo dijeron Fuenteovejuna, señor. Y no había plazas de sepultureros para todos.

 

Pero la peor experiencia ocurrió en 1990. Me encontré en la calle con una vieja amiga a la que no veía desde hacía un decenio. Estuvimos contándonos de nuestra vida y milagros (pocos, a decir verdad). Matrimonios, hijos, hasta el capítulo laboral: le dije que trabajaba como periodista. Su respuesta fue rápida, letal: ¿Y no te da vergüenza?

 

 

Hacemos otra parada en el puente de Bacunayagua. El valle, ese océano verde, es un espectáculo que nunca te cansas de contemplar:

 

 

 

 

Camino a Matanzas, siempre que la carretera lo permite, se aprecia la misma desolación agrícola que en Pinar del Río. Parches de cultivos en un extenso lienzo de monte. Pasando el río Canímar, recordé los campos de henequén que alimentaban la Rayonera de Matanzas. Todavía puedo verlos en la memoria: largas y disciplinadas hileras, sus espinas como estiletes apuntando a los hombres que acudían a podarlos. Se decía que eran, también, una línea de defensa, una alambrada vegetal que protegería la costa de una invasión enemiga. Hoy los campos están totalmente abandonados. Asoman aquí y allá henequenes que han resistido el asalto de las malas hierbas. Al parecer, la Rayonera también cerró. Y siento un gran alivio: no se prevén invasiones. La línea de defensa es obsoleta.

 

 

Tras algunas vueltas, llegamos al Hotel Tuxpan. Como las portadas de los premios Planeta, la entrada es prometedora.

 

 

 

 

A primera vista, el contenido tampoco está mal.

 

 

 

 

Ni el entorno del hotel y sus instalaciones. Sí notamos de inmediato que el hotel está casi vacío. Estarán en la playa o en la piscina. Pero no.

 

 

 

 

Tras registrarnos, en la carpeta nos colocan unas manillas plásticas y quedamos marcados como ganado turístico. Por suerte, no se trata de una chapilla presillada a la oreja. Sin otro trámite, podremos acceder a los bares, discoteca, restaurantes y al resto de los servicios, incluso comidas ligeras y bebidas en una cafetería abierta las 24 horas.

 

En la playa encontramos a una decena de huéspedes. Una familia de rusos que ya no traen camisas de nylon, sino toallas con el Pato Donald, y negocian la compra de cobos a un empleado del hotel. Tres francesas o francocanadienses llenan termos de daiquirí. They dance alone, como diría Sting, alrededor de la piscina. A las cinco de la tarde ya han quemado dos etapas y se acercan a la estratósfera etílica. Tres o cuatro españoles y un cardumen de alemanes que no se alejan del bar al que se accede directamente desde la piscina, mojito en la diestra y jinetera en la siniestra. El trópico los ha desinhibido. Hablan más alto que los nativos.

 

En el restaurante descubrimos que, salvo las excepciones anteriores y un puñado de venezolanos, el resto de los clientes son cubanos. Familias enteras. No es difícil distinguir en cada grupo un “jefe de núcleo”: el que vino de allá y los trajo pacá. A veces las evidencias son inapelables: un cadenón de oro con el que se podría inmovilizar a una pantera, unos pies con calcetines enfundados en unas sandalias, o la palidez propia de quien no vive bajo este sol del mundo moral. En otros casos, el indicio es más sutil: una parsimonia propia de otros climas, cierto desgano en el acarreo desde el bufet hasta la mesa, o la deferencia del familión.

 

Desde que permitieron a los cubanos (de consumo nacional) acceder a los hoteles, hay cubanos (de exportación) que se libran durante algunos días del calor y el ruido de la ciudad y cargan con la familia hacia el extranjero más cercano: Varadero. De no ser por ellos, la temporada alta sería más baja aun. Pero es un extranjero relativo, porque el bum bum bum del raegguetón que sale desde unos enormes bafles en las inmediaciones de la piscina recorre todo el hotel. Es lo que llaman el “color local”.

 

El mar es espléndido, como corresponde, y hasta donde se pierde la mirada hay muy pocos bañistas.

 

Horas después, la tarde no cae. Se desploma en un estallido de luz. Por un momento, el mar parece plomo y es como si hasta el viento se detuviera a la espera del siseo del sol cuando toca el agua en el horizonte.

 

 

 

 

Después de la cena, Daniel afloja la plata (¿o fuimos nosotros?) y se mete una hora en Internet a razón de 10 CUC. Visita su bitácora, El País, Google y descubre la existencia de Ávila Link, el programa con que ETECSA vigila la red (tiempo y lugar de navegación, visitas, historial y barreras a páginas “indeseables”). Intenta entrar a Cubaencuentro pero es página bloqueada, no así The Real Cuba, donde la Isla sangra entre barrotes. La ciberfiana está perdiendo eficacia. Y se comenta que entre los nuevos reclutas de la Universidad de Ciencias Informáticas se ha detectado trapicheo virtual y producción de pornografía para la red.

 

 

En la noche, nos acercamos a la discoteca, el paraíso del raegguetón. El ritmo espasmódico invita a algunos bailadores. Cuatro nórdicos aletean en la pista a ritmo de alguna tonada folklórica inuit que deben estar escuchando en su fuero interno.

 

El DJ repite cada cierto tiempo el raegguetón de moda. Su estribillo recomienda: “échale un palo” y, más tarde, “échale dos palos”, y así hasta la viagra.

 

A medida que avanza la noche, descubrimos que por una puerta diferente a la que da al hotel, por donde hemos entrado, acceden al local jóvenes cubanos de ambos sexos salpicados de extranjeros. Muchachones de gimnasio y dorador con camisetas sin mangas para exhibir los bíceps. Muchachas con licras que dibujan todos los relieves, hasta el salpullido y los lunares. Escotes vertiginosos y altos tacones. Una negra y una rubia que han entrado juntas no dejan de bailar junto a una mesa en la zona más alta. No bailan entre ellas. Compiten. Al fin la rubia (¿o fue la negra?) obtuvo su premio: un extranjis que no habla español. Ni falta que le hace. Un mulato bajito y musculoso baila en la pista con tres italianos que lo acarician al unísono. Me temo que esta noche hará horas extras.

 

Mañana nos explicarán que la puerta misteriosa por donde entran a raudales los musculosos y las atrincadas es la que da a la calle. Por 5 CUC se accede al local y las cervezas valen 2. Además, esta noche de lunes es la única discoteca, el único coto de caza abierto en todo Varadero. Sin querer, estamos presenciando una síntesis de la noche local. Si, como dijo en su día Fidel Castro, las jineteras cubanas son las putas más cultas del planeta, asistimos a un verdadero Congreso de Educación y Cultura.



Diario habanero. Domingo 19 de julio, 2009

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El barrio despierta con una actividad inusual.

 

Mientras bebo mi café en el portal, observo a cinco o seis miembros del CDR (supongo, por experiencia) que se afanan en chapear la hierba, ya casi sabana, que crece en los canteros de las aceras. Con un rastrillo cuyo sonido contra el cemento me pone la piel de gallina van apilando la hierba cortada, hojas, basura, y dos de ellos se encargan con un serón de irla echando al tanque de la esquina. Después untan con una lechada desvaída el bordillo de la acera.

 

Venezuela ya ha adoptado los CDR bajo el nombre de consejos comunales, y en Ecuador son los Comités de Defensa de la Revolución Ciudadana. ¿Por qué los malos ejemplos siempre cunden más rápido que los buenos?

 

Continúo observando a los cederistas en su tarea de embellecimiento y ornato. Mi casa alegre y bonita. Y voy notando algo extraño, pero aún no estoy seguro.

 

Este es el costado amable de los CDR: trabajos voluntarios para embellecer la cuadra, campañas de vacunación a los niños y prueba citológica a las mujeres, reciclado de materias primas, apoyo a los médicos de la familia. El costado tenebroso es la vigilancia, el acoso a los disidentes, los mítines de repudio. Quién hace qué y cómo. El que entra y el que sale. La actitud de cada vecino ante las guardias, las movilizaciones, la votación y cualquier otro llamado de la patria. Quién tiene amigos extranjeros. Hasta los olores de las cocinas: tufo a libreta de abastecimiento o aroma a bolsa negra. ¿Cuántos viajes, becas de estudios, promociones, ascensos o la simple permanencia en un puesto de trabajo habrán frustrado los “informes del CDR”? La maledicencia y el chisme elevados a políticas de Estado.

 

Y el caso contrario. En mi barrio vivía un joven que desde los 16 años entraba y salía de la cárcel con breves vacaciones interpenitenciarias, lo suficiente para cometer otro robo con fuerza, a mano armada, con intimidación, hurto, receptación… Pero su tío era el presidente del CDR. Cada vez que venía la policía o los servicios sociales para preguntar por él, declaraba solemnemente que su sobrino había sido un muchacho díscolo, mala cabeza, pero se estaba rehabilitando y en ese momento su comportamiento era ejemplar. En 1980, los agentes fueron cuadra por cuadra preguntando por los delincuentes habituales para enrolarlos directamente y sin escala en las embarcaciones que estaban llegando por cientos al puerto del Mariel. Cuando preguntaron directamente por el que llamaremos X, dada su larga hoja de servicios delictivos, de nuevo el tío declaró solemnemente que había sido un muchacho díscolo, mala cabeza, pero se estaba rehabilitando y en ese momento su comportamiento era ejemplar. Cuando X llegó por la tarde y se enteró, le metió a su tío un mitin de repudio que se escuchó en todo el vecindario, y corrió a Mariel a declararse delincuente, antisocial, vago, lumpen, homosexual y lo que hiciera falta para enrolarse como grumete en aquellas travesías.

 

Tampoco los CDR son homogéneos, como corresponde a este clima tropical y aciclonado. A veces el presidente y el de vigilancia aceptan el cargo compulsados por sus vecinos, pero “no están en na” y en las comprobaciones resulta que “toel mundo e gueno”. Otras veces son los delincuentes del barrio los que dirigen el CDR. En cierta cuadra, la compañera de vigilancia era una solterona que merecía un puesto en el combinado lácteo, porque le hizo la vida un yogurt a toda la parroquia. Un día, encontró marido, y se obró el milagro. Canturreaba camino a la bodega, no salía de noche a comprobar si el del cuarto piso había faltado a la guardia y saludaba afectuosa a los traficantes de los bajos. Todos ponían caramelos a Eleguá, el que abre los caminos, para que el vigilante consorte siguiera por muchos años como el logotipo de los CDR: enarbolando el machete y con la guardia en alto. Pero el hombre no le duró ni cuatro temporadas. En su velorio lloraron todos los vecinos. Nadie se postuló para cubrir la vacante.

 

Y ahora me percato de que, efectivamente, hay algo extraño. Ni un solo joven, ni un solo medio tiempo, ni un solo subtembo se ha incorporado a esta movilización dominguera. El menor de los cederistas andará por los 65. El más viejo se apoya en la guataca para no caerse. Es la Revolución de la tercera edad. Me recuerda a esos aniversarios nostálgicos en la Plaza Roja de Moscú donde octogenarios cargados de medallas portan banderas rojas y retratos de Stalin. No hay nadie en los balcones. La gente, pudorosa, se ha acogido a las habitaciones interiores. Tampoco de trata de mirar a los viejitos como si fuera un juego de hockey sobre césped categoría senior. Los jóvenes desmayan, dicen que “ese no es su maletín”. Prefieren la maleta. Ya podarán el césped en su jardín de Hialeah.

 

Al terminar el trabajo voluntario, arman una mesa en medio de la calle, traen algunas botellas de refrescos, dulces y caramelos. Hoy se celebra el día de los niños y los chamas del barrio acuden en tropel. Algunos ya se habían incorporado a las postrimerías del trabajo voluntario para garantizar su participación en la posdata. Organizan una cola que desemboca en la mesa con una rapidez premonitoria de las miles de colas que les depara el futuro. (Claudia, mi hija mayor, llegó a España con 12 años y se intoxicó de Coca-Cola tras beberse durante semanas tres o cuatro litros diarios. A Daniel, que llegó a los 4, tuvimos que racionarle los caramelos, gominolas, snacks, helados, chupa chups. No tenía fin). La UNICEF debería consignar el inalienable derecho de los niños a las chucherías. Mientras el fiñerío espera su turno ante la mesa, camino hasta la gasolinera de la esquina. A mi regreso, coloco sobre la mesa una caja de helados. La viejita que reparte las chuches me mira sorprendida y yo apenas le doy tiempo a dar las gracias. Ocupo de nuevo mi observatorio en el portal, a la espera de que los míos resuciten. Les advertiré que ya terminó la chapea. Pueden despertarse.

 

 

Cerca del mediodía acudimos al Pabellón Cuba, donde debemos encontrarnos con una editora amiga. Es una especie de feria cultural. Pero la cola es imponente y ya hemos perdido el entrenamiento de los niños del barrio. Imposible entrar. Daniel, alérgico a las aglomeraciones, es el primero en desertar de la cola.

 

La Rampa sigue siendo ese río de asfalto que desemboca al mar.

 

 

Aunque casi desierto a esta hora.

 

 

Salvo un par de nativos que se alejan, y un par de especímenes migratorios que miran a la cámara o a los celajes.

 

 

En el costado del Habana Libre hay un enorme cartel convocando a la unión ante la crisis del capitalismo mundial. Una vez concluida la crisis, podremos desunirnos.

 

 

Y el llamado a la unión contrapuntea alegremente con otro cartel situado a escasos metros. Leerlos de conjunto puede prestarse a equívocos.

 

 

Tras un café claro y caro en el Habana Libre, nos acercamos a la cafetería que está frente a Coppelia, junto a la parada de la guagua. La han dividido en dos cafeterías independientes. En la primera, compramos perros calientes de a diez pesos. En la segunda, sólo venden café. Por respeto al personal que se aglomera, no tomo la foto. La cafetería se llama Batalla de las Ideas, lo cual no nos ofrece ni una mínima pista sobre la calidad del café.

 

Cruzamos la calle hasta Coppelia, pero no disponemos de dos horas para esperar disciplinadamente nuestro turno. En los jardines se encuentra el área donde se paga en CUC. Sin cola. Una zona apartada donde en ese momento tiene lugar una reunión del Partido. (¿El PC-CUC?). Pero son sólo tres los comensales de la bandera roja. Queda mucho espacio disponible. Para nuestro asombro, me preguntan cuántos gramos de helado queremos, a razón de 9 céntimos de CUC por gramo. Jamás he sabido cuántos gramos de helado tiene una bola. Pesan la copa en una balanza, añaden el helado y calculan la diferencia. Tres bolas de helado y un agua mineral, 4,40 CUC. La memoria gustativa no reconoce este chocolate desvaído, levísimo, olvidable. ¡Ah, Haguen Dass! Quizás la venta de helado al peso sea la contramedida para neutralizar una rara habilidad de los heladeros cubanos. Con un rápido giro de la muñeca, conseguían que la cuchara obtuviera una bola perfectamente esférica y sin fisuras. A primera vista, era una bola de helado maciza, pero cuando hundías la cuchara, descubrías que era hueca: rizado de aire, globos de vainilla chip.

 

 

En busca de unos tenis baratos para que Nury pueda bañarse en la costa, parqueamos junto al hotel Riviera y entramos a Galerías Paseo, pero nada de nada. Con lo que cuestan los tenis más baratos nos sobraría gasolina para llegar a Varadero.

 

Al regreso, entramos al Riviera y pedimos unos mojitos. Al barman debió acalambrársele la mano, porque uno de los cocteles tiene todo el ron que le falta a los otros. Como si hubiéramos pedido un carta plata doble a la roca y dos limonadas. Trasvasamos líquidos de un vaso a otro hasta obtener mezclas más o menos aceptables.

 

Los servicios de siempre, a la entrada del cabaret Copa Room, están clausurados, y bajo a los sótanos. Al entrar al servicio de caballeros, me golpea como un mazazo un hedor insoportable a fosa. Como si hubiera descendido más de la cuenta, hasta las alcantarillas de la ciudad. En una esquina del baño, salen a borbotones por un registro las aguas albañales. Ya han formado un pequeño lago de aguas negras que debo bordear para entrar en una de las cabinas. A la salida, me dirijo a dos personas armadas con servilletas de papel que, presuntamente, cuidan los baños.

 

—¿Ustedes saben que en el baño de los hombres hay un lago de aguas negras?

 

—Sí. Lo sabemos.

 

La escuetísima respuesta me desarma. No hay ninguna posdata al estilo de “ya viene hacia acá el personal de mantenimiento”, “lo arreglaremos en breve”, “habilitaremos otro baño mientras se repara”. Sólo “lo sabemos”. Conocimiento y paz espiritual, el nirvana, como ante las cucarachas en los estantes de 3ª y 70.

 

 

Regresamos a casa para ducharnos y cambiarnos de ropa. Esta noche tenemos una cena en casa de un escritor amigo, de la (no tan) vieja guardia. Pero antes deberemos dejar a Daniel en casa de mi hermana. Su prima ha acordado con él llevarlo esta noche a conocer la fauna nocturna de la calle G, donde se reúnen, particularmente los fines de semana, los jóvenes de la ciudad que (son) (se creen) (aspiran a ser) (son considerados) diferentes.

 

 

La cena es excelente, pero el mejor plato del menú es la amistad. A nuestro anfitrión lo vemos con bastante frecuencia a su paso por Madrid, no así a la sorpresa que me tiene preparada: ha invitado a otro colega a quien no veía desde hace quince años, cuando coincidimos en un tren italiano rumbo a Milán. El encuentro es formidable. Y la sintonía en que discurre la conversación, como si la hubiéramos interrumpido ayer por la tarde, demuestra que en la mayoría de los casos, el humus del diálogo sólo espera por la semilla.

 

Hablamos de nuestras vidas y proyectos, del país y su incierto destino. Todos coincidimos en que ponerlo al día en el plano económico puede tardar no menos de tres lustros. Y Nury toca el punto más doloroso: reconstruir el país moral puede tardar varias generaciones.

 

Contamos nuestras experiencias durante estos días. El robo modelo yihad en la Asociación Árabe de Cuba. Y todos los que hemos podido abortar. Un gasolinero me insistía en que entrara a pagar mientras llenaba el tanque, pero en otra gasolinera ya había visto el procedimiento de hurtar un par de litros en ausencia del chofer. Las cuentas rápidas y verbales en las pequeñas tiendas, que deberás rectificar también al vuelo. El bar donde, tras una consumición de quince minutos, intentaron añadirnos un Red Bull. A ritmo de raeggetón, los intentos de robo se han sucedido tres o cuatro veces al día.

 

El socialismo, particularmente el cubano, tradicionalmente finge pagar un salario y, a cambio, sus empleados, casi todo el país, finge trabajar. Desde muy temprano, timar al Estado es algo admitido, incluso meritorio. Ya ha recibido nombre. Cuando alguien va en busca de trabajo, no pregunta por el salario (siempre es una cifra simbólica), sino por las “búsquedas”. Si no hay “búsquedas” (gasolina, comida, propinas, productos que anexar o servicios que es posible prestar contra reembolso sin que el patrón se entere), no vale la pena entregar tu tiempo al Estado por el equivalente a 14 sandwiches ó 10 cervezas mensuales. Pero ya no se trata sólo de timar al Estado. Incluso en el sector turístico, donde un buen servicio suele ser recompensado con una propina, el engaño al cliente no escampa. Productos de más en la cuenta, sumas erróneas, siempre por exceso, “errores” al devolver el cambio. Y nunca hay una protesta cuando el cliente rectifica la cantidad. Sólo un neutro “disculpa, fue un error”, repetido maquinalmente decenas de veces al día, cada vez que algún pichón de matemático descubre el engaño.

 

Se cuenta que un nórdico fue engañado en la vuelta y regresó desde la calle para exigir cinco centavos. El dependiente se los entregó sin discusión, y el turista los colocó de nuevo en el mostrador. “Yo te los doy. Tú no me los quitas. ¿Do you understand?”.

 

Otra anécdota es más indignante: un cubano acudió a un establecimiento acompañado de varios extranjeros. Por el trato entre ellos, se supone que eran sus amigos. Tras varias rondas de cervezas, el camarero les entregó la cuenta. Mientras esperaban por el vuelto, el cubano se excusó para ir al baño. Entró a la cocina del establecimiento y se encaró con el camarero: “Sé que nos has metido ocho cervezas de más en la cuenta. Si no repartes la ganancia conmigo, llamo a la policía”. Y la ganancia fue equitativamente repartida.

 

Tras cincuenta años de “moral socialista”, una buena parte de la sociedad cubana, entrenada en la noción de que el trabajo es la peor fuente de ingresos, se aproxima a una moral elástica, utilitaria —ser “pobre, pero honrado” ya no es un mérito—, que relativiza la ideología y pondera el éxito, pero no el conseguido con nuestra laboriosidad o inteligencia. El éxito. Sin apellidos. Empresarios del mercado negro, fauna nocturna al servicio del turista, policías e inspectores que recaudan sobornos, funcionarios que agilizan trámites contra reembolso, comerciantes a costa del patrimonio estatal confiado a su custodia o dejado a su alcance. Gracias a ellos, ya se puede comprar un carné de conducir, un pasaporte, cirugía estética o a corazón abierto, un título universitario o un AK-47.

 

Coexisten la Cuba oficial de los viejos patriarcas y la Cuba desesperanzada que espera, ansía (y teme) el cambio. La Cuba de los jubilados condecorados con pensiones de seis dólares al mes, que para sobrevivir bucean en la basura o trafican con lo que encuentran, y la Cuba de los nuevos empresarios, los teléfonos móviles, los autos occidentales y la corrupción (la burguesía de mañana en su crisálida roja). La Cuba nocturna de jineteras y pingueros, chulos y tahúres, alcahuetas y policías, y la Cuba diurna de hambreados cirujanos, ingenieros y matemáticos, que pedalean sus bicicletas cada mañana hacia el trabajo a cambio de quince dólares mensuales; profesionales de alto nivel que sólo aspiran a cenar esta noche y se conformarían con que sus hijas fuesen camareras, siempre que eludan la tentación de convertirse en putas.

 

 

Es casi la una de la mañana cuando recogemos a Daniel tras su expedición a frikiland. Durante el camino de regreso, nos cuenta sobre la variopinta fauna de G: emos, frikis, satánicos (una especie de góticos tropicalizados); rockeros, trovadores, hombres lobos (para escarnio de las mitologías, algunos son lampiños); vampiros (de las tres subespecies: los biológicos, tradicionales chupasangre; los astrales, chupaenergía, y los sexuales, que se nutren directamente de la gozadera); reguetoneros, punkies de buen talante; mickies (niños bien que, al parecer, descienden de Micky Mouse), y repas (abreviatura de reparteros), una especie que, como los partidos nacionalistas, desciende de la geografía. Y, sobre todo, policías.

 

Daniel habla de todo aquello como un desfile de antimodas; las tribus con sus rituales; la búsqueda de un espacio gregario que no sea el CDR de la cuadra o la Ujotacé; la necesidad de sentirse más distintos que los demás en la sociedad de los iguales por decreto. Pero él tiene la sensación de que no reivindican nada, no quieren cambiar nada, no desean imponer nada. Sólo aspiran a que les concedan el mínimo espacio para respirar sin acoso, a que las autoridades los toleren como a una micosis persistente: pica un poco, pero de eso no va a morir el comunismo tropical. Uno de los jóvenes, entrevistado hace algunos meses, decía que ellos no tienen una agenda política. Vienen a divertirse. “Sublevarse no tiene sentido”, apostilla. Bastante tenemos con luchar cada día la comida, el trasporte, las necesidades elementales. Además, “nadie en su país está del todo contento, ¿no?”. Por menos que esas mínimas aspiraciones, en los años 60 muchos fueron a parar en las Unidades Militares de Ayuda a la Producción, las tristemente célebres UMAP.

 

Aun así, los muchachos de la calle G están bajo constante vigilancia. Los policías piden carné continuamente y, de vez en vez, ponen multas por pisar el sitio donde debía estar el césped.

 

Los ejemplares más raros son los pastores protestantes que acuden a hacer proselitismo. Pero la Biblia no tiene banda sonora. Y los policías de paisano. Es ridículo su intento de pasar por jóvenes alternativos. El disfraz les queda como un disfraz, parecen siempre a punto de cuadrarse en atención al paso de un superior, tuercen la mirada como matones de barrio y tuercen los oídos ante el rock que sale de las bocinas. Los de uniforme pasan más inadvertidos.

 

Dice Daniel que Patricia le preguntó en G: ¿Qué tal si te enamoraras de una emo lánguida y depresiva? Y él no pudo contener la carcajada cuando se pensó a sí mismo con la barba cuajada de lacitos rosados.

 

 

Al llegar a casa no consigo dormirme. Regresa una y otra vez a mi memoria la frase de un turista español. Tras beberse un par de copas, pagó lo consumido. Al traerle el vuelto, el camarero le había hurtado un dólar. Lo llamó y reclamó que se lo devolviera. Con el habitual “disculpe, fue un error”, y sin inmutarse, el camarero devolvió el dólar. Pero el turista no había terminado. “No. No fue un error”, le dijo. “Lo que ocurre es que ustedes quieren robarle al turista lo que no tienen huevos de exigirle al gobierno”.



Diario habanero. Sábado 18 de julio, 2009

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Muy de mañana, Bolívar, Daniel y yo salimos hacia la sala Kid Chocolate, a veinte metros del cine Payret, frente al Capitolio. Hoy ofrecen un cartel de boxeo en categoría menores de 16 años.

Tras pagar el peso de la entrada (un CUC si eres extranjero) accedemos al polideportivo. Es una buena instalación pero la ausencia de aire acondicionado nos hace sudar casi tanto como los púgiles.

Ya han celebrado cinco peleas cuando entramos, pero serán un total de 26 con los mejores encuentros a última hora de la mañana, la discusión de las medallas

Casi sin excepción, los jóvenes luchan como si estuvieran discutiendo el cetro mundial. En algunas peleas la tensión sólo decae un poco en el tercer round, cuando los gritos del público no consiguen aliviar el cansancio. Un público entregado y bronco donde seguramente están los familiares de los muchachos.

A pesar de que en Cuba el boxeo es uno de los deportes con más tradición, se aplaude más la valentía que la eficacia, al fajador incansable que al técnico.

Un boxeador alto y delgado de una de las provincias orientales retrocede por todo el cuadrilátero acosado a jabs por un contendiente más pequeño pero macizo, que como un bulldog busca constantemente el cuerpo a cuerpo. El alto sabe que su éxito depende de mantenerlo alejado y no permitirle imponer la pelea en la corta distancia ni dejarse acorralar en las esquinas, pero sus golpes no tienen la contundencia necesaria para disuadirlo. El público le grita “grande, pendejo”.

El ambiente está caldeado. Y no es una metáfora. Cuando me quito la gorra, parece que la acabo de sacar del agua. Daniel, que era el más interesado porque durante un año practicó boxeo, también se está derritiendo a sudores. De las 26 peleas, conseguimos ver 8. Suficiente.

Mi suegro prefiere regresar a casa y captura un botero en Prado y Neptuno. Esperemos que no sea La Engañadora.

A la altura del Payret, una negra alta y delgada, demasiado amueblada para la hora, se acerca y con una dicción de academia de idiomas me pregunta:

--Where are you from?

--¿Yo? De La Habana Vieja, mi amor.

Se vuelve hacia otra muchacha que la acompaña y que se ha hecho pudorosamente a un lado:

--Éste es más cubano que tú, Candita.

Y ambas se alejan con un contoneo de desdén en busca de alguien que haya estudiado para extranjero desde su más tierna infancia.

Subimos por el boulevard de San Rafael atestado de gente que camina, compra, come, mira, espera. Vamos a la antigua librería Vietnam Heroico, al lado del parque Fe del Valle, donde quedaba El Encanto. Como ya Vietnam hace muñequitos plásticos para todos los McDonald’s del planeta, ahora se llama Centro Cultural Habana. Por 11 CUC arramblamos con una montaña de libros. La rama dorada, de Fraser, que le compro a mi sobrina, cuesta 20 pesos cubanos, 4 menos que un refresco de cola. Encuentro la novela Ella estaba donde no se sabía, de mi amigo Froilán Escobar, nueva edición-flor de La vieja que vuela, porque se deshoja como una margarita apenas tocarla. Los Papeles, del Obispo de Espada y tres de los 4 volúmenes del Centón epistolario, de Domingo del Monte. Capturo también el Epistolario, de José María Heredia; los dos tomos de la Obra poética, de Fina García Marruz; El ingenio del mambí, interesante estudio de la vida cotidiana de los mambises realizado por Israel Sarmiento Ramírez; la edición crítica de los Diarios de campaña de Martí, a cargo de Mayra Beatriz, y otros tantos.

No hay, desde luego, la variedad que sobresatura cualquier librería medianamente surtida de una ciudad medianamente importante.

Salvo excepciones, los libros ya no valen, como antes de nuestra era, tres, cuatro, cinco pesos, y son tan caros para un salario en pesos como lo son en España para un salario en euros, pero, al cambio, su precio es una ganga. O una supertanga. Hay libros excepcionalmente baratos. Las memorias de la guerra de independencia del coronel Manuel Piedra Martel, del teniente coronel Ramón Roa y del general de brigada Enrique Loynaz del Castillo, me cuestan dos pesos cubanos cada una. Las memorias de tres mambises por la cuarta parte del precio de una cerveza Bucanero. Es el triunfo póstumo del corso y la piratería.

Durante todos estos años, algo no ha cambiado. Las ediciones son tan feas como de costumbre y el papel envejece prematuramente. No obstante, la labor editorial es, con frecuencia, excelente. En el mundo del libro español, las portadas son brillantes (hablo de luminosidad), no es raro que estén bien diseñadas, el papel suele ser de buena calidad, pero hay mucha tripa que parece haber viajado, sin intermediarios, del CD que entregó el escritor a la imprenta. Es como si el autor intimara con sus lectores al entregar su manuscrito final para recabar nuestra opinión.

Durante el almuerzo, mi sobrina me cuenta la función del Royal Ballet of London que anoche disfrutó sentada en las escalinatas del Capitolio. Por la pantalla gigante desfilaron Viengsay Valdés, Tamara Rojo, Carlos Acosta, Joel Carreño y Federico Bonelli. Cientos de espectadores asistieron al espectáculo y, en un intermedio, los bailarines salieron del teatro y se acercaron al Capitolio para saludar al público. En particular, Carlos Acosta, quien dijo que esta noche es una experiencia digna de contarse a nuestros hijos y nuestros nietos. Y lo que hemos bailado hoy es para ustedes que son mi verdadero público. Un discurso de candidato a alcalde en campaña electoral que no se explica si desconocemos los antecedentes.

Acosta, primer bailarín del Ballet Nacional y uno de los mejores que ha dado la Isla, pasó años sin que la Prima Ballerina Assoluta lo llevara a ninguna gira internacional (algunos cuentan que por demasiado negro). Hasta que se marchó y encontró su lugar como primer bailarín en el Royal Ballet. De modo que cuando su compañía propuso ofrecer una función en La Habana –hijo pródigo, indiano en dirección contraria que regresa envuelto en la capa mágica del éxito--, la secretaria general del Ballet Nacional dijo que nunca, jamás, never, niet, que por encima de su cadáver. No. No se apresuren. Sigue viva. Los productores del Royal Ballet dieron un astuto giro a su propuesta y la plantearon como un homenaje de la compañía a Alicia Alonso. La palabra “homenaje” fue como el Ábrete Sésamo, el Abracadabra pata de cabra. El ego desparramado fluyó por las escalinatas del García Lorca. Los turistas chapotearon en ego líquido pensando que se había volcado un bidón de aceite de ricino. Y el sí de la homenajeada se escuchó en los suburbios de Londres.

Mañana nos enteraremos por un amigo que asistió anoche al teatro García Lorca que el aire acondicionado fue conectado a las cinco de la tarde, no desde el mediodía como aconsejaba un local tan grande. Al empezar la función, el lugar estaba tan caldeado que los bailarines transpiraban a chorros y hubo resbalones en los charcos de sudor. El calor y los deslizamientos no impidieron que la función fuera memorable.

Gracias a mi hermana, me marcho con un buen mazo de antiguas fotos familiares que escanearé en Madrid: mi abuela a los 20 años en Avilés, un tío abuelo pintor presentando una exposición en Asturias, la última foto de mi padrino en Nueva York. Mi abuela y sus seis hijos. Seis hermanos que a inicios de los 60 se repartieron equitativamente: la mitad se quedó en Cuba, y la otra mitad, expropiadas una finca y una granja avícola, cambió la tierra por una fábrica de Nueva Jersey donde tuvieron que reinventarse la vida entre el inglés y el hielo. Las fotos son el registro de éxitos y naufragios, olvidos y recuerdos, en rectángulos de cartulina. Memoria en blanco y negro de quienes nunca regresaron a Avilés tras emigrar a Cuba, y de quienes nunca regresaron a Cuba, nunca desandaron su camino en la era de los vuelos charter.

Por la tarde, Daniel y yo visitamos a un escritor amigo que nos espera con jugo de mango y buena conversación. Ambos suculentos.

En la noche tenemos una cena familiar ineludible. Es como reproducir en miniatura “la Nación y la Emigración”, esos simulacros de conciliación nacional que convoca de vez en cuando el gobierno de la Isla. Un alto funcionario y un exmilitar, exiliados en Miami y en España, aspirantes al exilio y al insilio, ateos y creyentes de diversos credos. Los oportunos silencios y los chistes para todas las edades nos concilian. El tamal en cazuela, también. Un grupo humorístico alertó recientemente de que los peces del Caribe invadirían la Isla. Nadie los pesca y siguen reproduciéndose a buen ritmo. Podrían entorpecer la navegación de altura. Pero, me aclaran, este pargo no fue capturado tierra adentro. Y deben tener razón, porque de tan fresco parece a punto de guiñarnos un ojo en la parrilla.