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El mundanal ruido

Viva el aburrimiento

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Yo viví durante cuarenta años en un país que era noticia, cuando menos una vez al mes. Mirabas el diario en el estanquillo con recelo y lo tomabas con precaución, porque las noticias solían saltarte al cuello. Ahora vivo en otro país donde cada escándalo parece mero prólogo del siguiente, donde el problema de los redactores jefes no es qué pongo en portada sino cuál pongo en portada.

 

Cuando estudié Comunismo Científico (así se llamaba la asignatura), nos pintaron el comunismo como el mundo desprovisto (o casi) de contradicciones, plácido remanso de la paz, la concordia y el amor universales. A punto estuvimos de creérnoslo, pero respiramos aliviados al saber que se trataba de una sociedad allá muy lejos y que jamás alcanzaríamos en nuestra efímera vida. Porque nuestra primera noción fue la de una sociedad bien aburrida.

 

Han pasado los años de la universidad. Habito, en rápida sucesión, dos países donde el sobresalto es la materia prima básica de la realidad, y los comparo con esos otros países que jamás son noticia, ni hay escándalos, ni defenestraciones, ni robos a portafolio armado. Y pienso si no se aburrirán esos ciudadanos del Capitalismo Científico. Y quizás se aburran, si no pueden hallar en el entorno las emociones que a su vida familiar estancada y a su trabajo repetitivo y automático le faltan. Pero si, por una de esas casualidades, se interesaran por crear una familia y no, simplemente, por descansar distraídamente sobre ella; si su trabajo fuera creativo e interesante, la escasez de ruidos exteriores no haría sino aguzar el oído hacia los sonidos interiores. Casi siempre se cumple que "a río revuelto, ganancia de pescadores", porque los pescadores no pretenden saber qué ocurre en el río, sólo llevarse a casa su botín. En cambio, quienes investiguen los secretos del río, su dialéctica, que seguramente la tendrá aunque no sea un río hegueliano, preferirán la corriente suave y los remansos donde es más fácil otear el fondo.

 

De modo que, al cabo de los años, he llegado a pensar que tan aburrida no sería aquella hipotética sociedad que nos contaban, porque un viaje en tren puede ser una mágica sucesión de paisajes o un inacabable traqueteo, según quien sea el viajero. Y ante la página en blanco me sentí tentado a escribir tan sólo: Viva el aburrimiento. Pero había que dar ciertas explicaciones. Cuando menos, para que no malinterpreten.

 

“Viva el aburrimiento”; en: Diario de Jaén, Jaén, España, mayo, 1996, p. 28.



Oh milagro

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Es asombroso que aún pululen por las calles ancianos encorvados, calvos, gordos, que las arrugas permanezcan impávidas en muchos rostros. Cualquier televidente crédulo no daría crédito a sus ojos. Porque ya hay en circulación cientos de fármacos milagrosos que en tres semanas y sin esfuerzo convierten la silueta de Montserrat Caballé en la de Noemí Campbell, el torso de Pavarotti en el de Joaquín Cortés. Crecepelos que conceden melenas Heavy Metal aún a los calvos del tipo bola de billar. Antiarrugas que harían de mi abuela una Miss Cualquier Sitio. La Corte de los Milagros, pero con marketing, tecnología y muy buena voluntad (de los usuarios).

 

El viejo Tolstoi dijo cierta vez que "la felicidad consiste en querer lo que uno tiene, no en tener lo que uno quiere". Cierto que resulta una afirmación sospechosa en boca de un terrateniente ruso, propietario de una extensión que equivalía a la de un país europeo, y no de los más chicos, y era dueño, señor y dios de las vidas de sus mujiks. Tampoco la comparto totalmente, porque creo que es propensión natural de los humanos plantearnos metas y esforzarnos por conseguirlas. Gracias a ello no permanecemos aún en las cavernas, comentando la última cacería de mamuts. Pero sí hay algo cierto en la afirmación: la felicidad está compuesta por una dosis de inconformidad (que te impulsa) y otra de autosatisfacción (que te reafirma). La felicidad, como cualquier otra armonía, depende del equilibrio. Explotar al máximo las propias posibilidades en la persecución de un objetivo posible, y asumir las propias limitaciones para no acercarse demasiado al Sol con un par de alas pegadas con cera.

 

No obstante, hay quienes continúan inmolando las felicidades posibles a las probables. No hay mejor ingrediente para la infelicidad que ese divorcio entre las aptitudes y las actitudes. El miope extraordinariamente dotado para las matemáticas que quiere ser piloto de pruebas. La muchacha con un instinto natural para el diseño que aspira a un lugar en las pasarelas aunque apenas mida un metro con 50. Creo que no es conformismo, sino sabiduría, sacar a tiempo el carné para conducirnos por la vida: sus pasos prohibidos, sus autovías rápidas, sus pasos preferenciales. Más vale evitar accidentes.

 

Y, sobre todo, asumir que hay muchos órdenes de la felicidad: la de los famosos con vocación que disfrutan el acoso de los reposteros del corazón (no es un error tipográfico: reposteros son los que preparan esas tartas periodísticas almibaradas y kitsch). La felicidad de quienes crean algo con sus manos y/o su talento (desde carpinteros hasta novelistas o filósofos). O la felicidad cotidiana de quienes disfrutan el crecer de sus hijos y las muchas y pequeñas bondades de estar vivo. Ninguna es deleznable.

 

Pero hay quienes nunca consiguen llevarse bien consigo mismo, y a ellos van dirigidos los milagros de esa expedita farmacopea: al desgarbado que nunca tuvo voluntad (y quizás ni falta que le hacía) para perseverar cuatro horas al día en el gimnasio atiborrado de anabolizantes, pero ha soñado siempre con la musculatura de Stallone; a la gorda que aspira a Jane Fonda sin renunciar a la bollería selecta; al señor de libido baja que pretende convertirse en semental a los 50. Sin darse cuenta que asumirse con las buenas y las malas es la primera de las tolerancias, el escalón inicial hacia la felicidad. Y que, sean cuales sean sus rótulos o propósitos, todos estos placebos constan de dos ingredientes comunes: la inconformidad absurda y la credulidad en milagros que no conlleven una buena dosis de sacrificio. Y para suerte de esos milagreros sin escrúpulos, los ingredientes esenciales no tienen que importarlos del exótico Oriente ni provienen de la biotecnología norteamericana: nosotros se los proporcionamos. Gratis.

 

“Oh, milagro”; en: Diario de Jaén, Jaén, España, 26 de marzo, 1996, p. 21.



La peor dictadura

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Si descontamos la democracia esclavista en la Grecia clásica, donde sólo una parte de la ciudadanía integraba el demos y tenía derecho a la cracia, la tradición democrática de Occidente es relativamente reciente, y su consolidación, aún más. El Estado del bienestar produce un efecto tranquilizante: ya los obreros de Manchester no son los del viejo Engels (que muy bien los debía conocer, porque era dueño de factorías), ni los franceses se parecen a los pavorosos personajes de Emile Zolá. Una revolución en Noruega es tan impensable como natural en Chiapas. Incluso los partidos de izquierda (perdón, de izquierda izquierda) apoyan el statu quo, las elecciones libres y el Estado de derecho, con la esperanza de que algún día se convierta en el Estado de izquierda. Así las cosas, y como el modelo parece funcionar, con sus escándalos, pero sin sobresaltos latinoamericanos, Occidente ha decidido que se trata de un modelo de uso universal, como los vaqueros. Aplausos para las nuevas democracias del Este. Hurra por los latinoamericanos, que se han quitado por fin los uniformes (hasta Fidel Castro, aunque sólo sea para asistir a los encuentros internacionales, que en casa resulta bastante incómodo andar disfrazado). El modelo se vende, hay mercado, y las trasnacionales no pueden instalar en el sur sus fábricas de baja tecnología o sus almacenes de turistas, sin un mínimo de tranquilidad que garantice la inversión. Y si alguien se empeña en seguir usando un modelito autocrático pasado de moda, se le mantiene el bloqueo. Y si otro ataca al vecino y se niega a deponer las armas, bloqueo también. Sobre todo si se trata de gobiernos izquierdosos o algo semejante y no muy amigos del Occidente Cristiano. El único defecto de esos bloqueos es que los sufren los pueblos, no los gobiernos. Un modo muy contundente de decir: "Revoquen a sus gobernantes en las próximas elecciones... perdón, si ustedes no tienen elecciones. Bueno, revóquenlos de cualquier modo o se morirán de hambre". Y como autodeponerse sigue siendo un acto tan raro como la automutilación, ahí sigue el demos cargando con su bloqueo, lo que no le hace ninguna cracia.

 

Lo curioso es que si la autocracia es marcadamente reaccionaria, incluso antediluviana, pero amiga y petrolífera, no hay bloqueo, porque en esos casos la dictadura es parte del acervo cultural, y se impone el respeto a las tradiciones ajenas y la biodiversidad. Si la autocracia se combina con el libre mercado, sobre todo si es el mayor del planeta, habrá su escándalo de Tianamen, pero un bloqueo sería financieramente inmoral. Y las virtudes de la moral financiera son irrefutables.

 

Pero hay una dictadura mucho más difícil de cancelar, porque no basta cambiar uniformes por chaquetas de ejecutivos o gastar un poco de papel (mojado a veces) en boletas electorales cada cuatro años. La dictadura del hambre, bajo la cual yacen las dos terceras partes de los terrícolas, para quienes la abundancia no se postula nunca. Si el Estado de derecho no establece en primer lugar el derecho a la vida, al pan, a la salud primaria será siempre precario.

 

Cayó la cortina de hierro. Aplausos prolongados. Pero la cortina de harapos sigue en pie y es más extensa y cruel que la otra. Al respecto, la moral informativa suele ser, cuando menos, curiosa: si en Rwanda se matan a machetazos, es noticia; si mueren silenciosamente de hambre, no.

 

Quedan lejos los tiempos en que el indio de Potosí inmolaba los pulmones sin saber que aquella plata alimentaba el crecimiento económico del Norte, y a la larga su primera democracia: la del pan. La democracia del pan es, pues, la primera justicia. La única que garantizará las otras, en un planeta que se ha vuelto demasiado pequeño: en las noches claras, desde Africa se divisan las luces de Europa. Al Sur le basta empinarse sobre las alambradas para saber lo que ocurre en el Norte. El Norte también mira hacia el Sur. Y teme. Pero sólo mira.

 

“La peor dictadura; en: Diario de Jaén, Jaén, España, 15 de diciembre, 1995, p. 26.