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Pócker al descubierto

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De joven, Platón defendió la mentira de Estado como instrumento para gobernar a los ciudadanos-niños, que deberían ser mantenidos en la ignorancia, aunque años más tarde, en Las Leyes, rectificó su aserto inicial y adujo que justificar la mentira era una perversión del poder. San Agustín distinguía ocho tipos de mentiras, algunas de las cuales eran perfectamente aceptables, y Tomás de Aquino, tres: la útil, la humorística y la maliciosa. Sólo la última era pecado mortal. Maquiavelo aseguraba que “un príncipe prudente no puede ni debe mantener fidelidad en las promesas, cuando tal fidelidad redunda en perjuicio propio”. Y Federico II de Prusia propuso en 1778 un concurso filosófico bajo el epígrafe “¿Es conveniente engañar al pueblo, sea induciéndole a nuevos errores, o manteniéndole en los que ya se encuentra?”.

Toda forma de poder ha apelado a la mentira como instrumento de dominación y, en particular, la diplomacia ha sido siempre el arte del bien mentir.

Hace varias semanas, en una operación global, WikiLeaks filtró a cinco medios de prensa de alcance mundial 251.287 cables emitidos por las embajadas norteamericanas en todo el mundo, el mayor conjunto de documentos confidenciales dados a conocer jamás. Estos documentos ocupan desde ayer las portadas de El País, en España, The New York Times, en EE. UU., The Guardian, en Reinio Unido, Le Monde, en Francia, y Der Spiegel, en Alemania. Y continuarán apareciendo durante los próximos días.

Si las filtraciones anteriores de WikiLeaks se referían a las guerras de Afganistán e Irak –la página se ofrece para recibir filtraciones que desvelen comportamientos no éticos por parte de gobiernos y empresas de todo el mundo, y concretamente de los países con regímenes totalitarios--, en esta ocasión no queda títere con cabeza, razón por la que todos los gobiernos coinciden en lamentar que, por una vez, la verdad ocupe el sitio del eufemismo.

Espionaje al secretario general de la ONU; presiones sobre jueces y fiscales españoles para que obstaculicen causas abiertas que afectan a intereses norteamericanos; las componendas chinas en el caso de Corea; solicitud de información biográfica, biométrica y financiera sobre líderes palestinos; datos físicos de los aspirantes a la presidencia de Paraguay en 2008; detalles sobre instalaciones militares y compraventa de armas en la región de los Grandes Lagos; oferta de 85.000 dólares por cada recluso de Guantánamo acogido en España. Darfur, Sudán, Afganistán, Pakistán, Somalia, Myanmar, Irán, Corea del Norte, Irak, el proceso de paz en Oriente Próximo, los derechos humanos, los crímenes de guerra, la ayuda humanitaria, el terrorismo.

Ningún tema y ninguna figura se salva en las filtraciones. La verdadera opinión de los diplomáticos sobre Putin, el macho alfa de la política rusa, y Demetri Medvedev, su escudero, y la estrecha relación entre Putin y Berlusconi, que incluye “el intercambio de espléndidos regalos y la firma de lucrativos contratos energéticos”, según afirma el NY Times, de modo que Berlusconi "parece cada vez más el portavoz de Putin" en Europa. Sobre la poco creativa Angela Merkel con su carácter de "teflón". Sankozy, un aliado en quien no se puede confiar. Muamar al Gadafi, un hipocondríaco inflamado de botox. Zapatero, político cortoplacista adscrito a una izquierda “trasnochada y romántica”. Hamid Karzai, un "completo paranoico", y su entorno corrupto. O Mahmud Ahmadineyad, el Adolf Hitler persa.

En agosto pasado, una vez revelados los 90.000 informes militares estadounidenses clasificados sobre Afganistán, el ex presidente cubano Fidel Castro, en entrevista a TeleSur, afirmó que habría que "hacer una estatua" a WikiLeaks. Por una vez, coincidimos. Claro que en caso de que la página de Julian Assange revelara los documentos secretos del gobierno cubano, yo conservaría el monumento y Castro se apresuraría a derribarlo.

John Arbuthnot, médico de la Reina Ana y autor satírico escocés, en El arte de la mentira política (Ediciones Sequitur, Madrid, 2006), firmado originalmente por  su amigo Jonathan Swift aunque  no fuera de su autoría, afirma que “En cuanto a las mentiras que anuncian prodigios, se limita el Autor a sugerir a quienes quieran inventarlas que sus Cometas, Ballenas o Dragones mantengan siempre un tamaño razonable; y que respecto a los temporales, tormentas, tempestades y terremotos deberá siempre decirse que ocurrieron a alguna comarca alejada del lugar en que se está al menos la distancia que un hombre puede recorrer a caballo en un día”. Y Castro lleva cincuenta años afirmando que las tormentas, tempestades y terremotos siempre ocurren en tierras tan lejanas como las que WikyLeaks explora.

¿Por qué hacerle una estatua a WikiLeks? Obviamente, las opiniones de un diplomático sobre Putin o Berlusconi son mera anécdota, aunque reconfiguren las reglas de la diplomacia al uso. El asunto va más allá.

Para bien o para mal, los seres humanos no estamos dotados para la telepatía, en cuyo caso la sociedad tendría que haberse construido sobre la verdad y no sobre las distintas formas de simulación que hoy la sustentan. Si en las relaciones interpersonales la mentira puede ser piadosa, en las relaciones de poder es siempre perversa. El profesor norteamericano Michael P. Lynch (“Democracy as a Space of Reasons”, en: J. Elkins y A. Norris, editores; Truth in Politics, University of Pennsylvania Press) afirma que “creemos que el mentiroso está contando sinceramente su verdad y, al creerle, cedemos parte de nuestra libertad en función de la mentira. Pasamos a estar sometidos a la voluntad del otro”. Y eso, en el ejercicio de la cosa pública es más grave. El ciudadano sometido a la mentira quedará menguado en su capacidad de decisión. “Sin esa sinceridad pública, el ciudadano de a pie“, escribe Lynch, “no puede, por ejemplo, tomar una decisión acertada sobre el candidato que mejor representa sus intereses. Y en la medida en que no pueden tomarse esas decisiones, el proceso democrático resultará ilusorio y el poder del pueblo quedará reducido a un mero eslogan“. Eso es “la democracia herida”.

Internet ha abierto la puerta a una democracia más plena. No sólo es más difícil ocultar una verdad comprometedora, sino que cada ciudadano puede expresar, con mayor o menor solvencia, su propia verdad. El comercio de ideas ha abandonado las capillas y círculos cerrados, los medios tradicionales más o menos independientes, más o menos manipulados por grupos de influencia. No es de extrañar, entonces, que los totalitarismos se hayan apresurado a limitar, mutilar o simplemente suprimir el acceso a Internet, y que las democracias gasten sumas ingentes en hurtar de la mirada pública aquellas informaciones que otorgarían al ciudadano un poder de decisión más condicionado por la verdad que por la publicidad política.

WikiLeks está abriendo esa nueva ventana, todavía secreta, en el campo abierto de Internet. Por esa razón, en una entrevista concedida por Julian Assange a El País el 24 de octubre pasado, éste, al preguntarle “¿Cree que la revolución digital e iniciativas como WikiLeaks traerán periodismo independiente?”, responde: “Podemos ir en las dos direcciones. Puede que lleguemos a un sistema en que haya una mayor fiscalización y acuerdos internacionales para suprimir la libertad de prensa o puede que vayamos a un nuevo estándar en que la gente espere y demande material que exponga más a los poderes; y un entorno comercial en que este tipo de exposición sea rentable; y un entorno legal en que esto esté protegido”.

Y esa es la razón principal del monumento. WikiLeks coloca a la sociedad ante un jardín de senderos que se bifurcan, como diría Borges: o cambian las reglas del juego y se confirma la verdad como uno de los derechos fundamentales de los seres humanos, equiparable a la libertad, con lo cual los poderes políticos, económicos y mediáticos tendrán que jugar pócker al descubierto y se equipararían los derechos del elector y el elegido, del empresario y el cliente, del consumidor de información y de quien la emite, o la libertad de expresión y prensa, puestas al servicio del poder, se verán seriamente dañadas.

Como explica el intelectual italiano Paolo Flores D’Arcais (El soberano y el disidente, Montesinos Editor, Madrid, 2006), “la aniquilación de la verdad y la aniquilación de la democracia caminan al mismo ritmo, constituyen dos indicadores recíprocos y convergentes: las libertades públicas y las mentiras políticas circulan de forma inversamente proporcional”. La nueva democracia está obligada a minimizar o a suprimir la mentira política.

La Revolución Industrial cambió para siempre los modos de producción. La Revolución Científico-Técnica ha abierto a la humanidad horizontes impensados hasta entonces, incluso la conciencia de su propio destino como especie y su responsabilidad con el planeta que habitamos. La Revolución de la Información ha conseguido el diálogo planetario y ha suprimido las distancias. La Revolución de la Verdad será una revolución moral, el acceso a la utopía que los hombres vienen soñando con escaso éxito desde el inicio de los tiempos.