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El restaurador de almas

El restaurador de almas (novela). Ed. Algar, Valencia, España, 2002. 308 pp.

Basada en hechos reales, El restaurador de almas (premio de Narrativa Vicente Blasco Ibáñez, Ciutat de Valencia, 2001) cuenta la guerra que a finales del siglo XVII sostuvieron durante veinte años, en Remedios, al norte de Cuba, el padre José González de la Cruz y su pueblo. Mientras el vicario, en nombre de la fe, intentaba trasladar la villa lejos de la costa, del acecho pirata y del comercio (provechoso) con los herejes; los remedianos intentaban salvar sus negocios y su prosperidad, aún a costa de su perdición ideológica. En un siglo signado por la moral laxista, el brazo ardiente de la inquisición, el despotismo, la corrupción, el fanatismo y el jesuseo sin Jesús, los ataques piratas y el comercio ilegal con los corsarios, a espaldas del monopolio español, la voluntad colectiva está encarnada, humanizada, en las tragedias personales de los personajes: hogares fragmentados, familias alienadas por el éxodo, pérdida de haciendas y labranzas, desamparo y fanatismo y odio y amor y voluntad de seguir siendo ellos mismos.

El humor y el amor, la picaresca del pueblo llano, el erotismo y la nostalgia, el odio, la esperanza, el exilio y la fauna que puebla la imaginería popular, la historia como ejercicio cotidiano, las leyes inmediatas de la supervivencia, capaces de derogar legislaciones, normativas y cinturones de castidad ideológicos, son ingredientes esenciales de esta historia, donde la violencia devastadora de los ataques piratas colinda con las grandezas del amor y la amistad, donde el perverso fanatismo de un cura que ama a su feligresía sólo si la doblega, choca contra la altivez de hombres que han conquistado un mundo con voluntad, sudor y valentía para defenderlo.

Esa guerra lleva a José González de la Cruz, en última instancia, a incendiar la villa el 12 de enero de 1691. Mientras la ciudad es pasto de las llamas, el cura, de rodillas en la iglesia, intenta justificarse ante Dios, al pie del crucificado que preside el altar. Pero no contaba con que, harto de escuchar en silencio, Cristo se convertiría en un interlocutor irónico, heterodoxo y omnisciente, que lo asaetea con un humor vitriólico, digno de ganarle un sitio en el tostadero.

En palabras de Alejandro González Acosta, este libro es “una suerte de juego especular entre el pasado y el presente insulares, en una novela no sólo muy disfrutable sino sumamente necesaria para entender los tiempos que vivimos y los que sin dudas viviremos”.


SOBRE EL RESTAURADOR DE ALMAS:

Pertrechado de una amplia documentación complementaria, Luis Manuel García se instala en los acontecimientos históricos para construir un relato coral, desbordante de imaginación, rico en matices, profuso en las indagaciones de sus múltiples personajes.

Los dispositivos que realmente distinguen esta novela no lo constituyen únicamente su capacidad para recrearnos la verdad histórica ni el grado de verosimilitud de su trama, sino la gozosa aventura de un lenguaje que tiene como propósito revelarnos el universo plural, polifónico, de una comunidad doblemente amenazada, por una parte la embiste la cólera de las llamas incendiarias y, por otra, un perverso discurso ideológico que quiere ocultar el despotismo y la corrupción. A estas alturas el sesgo alegórico de la obra se hace evidente; o sea, que el lector termina por descubrir en la literalidad del relato una serie continuada de metáforas que aluden a la más inmediata realidad de la Isla.

Pío E. Serrano (“El restaurador de almas”)

El asunto de esta novela (…) como buena parte de la producción narrativa histórica más reciente cubana, lanza afortunados guiños de complicidad al lector contemporáneo, dentro de uno de los caudales más fértiles y concurridos de la literatura cubana actual, el discurso críptico polisémico contemporizador.

(…) La novela se desarrolla en Cuba durante uno de esos períodos oscuros: el reinado de Carlos II de Austria (…) Una España endiablada, supersticiosa, atada a los más férreos dogmas tridentinos (…) se refleja puntualmente en (…) una figura de poder hegemónico como el sacerdote José González de la Cruz y Crespo, [quien] somete a los pobladores de la villa a un sistema de control, denuncias, traiciones y purgas que recuerdan mucho el panorama actual de la Isla. (…) Como Moisés, conductor de su pueblo e impositor de todo un decálogo conductual, el “iluminado” nunca llega a su Tierra Prometida.

La nómina de personajes narrativos en este novela nos depara más de una sorpresa (…) un mosaico del Remedios del siglo XVII, pero constantemente contrapunteado con la Cuba del siglo XXI.

A la tradición autoritaria en Cuba pertenece este episodio remediano que alcanza ribetes de Fuenteovejuna insular (…) “Sin gente” –dice don Bartolomé en la novela– “el patriotismo es geografía” (p. 19). Ese divorcio del conductor y su pueblo, que lo hace estallar en ira santa, cimienta diversas afirmaciones de una voluntad suicida, apocalíptica y saguntina como “Sea primero el holocausto que claudicar a los designios del Malo”, la cual encuentra su más perfecta correspondencia con el “Socialismo o Muerte”.

(…) José González de la Cruz y Crespo, admirablemente pintado por Luis Manuel García en una suerte de juego especular entre el pasado y el presente insulares, se encaja en una novela no sólo muy disfrutable sino sumamente necesaria para entender los tiempos que vivimos y los que sin duda viviremos en fecha próxima.

Alejandro González Acosta (“El síndrome de Moisés”; en: Encuentro de la Cultura Cubana; Buena Letra, n.° 30-31, otoño/ invierno, 2003-2004, pp. 286-289).

García Méndez se apropia de la historia, de los personajes reales (…) los mezcla con otros de ficción, como “el loco del ruedocípedo”, o mitológicos, como “El Güije de La Bajada”, los arropa a todos en una prosa impecable, llena de sutilezas, de matices, de guiños cómplices al lector contemporáneo –más si es cubano—y el caldo lo adereza con un impresionante trabajo investigativo, su toque de erotismo y abundante humor.

Aunque a veces el uso de los numerosos personajes, de los avances y retrocesos en el tiempo, de los recovecos que toman las diferentes historias colaterales –una de las mejores y más hermosamente narradas se desplaza hasta Ámsterdam— que incluyen aventuras con piratas, motiva que la historia principal se diluya algo, perdiendo por momentos en intensidad; la novela como tal mantiene su sólida estructura, cerrándose para no dejar cabo suelto. El interés se mantiene, y se disfruta la trama y el oficio del autor.

José Abreu Felipe (“El restaurador de almas, una metáfora del presente”; en: El Nuevo Herald, abril 30, 2004)

DE EL RESTAURADOR DE ALMAS:

La Tierra Prometida

(fragmento)

Una brisa de tierra húmeda viene a ramalazos desde el este, donde nubarrones oscuros son sajados por el filo del horizonte. Nubarrones de lluvia, nubarrones de esperanza y miedo que asedian siempre a esta Villa; vecina por igual de la brisa húmeda procedente de la costa; de los barcos sin luces ni bandera que atracan sigilosos para intercambiar aperos ingleses y lienzos flamencos, por salazones y tabaco de la tierra, comercio tan prohibido como fructífero, y de los otros barcos: los de bandera negra y negras intenciones que zarpan desde la vecina Isla de la Tortugas. A ellos se ha referido hoy el Padre en su sermón, y todos los vecinos se estremecieron ante el nombre de Juan David Nau, que hace apenas cuatro años dejó su huella de sangre frente a las costas de la Villa. Pero quien más lo recuerda es el Capitán Salvador Hernández de Medina, nacido en Bayamo, tierra del bravo Golomón y los mentados sucesos del Obispo Altamirano secuestrado por el pirata Girón. Casado en Remedios con María Vidal, defendió la Villa en el 52; y hasta sufrió por pura casualidad la toma de Puerto Príncipe en el 64. Morgan y sus herejes se adentraron arrasándolo todo desde Santa María. De ida, recaudaron cincuenta mil pesos, quinientas reses y sal. Pero no era suficiente. Su condición de forastero en la villa, salvó al Capitán de las torturas por indagar el paradero de caudales y alhajas. Presenció vientres abiertos en canal, decapitaciones y amigos desmembrados, que entregaban su alma entre rugidos, unos por empecinamiento y otros por no tener nada que denunciar, como no fuera unos pocos apereros de labranza y la vega en que durante años se les fuera la vida. Hasta los documentos del cabildo y los libros bautismales fueron pasto de la furia. Con aquel recuerdo enturbiando su mirada, el Capitán dirigió en el 67 la partida de remedianos que atravesó el estrecho hacia la isla donde, según noticias, podía estar aún Juan David Nau. La chalupa bogaba con precaución hacia la playa. Juan de Morales, demasiado joven para sobreponer el miedo a la curiosidad, tuvo que contener sus energías y acompasar el remo a la cautela de los otros. El Capitán, presto como un resorte a saltar, oteaba el hilillo de humo que se levantaba desde algún punto de la costa y ondeaba en la brisa, como una contraseña o un aviso.

Juan David Nau no había cumplido aún los treinta y siete años cuando salió de la Isla Tortuga, comandando un puñado de hermanos de la costa a inicios del 67. A pesar de sus dos buques perdidos y ninguna victoria definitiva, como aquellas de Henry Morgan que eran la comidilla y la envidia de todos los hombres libres de la mar, fue elegido de nuevo capitán por su fiereza, por el don de convencer a los hombres con una mirada. A medio cerrar sus heridas, ya andaba enrolando piratas para una nueva partida contra los españoles. Odio y venganza eterna les había jurado desde aquel día en Campeche: Su tripulación en pleno fue sorprendida y pasada a cuchillo por los soldados del Rey. Libró la vida tendiéndose, embadurnado de sangre, entre mutilaciones y cabezas sajadas. Más tarde resucitó con sigilo, se enjuagó las costras en el río y cambiando el traje por el de un español muerto en la refriega, consiguió de dos negros —a cambio de libertad prometida y jamás cumplida— un bote con que llegar a La Tortuga. La historia se difundió a la velocidad del rumor entre los barcos de bandera negra, alimentando la leyenda del hombre que a los veinte años fuera engagé de un viejo bucanero en La Española y antes de los treinta, uno de los piratas más temibles del siglo.

Álvaro Godínez, que será recordado como sabio en el oír con los cinco sentidos, allá en una tierra lejanísima que por hoy ni siquiera sospecha, detuvo con un gesto a Juan de Morales, que se empinaba en su sitio para atisbar la playa. Pero también él traía en tensión hasta el último nervio, y los músculos se le resistían a este bogar en dirección a la amenaza. Recordaba los sobresaltos de medianoche por un disparo que los hacía cobijarse a medio vestir en la manigüa; los gritos de los torturados; sobre todo aquella primavera del 52, cuando los franceses se hicieron dueños de la Villa y sus diez años fueron asolados para siempre por el rostro de mortal indefensión de su padre, atravesado por una pica y enarbolado como un estandarte por aquel gigante de ojos inocuos y rostro patibulario. Pero se sacudió al padre de la memoria y continuó bogando, en obediencia al Capitán Medina, que amainaba los remos con un gesto: soto voce parecía decir la palma aleteando hacia abajo. Porque nunca se sabe si una celada los aguardaría bajo la columna de humo que emergía de una chalupa despanzurrada sobre la playa. La distancia no permitía conjeturarlo. Ni qué eran aquellas manchas oscuras diseminadas sobre la enceguecedora claridad de la arena. Medina sospechó por primera vez que fuera cierto el mensaje enviado por Juan David Nau al Capitán General. Pero ni aún así se avenía a ceerlo. Ningun barco se vislumbraba entre el sedoso verde aqua del mar y el azul desleído del cielo, en aquel abril mediado de 1667.

Los vientos del norte, que arreciaron en febrero sobre la costa septentrional de Cuba, ayudaron a la captura de dos botes por Juan David Nau y su tropa, frente a Boca de las Carabelas. Más seguros, se apostaron en la cayería, al acecho de algún mercante suculento. Aunque era malo el tiempo para la navegación, no supusieron que discurrirían meses de espera. Como tampoco que dos españoles habían presenciado la captura de los botes, que darían la alarma en la Villa de Remedios, que la población se aprestaría a la defensa y clamaría por refuerzos a La Habana. Pero aunque no lo adivinaran por entonces, se enterarían de todos modos.

Cuando el bote distaba un tiro de arcabuz de la playa, ya habían transcurrido dos meses desde que la mala nueva de piratas al acecho en los cayos quebrara la amodorrada paz de la Villa. En San Cristóbal de La Habana se negaron a creer que se tratara del mismo hombre. Por muerto lo tenían en aquella acción de Campeche. De todos modos, aparejaron una fragata ligera con diez piezas de las mejores y ochenta hombres armados por dotación. Tan seguros del triunfo, que incluso un negro de apellido Escobedo, verdugo por oficio, fue enrolado con órdenes precisas. Un negro que, ya a escasa distancia de la costa, los remedianos del Capitán Morales puedieron distinguir junto a la chalupa averiada. Agitaba algo con una rama en la hoguera, denunciada por el humo. Las manchas sobre la arena fueron cobrando forma. El gris impersonal que otorga la distancia fue sustituido por azules, amarillos, verdes, y el herrumbre de la sangre seca.

La fragata enviada desde San Cristóbal de La Habana, se acercó sin demasiadas precauciones a la cayería, confiando en la superioridad de sus piezas. Juan David Nau supo que sería un suicidio darle batalla abierta en la mar. Enmascaró sus botes y vigiló los movimientos del enemigo, en espera de su hora. Anochecía cuando la fragata fondeó a dos tiros del sitio donde Nau esperaba. Los españoles hicieron fuego en la playa y cenaron, vigilados por los ojos hambrientos de los piratas: tres semanas a ripios de carne guisada con millo machacado una vez por día. Ni una galleta, ni una gota de vino, ni una lasca de queso guardaban las bodegas. Y el hambre activó el odio, y el odio concedió al brazo más fuerzas que un asado o una garrafa de aguardiente: Aún no amanecía cuando un enjambre de balas picoteó los costados de la fragata adormilada, quedando tiempo apenas a los españoles para echar mano a las armas, antes que el grito en cuatro idiomas que barría la playa se convirtiera en abordaje.

La quilla del bote rozó la arena de esa misma playa y los remeros se echaron al mar para vararlo a unos pasos de la fogata. El Capitán Medina se aproximó al negro, que masticaba y sonreía de algún chiste siniestro que debía estar leyendo en el horizonte, porque su mirada atravesaba a los hombres sin verlos.

—¿Escobedo?

Pero tampoco escuchaba. Con la parsimonia de un rumiante, mascaba y sonreía, extraviado en un terror sin regreso. Medina pasó una mano ante los ojos del negro, pero éste continuó en sus visiones distantes. La mirada del Capitán resbaló por la ramita hasta la hoguera y se levantó de golpe, con una expresión de repugnancia que apenas si emuló a Juan de Morales, quien desde el desembarco se encaminó hacia aquella mancha oscura y palpitante que bullía al extremo de la playa. Un cambio de la brisa lo abofeteó con el hedor de la carroña: millares de cangrejos moviéndose sobre los cuerpos decapitados por decenas: en posiciones grotescas o marciales, vestidos o desnudos, mutilados o casi íntegros. Y sobre los cangrejos, una nube de insectos que siseaba como aceite hirviendo. Juan de Morales reculó sin poderse contener. El rostro verdoso. Una resaca inapelable subió desde su estómago. Pero dos hombres ya lo habían alcanzado y se contuvo. Intentó refugiarse de la visión en los arbustos que cerraban el arenal. Entonces descubrió, colgadas de las ramas como frutas, decenas de cabezas nimbadas de moscas, la mirada perdida en dirección al horizonte que se tragó a Juan David Nau y sus hombres a bordo de la fragata artillada. Juan de Morales resistió el espectáculo de la masacre con una entereza más que digna de sus diecisiete años recién cumplidos, pero un vómito interminable lo arrodilló en la arena al percatarse del pene cercenado que los piratas embutieron en cada boca entreabierta; como si les concedieran para el viaje un último puro de Vuelta Arriba por cabeza.

Casi un día duró la resistencia de la fragata, pero poco podían hacer los artilleros contra la horda dislocada de los piratas. Tres abordajes fueron repelidos con una saña que obligó a Juan David Nau a ordenar retirada para lamerse las heridas a prudencial distancia de las armas españolas. Hasta que vieron el agua ensangrentada chorrear por los desagües del buque. Un último ataque bastaría: Aunque todavía los españoles abrieron brecha con el fuego graneado, no tardó en ser enarbolado un trapo blanco y las armas fueron arrojadas por la borda. Juan David Nau fue el primero en pisar la cubierta tapizada de cadáveres. Su orden fue ultimar a los heridos y recluir al resto en la bodega. Treinta y ocho hombres de los ochenta se apiñaron en el vientre de la fragata.

Juan de Morales y Pedrín Márquez fueron arrumbados por el Capitán Morales en el fondo del bote. Apenas si habían podido arrastrase hasta allí por su cuenta después de vaciarse sobre la arena. Pedrín, a la altura de sus veinticinco, ya no era el muchachito que cayó postrado en el río frente a la desnudez de Doña Ana de Reinoso, primera de las mujeres que han alebrestado su imaginación hasta ese día; pero ni así pudo reponerse del dantesco paisaje de aquel cayo (¿para qué habré venido? Mamá tenía razón). Pero sus colores regresaron antes que los de Juan de Morales, inmóvil en el fondo del bote a causa de un desfallecimiento, una ausencia de si, que es como un sucedáneo de la muerte.

Y ese desfallecimiento, ese sucedáneo de la muerte se parece a la que sentirá cuatro años después Juan David Nau, quien ha venido a dar al Golfo de Darién, tierra de indios bravos. Su expedición a Nicaragua terminó en fracaso. En Puerto Cabello poco pudo obtener, aún cuando decenas de vecinos fueron atormentados a machetazos para revelar sus escondrijos. Aquel mulato que echó al mar atado —pasto de tiburones—, le abrió el camino a San Pedro, pero tendrían que salvar emboscadas donde perdió la mitad de su tropa antes de alcanzar el pueblecito miserable, incendiado por despecho al cabo de quince días. El resto murió en el asalto a una urca sin botín, o se dispersó en los bosques. La pérdida del buque que hasta aquella tierra fatal lo había conducido, selló su destino. Por eso siente ahora un desfallecimiento, una ausencia de si, que es como un sucedáneo de la muerte; mientras los indios comedores de carne humana le arrancan los dos brazos y se le empieza a ir en oleadas la vida. Primero, el alarido de la mutilación; después, el horror de ver sus propios brazos dorándose a la brasa, el hedor de la chamusquina. Más tarde, una lasitud casi confortable donde flotan recuerdos; hasta que una pierna le es cercenada, pero ya ni lo siente. Y es entonces apenas un vaivén, un flotar

Como el vaivén que mecía las percepciones semicerradas de Juan de Morales, cuando la barca se alejó y los hombres remaron con energía para que la resaca no los regresara a la playa donde setenta y nueve hombres irían disolviéndose en el olvido.

Y un olvido selectivo acosa en su hora última a Juan David Nau, cebándose inclusive en su viaje de gloria a Maracaibo, tomado tras rendir el fuerte de la barra, y de ahí a Gibraltar, donde tras gran mortandad puso fuego, amenazando hacer lo mismo a Maracaibo, pero los vecinos juntaron el rescate; no sin que todo ornamento de valor fuera desmontado. El olvido perdona los recuerdos más viejos de su infancia, y aquella tarde frente a Boca de las Carabelas, cuando cumplió la venganza que jurara tendido entre los cadáveres de Campeche. Su mirada paneó los rostros de aquellos españoles que habían resistido como leones, dejándole muerta o sin remedio a la tercera parte de su tripulación. Muchos le sostuvieron la mirada con una audacia que él sabía admirar. Pero en ese momento un tal Escobedo, cenizo de pavor, se arrodilló a sus pies para confesarle, a cambio de su vida, que había embarcado con órdenes precisas de ahorcar a todos los piratas, comenzando por él. Y el negro se reía de puro miedo, sin poder contenerse.

Mientras el bote de los remedianos se alejaba de la playa, donde setenta y ocho cadáveres eran desmenuzados por los animales, el verdugo Escobedo continuaba sonriendo, como de un chiste macabro que fuera leyendo en el horizonte; o de su propio terror ante la ira de Juan David Nau.

En aquella ocasión, el pirata, saliendo de la bodega, ordenó le fueran subidos los prisioneros uno por uno. Y es su último recuerdo en esta hora del Darién, cuando ya la vida lo abandona: uno por uno los esperó a la salida de la claraboya para irles rebanando personalmente el cuello. Excepto al último, que envió con una misiva al Capitán General de La Habana, notificando el destino de sus hombres. Los cuerpos rodaban escaleras abajo: surtidores de sangre que bañaban a los prisioneros, y las cabezas se fueron amontonando en cubierta: treinta y seis, una por cada año de la vida de Juan David Nau. Pocos más le fueron asignados —por la Divina Providencia o por los indios del Darién—, pero bastaron para afamar el sitio donde había nacido, las Arenas de Olona, y que adoptó como sobrenombre durante veinte años: L'Olonnais para los franceses, El Olonés para los españoles.


DE EL RESTAURADOR DE ALMAS:

La lotería de Dios

(fragmento)

A pesar de los disturbios que en el alma de la remediana grey ha puesto la mudada: exaltación de los fans, pero sobre todo resignación exhausta de los más --vegueros, albañiles o ganaderos trocados en exploradores y geógrafos: peregrinos sin santuario, exiliados sin destino--, alguno conserva ánimo suficiente para ejercer sus manías e inclinaciones, sin supeditarlas a razones de fuerza mayor o seguridad nacional, que tan cómodas resultan. Y por si fuera poco, no es uno, sino dos, aunque por ahora sólo uno se vea: el emérito y persistente sobrenaturista Juan de Espinosa Montero, en este claro de bosque cercano al sitio donde el remedierío emigrado acampa en torno al Cura. Bajo el claror de Luna que desciende hasta ellos por la claraboya de la fronda, Juan trata de convencer a Leonarda: se lo pide en nombre de la verdad científica, del ineluctable progreso de la raza humana, que discurre por el camino del saber; y que no tenga vergüenza, que él es como un cirujano que aplicará sanguijuelas celestiales a su alma conturbada (¿conturqué?), endiablada, Leonarda. No un simple varón que ofenda tu recato. No ha terminado cuando ya la negra deja caer el jubón y empieza a zafarse la camisa, que de tantas cintas y contracintas y nudos casi marineros, lleva sus buenos diez minutos. Pero por fin cae a tierra, y es lo primero que ve Juan. Por no ofender el pudor de Leonarda, ha dirigido su mirada a la hierba salpicada de luna. Pero ella:

—¿Usted no quería examinarme?

Juan preferiría esperar a que el strip-tease se hubiera consumado, para rastrear las posibles marcas diabólicas en el cuerpo de la posesa, pero piensa ahora que mejor poco a poco, no sea demasiada la impresión. Y levanta los ojos muy lentamente hasta tropezar con los de ella, pero por el camino algo (algos) lo ha(n) sobresaltado.

—Efectivamente.

Y se dedica al estudio de ciertas manchitas irregulares en sus hombros, pero las miradas no cesan de escurrirse hacia abajo. Por mucho que Juan las reprenda, son miradas por cuenta propia, empecinadas en esa pareja de menhires horizontales; y como de todos modos tiene que examinarlos, Juan obedece a sus ojos y salta el prólogo, pasando directamente a los capítulos uno y dos. Lo bien que empieza esta novela: Un par de senos que se comban con el donaire de las calabazas chinas y el tamaño idem, robustos en la base y de morro afilado para terminar en dos pezones casi negros, extensos como dobles doblones si los hubiera, circundados por un vello finísimo que Juan examina ahora, y las goticas minúsculas de sudor en la piel (qué ganas de lamerlas, Dios mío) y los poros tan finos que ni se ven, y la piel sedosa, pareja como ébano pulido. Qué tetas, Señor, piensa el Juan plebeyo y vulgar que yace dentro del sobrenaturista, pero el alma científica lo silencia. Va a tocar. Su mano se contiene. ¿Sería necesario?

—Toque sin pena, Señor, toque sin pena —muy seria ella, pero los ojos desternillados de la risa, por el tembleque en las manos de Juan y el sudor en su frente y ese aire de yo no fui cuando ella sabe que si fue, o será, que es algo todavía por ver.

Y Juan desliza sus dedos por la circunferencia toda, descubriendo que de tan erectos, ni un papel puesto debajo sostendrían estos senos (que Dios hizo un día de inspiración) —no es bobo el Maligno—, y no como Matilde Rojas —recuerda una experiencia ida—, que habría corrido hasta la costa portando una Biblia bajo cada teta. Y acerca la palma al pezón más cercano, y lo rodea con los dedos, presiona atento, como quien busca quistes y excrecencias, pero este material es de primera, y para probarlo, diríase, los pezones se disparan, se arrugan y crecen bajo sus palmas con el entusiasmo de montañas recién nacidas. Leonarda hace un gesto levísimo de placer y casi gime, pero no. Sólo vibra un poquitín, sin querer, pero queriendo. La mano efectúa un masaje circular dos o tres veces, y los pezones a punto de salirse de sus órbitas; pero Juan teme que este no sea precisamente el camino de la verdad científica y se inhibe. Los pezones quedan como a la expectativa durante unos instantes y sólo se aplacan a medias, porque Juan examina ahora la espalda, donde Satán debió inscribir sus mensajes. Va palpando la superficie, al tiempo que Leonarda se comba cañaveral en viento de cuaresma, pero más felino, más suavecito papi que me erizas toda. Juan coloca sus manos sobre las clavículas y presiona la base del cuello, tan delicadamente, que ella se encoge de hombros, los ojos divagantes, y sus caderas reculan unos centímetros hasta chocar con la bragueta de Juan: un topetazo descuidado; y es como si dieran la alarma de combate allí donde el espíritu del hombre de ciencia no debía permitirlo. Juan nota que un animal hasta ahora dormido bosteza, se estira y ruge. Tiene hambre. Separa sus manos de los hombros. Ella se compone mientras Juan respira hondo, pero su problema no es en el sistema respiratorio. Y ahora que palpa los costados de la negra, ahora que llega hasta la cintura y por obra satánica ella casi se quiebra: feroces las nalgas que vienen a su encuentro, casi lo muerden y Juan a punto de huir, pero no puede apartar los ojos, que saltan como cabritos por encima del hombro, para caer en esas proas afiladas qué tetas, Dios, pero qué tetas. Tan marineras, que dan ganas de navegar a bordo de esas tetas toda la Mar Océana sin tocar puerto. Juan se aleja unos pasos. Resuella. La negra se repone y una bocanada de aire fresco le alcanza para joder un poco:

—¿Se siente mal su merced?

—Me siento todo —musita él, inaudible para Leonarda—. No es nada. Continúe.

Y sin hacérselo repetir, ella zafa cintas y libera cierres para quedar desnuda de cuerpo entero ante la Luna y ante los ojos encabritados de Juan de Espinosa Montero, sobrenaturista que era hasta ahora mismo, pero ya no se sabe, hechizado como está ante el soberbio nalgamento de la negra, que se vuelve hacia él con una lentitud desesperante. Ayúdame, Señor, en este trance. Y convoca en su auxilio todos los poderes del cielo, las palabras mágicas, los conjuros propiciatorios y hasta las santas reliquias, que si dispusiera al menos de una cabeza de San Dionisio, una sola de las siete en existencia, todas confirmadas como auténticas, de donde se desprende que debió ser un santo de insusual inteligencia. Y Leonarda ya de perfil, culiparada y los pechos miracielo. Dios mío. O algún culero del niño Jesús, que para esta morena no hay talla; o una de las catorce herraduras (sin contar los repuestos) del burro en que huyó la Santa Familia. Y ahora concluye el giro, despacio, muy despacio, suavecito es como me gusta más. O pedazos del cántaro con que Nuestra Señora iba a la fuente; hasta que se rompe, Señor, no me tientes así, ¿eres tú o es el otro?; o jirones de la túnica de la Virgen María; cordones de las sandalias de San Pedro; que ni cordones lleva Leonarda en esta hora, desnuda como su madre la echó, pero mucho más desarrollada. Y Juan evita dirigir sus ojos a ese vórtice que lo atrae como un imán, y sus ojos de fierro que se insubordinan y acuden allí, oh, Señor; aunque tan sólo fuera alguno de los setenta y cinco clavos que constan en los registros de reliquias y que sin lugar a dudas fueron empleados para clavar a Cristo. Un alfiletero, el pobre, piensa Juan tratando de evadirse de lo otro, y se arrepiente de inmediato porque si el Cura llega a oírme los pensamientos. Pero hasta los susodichos clavos serían atrapados por el campo magnético de ese pubis negrísimo y selvático; trenzas se podría hacer la negra en ese triángulo de vellos duros y húmedos donde se hunden ahora los ojos de Juan para no regresar[1]. Aunque él se resista con una terquedad digna de mejor suerte, es demasiado ardua la tarea en esta tierra donde escasean las mujeres y viven en soltería, baracutey, la mayor parte de los pobladores; pero no en soledad, que prolíficos y amancebados son, fornicadores de negras, yeguas y mujeres ajenas. Ni aunque el sobrenaturista apriete duro el trozo de ágata cornalina, remedio comprobado contra los derrumbes, tormentas y demás catástrofes. La caída de su científica parsimonia, en contraste con lo que sucede en otros confines de su anatomía, y la catástrofe de su virtud, son inminentes: consecuencia de esta tormenta que bambolea su alma como un ciclón otoñal con vientos de doscientos kilómetros por hora. Dios se apiade de mi. Pero la piedrecilla será tan efectiva en este trance como aquella que el Rey Alfonso de Castilla le regalará al papa Juan XXI, y que hallarán sólidamente aferrada en lo que quede de su siniestra mano después que el techo se desplome sobre su cabeza. Y por fin logra Juan acercarse, logra pensar en pajaritos, en fórmulas para la piedra filosofal y otras boberías que lo aparten del pecado. Examínala como si fuera de madera, muchacho. Y trata de seguir su propio consejo, pero en ese momento el diablo, que con bíblica asiduidad se disfraza de serpiente, asoma el hocico: un majá de dos palmos se acerca reptando por la hierba. La negra teme sin distinciones a esos reptiles: sea un jubo mocho o una anaconda, porque su sola visión podría encanecerla hasta las raíces. Y de un salto se echa en brazos de Juan de Espinosa Montero, quien espanta de una patada al ofidio, ya bastante asustado el pobre del gentío que se ha aposentado en sus parajes. Su merced me ha salvado. Y la piel de Leonarda, recién lavada en el río, pone un perfume suculento en el olfato de Juan; y ella no se baja hasta no estar bien bien bien segura de que el monstruo se ha ido, y entonces lo hace muy muy muy despaaaaaacio, de modo que su pubis roza la bragueta de Juan y después el vientre y el ombligo juguetón se ensaña en ese objeto rígido que no es precisamente el ágata cornalina, pero sube de nuevo, porque vi una sombra, su merced, y me pareció que había regresado, fíjese a ver, fíjese, al tiempo que los enormes pechos, los pezones soliviantados por tanta examinadera y jugueteo, aprisionan el rostro de Juan, obnubilan su pensamiento científico y los demás pensamientos (menos uno), y él siente un enorme alivio cuando su lengua atrapa un pezón al vuelo y empieza a lamerlo goloso, puro chocolate; y Leonarda ay su merced, ¿qué hace?, pero no se baja ni un milímetro, más bien afinca sus piernas por detrás a las corvas de Juan, que trabajo le cuesta sostenerla con esas manitas que se pierden en la inmensidad alpina de sus nalgas, y ahora la negra es sólo ay, su merced, que ya sabe lo que está haciendo y trata de bajarle las calzas con los pies, pero no puede, y es él a manotazos, qué rico, su merced, qué rico, mientras con la otra mano la sostiene y el calor de su pubis: grito que le traspasa la ropa. Y Leonarda contorsionándose como si Changó la montara, que todavía no, pero ya veremos, y el sexo humeante frotándose y frotándose, humedece los dedos de Juan, estás hirviendo, mami, así, muévete así, y es que los pechos de la negra lo abofetean sin misericordia, y él muerde, lame, succiona con un hambre atávica de bebito destetado antes de tiempo, hasta que su mano logra zafar-correr-bajar-rasgar sus calzas y la verga, casi me ahogo, coño, emerge desesperada, que ese calor y ese aroma acre del sexo palpitante la enloquecen como nunca antes, y busca, pero ni falta que hace, porque el triángulo voraz apenas la presiente, cuando ya la siente, pero todavía, y los umbrales, dámela toda, papi, hasta que halla la boca del monstruo, o es hallada, que eso nunca se supo, y se hunde entre los labios pulposos y morados y jadeantes, como si la mordieran, y en el mismo pórtico el glande salta hacia delante, rojo y frutal, fresa pedunculada, y Leonarda se deja caer sobre la verga, sabiendo que ya ha sido atrapada y no podrá escapar si no es maltratada y flácida y feliz, por eso se mueve con una rotación de caderas que siembra en el subconsciente de Juan la sensación de que allá adentro una manito sabia (¿la de Satán?) le zarandeara el alma, tanto que sus rodillas se doblan; y ruedan por la hierba sin desprenderse y es él sobre ella, afincando los pies en la tierra para hundirse hasta el final, pero ruedan y es ella sobre él, ella la que se yergue ahora y con ambas manos tras la nuca lo amenaza te voy a sacar la vida, macho, y toda la intrígulis del asunto se ve ahora clarísimo desde la copa del almácigo, donde el loco ha hecho su nido, entre dos ramas gruesas como muslos, armando una hamaca de aspillera que le pica en las espaldas —chinches locas si lo de él es contagioso—. Y mira ahora todo el procedimiento y descubre una nueva utilidad de ese aparato que se le quiere salir ahora de los calzones dime tú si se me vuelve loca la pirinola, —piensa el loco—, y apenas dos intentonas de volverlo a su lugar, cuando descubre lo rico de manosear aquello sin un propósito definido (orinar, por ejemplo) y vuelta otra vez a las calzas y vuelta a sacarlo, y no son muchas las manipulaciones antes que el calambre más sabroso de su vida le recorra el sistema nervioso central, casi lo tumbe de la hamaca, no sienta la más mínima picazón durante minutos y minutos, y un surtidor pegajoso le salpique hasta el cuello de la camisa. Cuando se repone del (gusto) (susto), todavía las palpitaciones le tienen la respiración entrecortada. Nunca en su vida orinar le había dado tanto placer; pero algo sospecha, porque se lleva la mano a la nariz y entonces sabe que ese líquido perlado —la Luna es engañosa, habría que analizarlo mañana— y de aroma dulzón, no es orine. Ya más calmado, dirige de nuevo su vista al animal duplo que jadea sobre la hierba y piensa si no sería posible adicionar una especie de palanca movible en una abrazadera sujeta a la rueda delantera, dos mejor, de modo que accionándolas con las manos, el ruedocípedo se desplace con más velocidad, menor gasto de fuerza muscular y sin necesidad de ir pateando el camino. Y se sume en los cálculos de materiales, distancia radial, disposición de la palanca que en la abrazadera entre y salga, entre y salga, entre y salga, y mira hacia abajo y parece que se le está volviendo loca de nuevo la pirinola. Y mira bien el procedimiento. Y el ruedocípedo. Y entra y sale, entra y sale, y el ruedocípedo se va embalando por el mismo camino; pero es distraido de su precursor invento por unos pasos en la hierba y no es la milicia que se acerca: Doña Pascuala Leal, la viuda que todavía se acuerda, viene a comprobar los resultados de la investigación practicada en su esclava y desemboca al claro. Pero está claro que Leonarda y Juan no pueden escucharla, de tan ausentes, idos o más que idos, pero ya serán venidos, como si el universo se hubiera compactado en un mínimo punto, en una sensación intransferible que sube ahora al estallido último y agónico, y tal parece que la tierra fuera a abrirse, pero no para tragar entera a la infausta Villa, como ha anunciado el Cura, sino para dejarlos caer en un vacío sin vértigo, en un flotar antigravitatorio; mientras la viuda espera con toda su santa calma, así se le desbanden los recuerdos. Demasiado pronto se le fue Miguel, piensa la viuda y recuerda el alivio primero, de no temer más sus embestidas sin prólogo, que fue cediendo lugar a una tristeza del alma, suplantada por una nostalgia del cuerpo. Un vacío del vientre que se ha ido amansando con los años, al tiempo que una tristeza dulzona, como de fruta pasada, ocupaba su lugar. Una suerte de agradecimiento tardío que por diez minutos no se trocó en odio. Los diez minutos que se demoró en llegar aquel día, cuando Miguel descubrió solita a Leonarda, la negra recién comprada, y la atacó por detrás, empalándola de un encontronazo contra el fogón apagado. Y la negra se revolvió como una posesa, hasta que Don Miguel le apretó el gaznate. Por suerte fué rápido y efímero como un gallo. Si no, la ahoga. Todavía Leonarda respiraba hondo, clamando por el aire que le habían hurtado, cuando ya Don Miguel bebía un vaso de vino, a buen recaudo la verga babeante. Entró entonces la Señora Pascuala. Leonarda hizo silencio, por miedo a Don Miguel y por lástima a su ama. Desde entonces anduvo ojo avisor el día entero, y no escasearon las amenazas de gritar, secundadas por un trinchante o un largo cuchillo de cocina, que la salvaron de una segunda embestida. Pero Doña Pascuala nunca lo supo, y su memoria ha ido salvaguardando los buenos recuerdos, más frescos cada día, que no fue hace tanto tanto tiempo, aunque ahora ese plazo le resulte inabarcable y lóbrego y cesa el remeneo y sólo un estertor sacude al sobrenaturista Juan de Espinosa Montero y a la posesa Leonarda, y las sonrisas y los silencios susurrados y:

—Por los quejidos, parece que Leonarda endiabló al exorcista.

La voz viene primero como una referencia lejana, pero inmediatamente el homo restaura el sapiens y ambos saltan, buscando a tientas la ropa ¿dónde coño?, no por la oscuridad, sino por esa claridad interior de donde (se) vienen y que los encandila. Hasta que ella se esconde a sus espaldas y él se cubre con la falda de Leonarda su culebra ya rastrera —única en el reino animal que no infunde pánico a la negra—, columbrada y tasada de refilón por la viuda, con resultados muy satisfactorios. Y entonces, sólo entonces puede balbucear:

—Mire, Doña Pascuala, excúseme. Yo... Mire...

—Ya he mirado bastante.

—Déjeme explicarle...

—Aunque enviudé hace mucho, no tiene que explicarme nada. Todavía lo entiendo.

—Doña Pascuala, yo... —cuchicheo de Leonarda al oído, mientras trata infructuosamente de ocultar tanta exhuberancia tras la exigua espalda de su Don Juan—. Quiero proponerle algo.

—Mientras no sea lo mismo que a la negra.

—Se la compro, Doña Pascuala. Le compro a Leonarda. Y ofrezco muy buen precio —Intervalo de duda— . De todos modos, Doña, está endiablada.

—Los dos —masculla Doña Pascuala Leal antes de irse.

DE EL RESTAURADOR DE ALMAS:

Diálogos celestiales

(fragmento)

En la iglesia, el Padre de la Cruz, arrodillado ante la cruz, recuerda a Dios aquellos momentos de gloria, cuando sustituyó, con la ternura de un padre, la dictadura del tal Bejarano; la mudada inicial y cómo se dejaron conducir con una fe digna de los primeros cristianos, tan rara en esta Ínsula de cimarronaje y malvivir, de tambores que enloquecen las cinturas.

—Me seguían, Señor. Fui ungido con tu gracia —alguna lágrima de emoción (su propia oratoria lo conmueve) salpica la barba cana, y es aprisionada por el enrejado de pelambre, sin resbalar hacia las losas—. Hicieron de tus palabras, que pronunciabas a través de mí, su propia ley —Cristo lo mira desde la cruz con cierta indiferencia—. Durante meses y leguas de camino, bebimos de los arroyos, comimos lo que tu gracia quiso poner a nuestro alcance, dormimos bajo el cielo. Fuimos uno.

Y el crucificado hace un mohín como de aburrimiento, subrepticio. ¿O será una ilusión óptica, un efecto especial de las llamaradas en los vitrales? No así los pasos, subrepticios también, del ex-notario Bartolomé del Castillo. En franca rebelión contra una palabra mercenaria, hurta el cuerpo en cada esquina de la Villa, salpicada de incendios. No teme por su vida, sino por el éxito de la misión: encajar una bala entre ceja y ceja al malhadado cura. (…) ¿Dónde te escondes, cabrón? ¿Dónde te escondes? Y continúa la búsqueda hacia el norte.

—En las noches soñamos los mismos sueños —asegura el Padre al crucificado, que por razones de fuerza mayor no tiene más remedio que escucharlo—, mientras nos alejábamos de la Villa maldita. Fueron días felices. Los corderos de mi grey tenían fe, Señor, en tu palabra. Pero un decreto pudo más que la fe. Derrotados, descreídos, errantes —señala a los vitrales, pero se refiere al más allá, no a los santos hieráticos—. El trasiego con los herejes pudo más que el buen camino —de pie, acusón y temblando de ira—. Se empeñaron en su desobediencia. Pero tu paciencia tampoco es infinita. Tengan en sus casas un anticipo del infierno —se contiene y cae hincado a los pies de Cristo. Un largo silencio se puebla del crepitar lejano y el desplome de alguna techumbre. Cuando regresa, su voz es apenas un hilo—. Pero tú sabes que todo lo hice por amor, para salvarlos.

(…)

—Veinte años ha que les predico según tú me has dado a entender.

El rostro de Cristo sufre una pequeña contracción, parece que los labios exhalaran un suspiro de fastidio y abre los ojos en la cruz, perplejo:

—¿Yo?

El Cura retrocede espantado, pero se repone. Postrado al pie del Cristo indefenso, clama en trance:

—Me llenas con tu gracia, Señor. Nunca soñé que me concederías el favor de tus revelaciones. Un milagro, Señor, un mi...

—Qué remedio. No iba a aguantarte el monólogo toda la vida. Pero respóndeme. ¿Por qué yo? ¿Por qué debo cargar con todo cuanto se diga en mi nombre?

—Como sacerdote de tu iglesia, embajador de tu fe —Cristo, entre aburrido e indulgente, lo mira de soslayo—, los amonesté una y otra vez. Domus mea. Domus vocavitur. Pero había tibieza de espíritu. Se han tirado a los montes antes que ponerse a tu servicio —niño aplicado delatando a los que no hicieron la tarea.

—Y entonces vinieron los demonios...

—Yo lo advertí. Oía tu voz.

—¿Como ahora?

—No. Tu voz —se indica primero la cabeza y después el pecho—. Tu voz. ¿Comprendes?

—El monólogo interior de Leopoldo Bloom.

—No menos de ocho exorcizados. Veinte con síntomas de posesión —indetenible el Cura—. Muchos declararon bajo los conjuros.

—¿Declararon?

—Las legiones de diablos que habitaban a los vecinos. Eso.

—¿Cuántas?

—Hasta treinta y cinco en un solo poseso —Coñóóó, piensa Cristo—. Y seguía endemoniado. Vecinos había con no menos de cien legiones. Eso declaró un diablo. Y bajo conjuro, Usted sabe.

Cristo, que es ducho en cálculos mentales:

—Cien legiones, a 6.666 demonios por legión, hacen 666.600 diablos en un solo esqueleto —eleva los ojos al cielo—. Qué abuso, Padre.

—Fue lo que dijeron.

—Y, en total, ¿cuántos demonios calculas tú en la Villa?

—No menos de 800.000, Señor.

—Si de cada tres ángeles uno cayó (según los cálculos de Santo Tomás de Aquino; yo no estaba ni por allí cuando aquello), resulta que se mudó a Remedios no menos de —pausa brevísima, como de Texas Instrumet— la décima parte de la población infernal. Si las estadísticas no fallan, Lucifer abandonó su oficina central para dedicarse personalmente a esta sucursal remotísima, perdón, a esta Villa de San Juan de los Remedios del Cayo. ¿No te parece demasiado, Señor Beneficiado y Cura Rector de la Iglesia Parroquial de Remedios, Vicario Juez Eclesiástico, Comisario del Santo Oficio de la Inquisición y hasta de la Santa Cruzada? A propósito: tú tienes más cargos que yo.

—Yo... —repentinamente alumbrado— Hay pruebas, Señor. Hubo testigos. Cuatro. Ellos darán fe. Y muchos que declararon bajo los conjuros.

—¿Muchos?

—Muchos muchos no; pero sí muchos.

—Una epidemia.

—Satánica.

(…)

El Padre sonríe. (…) Una sonrisa extraviada.

Cristo lo mira como a un caso clínico.

—Descreídos. Rebeldes. Huir a los montes en lugar de acatar los mandatos del Señor —Cristo tose—. ¿Decía algo, Señor?

—Lo pensé.

El cura se pasea por la nave, acosado por el crepitar de los incendios: un palo de guayacán que estalla, una techumbre que se desploma, un arcabuzazo lejano, más por entusiasmo destructivo que por atinarle a algún vecino. La danza de los colores en el vitral ejerce un magnetismo sobre el Padre de la Cruz, que no resiste la tentación de acercarse:

—Hasta la casa de Toribio Sarduí está ardiendo —un poco insolente, pero buen vecino, piensa el cura— y la de...

—¿La de quién? —aunque ya él, por supuesto, lo sabe.

—La de Juan Francisco Cortés.

—¿Ese no era...?

—Nos escapábamos de niños al cerro, a la caleta grande. A cazar sinsontes. A nadar. Pablo Vidal me estuvo enseñando a nadar, pero no aprendí hasta...

—¿Hasta? —Cristo, provocador irreductible, visualiza la escena.

—Casi me ahogo. Juan Francisco Cortés me sacó por los pelos del agua. Éramos tan inocentes entonces. A veces me asombra. Más que amigos, fuimos hermanos. ¿Qué sería de esta Villa si aquel día...?

A varias leguas de distancia, Juan Francisco Cortés, el escéptico, aún duda si debió salvar a Joseíto aquella vez. Drástico remedio para Remedios. Aunque. Otro habría aparecido. La historia tiene sus rutas prefijadas. Y no sólo el hato del Cupey; el mundo en su totalidad es inhabitable, de tanto desafuero, codicia, trapacería y zancadilla. Casi daría lo mismo el hato ese de Antonio Díaz o el paraje del Quemadero Grande. En definitiva lo impropio para vivienda de cristianos es el planeta. Lástima que no tengamos otro.

¿Qué sería de esta Villa si aquel día...? El Padre se sacude la idea. Sabe que Dios no lo hubiera permitido. Ya desde entonces lo había elegido para una alta encomienda.

—¿Por qué vienen contra mí? ¿Por qué se empeñan contra Su Voluntad? ¿Por qué han cambiado tanto?

—Tú también has cambiado, Pepe. Ya sabes nadar. Creciste.

—Ellos también crecieron y... pecaron y se volvieron diablos.

No tiene arreglo, piensa Cristo, pero lo sigue aguijoneando:

—Los diablos son sabios, Pepe.

—¿Qué dice, Señor?

—¿No hubo un diablo que discutió con Diego Tello en 1650 y sabía más que él de teología? Hasta Lutero...

Vade retro.

—Pura semiótica. Diablo significa sabio, espíritu conocedor. ¿No hablan con soltura de temas tan altos, que a veces los exorcistas no entienden nada de nada? ¿No son artistas de renombre...?

—Arte de Satanás.

—Destápate por un momento el cerebro y piensa, que para eso tienes la cabeza, no sólo para llevar tonsura. Aquellos tres días entre su caída y la fundación del hombre, los aprovecharon estudiando; en lugar de andar por ahí desempleados, como tanto angelito bobalicón.

—Impíos y soberbios. Les falta fe, humildad. Discuten con Dios. Y no sólo ellos.

—¿Tú también?

—¿Yo? No, Señor. Todos en esta Ínsula: delincuentes desterrados del Perú y de la Nueva España, forajidos de la península, mercaderes quebrados y mujeres huidas de sus maridos, frailes...

—Lo que yo digo.

El Padre se hace el sordo:

—...frailes en hábitos de legos, gente vagabunda y fascinerosa que escapa de los arados y las flotas, de las armas honrosas de Su Majestad.

—Pero con esos bueyes hay que arar, Don Pepe. Por cierto, un tocayo tuyo diría: «Hay que gobernar con lo mejor que hay en el hombre, y con lo peor que hay en él, si no, lo peor prevalece».

—¿Quién?

—Te regalo la cruz si lo conoces.

—Esa hez comete sus fechorías, sin temor al Rey ni a Dios. Puente de fugitivos que corren por las Indias es esta Ínsula.

—El Golden Gate del despelote.

Pero el Cura sólo se oye a sí mismo, para no perder la costumbre:

—Incestuosos y pecadores quedan sin castigo. Hasta en el Puerto Príncipe, que era villa devota, la voz del cura se apaga en la iglesia vacía.

—¿No dice el oidor Sánchez Pavón que los del Camagüey son aplicados, trabajadores, valientes, hospitalarios, leales y generosos? ¿Qué más quieres?

—Pero poco practicantes. También lo dice.

—¿Los preferiría al revés?

—Su fe los salvaría.

—Y sus defectos hundirían la Ínsula.

—Que renacería en tu reino.

—Eres un caso clínico, Don Pepe. Y a propósito, si hay tanta gente pecadora y mal criada, ¿no serán pésimos los criadores?

El Padre, sabichoso en el arte de las evasiones:

—Las autoridades civiles cometen pecado de impiedad y soberbia. Ellos...

—¿No me digas? ¿Ellos? ¿Y ustedes, padre? —engola la voz para remedar a cierto personajillo— ¿Y quienes debían velar por la pureza de nuestra santa fe, por el legado de los mártires, por la bondad y la virtud contra la avaricia y la corrupción de las costumbres?

—Pero Señor... Usted se burla de...

—De ese mismo. Y de Señor nada. Señores los que presumen de señorío. Yo soy un pobre infeliz. ¿No me ves aquí, crucificado? Ellos sí: los obispos en sus palacios, gastando sumas indecentes en pleitos pendejos por asuntos de etiqueta y precedencia. Abren casas de juego en las iglesias.

—No es mi caso.

—No. Tú sólo apuestas de vez en vez una onza macuquina a la pata de un jabao —el Padre aduce con los ojos que su inclinación por los gallos de pelea bien se aviene a los usos de este pueblo, y que algún defecto emblemático del gobernado debe tener el gobernante, para entrar en sintonía con la psiquis entrañable del pueblo, etc. etc. etc.—. Aunque apuestas mucho más que una onza.

—A lo sumo tres.

—Peor. Apuestas un pueblo entero a cuanta idea nueva se te ocurra. Pero elegiste mal la moneda, Pepe. Y tu pecadillo de fornicación. No muy seguido, pero...

Gancho al mentón que hace ruborizarse al Cura:

—¿Yo?

—No voy a ser yo, que de eso me retiré hace ya... —cálculo mental— mil seiscientos sesenta y un años.

(…)

Toda la sangre del Padre se refugia en el rubor casi fluorescente de sus mejillas. Se postra entonces a los pies de Jesús:

—Perdóneme, Señor. Perdóneme. Yo...

—Eso es bobería, peccata minuta. Si hay monjas que han ido a dar del claustro a los burdeles (mulas de Cristo les dicen, mancebas de clérigos, mulas del diablo, qué ocurrentes). Priores que sacan monjas a ganar, de putas, en las calles.

—Otros expían en las procesiones, ayunos y romerías.

—Pocos de romería; muchos de ramería. ¿Son esos los educadores del pueblo llano?

El Padre mira en derredor, temeroso, pero nadie más escucha. Sólo nosotros.

—Por decir cosas tales, Señor, colgaron y quemaron...

—El 23 de mayo de 1498 —logra decir Cristo antes que

—...a Savonarola.

la carcajada casi lo tumbe de la cruz. Pero fue clavado y bien clavado.

—A mí ya me colgaron una vez, Don Pepe, y quemándome estoy desde hace mucho tiempo.

El Cura se acerca a los vitrales, esperando que el otro cambie de tema; pero Cristo es un doberman en eso de perseguir una discusión donde lleva ventaja:

—Dime, Pepe, ¿cuántos no se meten a frailes para asegurar la vianda y el vestido?

El Beneficiado mueve la cabeza y se encoge de hombros. Jamás se ha enfrentado a una discusión así, a casulla quitada, donde las amenazas de heterodoxia y las citas de los clásicos queden invalidadas ante el clásico por excelencia.

—La tercera parte de España son curas y monjas: más sacerdotes que feligreses.

—Pero, Señor —por fin se le ocurre algo—, conventos enteros rezan por la salud espiritual de los próceres y del Rey.

—Y les dan de comer a cambio de oraciones por pecados viejos, para dedicarse con entusiasmo y el expediente limpio a cometer los nuevos.

—El misticismo de Su Majestad...

—Crisis cíclicas de arrepentimiento. Lo malo es que siempre rectifica hacia otro mal camino.

—Pero aquí...

—Aquí. ¿No hubo dos curas que envenenaron al gobernador para seguir con su tráfico de negros?

—Yo no.

—Tú llevas veinte años en el tráfico de remedianos.

—He intentado convencerlos con paciencia, Señor. Mil veces les he repetido que el buen camino... Tú eres testigo.

Indica hacia el más allá de los vitrales, apuntando sin saberlo al ex-notario Bartolomé del Castillo, que al costado de la iglesia duda si entrar o no, cargado su mosquete con buena pólvora y un perdigón cuyo destino es la frente del Señor Beneficiado (¿Dónde te escondes, cabrón? ¿Dónde te escondes?). ¿Estará en la iglesia? Y decide averiguarlo.

—Por culpa de su soberbia —continúa el Padre. Ignora lo calladito que debía quedarse en este instante—. Yo no quería. Pero se fueron convirtiendo en una turba endiablada. Como aquellos que te crucificaron.

—Sus razones tendrían.

—¿Para convertirse en una turba?

—No. Para crucificarme.

El Cura, anonadado, hace un largo silencio y se recoge a lo profundo de la nave. Necesita sumirse en la sombra de sus más hondos pensamientos para evitar que este Cristo sacrílego (¿me habrá oído?) lo confunda. Un resplandor en los vitrales lo distrae: Los bohíos de Manuel Raposo y Juan de Morales estallan uno detrás del otro: bolas de fuego y chispas como animales que escaparan hacia el cielo; serpientes de humo gris intentan engullir la bandada de nubes posadas en el azul.

(…)

Una silueta se recorta contra la bocanada de luz que penetra por el portón abierto de la iglesia: el ex-notario Bartolomé del Castillo escruta, mosquete en mano, la penumbra. De espaldas a la entrada, sumergido en la sombra de sus pensamientos y en la sombra de la sombra, el Padre no detecta su presencia. Don Bartolomé da unos pasos hacia el interior de la nave, pero el aire de abandono, la oscuridad escanciada de polvo y el silencio de los gorriones lo inducen a pensar que el olfato de su mosquete ha errado de nuevo. (¿Dónde te escondes, cabrón? ¿Dónde te escondes?). Y da media vuelta hacia la luz, sin percatarse de los guiños cómplices que le dirige este Cristo heterodoxo y socarrón, que desde la cruz ha asediado la seguridad blindada del Señor Beneficiado.

—Sus razones tendrían —repite Cristo, y es la mayor herejía que el Padre ha escuchado en su vida—. El pueblo es sabio. Me crucificaron por amor.

—Hay amores que matan.

—¿Tú no estás volatilizando Remedios por amor?

«No coments», piensa el Cura.

—A Barrabás le prorrogaron la sentencia. Al cabo las pagaría. Y a mí me salvaban de mí mismo. Esa es la mayor de las indulgencias, Pepe.

—¿Tendremos que canonizar en pleno a los judíos?

—El pueblo es siempre el mismo. No tiene rótulo. Y el pueblo supo que ya por entonces mi doctrina había sido dicha. Yo era joven. Y ambicioso. No de joyas, por supuesto. Esa es la riqueza de los simples. Ambicionaba amor, gloria, el privilegio de mover multitudes con un simple gesto de la mano —El Cura asiente; siempre ha tenido esa ambición como la única estimable—. La tierra bajo mis pies, los objetos que rozaba, ya eran sagrados. Comencé a ser Dios. Un guiño, una sonrisa, un mohín de disgusto, eran traducidos por los discípulos al lenguaje de los mortales. Eran órdenes, contraseñas de Dios. Los hombres leían en cualquier gesto verdades inapelables que yo jamás había formulado. Mis palabras ya eran ciertas antes de ser pronunciadas. Me bastó fundar una retórica de mí mismo.

—No creo, Señor...

—Pero el pueblo es sabio: lo supo antes que yo. A partir de ese momento ya no diría nada nuevo. Me sabía perfecto e infalible. Sólo me faltaba empezar a contradecirme.

—Contradecirse es humano.

—Yo no era humano ya. ¿Sabes por qué? Algunas verdades se van deshojando y uno sigue viéndolas como recién pronunciadas. Aunque sean verdades mustias. Espejismos de la soberbia. A tiempo me crucificaron: por amor al Jesús que habían conocido; por miedo al Jesús que asomaba, quebrando la cáscara petrificada de mis palabras. De ése me salvaron.

—Lo salvó el Padre, Señor.

—Qué Padre ni Padre. Fue el pueblo, Pepe. El Jesús que ellos amaron ganó en la cruz la inmortalidad de la memoria. Al otro Jesús, el que ya asomaba, no le dieron tiempo para asesinarlo. Morirse a tiempo es la más alta sabiduría política. Inalcanzable casi.

(…)

El Padre González de la Cruz, olvidando por un momento al de la cruz, ejerce la nostalgia:

—Aquella vez me siguieron con alegría.

—Ni que fuera una merienda campestre: Los pajaritos, las mariposas.

—Creían en la palabra. Tenían fe.

«Hay que creer en algo aunque no se sepa en qué. Una fe en falacias es preferible a una falta de fe». ¿Qué opinas, Pepe?

—Nunca pensé que dijeras...

—Lo hubiera dicho. Pero lo dirá Henry Link.

—¿Uno de esos herejes de la iglesia reformada?

—Peor. Un nonato. Pero sigue. Estabas en la bucólica: los pajaritos, las mariposas.

—Hablaba de la alegría con que enfrentaron todas las pruebas.

—¿Alegría? No me vengas con historias idílicas de iglesia dominical, pastizales ingleses y paisajes de Watteau. Sin techo ni pan, sin una vega honrada donde ganarse el tasajo, sin otra ley que tu santa voluntad. No jodas, Pepe. La miseria y la bondad no han hecho nunca buena yunta.

—Es cierto que al principio... Tuvimos que levantar la villa de la nada. Pero con el entusiasmo de los vecinos...

—El entusiasmo ¿no?

—Tampoco es Santa Clara la villa que yo soñaba. Diablos escurridizos...

—Eres una isla angélica asediada por un océano de demonios.

—Es la villa que yo fundé, Señor; lejos del Mal que infecta este lugar.

—Y lo que falta. Ya te enterarás.

Pero el Cura continúa sin escucharlo:

—Aún las casas son bohíos, hay carencias que ponen la discordia entre vecinos. Pero no es culpa nuestra. La culpa es de Remedios, que nos debe obediencia y tributo.

—Porque lo dice Don Pepe, Beneficiado, Vicario Delegado y etc.

—Porque lo dice el Capitán General, el Obispo, hasta Su Majestad el Rey, y Dios.

—Yo no lo he oído.

Qué falta de tacto político, piensa el Cura. Pero viniendo de quien viene, prefiere pasar por alto una afirmación tan conflictiva.

—Ellos acatan y prometen, pero después actúan por sus fueros: los animales y el pan no llegan nunca. Se solazan en su abundancia.

—Producto de su trabajo.

—Y de sus tratos con los herejes.

—¿Aceptarían ustedes un pan hereje, impío, descreído?

—El pan es sólo pan, pero los medios que emplean...

—Comercien ustedes también con los herejes.

—¿Cómo puedes pedirme algo así, Señor?

—Allá tú. Seguirás en la inopia.

—Ellos se burlan de nosotros.

—Sus razones tendrán.

Una marejada de ira amenaza ahogarlo:

—Ahora les faltará abundancia que estregarnos en la cara.

—Espera sentado, Pepe. Para el fin de esta historia falta un trecho.

El Padre camina a trancos por la nave. Su sombra es arrojada contra las paredes según el mudar del fuego en los vitrales. No puede admitir las razones de este Cristo heterodoxo, porque sería como admitir un cisma entre la Verdad y la verdad, entre su vida y la fe, entre su fe y la vida. Siente dentro de él una voz —remanente de tiempos idos ya hace tanto— que lo induce a revisar todo desde el principio; pero si es difícil revisar una vida, es casi imposible corregirla. Este Cristo no puede ser Cristo. ¿Será obra del Maligno? Aunque si es, me escucha (y sonríe en la cruz el muy cabrón, ¿me habrá oído?). Cristo asiente y se vuelve hacia el vitral del fondo, donde baila el zapateo una llamarada rojiza. No puede ser. El Cura se refugia en su empecinamiento, que le devuelve la seguridad en sí mismo que no han puesto en precario ni veinte años de lucha y sinsabores. Pero las palabras de este… (¿me oirá o no me oirá?) pretenden vulnerar mis convicciones.

—Buscábamos el buen camino, Señor. Y eso es más caro a Dios que la abundancia. Ellos tenían fe.

—Una vez te creyeron sí. Abnegación. Heroísmo. ¿Sabes que los dioses son incapaces de la heroicidad y el sacrificio? Son dioses. Ni falta que les hace. Sólo el orgullo humano puede domar los instintos más elementales, obligarlos a pastar heroicidad y abrevar en pozas de abnegación. Dulces sustancias —El Cura asiente con la cabeza. El esbozo de una sonrisa queda cortado de cuajo—. Pero cuando dejaron de creerte, el hambre les supo a hambre y la sed les supo a sed. Y ahí te jodiste, Pepe. Aunque faltaba mucho para que lo supieras.

(…)

—El Cabildo de la Catedral no tenía derecho.

—¿Tú sí?

—Como sacerdote de Dios...

—Como Vicario de Cristo, Embajador de su santidad, Lugarteniente de Dios, Dios en la Tierra, Salvador del Mundo, Semidiós, Hijo de Dios en persona, Corredentor. Codiós mejor, o Dios de Dios. Poco te falta para convertir la Santísima Trinidad en el Santísimo Cuarteto.

—No me abrume, Señor. En virtud de nuestro cargo...

—¿Quién duda de la virtud de un cura? ¿Y de un obispo? Menos. ¿Y del Papa?

—Nunca.

—Dios libre a Dios. ¿Y eso no es soberbia?

—Nos humillamos ante la voluntad del Todopoderoso, de los obispos, del Papa.

—Cuando se humillan, los masoquistas parecen mártires.

—Tú sufriste en la cruz.

—Y no me gustó ni un poquito.

—Hay martirios necesarios.

—No lo dudo, pero yo hablo de humildad, Pepe. Humildad.

—Obedecí la orden del Capitán General.

—No jodas. Obedeciste al Cabildo de la Catedral, que por conveniencias políticas evitó líos con la autoridad civil. No me hagas cuentos, que la omnisciencia también tiene sus ventajas —breve pausa que permite a la idea calar en la mollera del Padre—. Tú y yo sabemos que la autoridad civil no tiene potestad para encarcelarte, juzgarte o despojarte de tus bienes sin autorización de la iglesia.

—¿Y no es justo?

—Depende de quién componga la justicia. Tú los arrastraste al monte, pero cuando se les exige el regreso so pena de inobedientes, a ti te amenazan con multa de 50 pesos, y a ellos con cárcel y deportación a la Florida. Qué equitativo.

—No creamos nosotros esa justicia, Señor. La justicia del cielo...

—Del cielo cae la lluvia. Y eso cuando no hay seca.

—La divina justicia —Cristo sonríe, porque ahora es Don Bartolomé del Castillo la justicia divina. Juez y verdugo, ya dictó sentencia. Presunto al menos, que aún vaga con el ojo de su mosquete atisbando el espacio, la huella, el olor a incienso enclaustrado del Padre, que supone en algún sitio, entre la turba de incendiarios (¿Dónde te escondes, cabrón? ¿Dónde te escondes?). Pero no aparece. Y evita la tentación de liarse a tiros con dos partidas de esos fascinerosos.

—La más alta ley.

—La de Dios. El pobre Dios que ustedes mismos han fabricado.

—¿Tampoco existe? —ironiza por primera vez el Cura.

—Y si no existiera habría que inventarlo con edictos y bulas: guerrero o pacifista, iracundo o misericordioso, capaz de poner la otra mejilla o una bala de arcabuz entre ceja y ceja.

—La personalidad divina.

—Es de siquiatra según eso.

—¿Qué es siquiatra?

—Olvídalo. Ustedes sí son dioses: han inventado a Dios.

—Suena a blasfemia.

—No eres el primero que me lo dice.

—¿Debemos permitir la herejía de esos que llaman librepecadores?

—Librepensadores.

—Librepecadores. Ni libres ni pensadores. El único pensamiento libre es el de Dios.

—En las catacumbas había que convencer con amor y ejemplos de virtud. Ustedes se pueden permitir el lujo del poder: la intolerancia.

—Demasiado fácil es la tolerancia.

—Dividir el mundo en incondicionales y enemigos es siempre lo más fácil. Difícil es tener el puño y seguir dando la mano.

—Quien no cree, puede tolerar cualquier creencia. Los sacerdotes de una fe estamos llamados a imponerla.

—¿A cualquier precio?

—Crimen sería no imponer a los hombres la verdad.

—Así atente contra la ley primera de la vida, que es la vida misma.

—¿De qué serviría salvarles la pelleja si perderían el alma?

—¿De qué serviría salvarles el alma si pierden la pelleja?

—Son demasiado débiles para actuar por su cuenta.

—¿Hiciste la prueba?

—¿Para que se despeñen hacia el pecado y la impiedad? Censurar el mal ¿no es ejercer el bien?

—¿El mal? ¿O lo que tú crees que es el mal?

—Yo no. La fe.

—¿Censurar lo que la fe condena? ¿O mutilar los pensamientos y castrar las palabras?

—Pensamientos nocivos.

—Hay que creerse muy dueño de la última palabra para negársela a los otros. ¿No es soberbia eso?

—¿Soberbia dice? ¿O integridad de principios?

—Ardiente integridad. El fuego de la fe. Sea cual sea, esa candela está incendiando Remedios.

—Nunca fue mi propósito, pero ellos, los insumisos...

—Sumisión sin entendimiento, obediencia sin razones, fe sin virtud. ¿Nunca dudas, Pepe?

—A la palabra de Dios me atengo.

—Si tú supieras la de dudas que tiene Dios.

—¿El omnisciente?

—Saber es una cosa. Entender, otra. ¿No ves este mundo al garete? No porque Dios sea sordo ni ciego —confidencial—. Es indeciso.

El Cura mira en derredor con disimulo. Podría terminar en carne de tostadero, sólo por permitir que una herejía así ruede por el aire.

—No te inquietes. No hay nadie. Sólo Él —enarca hacia arriba las cejas—. Pero de tan omnisciente y omnipresente, ha elaborado la teoría del supremo equilibrio: «No hay acierto que no contenga su propio error», afirma. Y eso lo paraliza.

—¿Una parálisis de Dios? Eso es el caos. ¿Y Usted?

—Mi sabiduría, por suerte, es imperfecta, y eso me deja un margen para pensar, como los hombres.

—Pero tu pensamiento es puro.

—Qué va. Impuro como el de ellos. Y grandioso. Pensar, Señor Beneficiado, es la grandeza del hombre. Y reírse. ¿Qué otra cosa nos diferencia de los sapos y las cucarachas? Con lo extenuante que es tejer el ADN, si el Viejo se hubiera empeñado en diseñar un modelito exclusivo para cada bicho y cada planta, estaríamos a miércoles del Génesis. La producción en serie, Pepe.

Pero ya Pepe está resignado a no escuchar lo que no entiende:

—¿Hay que diseccionar entonces cada demonio ante sus narices, para convencerlos de que la Villa ha sido tomada por el Malo?

—Si atrapas a los demonios, que diseccionarlos por control remoto será asunto de Hollywood.

El Cura no entiende de controles ni de remotos ni de ese haligud, pero ya eso va siendo una rutina. Y contraataca:

—Perdóneme, Señor, pero cualquier razón siempre será objetable.

—Por suerte.

—La fe es la única razón que no tiene réplica.

—Basta negarla.

—¿Cómo?

—Negándola y ya.

—Imposible.

—Escolástica inversa: Lo que no admite discusión se niega y punto.

—Al quemadero irá quien ose...

—¿Entiendes ahora por qué los remedianos dicen sí, pero no?

—La verdad revelada no puede ser expuesta a un debate de cabildo como cualquier trifulca de linderos.

—Toda verdad que se niegue al público debate lleva dentro su propia mentira, que la irá devorando poco a poco.

—No permitiré que en mi parroquia los hombres discutan con Dios.

—En público.

—Nunca permitiré que a Dios le pidan cuentas.

—Sus cuentas quedarán pendientes. Hasta que sea demasiado tarde.

(…)

El Padre ha envejecido varios años en estas horas. Lo asedia un cansancio premonitorio del epílogo que lo acecha. Aunque dependa por ahora de los pasos sigilosos, que se desgranan al sur de la Villa (¿Dónde te escondes, cabrón? ¿Dónde te escondes?), mientras la impaciencia del mosquete, aceitado con esmero, va en aumento, y la bala se revuelve enclaustrada, ávida por morder, huérfana de víctima, inútil como una carta sin destinatario. Hay un cansancio inmemorial en la voz del Cura, sus palabras recorren un pedregoso camino cuesta arriba:

—La edad de los mártires ha sido suprimida. Vanidades del siglo.

—Qué novedad.

—Es la era de los cristianos de ocasión.

—Siempre hubo hombres sin fe, Pepe, sin dioses.

—Ahora son más.

—Culpa será de los dioses.

—¿Culpa de Dios?

—Hay hombres que nunca creyeron sino en sus propios sueños. Y a veces ni eso.

—Es lo que digo.

—Pero si la fe es obligatoria, no tienen más remedio que fingirla.

—Cristianos de ocasión.

—Para sobrevivir, Pepe. Qué remedio. Los ricos y poderosos simulan para medrar. Los sabios, para aprender a escondidas. El tostadero no es bueno ni para asar marranos.

—Aprender. De eso blasonan los renegados de la fe reformada.

—Los hombres sin dobleces son raros, y arden con suma facilidad en un mundo donde la industria y el comercio son ocupaciones de extranjeros; el trabajo, de villanos; el saber, herejía; el servilismo, virtud; y la fe santurrona, que no duda porque no cree, es la única fuente de provecho.

—No siempre.

—Algún día tu tocayo hablará de «aquel estado medroso e indeciso al que desciende la razón allí donde impera un dogma único e indiscutible», y también que «el predominio de un solo dogma es funesto al desarrollo de la mente y el carácter de un pueblo, máxime si es autoritario y fanático».

—¿No lo incineraron?

—Más o menos. Pero todavía. Será. Es la enfermedad profesional de los predestinados.

—Según Dios, son todos los predestinados: pobres y ricos entrarán en su momento al cielo.

—Unos a pie. Otros en carruaje.

—Los pobres siempre llevan ventaja: lejos de las tentaciones y las vanidades del poder o la gloria.

—Temerarios los ricos.

—El pobre sólo necesita perseverar en el camino de su escasez. Para los ricos es ardua la contienda contra su condición y señorío.

—Más meritoria, ¿no?

—Rico que entra al cielo es doblemente merecedor de la gracia.

—Rico en la tierra y agraciado en el cielo. Quien se queje es un malagradecido.

—También los ricos son obra de Dios.

—Pepe, carajo, tú sí eres un bicho. Podrías demostrar que Dios es un gavilán pollero, que el diablo fuma torcidos de Vuelta Abajo, o que yo soy mi propia abuela. Y previsor como eres, has asegurado para tí un viaje arduo al reino de los cielos, acaparando cuanta tierra hay desde Yagüey hasta el paso del Jatibonico, por doce leguas de anchura y hasta la misma costa.

—No tanto, Señor.

—¿No tanto? ¿Y las haciendas Gambao, San Agustín, Los Caguanes y Maiagigua? ¿Y el corral de Arroyo Manacas? ¿Y el hato Camaján en Yaguajay? ¿No tanto?

—En esta Ínsula, quien más quien menos, todos solicitan mercedes.

—Es para no caer en la miseria y que tu camino al más allá sea un master de probidad espiritual.

—¿Un qué?

—Un nada. Y te pasaste un pelín, Don Pepe, permitiendo a los vecinos, que si es por tener, no deberían ni pagar aduana cuando suban al cielo, comprar con sus limosnas todos los ornamentos de la iglesia, el servicio de plata: alhajas y prendas, custodia, guión y lámpara, candeleros.

—Cuando se quebró la campana...

—Ni aquella que largó las asas reparaste de tu pecunio.

—Ellos hicieron la colecta.

—Casi los excomulgas antes. Dios te recompensará, sin dudas, por perseverar en tu riqueza.

—Tenía puesta toda mi fe en la mudada. ¿Para qué invertir caudales en la campana, si deberíamos construir iglesia nueva donde asentara a mi grey?

¿Para qué? Tú no sabes cuánta batalla le queda por dar a esa campana, piensa Cristo, pero lo omite para no estropear el suspense.

—Yo había pensado en una fábrica de tres naves, toda de piedra, digna del nuevo asiento, y en ella poner mis caudales con largueza. Siempre he andado por el recto camino, Señor.

—¿En qué quedamos? ¿No es tan sinuoso el de los ricos?

—He sido fiel a los dogmas. Como inquisidor...

—Debes estar abrumado de trabajo, aunque con la de licencias para pecar que hay hoy, hasta quemar una villa es permisible.

—El desenfreno de las costumbres.

—El pecado está en veda, Pepe, en vías de extinción. Trátalo con cariño si lo encuentras. ¿No dicen los teólogos modernos que no estamos obligados a huir de las tentaciones y del pecado?

—Hay quienes exageran, Señor.

—¿Tú no? ¿Te estás quedando a la zaga de las nuevas teorías? Hasta se puede elegir el más cómodo camino hacia la salvación, siempre de buena fe, que eso ayuda.

—Sería un peso insoportable si el Señor nos obligara a transitar por un solo camino. Nunca estuvo en su ánimo.

—¿Usted lo conoció personalmente? —el Cura prefiere atribuir el chiste a un lapsus auditivo—. Por eso han aumentado tanto los viajes al cielo. Toermundoegüeno. Pasen, señores, pasen. Los caminos han sido abiertos por la magia de la teología. Congestión en las autopistas de Dios. Superpoblación celestial. Explosión demográfica en el séptimo cielo.

—Mientras más se salven, mejor. Siempre dentro de la fe.

—Que la herejía del pensamiento... Cuidado. Esa sí es peligrosa. Pueden asarte a la parrilla.

(…)

La noche se ha adueñado de los vitrales. El resplandor de los incendios apenas si los salpica de un amarillo tenue o de un lánguido rosa. El cabo de vela hallado en un rincón, permite al Cura mirar a los ojos de Cristo. Sería peor una voz flotando en la tiniebla. Aunque quizás no tanto. Camina hasta uno de los cristales y deja vagar su mirada, que los escombros permiten navegar ahora hasta los confines de la Villa, por los incendios mortecinos. Alcanza a ver una hilera de hombres que se pierde de vista en dirección a Santa Clara. El último, que por la anchísima ala de su sobrero debe ser el Capitán Luis Pérez de Morales, se vuelve en dirección a los rescoldos de la Villa y la mira largo rato, como catando la magnitud del holocausto, el mosquete alicaído en la diestra. Quizás contraer esta visión le contamine la asepsia unidimensional de su principio rector, con el virus de un arrepentimiento. Después se quita el sombrero y agacha la mirada durante varios minutos. Como si rezara. Como si dudara. El Padre lo ve dar la espalda al sitio donde estuvo la Villa, y desaparecer en pos de los otros.

—Ya se han marchado.

Cristo canturrea:

Cuatro fueron los nombrados

para subir a las casas,

Jaiba, Cometa, Tampico

y Atarraya de Guasasas.

—Crápula pura. ¿Eh, Don Pepe?

—No siempre se puede escoger.

—Y lo felices que son disfrazando sus malos instintos con los uniformes del Rey y de Dios: la ley, el orden, los sagrados deberes.

Pero Don Pepe no siente el menor deseo de discutir:

—Sólo hay silencio.

—Gracias a ti. Jamás los filibusteros asolaron el pueblo con tanta eficacia como tú, Pepe, para salvarlo de los filibusteros.

—Sólo un padre es capaz de salvar a sus hijos aún a costa de tanta destrucción.

—Más vale ser huérfano. Hay madres de una selectividad desastrosa.

Demasiado abrumado para seguir el tono ligero de Jesús, el Padre no puede reprimirse:

—Nunca hubiera querido llegar a estos extremos.

—Los vencedores no necesitan dar explicaciones. Y usted ha vencido, Señor Beneficiado. En toda la línea —El Cura hace un silencio largo. Demasiado—. Remedios fue trasladado ya al reino de la nada.

—Señor: bastante tengo con esa destrucción en mi conciencia.

—Los altos designios, los santos ideales resplandecen —martillea el de la cruz.

—Remedios no existe —el Cura no logra apartar los ojos de la ceniza humeante, que titila en la oscuridad.

—Veamos hasta cuándo.

Frase que intriga al cura, como una amenaza, y revuelve mil sentimientos encontrados que hasta ahora había eludido.

El Padre se arrodilla, de frente a las ruinas de la Villa, como para expiar una culpa, y quiere estar a solas con Dios. Necesita hablarle sin las interferencias de este hijo suyo que lo turba y exaspera. Al Altísimo se dirige de rodillas, con toda humildad, de corazón, Señor, rogándole ante todo que sea una conversación privada, que evite terceros por muy caros que le sean. Por piedad, Señor, que ya no puedo con tantas dudas y certezas malquerenciadas, con tanta responsabilidad sin el descanso de una confidencia: Tú eres testigo, Señor, de que todo lo hice por amor. ¿Eran éstos tus designios? Respóndeme Tú. Silencia a ése, tu hijo. Me acosa con palabras que parecen sacadas de los libros herejes. No quiero escucharlo. No quiero. Háblame tú, Señor. Los remedianos nunca se atrevieron a ponerme de frente sus malas razones. Corderos en el decir. Lobos rabiosos en el obrar. Así fueron. Ganaron tu castigo. Empecinados en su desobediencia. ¿Qué más podría hacer, Señor? ¿Aceptar su desacato para siempre? ¿Permitirles la burla a la virtud de los que siguieron tu camino y hoy se someten a las pruebas del hambre y la penuria en Santa Clara? ¿No flaquearía la fe de los rectos? ¿No cundiría el mal ejemplo? Tú eres testigo, Señor, de que todo lo hice por amor. Pero, ¿qué más podría hacer? Sólo un camino quedaba para que se cumplieran tus designios: que me amaran por miedo. Tú me enseñaste que no hay sendero torcido hacia la salvación. Hice cuanto pude para evitar esto. Pero fueron ellos, Señor, los que arrimaron la tea a sus propios desafueros. Ellos mismos. Pobre pueblo mío. Fui un instrumento en tus manos. Sólo quise que se cumplieran tus órdenes, Señor. En pago, ahora los más insolentes me acusan de tirano. Pero tú eres testigo: No ambicioné otra gloria que conducirlos a tu Reino. Permíteme concluir mi obra, ahora que el fuego ha purificado los malditos lugares. Atráelos a mi vera, para obrar sobre ellos, por arduos que sean, tus designios. Cuenta con mi voluntad de servirte. Y si en algo he errado, Señor, perdona mis culpas. Tú eres testigo de que todo lo hice por amor. No otra cosa he deseado sino el bien de mi grey y tu gloria. Hágase tu voluntad. Amén.

—Lástima que los ideales no sean habitables.

El Padre va a replicar, pero deja caer el gesto y vuelve al paisaje.

—Has vencido, Pepe. Parece.

—Yo lo advertí.

—Pero ellos te obligaron. Tú no querías. Lo hiciste por amor. Pobre pueblo tuyo.

La ironía de Cristo, que ha atisbado su confesión al Altísimo y suplanta su propia voz, lo sobresalta. Se acerca al pie de la cruz y mira al rostro que es ahora una caricatura del suyo, mientras continúa leyendo sus reflexiones y echándolas al viento en la voz del Cura:

—Han pagado por su soberbia. Los designios del Señor se han cumplido —la carcajada estremece al Cura como si acabara de escuchar al Malo. Se persigna. Cristo repite—. Los designios del Señor se han cumplido —Y regresa a su propia voz—. ¿Tú crees que los designios se han cumplido? Mira bien. Acércate y mira bien.

El Padre regresa y atisba la noche, cuarteada de incendios moribundos. Aguza la mirada, pero

—Sólo la noche, Señor, sólo la...

—Mira. Mira bien.

El Padre no está seguro, pero. Sí. Sombras. Sombras que se mueven.

—Las bestias de los bosques vienen...

—¿Las bestias?

—Acuden a cebarse en la ciudad muerta —regresa cabizbajo a los pies de Cristo—. Pobre pueblo.

—Ya eso lo dijiste. Pero ve y mira bien las bestias.

Intrigado, el Cura regresa al sitio por donde ahora entra una brisa marina, limpia y aromosa a salitre, apenas contaminada por el olor a chamusquina. Hace un esfuerzo para ver mejor en medio de la oscuridad. De pronto, las siluetas se acercan y el Padre no puede creerlo:

—Son hombres, Señor, muchos, muchos hombres y...

Cristo sonríe de su sobresalto.

—Son ellos. Ellos.

—¿Qué hacen?

—Ahora colocan unos horcones. Están...

—Eso mismo.

—Están volviendo a levantar la Villa.

—Corto triunfo el tuyo.

—Desacato. Desacato —grita el Padre asiendo un garrote y precipitándose hacia la puerta, pero se detiene de golpe, como si hubiera chocado contra ese muro invisible que es la noche. Suelta el garrote y regresa a postrarse ante Cristo.

—Protégeme, Señor. No son hombres. Son demonios, Señor.

—Sólo hombres, Don Pepe.

El Padre retrocede asustado, como si la voz lo hubiera mordido. Tropieza. Trastablillea. Cae. Se levanta. Señala hacia la ventana:

—No, Señor, son demonios.

Y se acurruca en un rincón, aterrado.

—Demonios. Son demonios.

—Son Hombres, Señor Cura, Hombres.

[1] Otros ojos habían observado la escena sin ser vistos: los del Güije de la Bajada, conjunción de sueños, que se ha trepado de un salto a un altísimo ocuje y desde allí duda si echarles una meadita o pegar un alarido que suene a diablo de esos que tanto mienta el de la sotana prieta, o... Pero al cabo se dice que éstos, de tan ensimismados, capaces son de no asustarse, y de un brinco se dirige al claro, donde se apretuja el remedierío. Algún Aguanilé-O armará su desparrame y su cagazón, que ya bastante cagados vienen huyendo tras el cura y delante de los demonios.