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Escrituras

El ruinoso esplendor

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Presentación de Diario Delirio Habanero (Mono Azul Editora, Col. Vuelapluma; Sevilla, 2010, 308 pp.), de Luis Manuel García Méndez, a cargo del periodista y escritor español Vicente Botín

Cuenta la leyenda que cuando Marco Polo estaba en su lecho de muerte, su familia le pidió que confesara que había mentido, que su Libro de las Maravillas era un conjunto de fábulas que poco o nada tenían que ver con la realidad. Pero Marco Polo se reafirmó en lo que había escrito y dijo: “¡Sólo he contado la mitad de lo que vi!”.

            En su libro Las ciudades invisibles, Ítalo Calvino pone en boca de Marco Polo estas palabras: “De una ciudad no disfrutas las siete o las setenta y siete maravillas, sino la respuesta que da a una pregunta tuya”.

            Esas palabras, que Marco Polo dirige a Kublai Kan, emperador de los tártaros, están contenidas en un hermoso libro que Ítalo Calvino, nacido, por cierto, en Santiago de las Vegas, dice haber escrito como “un último poema de amor a las ciudades, cuando es cada vez más difícil vivirlas como ciudades”.

            Diario delirio habanero, de Luis Manuel García Méndez, contiene no pocas “maravillas”, palabra que el Diccionario de la Real Academia Española, define como “suceso o cosa extraordinarios que causan admiración”, porque admiración es lo que provoca este viaje por un país, una ciudad sobre todo, en la que el viajero, nada más llegar, puede encontrarse con un Conejo Blanco de ojos rosas muy apurado que dice: “¡Ay, Dios mío! ¡Díos mío! ¡Voy a llegar tarde!”. Porque el viajero va a entrar en un mundo irreal, lleno de sorpresas, que le llevará a decir, como a Alicia: “¡Ay, Dios mío! ¡Hoy que raro es todo! ¡Y ayer todo era tan normal!”.

            No es extraño, pues, que este libro lleve por título Diario delirio habanero. Es un diario y es un delirio, un diario delirante o un delirante diario, porque desde la llegada, desde el reencuentro del autor con su ciudad, se suceden los asombros. Cuba, La Habana, se parece mucho a Brigadoom, la película de Vincente Minnnelli, en la que un pueblo de Escocia, sometido a un encantamiento, permanece dormido, y una vez cada cien años, tan solo por un día, recobra la vida.

            En ese día, los viajeros como Luis Manuel pueden llegar a Cuba, sabiendo que después de su partida la isla desaparecerá durante otros cien años. Los recuerdos, sin embargo, permanecerán muy vivos pero, al relatar el viaje, muchos pensarán que, como el Libro de las Maravillas, nada es verdad, aunque, como Marco Polo, Luis Manuel haya contado solo la mitad de lo que vio porque son tantas las “maravillas” que es difícil describirlas en un solo viaje.

            El aeropuerto José Martí de La Habana, la puerta de entrada a ese otro mundo, es como el patio de Monipodio, donde una cofradía de ladrones disfrazados de aduaneros esquilman a los recién llegados, sobre todo a los cubanos, a los que exigen el pago de un “impuesto revolucionario” en concepto de exceso de equipaje, ya pagado, lógicamente, en origen. Pero la lógica en Cuba es un bien escaso. No es extraño, por tanto, ver a los recién llegados abrir en el suelo sus maletas-mercado y distribuir ropa y alimentos en bolsas, sacos o maletas menos llenas, mientras degustan o reparten o trocean y tiran a la basura exquisitos embutidos para evitar que les sean confiscados bajo excusa fitosanitaria. Claro que siempre pueden recuperarlos más tarde, porque los productos incautados para su incineración les serán ofrecidos a precio de bolsa negra por los taxistas del aeropuerto, socios en sociedad de los aduaneros.

            Y así, franqueado el umbral, el viajero se adentra por la ruta que le conduce a una ciudad oscurecida para no dar pistas a los bombarderos del imperio, cuidando de bloquear bien las puertas del coche para evitar que desaparezcan las maletas en alguna de las paradas del camino.

            El amanecer sorprende al viajero en una ciudad bombardeada, con manantiales y riachuelos de aguas albañales que fluyen por las aceras y se estancan en los cráteres de las calles o entre las riostras que apuntalan muchos edificios o lo que queda de ellos. “En Cuba ya está en proyecto —dice Luis Manuel García— incluir un bache, al pie de la palma, en el escudo nacional”. Sorteando la carrera de obstáculos, por la que pululan guaguas, taxibuses, bicitaxis, cocotaxis, almendrones y fotingos, el viajero llega a la CADECA, donde los parientes de los aduaneros le cambian los euros por pesos convertibles al precio que les da la gana y si lleva la moneda del imperio, le descontarán  un impuesto revolucionario del 20 por ciento.

            Provisto de pesos convertibles, el viajero entra en una cuarta dimensión, en un mundo que, como diría H.G. Wells en La máquina del tiempo, está en un “estado de ruinoso esplendor”, donde émulos de Rinconete y Cortadillo, el Lazarillo de Tormes, el Buscón don Pablos y otros cofrades del Siglo de Oro español, se le aparecen al viajero en forma de taxistas, camareros, jineteras o jineteros, en el marco de lo que los cubanos llaman “resolver”, que no es otra cosa que buscarse la vida mediante la picaresca, el robo o la prostitución para hacerse con pesos convertibles y evitar morirse de hambre en lo que el autor llama “la patriótica moneda nacional”. 

            Luis Manuel García va más allá de la descripción de las mil y una argucias de que se valen los cubanos para poder sobrevivir después de más de medio siglo de dictadura. Como un hábil cirujano hunde el bisturí en la podredumbre de la “moral socialista” en los llamados “logros” de una revolución que predicó la igualdad, la justicia y la equidad y no es sino una cárcel donde una casta de privilegiados goza de todo tipo de bienes y servicios mientras el resto de la población sobrevive a duras penas o emprende el duro y difícil camino del exilio jugándose la vida en precarias balsas. Por el contrario, los extranjeros disfrutan de prerrogativas y derechos —libertades de movimiento, de empresas, acceso a bienes y servicios— que ni lejanamente se conceden a los nacionales.

            Luis Manuel García describe al responsable, a Fidel Castro, como “un dictador histriónico como Mussolini, en su oratoria repetitiva, didáctica; mesiánico como Hitler; sin escrúpulos si se trata de conservar el poder, al estilo de Stalin, y tan hábil en la intriga y en tejer su propia leyenda como Mao”. Ese hombre que prometió la Luna, deja detrás de él un paisaje lunar. “El Comandante, dice el autor del libro, no ha legado un zigurat ni una pirámide, ni un museo monumental o una torre emblemática, ni la configuración institucional del un país, ni un ideario… Arquitecto de su propio ego, Fidel Castro, dice Luis Manuel García, es la única obra perdurable de Fidel Castro”.

            Este diario delirio habanero viene acompañado de una valiosísima documentación, muy necesaria para entender la transformación o mejor dicho la transfiguración de un país llamado Cuba en la isla del doctor Castro. En 1958, la llamada Perla del Caribe estaba entre los tres primeros lugares de América Latina en casi todos los índices y hoy figura en la cola. Naturalmente, el autor del desastre no es Fidel Castro sino Estados Unidos, el cruel enemigo imperialista que paradójicamente y a pesar del bloqueo o del embargo, según desde donde se mire, se ha convertido en el quinto socio comercial de Cuba y en el principal suministrador de alimentos a la isla, datos que oculta el diario Granma, donde el todavía Comandante en Jefe publica sus fatwuas con recetas para salvar al mundo y para recordar a su hermano quien es el verdadero amo del país.

            La Cuba que refleja Luis Manuel García podría parecer una obra de ficción, tantas son las maravillas que encierra, y ya dijimos al principio que maravillas son sucesos o cosas extraordinarios que causan admiración. Admiración causan las cosas aquí contadas, tan bien contadas, con un rico lenguaje sabiamente utilizado por este hábil artesano del verbo y la palabra. Pero este libro también causa dolor, mucho dolor. Cuba duele, Cuba nos duele a los que la amamos, a los que la contamos, a los que como Luis Manuel la cuentan con la esperanza de que pronto acabe la larga noche que cayó sobre ella hace ya demasiado tiempo.



Travesías de la memoria

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Las tres novelas publicadas por Carlos Victoria[1], Puente en la oscuridad, La travesía secreta y La ruta del mago, tienen nombres viales: puente, travesía, ruta. Mientras, sus tres libros de cuentos[2], Las sombras en la playa, El resbaloso y otros cuentos y El salón del ciego, invocan instantes capturados con sus nombres de instantánea, de lienzo, de daguerrotipo. Y no se trata de meras casualidades. Con instantáneas y caminos el autor ha fabricado un mundo —cercano, doloroso, tan verosímil que cuesta vencer la tentación de buscar a César y a Adela en las calles, de abandonar unas flores sobre las tumbas de Enrique, de William, de Ricardo; de consolar a Abel, inquietarnos por el destino de Natán Velázquez, o alcanzarle a Marcos Manuel Velazco un par de analgésicos que le alivien la resaca existencial, o la otra.

 

Aunque obtuvo en 1965 el premio de cuento de El Caimán Barbudo, Carlos Victoria podría ser catalogado como “un escritor del exilio” (si eso existe, porque una definición de tal calibre sería tan engañosa como las nóminas culturales de La Habana). Según él confiesa[3], su obra publicada ha sido completamente creada (o, al menos, redactada, cosa diferente) fuera de la Isla. De lo escrito en Cuba sólo pudo recuperar tres libros de poesía y un par de cuentos. La Seguridad del Estado incautó el resto de sus manuscritos. Más tarde, lo escrito desde la salida de prisión, en julio de 1978, hasta mayo de 1980, lo quemó él mismo el día antes de abandonar la Isla: dos novelas inconclusas desaparecieron en minutos.

 

 

Trayectos

 

Sus tres novelas son verdaderos Bildungsromanen, especialmente, La travesía secreta y La ruta del mago, dado que Puente en la oscuridad es una suerte de búsqueda inversa, de retorno a la infancia en el intento de localizar a ese hermano elusivo que no sólo mantiene en tensión al lector, sino que desdibuja la frontera entre realidad, nostalgia y mitología. Independientemente de que Abel (La ruta del mago, 1997), Marcos Manuel Velazco (La travesía secreta, 1994) y Natán Velázquez (Puente en la oscuridad, 1993) tengan diferentes nombres, los tres podrían perfectamente componer un mismo Aprendizaje de Wilhelm Meister, desde la infancia de Abel hasta la torturada edad adulta de Natán, pasando por la juventud llena de preguntas, de caminos que se bifurcan, de tanteos sexuales, culturales y políticos, de Marcos Manuel. En contraste con las novelas de becados, de participantes, de personajes insertos en la maquinaria sociopolítica cubana, el adolescente Abel, que sufre una suerte de extrañamiento ante el paisaje de la flamante Revolución, el que ve pasar la manifestación y las consignas sin sumarse, da paso al Marcos Manuel que intenta encontrar respuestas personales, un espacio de libertad y un encaje auténtico en la sociedad, eludiendo por igual la marginalidad y el oportunismo, con lo que consigue la expulsión de la universidad, el desmoronamiento de una red de amigos cuando cada hilo se marcha a pescar por su cuenta, la cárcel y esa suerte de destierro que es el regreso a los orígenes. De ahí que encontremos a Natán ya en el exilio, donde ha obtenido otros grados de libertad, aunque tampoco encaje, aunque esté condenado a la búsqueda de un hermano que es la búsqueda de sí mismo. Novelas de aprendizaje que culminan en una novela de misterio que, a su vez, rebusca en los orígenes como si le fuera dado reeditar la historia. A lo largo de las tres, presenciamos los intentos de exorcizar a los mismos fantasmas: la soledad, el desarraigo y el difícil ajuste en dos sociedades que exigen su tributo, cada una en su propia moneda.

 

 

Temas insulares, jardines muy visibles

 

En la obra narrativa de Carlos Victoria, tanto en sus cuentos como en sus novelas, el autor explora las trastiendas de la realidad visible, los sótanos, los desagües donde la sociedad intenta ocultar/arrojar sus desechos. Recorrer su obra es asistir a una galería de personajes que, en el menos dramático de los casos, se mueven en los márgenes de la corriente, cuando no se trata de seres marginados y marginales, sumergidos en la bruma del alcohol o las drogas, o intentando bracear desesperadamente para escapar de ella. Seres que intentan ser ellos mismos y huir de la maquinaria estandarizadora que pretende cortarlos y editarlos de acuerdo al patrón de una presunta “normalidad”.

 

Tres son sus temas recurrentes, enlazados entre sí, son la intolerancia, la inadaptación y la huida. Sobre todo, la huida. En su obra todos huyen de algo. El exilio es apenas una de las expresiones de esa huida. Tres temas que no son cotos privados de nuestra insularidad transida de política.

 

En “El alumno de Lezama”, el viejo escritor ha sido marginado por su tibieza política mientras sus jóvenes amigos necesitan un sitio para ser ellos mismos, lo que presupone un espacio social donde ello les está vedado. En “El baile de San Vito”, la presión de la intolerancia social transita toda la historia, un punto de partida de la desgracia nacional traducido en asuntos de familia. Un personaje intenta una y otra vez huir del país, otros han decidido quedarse y aspiran, apenas, a sobrevivir o medrar, el hombre huye de la camisa de fuerza en que se ha convertido el hogar, y la mujer pretende apuntalar la estructura doméstica ante la inminencia del derrumbe. La censura presente en “Dos actores” y la intolerancia, traducida en prisión, ante la “conducta impropia” de un recluta homosexual, en “Liberación”. En “Ana vuelve a Concordia”, a primera vista nos parece descubrir cierto rechazo social del cubano residente en la Isla al que viene “de afuera”. Página tras página, se nos revela que el presunto rechazo es la cáscara engañosa de la propia frustración. El hijo pródigo que regresa es el recordatorio de que nosotros también pudimos hacerlo, de que también podríamos estar regresando. Tanto en “El Armagedón”, con su mirada a la cárcel, como en “El resbaloso”, “El novelista” y “La estrella fugaz”, está presente, directa o indirectamente, esa fuerza oscura que obliga a huir a los personajes. Y, en los dos últimos, se evidencia que esa intolerancia, capaz de actuar como desencadenante, no es exclusiva del totalitarismo insular, sino que se extiende a esa sociedad adonde han ido a parar muchos personajes acarreados por la resaca. Tanto en una como en otra, “varios se encuentran doblemente marginados”[4].

 

Puede que la persistente vocación literaria de Carlos Victoria, los accidentes y obstáculos que ha salvado para construir su narrativa —desde las acusaciones de “diversionismo ideológico”, la prisión y el secuestro de manuscritos, en Cuba, hasta la falta de apoyos institucionales, en el exilio, que lo ha condenado a trabajos alimenticios y a la lenta edificación de su obra (sin descontar el efecto bienhechor de este tempo de factura)—, todo parece propio de sus personajes. De alguna manera, Carlos Victoria es el primer personaje de Carlos Victoria, y no necesita siquiera disfrazarse, como en el cuento “Halloween”.

 

Si la intolerancia es la causa, el tema que está en el origen de su narrativa, el efecto más visible en su obra es la inadaptación, el desarraigo. Liliane Hasson[5] afirma que

 

(…) la inconformidad caracteriza a la mayoría de los personajes, tan inaptos [sic] como inadaptados para vivir en la sociedad que les ha tocado en suerte, sea en la Cuba revolucionaria, sea en Miami (...) Ciertos personajes son impotentes, unos luchan por mantenerse a flote, algunos se refugian en la bebida o en otras drogas, en el sexo, en la locura, hasta en el suicidio. Otros más buscan el apoyo de la religión, del misticismo, de la especulación filosófica, de la cultura…

 

Reinaldo García Ramos[6] señala con qué frecuencia los personajes son ex alcohólicos, muchas veces como protagonistas o narradores. Y Carlos Espinosa[7] habla de "páginas de marcada impronta generacional (…) de vidas tronchadas [que] tiene mucho de exorcismo”.

 

La angustia del desarraigo y la marginalidad es el medio natural donde se mueven Marcos Manuel Velazco, en Cuba, y Natán Velázquez, en Miami. Desarraigo en tanto que personajes excéntricos (descentrados) de una norma vital que les impone un “comportamiento”, una moralidad. La misma angustia del desajuste, de la incapacidad del “amoldamiento” transita toda la cuentística de Carlos Victoria. Un desarraigo que asola por igual a los personajes de la Isla y del exilio. Evasión, droga y alcohol, con su correspondiente ricorsi: curas de desintoxicación, seres al borde de la recaída.

 

Reinaldo García Ramos[8] también menciona entre los temas recurrentes de Carlos Victoria “el desamor, tanto genital como filial, y el carácter amorfo y ambiguo, fluctuante y frágil, de la amistad entre hombres jóvenes”. Más que desamor, yo hablaría de amor interruptus, imposible, amor siempre reintentado pero que no consigue fraguar por muchas razones —la locura, el alcohol, la distancia, el desconocimiento, la incapacidad de renunciar a una parte del propio yo, la duda.

 

El último tema en esa cadena de relaciones causa-efecto, y que se constituye, a su vez, en un generador adicional de desarraigo, extrañamiento, desajuste respecto a una nueva realidad “normalizada”, es el exilio. El momento preciso de la ruptura, cuando el protagonista decide, como Marcos Manuel, ser un espectador de la realidad insular, pero desde esa platea alta que es el exilio, es recurrente en sus cuentos. Un exilio que no es sólo ese espacio físico de la diáspora, esa patria de repuesto, especialmente Miami. El exilio puede ser La Habana; puede ser todo tiempo presente, en contraste con esa patria vívida que es la juventud y la infancia; puede ser el alcohol, como en “Pólvora”, cuando la evasión hacia el territorio prohibido permite que la mujer vuelva a ser hermosa, y el hombre, guerrero, y que los jóvenes tengan fe en ellos mismos, los callejones sean avenidas y las casas apuntaladas se yergan. El exilio puede ser la muerte; como puede ser una forma del exilio la noche o la literatura; excepto el propio cuerpo, ese refugio último.

 

Carlos Espinosa[9] anota que la realidad de la cual se nutre Victoria es la cubana, la de la Isla y la de Miami, la del exilio interior y la del exilio físico. Habría que subrayar que los avatares de la “exterioridad”, tienen en él un valor desencadenante. Los verdaderos exilios son esas huidas interiores a las que parecen propensos muchos de sus personajes, una suerte de respuesta transgresora a las presiones de la realidad exterior. Reinaldo García Ramos[10] califica a toda su obra como “la crónica del exilio en los años posteriores a Mariel”. Pero Carlos Victoria es el cronista de su intimidad. Los acontecimientos, las noticias, la sociedad, el entorno, son los toques a la puerta. El autor está tratando de saber qué ocurre dentro de la habitación cerrada. Marcos Manuel Velazco transita 477 páginas intentando delimitar las coordenadas de su propia geografía.

 

La complejidad de sus personajes se traduce con frecuencia en ambigüedad o ambivalencia. La “perdonabilidad” del delito en “El abrigo” y “En el aserradero”, donde robar es apenas un acto “inconveniente”. El sinuoso curso de una vida en “Un pequeño hotel de Miami Beach”. La escabrosa relación con una prostituta ladrona en “La franja azul”. La ambigüedad sexual en “El atleta”, en La travesía secreta, en La ruta del mago, y, desde luego, la ambigüedad por excelencia que campea en “El resbaloso”, uno de sus cuentos más inquietantes. Ese resbaloso que deambula por la ciudad, posible alter ego del escritor, inasible, intocable, fisgoneando la vida ajena sin un propósito definido. Perseguido por la policía y por los vecinos. Nadie sabe exactamente por qué. Nada ha robado. A nadie viola o agrede. Es, al mismo tiempo, el señor de los apagones, la subversión que se oculta en la sombra, inatrapable para guardas, policías, cederistas, porteros de hoteles. Es el espíritu de la noche en la ciudad que se deshace, la ciudad que evoluciona con cada derrumbe hacia un recuerdo de la ciudad. La ciudad que se conjuga en pasado en una suerte de viaje a la semilla. La ciudad cuyo espíritu es, posiblemente, esa mujer ciega y sorda que al final, en el momento del cataclismo, dice “abur”. Una ambigüedad que, en sus novelas, se traduce en búsqueda de las claves de futuro (La travesía secreta y La ruta del mago) o de las claves del pasado (Puente en la oscuridad), aunque las conjugaciones son engañosas. Las encarnaciones de Carlos Victoria en sus personajes, en especial, en sus novelas, una verdadera trilogía con un solo protagonista heterónimo, son incapaces de sumarse, de desaparecer disueltas en una marcha del pueblo combatiente o en la marea humana de un centro comercial; de modo que su pregunta es siempre la misma: quién soy, qué hago aquí, hacia dónde voy. La ambigüedad es la materialización de la duda.

 

Historias inquietantes donde el juego de transgresiones es continuo: “El novio de la noche”, “Pornografía” —en ese ambiente sórdido donde resulta casi natural que el protagonista prefiera masturbarse con la foto de la mujer, a acostarse con ella—. “La ronda”, una historia irreal que anuda bajo un flamboyán la noche, el sexo y la muerte, y que se aloja en nuestra memoria con la persistencia de aquella alimaña a la que se refería Cortázar y de la cual resultaba imposible librarse. Quizás por esa fascinación que todos sentimos por lo oscuro, lo sórdido, lo distinto. O esa multivalencia en la vida de “El novelista”, acerca del cual Benigno Dou[11] invoca esa “dimensión extraterritorial donde el creador tiene patente de corso para saquear los restos de los naufragios humanos”.

 

Aunque es cierto que “los protagonistas son volubles”[12] y sus modales son (a veces) contradictorios, no coincido con Liliane Hasson en “que aparentemente rayan en la incoherencia”. Por el contrario, hay en sus acciones una lógica conductual perversa, excéntrica, desplazada de una presunta “norma social”, pero lógica al fin, compelida por experiencias vitales cargadas de frustraciones, desajustes, extrañamientos. Los personajes de Carlos Victoria, como su travesti o sus invitados a la fiesta de Halloween, tienen muchos rostros, muchos maquillajes, varias facetas no siempre bien avenidas. Son poliédricos, humanos. Desde luego que, como señala la ensayista francesa, “son varios los Marcos, las Sofías, los Elías, desparramados en las obras; el mismo Abel, protagonista de La ruta…, ya aparecía en el cuento “El repartidor”[13], subrayando así la ambigüedad como clave necesaria en su universo narrativo, lo cual, desde luego, no nos permite concluir que “un escritor que recalca la ambigüedad y evoca las dudas que le asaltan no puede ser polémico ni político”[14].

 

Si habláramos de la presencia de claves políticas, los textos de Carlos Victoria me recuerdan la famosa respuesta de Augusto Monterroso: “...todo lo que escribí era un llamado a la revolución, pero estaba hecho de manera tan sutil que lo único que logré a la postre era que los lectores se volvieran reaccionarios”[15]. Y, desde luego, si dependen de la absorción de un mensaje explícito, los lectores de Carlos Victoria pueden volverse lo que les venga en gana. Es cierto que en su obra no hay “resentimiento ni énfasis en la denuncia política”[16] y que “aun en aquellos relatos y novelas donde los personajes se mueven con desgarramiento, Victoria deja que su voz sosegada los contamine”[17]. Y aunque, efectivamente, ”dista mucho de ser comprometida”[18], al menos en la más común acepción del término, estamos frente a una literatura políticamente incorrecta. Incorrecta para casi todos los bandos y facciones de la política: virtud añadida.

 

El desmoronamiento de un mundo y la aparición de otro donde cruzan turbas de extras coreando consignas, y donde basta ponerse un recién planchado uniforme de miliciano para ponerse una recién planchada moral; doblez, engaño, juego de apariencias, derogación de viejos códigos e implantación de un marxismo reducido a cómic (La ruta del mago). El grado, la profundidad de la miseria cubana devenida modo de vida, tragedia permanente, que traspasa un cuento como “El abrigo”. Esa existencia trágica, epigonal, marginada por el poder y apenas aceptada por las nuevas generaciones sólo por conveniencia en “El alumno de Lezama”. “El baile de San Vito”, que resume en asuntos de una familia la desgracia nacional. La historia de Julio, con su nombre de mes cálido y cuajado de mártires que, en “Liberación” terminó en la cárcel por enamorarse de otro hombre. La presencia densa de la censura en “Dos actores”. La cárcel por razones de fe en “El Armagedón”, el robo, “En el aserradero”. La tragedia, en La travesía secreta, de un adolescente incapaz de tragar con resignación bovina el pasto seco de la ideología precocinada que se le sirve como único menú posible. Todas son historias que fotografían a contraluz la erosión causada en la condición humana por el proceso político cubano, una denuncia más a fondo, más a la raíz, que cualquier diatriba coyuntural y suculenta en adjetivos disparados contra las ramas.

 

Y, por otro lado, esa vida que se desmorona en “Un pequeño hotel de Miami Beach”; la mujer que se refugia en sí misma en “Ana vuelve a Concordia”; la inadaptación de escritores doble o triplemente exiliados en “La estrella fugaz”; la dura vida cotidiana en “El repartidor”; la desolación que transita “Las sombras de la playa”, y la marginalidad en “La franja azul”, “El novio de la noche”, “Pornografía”, y, sobre todo, el buceo en las cloacas de la sociedad miamense que es “El novelista”; la incapacidad adaptativa de Natán Velázquez a una sociedad (de y para el) consumo, sucedáneo hedonista de la ideología, su búsqueda de claves, de asideros en el pasado, el desfile de vidas fracturadas, solitarias. Todos ellos son un muestrario de la otra cara de ese exilio próspero frente a la crisis perpetua de la Isla. Una vivisección de la otra Cuba. La narrativa de Carlos Victoria sólo es política en la medida en que ello es la “actividad del ciudadano cuando interviene en los asuntos públicos”, como reza el diccionario de la Real Academia.

 

 

El ecosistema Carlos Victoria

 

Tiene razón Carlos Espinosa cuando declara que Victoria ejerce el “desplazamiento Cuba-Miami, a veces poético, a veces real”[19], corroborando al autor, quien ha declarado: “Yo nací y viví treinta años en Cuba, y eso es parte vital, para bien o para mal, de lo que soy. Pero al final lo que queda es la obra, que si es valiosa opaca la nacionalidad e incluso la vida del autor, aunque éstas estén implícitas de alguna forma en cada página”[20]. Si nos pidieran delimitar geográficamente el coto de caza literario al que acude Carlos Victoria, tendríamos que dibujar una parcela que va de Camagüey a La Habana y que termina en los suburbios septentrionales de Miami. Pero esa sola parcela es insuficiente. Carlos Victoria hace también

 

(…) una literatura de la transmutación y hasta de la transmigración. Tocados por una suerte de ubicuidad trágica estamos en dos sitios a la vez. Y por lo mismo no estamos en ninguno. “Un pequeño hotel en Miami Beach” puede estar situado en un extraño paraje donde el personaje al doblar Collins Avenue entra en las calles Galiano y San Rafael, en La Habana[21].

 

La geografía de Carlos Victoria es incierta, dubitativa, los personajes transitan de un paisaje a otro sin pausas. Pero es aun más sutil: viven en Miami con el mismo gesto de habitar La Habana. A ello contribuyen los tránsitos dictados por el autor, y donde unos pocos recursos de la literatura fantástica, estratégica y discretamente dispuestos, consiguen de soslayo que, sin forzar el tono, el lector sienta la “naturalidad” de esas transmigraciones. Pero no es, de cualquier modo, una literatura acotada por la geografía. Sin dejar de ser cubanos, sus personajes y sus entornos, los conflictos que aquejan a los habitantes de sus ficciones resultan familiares a cualquier hombre, especialmente a aquellos que han padecido dictaduras y destierros, es decir, a la tercera parte de la humanidad. Y, seguramente, son más exactas para ubicar el hecho literario estas coordenadas de la sensibilidad y la imaginación, que meros paralelos y meridianos acotando la página.

 

Desde luego que no se puede hablar de un ecosistema Carlos Victoria sin referirnos al estilo y al idioma. Lejos del “repentino extrañamiento”[22] del cuento breve, al que se refería Cortázar como un objeto literario que “no tiene estructura de prosa”[23], los de Carlos Victoria —que tuvo a Cortázar como uno de sus primeros “amores literarios”­— se acercan a aquel “relato demorado y caudaloso de Henry James, ‘La lección del maestro’ [donde] se siente de inmediato que los hechos en sí carecen de importancia, que todo está en los hechos que los desencadenaron, en la malla sutil que los precedió y los acompaña”[24]. Quizás porque “el autor no se ciñe a una anécdota clásica, sino que deja la acción en esa especie de interregno en tono menor en que ocurren las historias de Pavese, de cierto Hemingway”[25]. En este territorio encaja perfectamente la trivialidad de algunos de sus argumentos: el abrigo del cuento homónimo, la vida insulsa de “La australiana”, el televisor de “La franja azul”, el trago que se prepara en “Pólvora”, los argumentos alrededor de los cuales se articulan “Las sombras de la playa” y “La estrella fugaz”. Meras excusas argumentales bajo las cuales se construye la verdadera historia. Un procedimiento que explica el tempo de los cuentos, así como su carácter protonovelístico, porque, ciertamente, en ellos ”hay voces que claman por espacios más amplios. Victoria, sin duda, es un cuentista que trabaja con los planos de un novelista”[26], “cuentos que se integran en un continuum como piezas de un rompecabezas”[27]. Es como si Carlos Victoria quisiera corroborar con su obra que “un cuento es significativo cuando quiebra sus propios límites con esa explosión de energía espiritual que ilumina bruscamente algo que va mucho más allá de la pequeña y a veces miserable anécdota que cuenta”[28]. Algo que fragua en sus tres novelas, especialmente en La travesía secreta, la más ambiciosa, donde las aproximaciones de sus cuentos se enlazan creando una corriente narrativa que fluye a la manera de esos ríos de llanura, superada ya la adolescencia de los barrancos, depuradas sus aguas por el largo tráfico entre las piedras.

 

“Recios y perfectos” llamó a sus cuentos Reinaldo Arenas en la contraportada de Las sombras de la playa, y “precisos mecanismos de relojería”[29], apostilló Benigno Dou, para aclarar a continuación: “Esta economía de recursos (...) puede confundir a más de un lector en busca de una gratificación literaria inmediata. Nada más fácil que confundir la falta de adorno con la desnudez, la mesura con la timidez, la ambigüedad calculada con la falta de audacia literaria”. La concisión, incluso la escueta narración de los hechos, sin demasiados sobresaltos formales —”Las sombras de la playa” es, posiblemente, una de las pocas, aunque feliz excepción— responden a una intención explícita del autor, quien ha admitido: “estoy dispuesto a experimentar siempre que eso responda a una necesidad de la narración”[30]. Ni más ni menos. Sí pueden detectarse incursiones de la dramaturgia en su narrativa: “el ritmo de los numerosos diálogos, los desplazamientos de los personajes, los escasos lugares o, mejor dicho, decorados donde se desarrollan las escenas claves”[31], así como la presencia del cine, tanto en su técnica (la sucesión de planos a lo largo de los cuales se desarrolla “El novelista”) como las referencias al cine en tanto que locación de escenas eróticas, llegando a ocupar el centro del espacio narrativo (“Pornografía”). La ausencia de lo fantástico o la mesura experimental podrían conferir a la narrativa de Victoria una textura excesivamente lineal, peligro conjurado en Puente en la oscuridad y La travesía secreta por oportunas irrupciones de lo onírico, los delirios del alcohol y la droga, la locura y lo sobrenatural, más que lo religioso cuya presencia queda apenas en los desvaídos recuerdos de infancia y en el plano filosófico.

 

El ecosistema Carlos Victoria termina de fraguar en el idioma. Lejos por igual del barroco, sobre todo de Lezama o Sarduy, y de la prosa majestuosa, por momentos hierática, de Carpentier, de la oralidad desbordante de Cabrera Infante y del atropellado discurso narrativo de Arenas, la contención de Victoria es, justamente, la búsqueda de una prosa al servicio de la historia. Una prosa contenida, equidistante, que rehúye tanto el desaliño como la pirotecnia. Una concisión, una desnudez que ya constituyen un estilo propio, una sobriedad que bien podría proceder, como bien dice Emilio de Armas[32], de “la sencillez expresiva de la [literatura] norteamericana”.

 

No hay en esta narrativa la procacidad explícita que algunos pretenden traficar como lo genuinamente cubano. Por el contrario, la justa dosificación, la negativa a la experimentación gratuita, y, posiblemente, el que su “idioma cubano” creciera en el tránsito Camagüey-La Habana-Miami, con el añadido de todos los castellanos adventicios que pueblan la oralidad de su ciudad adoptiva, han conformado una norma lingüística ajena a los localismos, aunque, con un finísimo sentido de la pertenencia y transitada por oportunos cubanismos: un goteo que, sin abrumar, establece coordenadas idiomáticas difíciles de pasar por alto. Si, como decía Borges, no cabe la menor duda acerca de la naturaleza árabe del Corán, dada la ausencia de camellos en sus páginas, la ausencia de aseres y jevas es prueba suficiente de cubanía (si es que eso constituyera un valor añadido) en Carlos Victoria.

 

Subrayo la intencionalidad del autor en conseguir esa prosa subalterna a la sustancia narrativa, pero como lector echo de menos, por momentos, ciertos sobresaltos de la palabra que suelen otorgar relieve. Aunque posiblemente sea una deformación profesional, síntoma de nuestra desmesura.

 

 

La verdad sospechosa

 

Ya en abril de 1987, en una conferencia dictada en La Sorbona, Reinaldo Arenas calificaba las primeras obras de Carlos Victoria, entonces inéditas, como “una especie de lucidez desolada”, y subrayaba lo que tenían en común, a pesar de sus diferencias, los escritores cubanos del exilio[33]. En 1999, Jesús Díaz alababa a Guillermo Rosales y a Carlos Victoria por haber inventado “un Miami littéraire[34], y Olga Connor[35] cita al segundo como ejemplo de una literatura del exilio, al contrario que autores surgidos en Cuba o que, aun exiliados, “sólo escriben sobre Cuba”. Es comprensible la necesidad que tiene un exilio sangrante de verse reflejado en un corpus artístico o literario que le pertenezca (cierto orden de manipulación política de la cultura no se detiene ante la palabra “pertenencia”). Pero se trata de esa misma manía patentada por el totalitarismo de escoger el arroz de la cultura, apartando los granos malos y las piedras (los otros) del arroz limpio (los nuestros). Los propios escritores de Mariel, aun cuando blasonaran de cierto espíritu generacional, gregario, mantuvieron su no pertenencia en tanto que escritores sin propietario. El propio Victoria afirma: “A la larga ‘las literaturas’ no importan, lo que queda es la obra individual de los buenos escritores, que más que pertenecer a una literatura, tienen un nombre y un apellido”[36].

 

En cuanto a su estilo, Victoria explica[37]: “busco una distancia y a la vez un acercamiento. El acercamiento viene de que sólo escribo cosas que para mí resulten significativas, en un sentido vital, afectivo o emocional. La distancia viene de que al escribir freno la emoción y el afecto. Me interesa ese contraste”. Quizás el autor esté revistiendo de intencionalidad lo que es una necesidad vital, una emanación de su personalidad, cuando “la capacidad de escribir se convierte en una especie de escudo, una manera de esconderse, una manera de transformar el dolor en miel demasiado instantánea”[38].

 

La autenticidad no es un valor literario en sí misma. La autenticidad en su lectura lineal, de fidelidad a una circunstancia, de reflejo exacto, tiene valor para las calidades del azogue, de la historiografía o del testimonio, pero la naturaleza de la literatura es más elusiva. En ese sentido, cualquier “autenticidad” constatable puede falsear la veracidad literaria, algo de lo que se cuida Carlos Victoria facturando una narrativa atenta a las exigencias de los personajes, permitiendo que crezcan a su manera, prestando oído a la historia que se va construyendo, aunque contradigan el guión, las premeditaciones argumentales. Liliane Hasson[39] nos cuenta que, en 1993, evocando los días que precedieron a su salida por el puerto de Mariel, el propio escritor aclaraba que la literatura, para él, “significa sobre todas las cosas autenticidad. Y mi gran interrogante en abril de 1980 era si fuera de mi patria lo que yo escribiera podía seguir siendo auténtico”. Algo que, sin dudas, ha conseguido, si entendemos la autenticidad como veracidad literaria, desgarramiento. Y el lector atento detecta de inmediato cuándo la obra ha sido tasada en balanzas trucadas, cuándo el escritor ha puesto, como decía D.H. Lawrence en Morality and the novel, “el pulgar en el platillo para hacer bajar la balanza de acuerdo a sus propios gustos” y cuándo ha respetado lo que para él era “la moral en la novela”: “la temblorosa inestabilidad de la balanza”.

 

 

Travesías de la memoria”; en: Encuentro de la Cultura Cubana; Carlos Victoria en persona, n.° 44, primavera, 2007, pp. 34-43.


 

[1]Puente en la oscuridad (Premio Letras de Oro, 1993); Instituto de Estudios Ibéricos, Centro Norte-Sur, Universidad de Miami, Coral Gables, EE. UU., 1994. La travesía secreta; Ediciones Universal, Miami, 1994. La ruta del mago; Ediciones Universal, Miami, 1997.

 

[2]Las Sombras en la playa; Ediciones Universal, Miami, 1992. El resbaloso y otros cuentos; Ediciones Universal, Miami, 1997. El salón del ciego; Ediciones Universal, Miami, 2004. Reunidos en Cuentos, 1992-2004; Ed. Aduana Vieja, Cádiz, 2004.

 

[3] Armengol, Alejandro; “Carlos Victoria: oficio de tercos”; en Linden Lane Magazine; enero, 1995.

 

[4]Hasson, Liliane; Carlos Victoria, un escritor cubano atípico, en Reinstädler, Janett y Ette, Ottmar (coordinadores); Todas las islas la isla: nuevas y novísimas tendencias en la literatura y cultura de Cuba, Iberoamericana, Madrid, 2000, pp. 153-162.

 

[5] Ob. cit.

 

[6] García Ramos, Reinaldo; “La playa se ilumina”; en Stet, n.º 6, 1993.

 

[7] Espinosa, Carlos; El peregrino en comarca ajena; Society of Spanish and Spanish-American Studies, University of Colorado, Boulder, Colorado, 2001.

 

[8] Ob. cit.

 

[9] Ob. cit.

 

[10] Ob. cit.

 

[11] “Como precisos mecanismos de relojería”; en El Nuevo Herald, 16 de noviembre de 1997, p. 3E.

 

[12] Hasson, Liliane; ob. cit.

 

[13] Íd.

 

[14] Íd.

 

[15] Bianchi Ross, Ciro; Voces de America Latina; Ed. Arte y Literatura, La Habana, 1988, pp. 234‑35.

 

[16] Espinosa, Carlos; Ob. cit.

 

[17] Gladis Sigarret citada por Cardona, Eliseo; “Narrativa centrada en dos geografías”; en El Nuevo Herald, 16 de noviembre, 1997, p. 3E.

 

[18] Hasson, Liliane; ob. cit.

 

[19] Ob. cit.

 

[20] Armengol, Alejandro; ob. cit.

 

[21] Hasson, Liliane; ob. cit.

 

[22] Cortázar, Julio; Del cuento breve y sus alrededores; Ed. Monte Ávila Latinoamericana, Caracas, 1993.

 

[23] Íd.

 

[24] Cortázar, Julio; “Algunos aspectos del cuento”; en Selección de lecturas de investigación crítico literaria; Facultad de Artes y Letras, Universidad de La Habana, La Habana, 1983, p. 153.

 

[25] García Ramos, Reinaldo ; ob. cit.

 

[26] Rubén Ríos Ávila citado por Cardona, Eliseo; ob. cit.

 

[27] García Ramos, Reinaldo ; ob. cit.

 

[28] Cortázar, Julio; Algunos aspectos del cuento; en ob. cit, pp. 147‑148.

 

[29] Dou, Benigno; ob. cit.

 

[30] Armengol, Alejandro; ob. cit.

 

[31] Hasson, Liliane; ob. cit.

 

[32] De Armas, Emilio; Reseña sobre Las sombras de la playa; septiembre, 1992.

 

[33] Hasson, Liliane; ob. cit.

 

[34] Íd.

 

[35] “Victoria en lo interior”; en El Nuevo Herald, 20 de septiembre,1992.

 

[36] Cardona, Eliseo; “Narrativa centrada en dos geografías”; en El Nuevo Herald, 16 de noviembre, 1997, p. 3E.

 

[37] Armengol, Alejandro; ob. cit.

 

[38] Updike, John; en The Paris Review:Conversaciones con los escritores; Madrid, 1974. p. 334.

 

[39] Ob. cit.



Consuelo Castañeda: la relectura de la imagen

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Consuelo Castañeda (La Habana, 1958) pertenece a esa generación, hoy legendaria, surgida a fines de los 70 y desarrollada plenamente durante los 80, que legó términos inscritos ya en la historia del arte cubano: Volumen I, Artecalle, el Grupo Puré, el Castillo de la Fuerza. El arte generaba, por primera vez dentro de Cuba, un discurso estético que retaba directamente al poder y creaba y difundía su propio aparato simbólico, hasta entonces coto privado del líder. Años más tarde, en una entrevista, Lázaro Saavedra recordaría una conferencia sobre arte y sexo realizada en la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC), donde la intervención de Consuelo Castañeda y Humberto Castro consistió en entrar cubiertos con un disfraz fálico y “eyacular” hacia el público chorritos de agua.

 

Por entonces, Consuelo era profesora en el Instituto Superior de Arte, donde ejerció una inestimable labor, no sólo en la mera instrucción técnica, sino en la educación artística de quienes renovarían la plástica cubana.

 

En Una historia en setenta páginas, libro publicado en 1989, la artista presentó todas las variaciones sobre una imagen particular: el cuerpo desnudo de su madre al cumplir los 70 años. Eran imágenes no posadas, en las que no se añadían al cuerpo otros significantes gestuales o escenográficos, de modo que podía leerse a través de esas fotos el decursar de una vida gracias a sus huellas: cicatrices, arrugas. Esas fotos, que subvertían el concepto de idealización del cuerpo desde la tradición helenística hasta el hedonismo contemporáneo, no buscaban una estetización sino una revelación: la vida son sus huellas, sus estragos, sus pequeños naufragios.

 

Como la mayor parte de los integrantes de su generación, a los que el Ministerio de Cultura ofreció “puentes de plata” para convertirlos en “enemigos que huyen”, Consuelo Castañeda salió de Cuba en 1991 hacia México, D.F. Allí expuso su obra en Ninart Centro de Cultura, y tres años más tarde se trasladó a Miami.

 

En el ensayo “Profetas por conocer” (Encuentro en la Red, 22 de septiembre de 2005), Ileana Fuentes nos recuerda que desde 1982, con la inauguración de la sede permanente en Miami del Museo Cubano de Arte y Cultura, se produjo un progresivo lanzamiento internacional de los artistas plásticos exiliados. Más de 200 de estos artistas vivían ya fuera de la Isla, y muchos de ellos participaron en la primera gran retrospectiva, Outside Cuba /Fuera de Cuba, en el Museo Zimmerli de Nueva Jersey (1987). Dentro de ese nuevo impulso divulgador, en Arte Cubana (1993), una de las exposiciones colectivas más importantes organizadas por el Museo Cubano, coordinada por Cristina Nosti, apareció Consuelo Castañeda, entre las doce artistas invitadas, con obras que no han perdido su inquietante capacidad de releer la realidad desde diferentes ángulos: sus naturalezas muertas “Poison”, “Ocio” y “Manhattan”.

 

Ya en septiembre de 2001, en Hit and Miss at MAM, expuesta en el Miami Art Exchange, su instalación Cybernetic Information Center se adentraba en las nuevas tecnologías abriendo una pantalla donde la navegación por la Internet se incorporaba a la acción plástica. El calendario alrededor de la habitación, con imágenes alusivas, o elusivas, a los meses del año, cerraba un círculo, esta vez de tiempo. Un tiempo poblado de colágeno y liftings, logos publicitarios que ya son símbolos, como el de Calvin Klein, asesinatos e imágenes irreconocibles, creando polos de misterio o de ininteligibilidad. Era, de nuevo, una relectura singular de la realidad, esta vez con una intención totalizadora.

 

En la exposición To be bilingual, montada en la Frederic Snitzer Gallery, de Coral Gables, la artista exploró la experiencia del inmigrante y la indefinición de su identidad cultural, a través de trabajos minimalistas, relecturas de la tradición y referencias a la historia del arte americano. De esta manera, daba muestras de sus inquietudes ante actitudes xenófobas, así como de una resistencia a la asimilación cultural, otorgándole protagonismo a la palabra como vehículo de (in)comunicación. Especialmente, a la palabra fuck, que aparecía bajo la forma de entradas de diccionarios, definiciones y variaciones sobre su significado. En suma, la imagen plástica de la palabra suplantando el significado de la palabra misma. Dentro de esa serie de trabajos con la tipografía, Consuelo Castañeda ejecutó idénticas operaciones sobre palabras como dream, died, get… Palabras que no sólo asumían conceptos en su función habitual, cuyo protagonismo emanaba no sólo de su significado, sino también de su significado visual. La artista jugaba incluso con palabras capaces de contraer, por contexto, una semántica dual: la función visual las dotaba de ambigüedad cuando se referían a desplazamientos personales o sociales hacia la periferia: left, right, front, behind, border.

 

Después de participar en las muestras Arte Cubana y Ante América: Cambio de foco, esta última en la Biblioteca Luis Ángel Arango, de Bogotá, Consuelo Castañeda dio a conocer su serie City en la exposición colectiva Nowhere, montada en Alonso Art (noviembre, 2005 a enero, 2006). La muestra, donde expusieron también Alexandre Arrechea, Juan Pablo Ballester y José Iraola, estuvo encabezada por una sugerente cita de Jean Baudrillard que hablaba de la “metástasis generalizada”, la “clonación del mundo”, de “nuestro universo mental”, y de cómo devenimos “espectadores pasivos, extras interactivos” en este inmenso reality show que es la contemporaneidad. Conceptos todos que definían de una manera muy precisa las piezas de la serie City, con imágenes procesadas de Las Vegas, Nueva York y Miami, y donde el acrílico no sólo constituía un soporte, sino también un ingrediente conceptual de esa nueva visión de la ciudad.

 

Acerca de las fotos de esta serie, dejó dicho la propia autora: “Cuando las tiré, pensaba en [James] Rosenquist y en el pop americano. Esos anuncios fueron diseñados en función de la industria del espectáculo y han terminado siendo palimpsestos de información. Es lo que dice Baudrillard cuando habla del espectador pasivo”. Y José Antonio Évora (El Nuevo Herald, 11 de diciembre, 2005), añadió que “para Castañeda las estrategias de representación de la fotografía vienen de la pintura, de modo que cuando se asoma al visor de su cámara empieza a operar mentalmente las mismas nociones de composición bidimensional que cuando pinta. Las diferencias son obvias: al entregarse a la labor artesanal de pintar, el artista se recrea en las texturas, por ejemplo, algo que falta en la práctica del fotógrafo, aunque no necesariamente en el resultado, como demuestran las imágenes de su serie City”.

 

Consuelo Castañeda, quien reside entre Miami y Nueva York, persiste en ofrecernos desde el hiperrealismo, el kitsch, la tipografía, el cómic, y los símbolos del consumo o la religión, una visión otra de la realidad aparente, lectura que dota siempre a las imágenes de un sustrato conceptual. Actualmente, la autora desarrolla una serie de fotografías digitales, de las cuales Amy Rosenblum, curator del Miami Art Museum (MAM), junto a Lorie Merles, ha dicho que “constituyen formas sublimes para contabilizar el pasado del tiempo”.

 

Tal como afirmara Carolina Ponce de León, “la obra de Consuelo Castañeda ha girado en torno a la manipulación y apropiación de lenguajes e imágenes de la historia del arte. Con una incisiva óptica conceptual, resemantiza elementos iconográficos extraídos de esa fuente para problematizar la percepción y la función del arte en las relaciones entre la periferia y la hegemonía occidental”.

 

 

“Consuelo Castañeda: la relectura de la imagen”; en: Encuentro de la Cultura Cubana; n.° 41/42, verano/otoño, 2006, pp. 247-248.



Crónica de la inocencia perdida (La cuentística cubana contemporánea)

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“Es difícil vivir sobre los puentes

 

Atrás quedó la negra boca el odio

 

y no aparece el esplendor

 

esto es también el esplendor

 

pero tampoco”

 

Ramón Fernández Larrea: “Poema transitorio”[1]

 

Si una muchacha de 15 años, cuyos padres militan en el Partido Comunista, se enamora de un joven que está a punto de partir hacia el exilio de Miami, nuevos Montescos y Capuletos aparecen, demostrando que del amor a la muerte, de la política al dinero, los temas siguen siendo eternos. Incluso en Cuba, de cuyos autores siempre se espera una escritura política, una tesis política, hasta una sintaxis quizás y una gramática políticas.

 

Ya en 1976, un joven le escribe a su madre en un cuento del libro “Noche de fósforos”, de Rafael Soler, un precursor de la narrativa de los 80:

 

“Comprendió que no podría volver a escribir como antes. Y tampoco le salía nada en otro tono. Como ni siquiera sabía en qué tono iba a escribir, decidió escribir sin ninguno, sino simplemente, como si le contara a la madre lo que quería contarle, con las palabras que le salieran. Sólo así pudo escribir. Al terminar, se sentía como si de verdad hubiera hablado con ella. De cómo había escrito no podía opinar”[2].

 

Desde que Rafael Soler “comprendió que no podía volver a escribir como antes”, la narrativa cubana, sumida en la primera mitad de los 70 en lo que Ambrosio Fornet llamó “el quinquenio gris” (¿decenio negro?), empezó a ser otra.

 

Y hasta me atrevería a afirmar que la cuentística cubana de los últimos quince años es la historia de la pérdida de la inocencia. Para comprenderlo, valdría la pena recordar lo ocurrido hasta entonces.

 

Durante lo que he llamado el Primer Período Didáctico (1959‑1966), ocurrió el proceso de consolidación revolucionaria. El acto de vivir se convierte en algo tan impostergable que el hecho literario queda relegado por la realidad a muy segundo plano. Tienen lugar los sucesos que alimentarán en gran medida la Narrativa de la Violencia que se producirá en el período posterior: desde el enfrentamiento armado a la contrarrevolución, que se prolongó casi un decenio, con su elevado costo en vidas y recursos, Playa Girón, la actividad terrorista de la CIA y los grupos más agresivos del exilio.

 

Ángel Rama, analizando el devenir literario de las revoluciones rusa, mexicana y, en cierta medida, la cubana, señala que en los albores de la Revolución se produce poca literatura y quienes están en mejores condiciones para hacerla son, precisamente, los derrotados. Aunque esto no se cumpla estrictamente en nuestro caso, sí tiene lugar el proceso de creación en dos vertientes opuestas: una literatura sin asidero en la circunstancia inmediata, por un lado, y una literatura circunstancial por el otro. Esta última, comprometida, deslumbrada por la Revolución, trata de explicarla desde la perspectiva poco fiable que concede el asombro, haciendo uso de un didactismo a veces ingenuo y excesivamente explícito. A ella me refiero al nombrar la etapa.

 

Al tiempo que se radicalizaba la Revolución y tenía lugar el auge de los movimientos guerrilleros en América Latina, ocurre el paso de la guerra civil en el Escambray y otras serranías, episodio central del período anterior, a la lucha ideológica, cuyo suceso fundamental fue el combate contra la microfacción; a la lucha económica que culmina, en 1970, con la zafra, un decenio permeado de voluntarismo.

 

Entre 1966 y 1970 se produce la mejor cuentística de la Revolución, cuya calidad sólo recientemente ha sido igualada y en parte superada. La narrativa de la violencia tiene como tema central la guerra, desde el período insurreccional hasta el Escambray. Caracterizada por conflictos de alto dramatismo, evade la mitificación de la guerra mediante una disección participante y crítica a la vez de la realidad narrada. Esto escandaliza la concepción maniquea al uso de la guerra como choque entre malos malos y buenos buenos, lo que desata la inquisición ideológica contra los principales autores, la censura de los mejores libros, que no serían reeditados hasta 20 años después; quedando sobreentendida a partir de entonces la incuestionabilidad del modelo paradigmático, caldo de cultivo donde florecerá la Narrativa del Cambio (1970‑1978) ó Segundo Período Didáctico.

 

El inicio de los 70 propició una literatura didacticoide que se siente obligada a explicitar sus posiciones ideológicas ─recordar la carta de Engels a Nina Kautsky─, medicina preventiva para evitar la combustión de barbas que ya habían ardido en el capítulo anterior. Al negar la creación artística como patrimonio de "cenáculos" o "individuos aislados", es decir, artistas ni juntos ni solitarios, y contraponer a esto las masas como genio creador, se cayó en la simplificación de negar el papel del individuo en la creación artística. A esto se unió una feroz precaución contra la "cultura capitalista" ─por lo cual se entendía generalmente la facturada en países capitalistas─. Se generó un autobloqueo cultural del que aún estamos emergiendo.

 

En este contexto se produce una narrativa anémica, que tiene como tema fundamental y perspectiva el hombre viejo en un mundo nuevo; excluyendo en general los conflictos que tensarían las fuerzas de la sociedad hacia su ulterior evolución. Pulularon personajes tan asépticos, con una ideología tan bien planchada, que sólo les faltaba para alcanzar la perfección que los lectores se los creyeran.

 

Ya desde los 70 se entronizaron en el país desviaciones y males que no serían “descubiertos” hasta mediados de los 80. Y es en este contexto que se produce la Narrativa de la Adolescencia (1978‑1988) que tiene su precursor en Rafael Soler.

 

Una nueva promoción de narradores se abre paso con libros que tienen, como común denominador, el estar escritos desde el punto de vista del niño‑joven‑adolescente, es decir, desde la perspectiva del asombro y del descubrimiento. Visión que coincide con la de los propios narradores.

 

Una literatura de la cotidianía, juzgada a través de una óptica nueva. Una literatura del descubrimiento, donde lo ético y lo moral condicionan una visión más abierta, menos maniquea y que elude la politización explícita; más humanista, capaz de juzgar fenómenos como el exilio o la intolerancia sin apoyarse en slogans. Un ejemplo temprano es la antología Hacer el amor, preparada por Alex Fleites en 1986.

 

Literatura rica en matices, diversa, que aún enfocada esencialmente hacia lo cotidiano, puede moverse con comodidad en disímiles universos espacio‑temporales, excluye, por lo general, la concisión anecdótica de los narradores de la violencia, dado que aquí la anécdota no es más que una justificación para el planteamiento de acuciosas inquietudes éticas.

 

Libros como Salir al mundo de Arturo Arango (1982), Los otros héroes, de Carlo Calcines (1983), cuentos de Francisco López Sacha, como “Me gusta la fiesta” y “Examen final”. “Vivimos en el submarino amarillo” y “Mañana es fin de curso”, de José Ramón Fajardo y Carlo Calcines, entre otros, se suman a la cuentística de Leonardo Padura, Antonio Álvarez Gil, Ricardo Ortega, Alberto Rodríguez Tosca, Roberto Luis Rodríguez, Sergio Cevedo.

 

De cierto modo, podría llamarse a esta la narrativa de la ética, porque con el decursar del decenio se va acusando el tratamiento cada vez más frecuente e intenso de los conflictos éticos de la sociedad. Si en El niño aquel o Un rey en el jardín, de Senel Paz, el punto de vista es el de un espectador que descubre, ya en “El lobo, el bosque y el hombre nuevo”, el encuentro entre un joven comunista y un homosexual da pie a una bellísima historia de la amistad que pivotea alrededor de la intolerancia, sin necesidad de convertirse en un alegato, y que juzga la sociedad desde ese punto de vista no explorado, que es el de los marginados por una moral estereotipada y por momentos capaz de sacrificar el árbol en aras de una supuesta salud del bosque.

 

Carlos Rafael Rodríguez[3] ha afirmado que el escritor no es "conciencia crítica de la sociedad", sino "testigo de la verdad". Yo creo, en cambio, que la pasividad de ese papel sería incompatible con las nuevas proposiciones de la narrativa cubana, que no intenta ser, sino formar parte de la conciencia crítica, perteneciente a toda la sociedad, sin distingos ni parcelación del derecho a la crítica en cotos privados de sectores o grupos.

 

Y un medio frecuente de ejercer esta conciencia crítica es lo satírico, “colecciones en las que el absurdo de la vida cotidiana de personajes a veces inocuos, ofrecen una mirada (...) caricaturesca sobre la realidad capaz de dimensionarla y trascenderla”[4].

 

El planteamiento es casi siempre más importante que la anécdota ─por lo que, refiriéndonos a la definición clásica del posmodernismo, podría hablarse de ciertas dosis en toda esta narrativa─, más en autores donde la dinamitación del argumento tiene un peso decisivo.

 

Una literatura que discurre en el ahora, por momentos el hoy, una literatura urbana, de ambiente básicamente habanero, ciudad donde por nacimiento o adopción reside el grueso de los narradores, y que opera por inferencia, a través de conflictos soterrados bajo la aparente inocuidad de lo cotidiano.

 

Los personajes crecen al compás de sus autores: con el tiempo, aquel niño de Senel y los de Carlo Calcines se fueron convirtiendo en adolescentes, para terminar en estudiantes u obreros transidos de rebeldía. Porque la crónica de esta narrativa es la crónica de la pérdida de la inocencia, alcanzando el desacato, el sentido de culpa, la reafirmación.

 

Pero la perspectiva se desplaza y el punto de vista adultece hasta una gran diversidad, confirmándose que “Una vez institucionalizada la vida social son ya muy diferentes las formas literarias emergentes”[5].

 

Entre los narradores de los 80, la disección crítica de la sociedad, tímida en sus inicios, se va acentuando hacia fines del período. Ya no basta contemplar la vida y descubrirla.

 

Esto se subraya como tendencia a fines de los 80, en una decena de narradores que aún no alcanzan los treinta años o apenas los sobrepasan. De modo que la épica de lo cotidiano deja ver una violencia implícita, que no excluye (y por el contrario, obliga a) búsquedas en los resortes sicológicos que mueven a los personajes.

 

Si en “El jardín de las flores silvestres”, de Miguel Mejides, obra típica de inicios de los 80, el viejo va quedando arrinconado y es finalmente acusado por los adultos, para quienes ya es un estorbo, ya a fines del decenio aparece el parque donde los ancianos de Atilio Caballero cuentean, el parque en vísperas de demolición para construir quién sabe qué. Y los viejos, en un acto de resistencia desesperada de su parque, se niegan a moverse, hasta que hijas, nietas y nueras, los llaman a almorzar y sólo entonces se retiran derrotados, cediendo el espacio a las bulldozers, que no son aquí lo nuevo contra lo viejo, el progreso contra la decadencia; sino una fuerza mecánica y ciega en función de sus propias leyes, apta para demoler una ética, un modo de vida, un sentido de la dignidad.

 

Pero sobre todo, en “Solo de violín y viejo”, de Ricardo Ortega, aparece el anciano estrafalario y maniático que toca el violín a un vecindario indiferente, cuando no hostil, y convoca la magia frente al niño lisiado y sensible. Y el hombre termina siendo arrojado al asilo por una mass media unida por la aureas mediocritas y un espíritu gregario contra el que se alza el niño, una vez muerto el viejo, para tocarles el violín, que gana entonces una lectura simbólica.

 

Los ultimísimos, narradores que se dan a conocer en los 90, bucean en una materia narrativa de reciente adquisición: la marginalidad, insinuándose con ellos (aún incipiente) una narrativa escrita desde cierta contracultura emergente. En ellos la drogadicción, la sexualidad como alucinógeno, la inadaptación, el heavy rock y la alienación, conforman una cultura friqui que va a beber directamente en las fuentes de Henry Miller y Bukowski.

 

Anagnórisis y saturación. Censura y autocensura

 

Desde la cuentística didáctica de los 60 a la narrativa de la violencia, desde la segunda didáctica del quinquenio gris a la pérdida de la inocencia de los 80 y 90, el espectro de asuntos y enfoques ha discurrido a través de un corsi e ricorsi, donde anagnórisis y saturación han devenido móviles del ejercicio literario. Una censura extraordinariamente susceptible decretó la anulación de la narrativa de la violencia, condenó Paradiso de Lezama (que sólo se reeditaría un cuarto de siglo más tarde), suprimió de casas editoriales y manuales a cuantos escritores abandonaran el país; de modo que un lector no avisado podría suponer a Guillermo Cabrera Infante, Lino Novas Calvo, Severo Sarduy y Reinaldo Arenas, entre otros, escritores netamente noruegos. Exclusión que empezó a quebrarse (aún tímidamente) a fines de los 80. La falta de papel, ingrediente de la crisis actual, fue la causa o la excusa que sirvieron para detener la publicación de algunos autores del exilio. Aunque en honor a la verdad, el exilio no ha sido menos intolerante con los escritores que permanecen en la Isla. Una censura que produjo el quinquenio gris y dosis notables de autocensura en los narradores de los 70. La más reciente cuentística emerge a lo largo de esa paulatina apertura que fueron los 80. La perspectiva infantil y adolescente de sus inicios no despertó inmediatas suspicacias, y cuando ese punto de vista adulteció, ya eran otros los tiempos, aunque no tanto como quisiéramos. Libros inconvenientes, premiados a inicios de los 90, aún permanecen inéditos. Claro que la escasez de papel bien podría explicarlo. ¿O no? En otros casos, la demora editorial consigue mellar en todo o parte el filo de actualidad de algunos libros. Porque la anagnórisis ha actuado, quiéralo o no, sobre buena parte de la narrativa de los 80. Gracias a las escasas posibilidades de diálogo y a un periodismo edulcorado, donde triunfalismo, maniqueísmo y sinflictivismo (rayanos en el surrealismo) han conseguido una crónica desnutrición informativa de los lectores, conforman un hambre de verse de cuerpo entero en letra impresa, sin subterfugios ni eufemismos. Y, por momentos, la literatura se ha visto tentada a suplantar el papel que al periodismo correspondía, extraviándose en la crítica de ocasión, que aterroriza a los burócratas y envejece temprano. Para suerte de la literatura, como contrapartida, aparece en los 80 la saturación. Por abuso, el mensaje político que bombardea al cubano medio desde los libros en que aprende a leer a los seis años hasta el periódico, la TV, la radio, las consignas y vallas y hasta los impresos en las camisetas, va perdiendo sentido hasta convertirse en una especie de ruido ambiental. La saturación provoca una despolitización —en el plano de lo evidente— de la narrativa, que va más al fondo, hasta los resortes personales, humanos, profundos, del devenir cotidiano. Una inmersión en lo puntual que con frecuencia permite desentrañar con más acierto los conflictos raigales del hombre sumergido en el hoy y el ahora de la Isla. Pero el cambio de perspectiva también se explica por la sucesión generacional. Si los autores de los 80, que asistieron a los últimos actos de la época heroica y participaron en la institucionalización del proceso revolucionario, sufren un desgarramiento al verse abocados a una perspectiva crítica de la realidad; en los narradores de los 90 el desasimiento es un proceso natural; su herejía es consustancial, casi diría cromosomática. La inocencia, que en las obras más recientes de los narradores de los 80 ha devenido conciencia crítica, es ya escepticismo en los ultimísimos. Los milicianos enfrentados a vida o muerte con los contra en la narrativa de la violencia, se han trocado por antihéroes extraviados en la selva angoleña y en la selva de una guerra donde no saben cómo ni por qué han venido a dar. Los obreros que en los 70 intentaban deshacerse de sus lastres ideológicos para alcanzar la estatura de la sociedad nueva, son los que para sobrevivir hurtan tiempo de la jornada y piezas de repuesto en la fábrica. Los impecables policías de los 70, han devenido enemigos irreconciliables de muchos personajes acuñados por los novísimos. Aquella Vivian desvirgada por Senel Paz en un lóbrego cuartucho lleno de poesía bien pudiera ser la hermana mayor de la Merchy que Raúl Aguiar prostituye mientras se evade hacia las visiones luminosas de su infancia ya ida para eludir el asco.

 

Si algún silencio persiste, no será culpable la censura. En definitiva, como ocurrió a sus homólogos norteamericanos con el Ulyses de Joyce, el silencio sólo ha conseguido prestigiar el Paradiso de Lezama. Una censura omnipresente en los medios masivos de difusión, pero que se atenúa exponencialmente al decrecer el número de ejemplares. Bien sabe que un chiste indeseable frente a cuatro millones de teleespectadores es más peligroso que un poemario. El chiste y la política operan en lo inmediato. La literatura, fondista por definición, trata de asaltar la eternidad. Como resultado, una autocensura que, al menos entre los narradores más jóvenes, es tan rara como un caso de viruelas. Hablamos, por supuesto, de autocensura inducida; excluyéndose la que dimana de las propias convicciones y prejuicios. Mientras, una censura del mercado que desapareció durante tres décadas, asoma ahora la nariz, dada la escasez de papel que ha obligado a los narradores cubanos a buscar editores allende los mares.

 

Perdidos el asombro y la inocencia, madura la distancia histórica que permite calibrar los cómo y los por qué de su circunstancia histórico‑social, alcanzado un dominio de sus recursos técnicos, plena de diversidad y teniendo a la mano una de las materias primas históricas y socio‑culturales más ricas y contradictorias, la narrativa cubana contemporánea constituye hoy, a juicio del crítico y narrador mexicano Hernán Lara Zavala, el corpus más interesante y prometedor de la literatura contemporánea en el continente.

 

Una narrativa con voz propia, pero sin micrófono. Carente de medios de difusión que sacien a la impresionante masa de lectores conformada durante tres decenios de alfabetismo, ediciones masivas, instrucción generalizada y libros baratos. Una narrativa condenada a ediciones minúsculas o extranjeras y plaquettes sólo aptas para cuentos cortos. Una narrativa que, en su mejor momento, se debate entre proyectarse al exterior o condenarse al manuscrito. Para bien o para mal: la ganancia de un lector universal y la pérdida de su lector más natural y cómplice: el de aquí y ahora.

 

¿Y desde cuándo se escriben cosas así en Cuba? —preguntó un prestigioso profesor de la Universidad Nacional Autónoma de México luego de una lectura de tres cuentistas cubanos. Aún no tenía noticias del feliz divorcio entre la nueva narrativa y algún que otro paradigma idílico. Ni del compromiso entre cada narrador y su próxima página.

 

Crónica de la inocencia perdida”. “Encuentro sobre el Cuento en la Literatura Cubana”; en: Encuentro de la Cultura Cubana, n.º 1, verano, 1996, pp. 121-127.

 

 

[1]Fernández Larrea, Ramón: El pasado del cielo. Ed. Unión. La Habana, 1987. p. 81

 

[2]Soler, Rafael: Noche de fósforos. Ed. Arte y Literatura. La Habana, 1976. pp. 37-39

 

[3]Ex-Vicepresidente del Consejo de Estado y de Ministros.

 

[4]Padura, Leonardo: El derecho de nacer, en: La Gaceta de Cuba. La Habana, marzo-abril, 1992. p. 41

 

[5]Rama, Angel: Diez problemas para el novelista latinoamericano, en: Casa de las Américas. La Habana. p. 41



Cruce de Caminos

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Al Oeste, siempre al Oeste, es el ineluctable camino de la salvación para el peregrino que ha puesto en Santiago, durante siglos, el perdón de sus culpas, la eclosión de algún sueño, el saber que no sólo de letras se compone, la paz, el equilibrio justo entre ese cosmos que contiene la piel y el otro, que sólo la piel del universo acota. De caminos está compuesta la historia del hombre: rutas de la seda y la especiería, ruta de América, del oro, mitificada por el western. Aventureros, descubridores, peregrinos, misioneros, comerciantes: una red de senderos que configuran la faz del planeta con tanta exactitud como los paralelos y los meridianos. Oro, sabiduría y fe: móviles de una larga aventura que ha abierto puertas y ha traspuesto confines. Pero no han sido esos los móviles de los pueblos, pavimentando las grandes avenidas de la (e)migración humana: judíos, rusos, españoles, chilenos, argentinos o cubanos en diáspora; peninsulares repoblando Sudamérica, italianos en Nueva York, turcos en Alemania, magrebíes hispanos, japoneses de Sao Paulo, o los 25 millones de hispanohablantes que despiertan entre sudores al buen ciudadano de Oklahoma, más yankee que el Yankee Stadium, con la premonición de un presidente de los Estados Unidos Anglosajones de América: un tal Martínez o Fernández.

 

La misma fuerza que impulsa al chotacabras americano a lo largo de 11.200 km. entre el Yukón y la Argentina, mueve a los pueblos: el miedo, la esperanza y el hambre. O el destierro forzoso que pobló Australia y el sincretismo cultural americano a bordo de los barcos negreros. Ya de paso: la samba, el jazz, la salsa.

 

¿Sería posible explicar España sin Al-Andalus? ¿O la historia latinoamericana sin la herencia del caudillismo español? ¿O Norteamérica sin el hambre italiana del siglo XIX? ¿O las mezquitas de Frankfurt, las sinagogas de Montreal, los templos católicos de Taiwán? ¿Sería posible explicar este planeta? La respuesta es tan obvia como una pizzería de Manhattan o el pulpo a la gallega que probé por primera vez en una taberna de Ginebra.

 

Hoy, en la era de los vuelos charter, dos caminos se cruzan: el turismo de la opulencia y el turismo del hambre. A los pies del primero tienden alfombras los empresarios y gobiernos de todos los pelajes ideológicos. Ya se puede conocer (al mejor estilo de los libros condensados del Readers Digest) Europa en una semana y el Caribe todo en un week end. Frente a un turista japonés, Marco Polo era un niño de teta. Pero no censuro al japonés que hay tras cada cámara. Más bien dudo: ¿Es preferible malconocer al otro que desconocerlo? ¿O más vale evitar las indigestiones de folclor precocinado y paisajes premeditadamente inolvidables?

 

Ante el otro turismo, el que carece de agencias y programas, el turismo de la supervivencia, nuevas cortinas de hierro levantan quienes celebraron el derrumbe de las otras. Trampas se tienden en los aeropuertos, alambradas de sospechas ocupan las fronteras. El Otro es el enemigo. La Otredad, un delito. Una muralla de visados y aduanas protege las nuevas ciudades-estados contra los bárbaros del sur que intentan el asalto del hambre a la esperanza: de Sur a Norte. Pero una vez más se confirma que el hambre y la esperanza son más fuertes que cualquier muralla, más ingeniosos que el bienestar. Ya la aldea planetaria es demasiado pequeña. De nada valdrá parapetarse tras un pasaporte. Sólo abolir los puntos cardinales regulará la marea. Si no helara en Canadá, el chorlito dorado chico no transitaría 13.000 km. para anidar en la Amazonia.

 

“Cruce de caminos”; en: Cuadernos del Camino de Santiago, n.º 8, Santiago de Compostela, España, primavera, 1995, p. 71.