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Exilios circulares

(en proceso)

El libro de los éxodos, sus consecuencias y subsecuencias. Éxodos en la geografía, pero también en el tiempo, en la memoria, éxodos de sí mismo también, los más infructuosos, los que sólo muy de vez en vez tienen éxito.


DE EXILIOS CIRCULARES

Apetito equivocado

Vuela un puesto de fritanga, cae al suelo atropellado el enano malabarista, la pitonisa gitana que ofrece la buenaventura se salva por los pelos de ser embestida. El negro Golomón va dejando una estela de estropicios entre los transeúntes que hoy deambulan por las callejas de Burgos, salpicadas de derrumbes y ruinas, relictos del antiguo esplendor. Algunos lo ven venir como una exhalación y se apartan a tiempo. A otros, desprevenidos, apenas les queda una imagen fugaz de quien los ha incrustado contra el muro. Una imagen que más tarde se verán obligados a reconsiderar, porque un negro de casi dos metros con un traje tricolor, sobrero carmesí de anchísima ala y un papagayo haciendo equilibrios en su hombro izquierdo no es imagen cotidiana en la muy católica ciudad de Burgos en este Año del Señor de 1695. Los gritos de alguien que lo llamaba por su nombre ya se han apagado a sus espaldas cuando por fin Golomón entra resollando a la posada donde se hospeda gracias a la generosidad de Carmen, una robusta moza no tan moza, exnovicia que abandonó la religión por la relajación y cuyas hambres diversas y buen diente para todo tipo de carnes, sobre todo humanas, son proverbiales en la comarca leonesa, a pesar de que su dentadura exhibe una perfecta alternancia entre presentes y ausentes.

Aunque Golomón se encorva para hacerse menos visible, su esfuerzo está condenado al fracaso por el color azabache de su piel, los naranjas y verdes de su atuendo, y el espacio en la vertical que ocupan ambos. Carmen le acerca una jarra de vino. Con el pretexto de recoger un paño que se le ha caído al suelo, acaricia por encima de las calzas la culebra que el negro porta a la izquierda y que se extiende por el sur hasta medio muslo.

Mientras bebe a grandes sorbos el vino aguado de la posadera, Golomón intenta adivinar qué carajo hace en Burgos don Gaspar Pérez, carpintero en la villa de San Juan de los Remedios del Cayo, en la costa norte de la Siempre Fiel Isla de Cuba. Y lo único que se le ocurre es que haya venido a buscarlo. Golomón es un negro liberto con toda su documentación en regla, no un cimarrón huido. Tampoco ha transgredido la ley. No más que lo habitual en estas tierras. De modo que si algo viene a remover don Gaspar será aquella vieja historia de endemoniados que protagonizaron su amo y él bajo la güira de Juana Márquez La Vieja, donde según el cura tiene Lucifer una entrada del Averno, y puede que hasta tenga razón. El negro no presagia nada bueno. La posadera sí, cuando detecta signos de euforia en la culebra. El negro sospecha que la encomienda de don Gaspar no será por cuenta de las autoridades civiles ni militares, y decide en este instante que debe poner tierra —más tierra y mar y cielo de los que ya ha puesto— de por medio, siendo como es, larga y fisgona, la mano de la Santa Inquisición.

Carmen sigue sin encontrar el trapo y sobándole la culebra, que ha empezado a desperezarse con la caricia, pero también con la memoria de aquella noche cuando, recién incorporado a la dotación de don Tomás Rodríguez, Golomón convenció a Engracia, la esclava que cuidaba a los muchachos, de que lo acompañara hasta los matorrales a contemplar el cielo y las estrellas. Cuando su amo apareció de improviso, Golomón estaba afanado sobre Engracia, a quien tenía a cuatro manos en la tierra, al vuelo las enaguas y el culo al aire. «¿Qué coño es ésto?», fue lo único que atinó a decir don Tomás espada en mano. Del salto que dio Engracia, la verga del negro quedó a la intemperie y como indecisa. «Yo le voy a explicar, mi amo», y Golomón trataba de esconder el instrumento del delito, que se resistía, rígido como un mástil de navío, enorme como una cachiporra de mayoral. La mujer sólo atinaba a llorar y no lograba componerse el vestido, al aire sus redondeces que hasta entonces su amo no había sospechado. Si no nos llega a sorprender aquel día, otra sería mi historia, piensa Golomón mientras acaricia a su papagayo y mira en derredor por si alguien se ha percatado de que la posadera ha olvidado el trapo y está dándose un banquete de ofidio en la planta baja. El hombre concluye que deberá irse a pregonar maravillas de Indias en tierras más lejanas, como si fuera poca la distancia que ha puesto entre Remedios y Burgos pasando por Sevilla. Esta misma noche recogerá el petate y se largará con los dos animales que le dan de comer: su papagayo y su culebra.

Don Gaspar Pérez ha perdido primero el resuello que la voluntad de perseguir al negro Golomón. Porque es él. Seguro. Un negro de su tamaño y con esa cabeza que parece un pedrusco de hierro, no se le despinta a uno en toda su vida. Claro que es él. Y de que me oyó llamarlo estoy seguro. Entonces, ¿por qué carajo salió como diablo que lleva el diablo y arrollando a la gente? ¿No tendría razón el cura y estarían los dos, amo y esclavo, endemoniados? Quién sabe. Será cosa de magia negra. Lo cierto es que aquella vez siempre quedó una sospecha flotando en el aire cuando sorprendimos a don Tomás Rodríguez con éste, esclavo cuando aquello de su dotación, bajo la güira de Juana Márquez La Vieja. Y puede que nunca lo hubiéramos sabido, pero un chiquillo los vio de lejos al oscurecer. Corrió asustado hasta la iglesia denunciando que algo satánico ocurría. Allí acudimos, y desde lejos se escucharon gemidos y estertores. Vade retro, gritó el cura para espantar a los demonios. Correteos, bufidos, palabras en lenguas extrañas. Cuando salimos al claro, estaba don Tomás descamisado y como loco, fusta en mano y atizándole al negro, que corría alrededor del árbol a cuatro patas, como un animal, y encueros vivos. Sus partes bien desveladas, que hasta intentó fornicar al árbol, a pesar de los fustazos. Tomás Rodríguez vino sobre nosotros con la fusta en alto, pero el cura lo detuvo con la cruz —Vade retro, Satán, Vade retro— y cayó a tierra sin sentido. En ese mismo momento el negro volvió en sí. Cuando pudimos despertarlo, don Tomás preguntó qué había pasado porque no se acordaba de nada. El esclavo tampoco. De que las negras fuerzas poseyeron al tal Tomás, no cabe duda. Y por la huida de hoy, quizás resulte que el negro no era tan inocente ni tan víctima del Maligno como pensamos en su día. Ni su amo tampoco. Si no, ¿cómo se explica que le concediera graciosamente la libertad al poco tiempo?

Cesa el cuchicheo de las comadres reunidas frente a la puerta de doña Elvira Santacruz, porque se acerca don Tomás Rodríguez, que nadie tiene por hombre de fiar. Entre los posesos comprobados estuvo, y eso basta para que las mujeres se persignen disimuladamente. En la última reunión de vecinos, todos notaron el aire ausente de don Tomás, y tomaron sus ojos vidriosos de mirarse por dentro como un pésimo augurio, aunque ya hayan pasado trece años desde los sucesos. Don Tomás atisba de refilón a las vecinas y un amago de saludo queda congelado en el aire ante las miradas que se alejan, huidizas, por la tangente. El hombre no cesa de hurgar en su memoria qué mal ha hecho desde aquella noche, quién sabe si aciaga o feliz. No puede arrancarse de la cabeza que todo lo bueno y lo malo de su vida en los últimos trece años tiene su origen en aquella noche. Regresaba de la partida de cartas que un par de veces por semana jugaba con los Godínez, cuando escuchó un sonido extraño entre los matorrales. Pensando en ladrones, se acercó con sigilo y descubrió al negro Golomón, que apenas un mes atrás había comprado, afanado sobre Engracia. «¿Qué coño es ésto?», fue lo único que atinó a decir espada en mano. Del salto que dio Engracia, la verga del negro quedó a la intemperie y como indecisa. «Yo le voy a explicar, mi amo». La mujer sólo atinaba a llorar y no lograba componerse el vestido, al aire sus redondeces que hasta entonces don Tomás ni sospechara. Los ojos dubitativos de don Tomás iban de los engraciados montículos a la verga del negro, que se resistía a descender. «Vete a la casa, Engracia. Después hablaremos». Pero la negra se arrodilló a sus pies: «No le haga nada, mi amo. Yo fui la culpable». «Obedece, Engracia», pidió también Golomón, un tanto turbado por la mirada indecisa de su amo. «Que te vayas, carajo», gritó el amo en aquel instante de aquella noche. La negra huyó. Y su huida marcó para siempre el destino de don Tomás Rodríguez.

Después de un tropeloso viaje por mar en una nao de la Real Casa de Contratación que lo depositó oliendo agrio en San Cristóbal de La Habana, don Gaspar Pérez hizo cinco días a caballo antes de arribar, por fin, a San Juan de los Remedios del Cayo, con la firme voluntad de no abandonarlo nunca más. Todavía se pregunta qué carajo lo acometió el año pasado cuando, rehechos sus caudales gracias a la reconstrucción de la villa, decidió irse a conocer el mundo para descubrir que la mar es una superficie móvil cuajada de náuseas y vomiteras, que la Madre Patria es un manojo de ciudades por momentos grandiosas y siempre pestilentes, de pícaros y señores vestidos de holán fino y cundidos de piojos; y que los campos alternan paisajes de una belleza que quita el resuello, con gavillas de fascinerosos que le rebanan el gaznate al viajero por una pinta de vino y medio queso. Lo único bueno de su largo viaje es saber lo bien que se está en casa, y tener una reserva de historias, novedades del Viejo Mundo que contar al arrimo de una taza de cacao. Entre otras, haber visto a aquel negro —¿te acuerdas del tal Golomón?— en la feria de Burgos, pregonando maravillas de Indias con un papagayo al hombro. Después de perseguirlo sin resultado, alguien le comentó que tenía un éxito notable en las tabernas, donde era fama el tercer pie que desenfundaba ante la menor provocación de las mozas. Y aunque supo la posada donde dormía, al día siguiente ya el negro había escapado con rumbo desconocido dejando una posadera desconsolada y una deuda que pretendieron cobrarle a don Gaspar por paisano. Trabajo le dio convencerlos de que ni paisano ni un carajo; cualquiera sabe en qué selva habrán parido a ese negro huidizo. Y la reacción de don Tomás, mujer, cuando le narré el encuentro. Primero fue su sobresalto en la mirada, aunque se contuvo y aparentó no darle la mayor importancia. Tan raro como que no hiciera ni una sola pregunta sobre quien fuera un hombre de su casa. ¿No te parece sospechoso?

La mención del negro Golomón ha revuelto los recuerdos de don Tomás. Míralo como va, con los ojos en blanco, que hasta parece ánima en pena —cuchichean las comadres que han suspendido la conversación y se persignan de nuevo al tiempo que lo ven desaparecer—. Antes de perderse tras la esquina (no de fraile, por cierto), y que las viejas lenguaraces continúen chachareando con momentáneo alivio, don Tomás fulmina de un vistazo a doña Ana de Reinoso, cuya presencia lo turba siempre, desde aquel lejanísimo día cuando, enrolado aún en la chiquillería de Remedios, descubrió que la doña tomaba cada viernes un baño de cuerpo entero en la poceta del Seborucal. Allí se fueron a emboscarla. Cada uno en su atisbadero y bien ocultos entre los matorrales, la vieron llegar. Tendido junto a él estaba Pedrín, el más chiquito de los Márquez, quien permanecerá alebrestado muchos años por las mujeres de su imaginación. Tomasito casi podía oír el repiqueteo de su corazón cuando doña Ana, con una parsimonia y un ritmo dignos de un sex-show del lejanísimo futuro, se empezó a desnudar. Era la primera mujer sin ropas que veía en su vida, pero lo único que despertó en él fue curiosidad, por el contrario que en Pedrín, casi ahogado del sobresalto. La mujer nadó su cuarto de hora y luego se acostó sobre una laja de piedra, frente por frente a ellos. Mientras se secaba al sol, comenzó a sobarse los senos. Mira qué grandes, Tomasito, mira qué grandes, cuchicheaba Pedrín; pero aquel cuerpo lleno de redondeces a Tomasito le resultaba insulso. Pedrín, en cambio, cuando la vio correr su mano hasta la entrepierna y acariciarse allí con un movimiento circular, no pudo más, y poniéndose de costado desenfundó la picha, quizás demasiado adulta para su edad, y comenzó a masturbarse. La erección de Tomasito fue instantánea. Mientras Pedrín casi se parte el cuello por no perder ni un contoneo de la doña, Tomasito, sin perder de vista la picha rígida de su amigo, se llevó la mano a la bragueta, trató de extraer el contenido, pero no le dio tiempo: la primera eyaculación de su vida lo sumió en un vértigo de placer, y a sus calzas en un charco pegajoso que lo tendría asqueado el resto de la tarde. Una huella amarillenta perdurará en las calzas durante mucho tiempo. Pero lo que el agua y el jabón no podrán erradicar en toda su vida será descubrir, a los trece años, que Dios le había asignado un apetito equivocado.

La noche de su boda con Catalina Sarduí, quince años después de aquella paja colectiva y fluvial a costa de doña Ana de Reinoso, tendría lugar su segunda experiencia sexual. Durante el intermedio se fue percatando de que si algo lo excitaba era contemplar a los muchachos que se bañaban en el río, o el torso sudado de los vegueros jóvenes mientras se afanaban en los surcos; no a esas señoritas adiposas y empolvadas que sus padres querían meterle por los ojos cada domingo en la misa. A la larga, sus padres triunfaron: La noche de su boda, Catalina se desnudó para él y Tomás tuvo que cumplir su deber con menos entusiasmo del que ella esperaba. Dios sabe lo doloroso que le resultó violentar sus instintos. Con el tiempo, se habituó a representar el papel de varón cada vez que el malhumor de Catalina resultaba insoportable. Había ido perfeccionando su actuación y las fantasías con hombres corpulentos, antes y durante, convertían la tarea en algo, si no placentero, pasable. Con tanta puntería, que tuvieron dos hijos, niña y niño. Ya a esas alturas sabía que el nefando pecado era lo más aborrecible en la faz de la cristiandad, punible con la muerte. Una sensación de culpa lo acosaba, y de ella vinieron a librarlo sus hijos. No sólo porque lo exoneraron durante dos largos plazos del deber marital, sino porque se convirtieron de inmediato en los amores más grandes de su vida. Tomás Rodríguez se ocupó del hogar en sustitución de la postrada Catalina, la descargó de las tantísimas ocupaciones que acarrea un nacimiento —para que des de mamar sin preocupaciones—, veló en la cabecera cuando tenían fiebre y jamás una toma de leche le quedó más caliente o más fría. Tomás Rodríguez resultó un padre tan solícito como una madre. Todas las mujeres del pueblo envidiaban la suerte de Catalina. Excepto Catalina, que ya empezaba a ocuparse de cuanta chismografía pélvica deambulaba por la villa —un modo de sustituir la praxis por la literatura—, y que lo hubiera preferido más interesado en ella que en la leche tibia. Sólo una vez en todos estos años, cuando la villa fue incendiada de cabo a rabo, la desgracia quebró las distancias entre ellos. En aquella ocasión don Tomás Rodríguez caminó sobre los escombros de su casa y abrazó a doña Catalina Sarduí, que no era en ese momento la maledicente de costumbre, docta en cuanta chismografía pélvica ruede por la villa, sino una pobre mujer abrumada por la pérdida de todo lo que creía indestructible. Aunque ni un sollozo la conmoviera, las lágrimas rodaban por sus mejillas y empapaban la camisa de don Tomás, quien sintió en aquel instante por la mujer una ternura semejante a la que ha depositado en sus hijos, una ternura que al abrazarla se confundió con el amor.

Para doña Catalina Sarduí, refugiarse en los placeres y las debilidades pélvicas de los otros —fornicaciones, virgos intactos o recompuestos, aberraciones y tratos con animales domésticos, lo que incluye el negrerío de las dotaciones y la escasa indiada—, fue un medio para resarcirse de tanto pecado incometido. Demasiada grasa y malhumor ha acumulado en los últimos doce años de ausentismo marital. Y no es que antes haya estado muy presente, pero desde que sucedió aquella historia de demonios, negro y güira, ni para interlocutor le sirve su marido, absorto siempre en pensamientos a los que ella no tiene acceso. Justo cuando se desencadenaron los sucesos, don Tomás había alcanzado un remanso de su existencia tras el nacimiento de sus hijos. Fue como concertar tablas con la vida: la presencia de los muchachos le dio ánimos para continuar simulando un apetito ajeno, a cambio del hogar donde sus chiquillos crezcan y despunten. Ya había rebasado los cuarenta y el futuro no podía ser mejor: el sexo, que lo había perseguido durante toda su vida, empezaba a apagarse, también para Catalina. La promesa de una vejez sin sobresaltos lo reconfortaba, cuando ocurrió el gran bandazo (casi casi naufragio) de su vida: la noche que sorprendió a sus negros enhorquetados en medio de los matorrales. No bien don Tomás hubo espantado a Engracia para arreglar cuentas con el tal Golomón, se produjo un paréntesis silente, un hueco negro donde desaparecieron las palabras. La mirada de don Tomás habló al falo del esclavo, los ojos del esclavo persiguieron la mirada absorta de don Tomás y después su rostro y de regreso, hasta que descubrió el bulto que empezaba a levantarse en la entrepierna de su amo. Entonces Golomón, muy lentamente, comenzó a comprender. Y no sólo cesaron sus vanos intentos de ocultar la verga, sino que la depositó en su mano derecha, y con una parsimonia que dictaba la natural prudencia, porque en su condición un error de cálculo podía ser fatal, corrió hacia atrás la piel, y el glande saltó al encuentro de don Tomás, que sintió como le temblaban las piernas y el corazón le golpeteaba en el pecho con la misma intensidad que a Pedrín aquella tarde de hacía treinta años. Del temblor, se le cayó la espada. Resistió cuanto pudo. (Tú bien lo sabes, Señor, pero por qué me diste un apetito equivocado, por qué, cabrón). Y cuando supo que no iba a poder, intentó huir, pero sus piernas se empecinaron en desobedecerlo. Tras un enorme esfuerzo, logró apartar sus ojos de la verga enhiesta y miró con impotencia y furia al rostro de Golomón, quien apagó rápidamente su sonrisa, temiendo una equivocación irreparable. A punto estuvo de esconder su instrumento entre los jirones del pantalón, y pedir perdón de rodillas a su amo. Pero algo se lo impidió: la misma intuición que restauró su sonrisa: con ella demolió la última resistencia de don Tomás, que vino entonces a su encuentro con tal temblor en todo el cuerpo, que el negro lo creyó atacado por algún mal de San Vito. Pero don Tomás Rodríguez sólo seguía el curso de sus instintos, incapaz ya de dominarlos. Obedeció entonces a su mano, ya que su mano no lo obedecía, y la acercó muy lentamente, sus dedos rozaron el miembro, lo acariciaron, huyeron como si un reptil venenoso los hubiera mordido, pero al cabo regresaron y la mano de Golomón se retiró, depositándolo en la suya. Estallaron entonces las paredes de la cárcel donde sus deseos habían permanecido confinados desde aquella tarde en el río, cuando descubrió que Dios le había asignado un apetito equivocado, y se arrodilló ante su esclavo. Golomón lo dejó hacer durante un rato mientras le acariciaba el pelo. Entonces lo volvió, tomándolo suavemente por los hombros y su amo se agachó en el lugar de Engracia. De bruces sobre la tierra, don Tomás sintió deseos de eternizar aquel segundo en que el dolor y el placer se confundieron. Con la boca reseca, sólo logró pronunciar:

—Dios mío. Dios.

—¿Así, mi amo?

—Así.

Gracias, Dios mío, gracias, repitió para sus adentros, encontrado consigo mismo. En ese instante habría preferido morir a verse embutido de nuevo en su vieja piel, morir para que nada enturbiara un placer insospechado. Abrazado al tronco de un árbol, el rostro contra la corteza ríspida, don Tomás Rodríguez lloró.

Por el camino francés, pero huyéndole a Santiago Apóstol en dirección a Amberes, donde tiene pensado establecerse, Golomón recuerda que no fueron malos tiempos aquellos, en especial las tardes bajo la güira. Pensándolo bien, aquí está mejor, al menos por su éxito entre las mozas y por la libertad relativa de que disfruta, incluso la libertad de morirse de hambre y de frío, porque los largos inviernos atraviesan su piel y por momentos tiene la certeza de que se le hiela el alma en esta tierra de ventisqueros y pedregales pelados. Cuando aquello, ya él sabía que en los dominios españoles lo que hacían podía costarles una plaza en el tostadero, pero no lograba adquirir ningún sentimiento de culpa, porque en su lugar de origen el placer elegía a su destinatario, ningún dios en su nombre. Buenos eran los dioses de su tierra para dar lecciones de moral y buenas costumbres. Y no sólo los de su tierra. Mudable en sus apetitos, Golomón amaestró a don Tomás en el trocar continuo de papeles. Su status le acarreó ciertos privilegios que empezaron a alimentar los rumores de la dotación. Pero no sólo le encantaba ser durante algunos minutos el amo de su amo, sino que le profesaba un afecto que muchos habrían tildado de amor.

Tras la consumación de su encuentro con Golomón, la vida de don Tomás floreció fugazmente. Señor y esclavo se acostumbraron a los encuentros premeditados, a las miradas cómplices y los tocamientos furtivos. El don Tomás sombrío cobró brillo, aprendió a ser más indulgente con esclavos y vecinos. Aprendió a ser feliz. Incluso aumentó la frecuencia y la intensidad de sus encuentros con Catalina, encantada con este entusiasmo tardío.

Suficientes escenas como para ruborizar a toda la villa había presenciado la güira de Juana Márquez La Vieja, sitio discreto y acogedor, cuando fueron interrumpidos por el cura y sus huestes. Los salvó el Vade retro lanzado desde lejos y la moda de los endemoniados. Pero también los perdió, porque desde ese día no fueron sino amo y esclavo, hasta que don Tomás le concedió la libertad —en parte por agradecimiento y en parte por temor a reincidir y que en las cabezas de sus hijos recayeran culpas sin culpa—, con la condición de que se marchara, como mínimo, a San Cristóbal de La Habana. Pacto que el liberto sobrecumplió con creces, enrolándose como grumete en la flota de Su Majestad.

Ahora, trece años después, cuando don Tomás camina ensimismado, su hija lo saca de sus recuerdos. El la despeina con una caricia antes de pasarle el brazo sobre los hombros. El gesto lo convence de que actuó bien, así le pese; lo único sensato en aquel trance. Tampoco se arrepiente. ¿Por qué? Si fueron los únicos tiempos verdaderamente felices de su vida. El no tuvo la culpa. Allá el Dios que le asignó un apetito equivocado. Culpable Él. Aunque a veces se estremece al pensar en aquellos tiempos como una debilidad que pudo arrastrar a los que más ama hacia una catástrofe irreversible. Pero, ¿por qué?, coño, ¿por qué? Tasa el resto de su vida: una desazón perpetua que lo ha arrastrado año tras año por el légamo de sus hambres mutiladas, desazón de la que sólo se emancipó durante aquella temporada luminosa. ¿Por qué precisamente a mí, Señor? Repasa una y otra vez toda su vida, torturado por la sensación de que algo tuvo que suceder, de que en algún instante debe quedar la respuesta, porque no sabe que no existe esa respuesta, que es como si el manatí se devanara los sesos tratando de explicarse por qué manatí y no gavilán o pez espada o ébano carbonero.

Epílogo

Ya muy anciano, don Tomás Rodríguez visitará antes de morir, tras haber enterrado a su mujer y a uno de sus hijos, la güira de Juana Márquez La Vieja. Ese día maldecirá a gritos, por primera y última vez, a ese Dios hideputa que le asignara un apetito equivocado. ¿Por qué a mí, cabrón?, le escupirá.

La única pregunta que no se le ocurrirá o no se atreverá a formular es la que quizás Dios habría accedido a responderle: ¿Por qué no?

DE EXILIOS CIRCULARES

Peregrinos

El motor tose, estornuda y tiembla antes de enmudecer y apagarse. La lancha (o bote, o balsa, o patera, imposible determinar su naturaleza en la noche cerrada) queda a la deriva, flotando en esta oscuridad compacta donde es imposible distinguir el mar del cielo.

El negro, acodado en la proa, de frente a los caminos que se abren, ya lo sabía. Tanto ha visto que conoce el ayer y el mañana, las enfermedades y sus curas. Se vuelve hacia los otros y apostilla:

—Se jodió esto, señores.

—¿Y ahora qué hacemos? —pregunta el hombre delgado, de piel aceitunada y nariz aguileña a quien llaman El Ungido.

—¿Tú no dijiste que la verdad os hará libres? Pues la verdad es que esto se jodió.

—Por tus palabras habrás de ser justificado y por tus palabras serás condenado.

—Condenados estamos todos—afirma el negro—, porque esto se jodió.

—La primera de las Cuatro Nobles Verdades: la vida es sufrimiento —pronuncia desde la popa el de la piel cetrina y los ojos rasgados, al que llaman El Iluminado— ¿qué hacemos?

El árabe fornido, nieto de Abd all-Muttalib y sobrino de Abu Talib, intenta, como buen guerrero, organizar a la tropa:

—Primero examinaremos si se jodió definitivamente o si tiene arreglo. Después, turnos al remo. Más temprano o más tarde llegaremos. Toda guerra tiene sus avances y sus retrocesos, si lo sabré yo que tuve que mandar a mis seguidores a Abisinia y refugiarme en Yatrib, así que...

—Ya conocemos la historia, pariente. Échale una mirada al motor y no nos cuentes más la misma batallita —la voz del negro viene desde algún sitio a proa; una voz sin cuerpo que emerge de la tiniebla.

—Todas las cosas son perecederas, así que no te dejes dominar por la cólera —la voz de El Iluminado es suave, casi indiferente.

—Pues el motor también era perecedero. Creo que los traficantes de botes te tumbaron el dinero, negro.

—¿No eran de tu tribu?

—¿Del clan Hashim? No creo. Tenían pinta de ser colegas de El Ungido.

—No juzguéis a los demás si no queréis ser juzgados. Porque con el mismo juicio que juzgareis habéis de ser juzgados, y con la misma medida que midiereis, seréis medidos vosotros —responde lentamente el aludido.

Aunque los demás no pueden verlo, el negro, que era muy viejo hasta hace unos instantes, rejuvenece en segundos. Sus músculos se expanden, su voz cobra un tintineo metálico. Se considera a sí mismo El Mensajero, un funcionario apenas de Oloddumare, el que cata las acciones y el corazón de los hombres. Ha visto demasiado para enfrascarse ahora en discusiones estúpidas, de modo que propone al árabe:

—General, tú y yo seremos los primeros a los remos. Después nos iremos turnando. ¿Sabes remar?

—Cuando estuve en la cueva del monte Hira, y el arcángel Gabriel me ordenó Iqra, sufrí un dolor tan enorme. Pensé que iba a morir, entonces...

—Entonces no sabes remar. Siéntate, yo te enseño. Ayúdanos, Yemayá. Con esta tripulación no sé si llegaremos a alguna parte.

El árabe coge de inmediato el ritmo a los remos y la embarcación vuelve a moverse.

Aunque intenta penetrar la tiniebla con una mirada que es más, mucho más que un simple otear de vigía, El Iluminado no alcanza a distinguir el rosario de luces que va de Cádiz al Puerto de Santa María, ni el manojo de luminarias que señalan Brindisi, ni la Península de York, ni el reflejo de Cayo Hueso contra las nubes bajas.

En su turno a los remos, los músculos de El Ungido rememoran los muchos años que pasó ejerciendo los más rústicos oficios antes que lo tildaran de subversivo, aunque nunca pretendió la conquista del trono. La más baja de las pasiones es el miedo a perder el poder. Nos hartamos de andar por sendas de iniquidad y perdición, atravesamos desiertos intransitables, piensa mientras rema con entusiasmo. Las ventanas de su nariz aguileña se dilatan al compás, como las fosas nasales de un buen potro al galope.

El Iluminado entorna aún más los ojos rasgados y trata por todos los medios de mantener el ritmo que impone el flaco de la nariz aguileña. Mientras rema no es asaltado por los ejércitos demoníacos de Mara, señor de la ilusión, ni repasa sus vidas anteriores, ni otea el ojo divino capaz de seguir la reencarnación de todos los seres. Concentra todas sus energías mentales en el rítmico movimiento de sus bíceps. Es verdad que todas las cosas son perecederas, pero también que debemos esforzarnos por nuestra salvación. En definitiva, los budas sólo indican el dhammapada, y la enseñanza es apenas una balsa para cruzar la corriente. Una vez conseguido el objetivo, nibbána, la balsa, deberá ser abandonada.

Pero antes, nibbána, la balsa, deberá ser abordada y conducida a su destino. Atrás queda un mundo de escasas dádivas y menos fieles, que han huido con su fe a cuestas e invocan la divina presencia en paralelos septentrionales. Es cierto que la vida es sufrimiento, que el hombre desconoce la naturaleza de la realidad y se apega a los bienes materiales, y que el sufrimiento puede tener fin si el hombre renuncia a las ataduras mundanas; alcanza la Óctuple Senda (el negro, el eterno vagabundo, el que parece estar en todas partes, dice que son veintiuno los caminos), y renuncia para conseguir la Gran Iluminación, el dharma. Pero no son muchos los bienaventurados. De ellos será el reino de los cielos, piensa el de la nariz aguileña. Los otros apenas alcanzarán los hipermercados. Lástima que sean multitud. Y por lo mismo. Hubo épocas en que los hombres seguían a sus dioses aunque predicaran en el desierto. ¿Por qué negarse a un tiempo en que los dioses deberán seguir a sus hombres? Peores son esos lugares donde el mandante de turno ha instaurado sus propios dioses, su santísima trinidad presuntamente laica, pero en el fondo más obligatoria que cierto modelo de la fe en tiempos de esplendor del Santo Oficio. Muchos de los que se quedan están tan ocupados en sobrevivir, que no tienen tiempo para creer. Otros apenas si usan la fe como una suerte de beneficencia: Ayúdame, Dios Mío, a ganarme la lotería, consígueme un empleo. Consíguelo tú solo, coño, que yo no soy la Seguridad Social.

Cuando una leve lumbre se insinúa en el horizonte, escuchan ruido de motores que se acercan. Mucho más rápida que el amanecer es la llegada del helicóptero de la CostGuard.

—Perseverar en la atención es ver el mundo claramente y ver a nuestros prójimos claramente, sin juicio, sin envidia, sin odio. Para lograr esto es necesario que nos conozcamos íntimamente y que conozcamos la fuente de felicidad e infelicidad que yace en nuestro interior —pronuncia en voz baja El Iluminado.

—¿Y qué?

—Que echen al agua cualquier documento de identidad. Indocumentados, no sabrán a dónde repatriarnos. Y no abran la boca, que estos tienen espías lingüísticos, y te deportan por el acento.

El fuego del amanecer permite ver la línea de la costa alzándose contra el horizonte.

—Y cuando estemos cerca, sálvese quien pueda. Quien pise tierra ganará el Reino de... O Miami Beach, no sé.

El helicóptero de la Coast Guard se cierne sobre ellos, dos patrulleras de la Guardia Civil los flanquean. Mientras les gritan algo que se confunde con el bramido de la mar, algo que no comprenden bien, una luz que viene desde lo alto, celestial diríase, los ilumina con la violencia de una revelación inesperada. El Ungido intenta descubrir si en el haz de luz vuela una paloma, pero no debe ser, a menos que ese rugido proceda de una paloma artillada con un enorme rotor en el lomo.

Una voz que ladra en varios idiomas los conmina a ponerse de pie en el bote. Los cuatro obedecen lentamente, haciendo equilibrios para no caerse por la borda. Saben que de alcanzar la tierra sus posibilidades de éxito serían grandes, pero les impone la distancia. Caminar sobre las aguas en estas circunstancias no es aconsejable.

El de la nariz aguileña siente que esto ya lo ha vivido antes, pero en aquella estampita eran tres hombresmirando desde un bote a lo alto, donde una aparición sorpresiva había venido al rescate. Cómo han cambiado los tiempos. Por entonces bastaba una plegaria pronunciada con mucha fe. Siempre había cobertura. Se podía prescindir del número de emergencias. El árabe mira hacia lo alto y pronuncia sottovoce el nombre de su jefe. Cuando va a arrodillarse para orar en dirección a la Meca, otra voz le ladra que de pie y sin moverse o lo afrijolan. El negro calcula que si se lanza al agua podría alcanzar la costa a nado, pero la densa oscuridad en movimiento que es la mar, esa que guarda fieras de espanto y muchas formas de la muerte, le recuerda demasiado su largo viaje desde el África natal hacia América. Y con tanta lancha, reflectores y helicóptero, posiblemente le den caza antes que consiga alcanzar la playa de no se sabe bien qué sitio, las playa que empieza a refulgir con la lumbre naciente. Entonces, se resigna.

La voz que viene desde lo alto, y que no es la de ninguno de sus mayores, les ladra por megafonía que levanten los brazos y que coloquen las manos detrás de la nuca. Levanten las manos o disparo. Un ladrido trilingüe.

Tattvasangraha, piensa el de la mirada oblicua, aceptad mis palabras sólo después de haberlas comprobado vosotros mismos; no las aceptéis simplemente por la veneración que me profesáis. Pero opta por levantar las manos y colocarlas tras la nuca. Los demás también obedecen. Las balas calibre 7,6 duelen más que los edictos contra la fe, los estados laicos o la instauración por decreto de nuevos cultos, como esos manuales de marxismo-leninismo.

Y levantaron los brazos en silencio.

Y colocaron resignadamente las palmas de las manos tras la nuca.

(Escribirían los copistas en los libros fundacionales).

Los cuatro confían en sus mayores, aunque ya su intervención se va haciendo esperar. En su defecto, que les otorguen el estatus de refugiados políticos, o que al menos los regularicen por razones humanitarias. Insisten en confiar. Señor, tuya es la última palabra. ¿Por qué me abandonaste, Señor? Perdón, en ti confío, así en la tierra como en el cielo. (¿Y en el mar qué, por cierto?).

Resignados, permanecen de pie sobre las aguas, con las manos entrelazadas, invocando cada uno en silencio a sus deidades tutelares, bañados por la luz que desciende sobre ellos desde las alturas, encerrándolos en una cápsula de luz que los separa de la vasta intemperie.

Ignoran que serán sometidos a minucioso interrogatorio, en especial el árabe, que, por si su biotipo no fuera suficiente, en un momento de ira pronunciará, a solas en su celda, la palabra yihad, motivo de sobra para que se activen todas las alarmas.

Ignoran que sus solicitudes migratorias serán examinadas por asépticos funcionarios, inmunes incluso a las amenazas, chantajes o canjes de influencias que les puedan proponer sus deidades mayores. Y que esos funcionarios no comprenderán nunca aquello de que no vienen en busca del G8 dream, sino en busca de sus fieles, porque el tiempo en que los fieles seguían a sus dioses ha dado paso a una persecución en sentido contrario, ante el temor a cerrar el chiringuito por falta de quórum.

Ignoran que tras algunos días disfrutando el sistema penitenciario de la Tierra Prometida, serán repatriados a sus cielos de origen.