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Habanecer

Habanecer (cuento); Ed. Mono Azul, Col. Cazadores en la Nieve, Sevilla, 2005. Edición: 448 pp.

Habanecer (cuento) Ed. Casa de las Américas. Col. Premio. La Habana, 1992. Edición: Clara Hernández. 480 pp.

Aunque obtuvo en 1990 el Premio Casa de las Américas en el género de cuento, y posteriormente el Premio de la Crítica (La Habana, 1993), Habanecer no es propiamente una suma de historias. Cuentinovela o novela invertebrada, Habanecer intenta capturar, mediante 30 piezas narrativas (para evitar arriesgadas categorías), un día de la ciudad de La Habana, un día tejido por decenas de personajes que se entrelazan mediante puentes causales o casuales. Los editores de Mono Azul subrayan que esta novela “tiene como protagonista a La Habana, inagotable y múltiple en su secreta geografía: el entramado de calles y casas, ilusiones y angustias, donde los hombres buscan las puertas y las llaves para salir del laberinto de sus vidas. Habanecer es una fiesta del lenguaje, del color, el olor y el tacto; un pulso contra la supervivencia; la belleza y el ritmo frenético de un mundo triturado por una ambición de poder que en su camino no perdona a la ciudad de los hombres. Un sueño convertido en pesadilla. Pero la ciudad tarde o temprano reencarna en obras prodigiosas como ésta. Con la amargura y la belleza en la mirada, cada lector habanece al cabo de su lectura; haber estado en un mundo que desaparece sin remedio, un sueño astillado, el escenario que se construye con los escombros de su propio espejo de grandeza, deja siempre su huella”.


SOBRE HABANECER

En Habanecer, Luis Manuel García Méndez quiere cumplir de nuevo un antiguo sueño de la novela: comprimir el mundo en el espacio de una ciudad, en la duración de un día, en las páginas de un libro donde La Habana se convierte de nuevo en una de las capitales de la imaginación. Este libro es extraordinario.

Antonio Muñoz Molina

«Habanecer es un vasto conjunto de relatos estructurados de manera tal que La Habana se erige en personaje protagónico. La travesía que el libro propone nos conduce por varios y sorprendentes estratos de la vida de la ciudad, apelando a una rica gama de registros que abarca desde la voz de las piedras hasta las ansias de los transeúntes, sin soslayar conflictos sociales abordados siempre con honestidad. El libro de García Méndez progresa supeditado a una férrea voluntad unificadora. Sobresale además por el empleo de múltiples recursos formales, por los oportunos impulsos poéticos y el audaz ejercicio imaginativo».

(Del acta del jurado que otorgó a Habanecer el Premio Casa de las Américas, 1990, firmada por: Fernando Butazzoni (Unuguay), Lizandro Chávez Alfaro (Nicaragua), Ricardo Mariño (Argentina) y Reinaldo Montero (Cuba)

«Obra de gran autenticidad, con dominio del léxico popular, en la que intervienen incluso personajes inanimados (un banco, una mampara, un bloque de piedra), o personajes de la hagiografía, desde San Cristóbal hasta Elegguá. Un libro original hasta tal punto que resulta imposible diagnosticar un género. Incluye, junto a textos propiamente narrativos, un artículo periodístico y una obra de teatro. Emplea todas las formas de narración, con un despliegue de oficio literario, relevante uso de la ironía y una enorme audacia formal y conceptual. Una obra, en suma, de altos valores literarios».

Editorial Letras Cubanas (Habanecer: Informe de una lectura)

Habanecer trata sobre un día en la vida de La Habana. (..) Aunque no, porque el libro trampea, se burla de calendarios y mapas. Ni el tiempo se circunscribe a veinticuatro horas, ni el espacio a la ciudad geográfica (..) el libro se adentra en la geografía del alma, de diversas almas, de una sola y extensa alma que llamaremos habanera (..) El cronista convierte la rutina en aventura, la hace pasar por angustias humanas, aunque La Habana se resista, tal parece que muchas cosas humanas le son ajenas. La ciudad misma es como la superviviente de algun cataclismo.

(..) El paso de la conversación a la escritura es un paso duro que L. M. afronta con habilidad de bailarín. Y donde hay danza hay música, y donde hay música no puede haber cosa mala, dice el Quijote. (..) El cronista interviene, hace suyo el dasarraigo, trata de redimir con el ejercicio del humor, sin consolar, con oído bien fino, exigiéndole un coeficiente cero al detector de mierda. (..) es entonces cuando la ciudad alcanza la magnitud del héroe, o del antihéroe, que viene a ser lo mismo. (..) a pesar del mal nuestro de cada día la capacidad de fe y de ternura no se pierden nunca.

«(..) Es algo que seduce al lector más virgen y al más encallecido, porque la brillantez de la expresión no abandona ni por un instante el primer plano. Y entonces ocurre el milagro, lo que parecía intrascendente se revela de pronto con una crueldad insoportable, y sin pizca de exageración es una Habana nostálgica, irónica, a ratos amarga, también desencantada.

«(..) Habanecer es un libro imposible de escribir, y sin embargo fue escrito, y bien escrito (..) concede espacio a la emotividad, resuelve historias de principio a término y que queman, se distrae en asociaciones múltiples e incitantes (..) Lo que ratifica la imposibilidad de este libro es que en última instancia trata de descifrar un oculto metabolismo de la ciudad, una espiritualidad habanera que no puede blasonarse ni enarbolarse ni consignarse casi. (..) un intento espléndido con afán de totalidad y con aciertos y sorpresas que se van sumando página tras página. He ahí lo mucho que debe agradecer el que leyere un libro como éste, que se afana con un imposible. Confieso que de Habanecer me queda el deslumbramiento”.

Reinaldo Montero (La Habana y su crónica)

Es posible que en un primer momento L. M. García concibiese, equivocándose, la sucesión de historias que conforman el libro como relatos autónomos. En realidad lo que el lector tiene ante sus ojos son 37 fragmentos de tiempo, hasta completar 24 horas, por los que transcurre el palpitar vivo y locuaz de una ciudad heteróclita, plural y deslenguada, el eco polifónico de La Habana, exactamente el viernes 28 de agosto de 1987.

A la manera de Arcimboldo, el autor ha trazado el rostro de La Habana en un collage elaborado con fragmentos de gritos y susurros que la ciudad exuda y él ha sabido escuchar. Como el Ulises joyceano o el Adán Buenosaires de Leopoldo Marechal, habanecer se alza como una metódica cartografía urbana en cuyas fronteras hombres y mujeres se entregan al desamor o la pasión, se frotan y enervan, se desconocen y abrazan, ríen con desaliento, viven desconsoladamente y mueren en silencio. Cuentan sus glorias y sus miserias.

(…) El lector sabe que se encuentra ante un autor en pleno dominio de su oficio. La variedad de recursos narrativos, el desenfadado tratamiento del lenguaje a veces y la apropiación de la oralidad otras, la hibridez de algunos de los relatos, la pluralidad de personajes y sus vivencias, los ambientes disímiles, los registros e ideolectos diferentes, todo ello conforma una obra única. A partir de ahora La Habana y su habanecer constituyen un binomio difícil de deshacer.

Pío E. Serrano.Sobre Habanecer. (Cultura y Arte n.º 24)

Raúl Millán me contó que durante la Crisis de los Misiles, en octubre de 1962, ante el peligro de que una bomba borrara del mapamundi la ciudad de La Habana, René Portocarrero, su compañero —su amor de toda la vida— tenía la obsesión de pintar la ciudad para salvarla.

(…) algo como eso ha hecho Luis Manuel Garcías con Habanecer (…) nos entrega toda existencia, el aliento humano de la ciudad, el fragor del barretín diario del cubano, en unos ámbitos de los que entramos y salimos con sólo abrir y cerrar el libro (…)

Habanecer es una cruzada de rescate y preservación. Una campaña minuciosa y tenaz de la lengua castellana para eternizar una ciudad, un modo de vida, una filosofía de la supervivencia, la manera de comunicarse de un grupo de personas en situación extrema, en un estado de emergencia perpetua.

Este libro, ahora, para mí son dos. Uno el que leí allá, en Cuba, hacia 1992, en su primera edición, escamoteada por la censura gubernamental, donde podía reconocer sus comarcas nada más que con levantar la mirada del papel.

Una obra que me ayudaba a explicarme y a entender las reacciones de la gente que me rodeaba (…)

Otro es el Habanecer que leo en Madrid. Este duele más y tiene esa remisión a la historia de Millán sobre Portocarrero porque uno, lejos, no quiere perder los sitios amables y dulces del amor y el desamor, es decir, de la vida.

Raúl Rivero. De cómo guardar La Habana entre las páginas de un libro. (Diario El Mundo, Madrid, 4 de Marzo, 2006. http://prensa.vlex.es/vid/guardar-habana-paginas-libro-20162266)

(…) Este singular libro que vio la luz por primera vez en el año 1993. Dicho de una manera que no por más literaria es menos exacta: cuando Luis Manuel despertó, decidió seguir habaneciendo desde el exilio, porque el dinosaurio de su ciudad seguía estando allí.

(…) Luis Manuel ha decidido soñar la ciudad en sus fragmentos y dentro de su blando tiempo bergsoniano.(…) ha despellejado, fracturado y remendado la ciudad. Nos ha dejado ver sus duras vísceras ideológicas, le ha dado un tempo y una agonía y una fiesta. Pero, detrás de todo esto, siempre queda algo más profundo y más simple: el espacio total e inefable donde nacemos y tenemos a casi todos nuestros muertos. Y ya se sabe que nadie es de ninguna parte mientras no tenga muertos bajo la tierra.

(…) Este libro, gracias a su fragmentación, a su ímpetu y a qué sé yo, funciona como un gigantesco espejo roto y remendado. Vuelto a pegar. Sobre cualquier pared, este espejo inquieta el corredor de nuestros exilios o nuestra persistencia ‘islada’. Se deja leer como un reflejo sensiblemente deformado, caleidoscópico, de lo que somos en carne de ciudad. Y ya se sabe que los habaneros, además de no nacer con un pan debajo del brazo, llevamos una ciudad a cuestas, como el pan al hombro del hombre de Vallejo.

Insisto en la poesía que anida en el sueño, porque Habanecer no es despertar, sino seguir soñando la ciudad de todos. Cuenta la leyenda que un poeta chino escribió muchos versos para cantar la gloria, fragilidad y belleza de las mariposas. Pero, como no le gustó el resultado, rompió en mil fragmentos cada página. Fue entonces que los trozos destrozados levantaron el vuelo aleteando, y fueron posándose sobre las ramas y las flores. Luis Manuel ha hecho lo contrario y ha llegado a idéntico resultado: por disgusto y por amor, ha empezado quebrando en mil pedazos la dura Habana de geografía y tiempo real, y de esa realidad cotidiana ha nacido un sueño literario más real que eso que llaman vida. No hay otros paraísos que los paraísos perdidos.

Ronaldo Menéndez.Habanecer, en ayunas, y a continuación seguir soñando. (Encuentro de la Cultura Cubana, Buena letra, n.° 40, primavera, 2006, pp. 266-267. (García, Luis Manuel; Habanecer; Mono Azul Editora, Sevilla, 2005., ISBN: 84-934276-8-3).

Por su construcción, su lenguaje y ambiciones, aquí hay una obra fuera de lo común. Novela fragmentaria, polifónica, múltiple, viva y poética, que bien pudiera llamarse conjunto de cuentos o quién sabe. Cada rincñón de La Habana piensa, siente y padece, cuenta, habla a trvés de esta escritura rica en imágenes, metafórica y caudal, de la que lectores verimos a ser escuchadores, oidores de una partitura compuesta a ritmo oral, casi musical (…) En el aparente desorden de este mosaico, las personas (que aquí cabe hablar de algo distinto a personajes), los objetos y lugares de La Habana (“El lugar”, ese otro Aleph, es uno de los muchos textos que resultan verdaderos hallazgos), con su historia a cuestas, historia común y al tiempo íntima, se encuentran entre sí, se confunden para crear la ilusión de que atrapamos (…) una ciudad (…) Un homenaje (…) a La Habana y una apuesta por la Literatura con mayúscula.

Ángel Cabo. Habanecer (Qué leer; Madrid, marzo, 2006, p. 82)

Luis Manuel García's Habanecer constitutes an experimental tour de force in Cuban narrative which deserves to be seriously studied.

Enrique Sacerio-Gari y Carlos R. Hortas (20th Century Prose Fiction: Hispanic Caribbean, en: http://lcweb2.loc.gov/hlas/hum54lit-hortas.html)

Habanecer, del escritor cubano Luis Manuel García, es una de esas novelas que habría que incluir en ese inventario de las obras que han buscado convertirse en la memoria apócrifa de alguna ciudad. (…) Además del coro de personajes, Luis Manuel García construye el personaje del escritor dentro de la novela en una vuelta de tuerca metaliteraria, un efecto brechtiano en el que el narrador muestra el andamiaje sobre el que se construye el artificio novelesco. (…) Habanecer es una ciudad que se reinventa a sí misma todos los días.

Eva Díaz Pérez. Habanecer; un libro maldito en Cuba (El Mundo Andalucía, Sevilla, 10 de enero, 2006)

(…) En el caso de Habanecer, se podría afirmar que los halagos de portada y contraportada se quedan cortos y que el proceso editorial de la novela recorre un camino inverso al normal. Aquí no mandan los juegos de artificio del marketing, sino las innumerables virtudes literarias de la novela que le han llevado por fin al lugar que le corresponde.

(…) Realmente no pasa nada en ella y, al mismo tiempo, sucede todo; todo lo que da de sí una ciudad como La Habana durante 24 horas exactas.

La novela se transforma así en un contenedor de historias, es decir, de vidas, en una especie de novela de novelas con la ciudad de La Habana al fondo como escenario, como circunstancia física, geográfica, pero también política, social, económica, familiar, generacional…

(…) La tradición literaria de la que parece partir Luis Manuel García y el asunto que trata en su novela no le permiten al escritor cubano una mirada complaciente de la realidad que trata de encajar en las páginas de Habanecer, ni un tratamiento convencional del material literario. La complejidad de una ciudad como La Habana no cabe en los moldes lineales y decimonónicos de la novela tradicional. Luis Manuel García busca por ello una manera novedosa de contar que aspira a alcanzar uno de los hitos de la literatura, que la palabra sustituya inmediatamente a la realidad, que la cree desde la vigorosidad del verbo literario.

(…) Los fragmentos encabezados por el título “Páginas sin tiempo” cubren la poética de la novela desde la teorización metaliteraria. Efectivamente, en ese espacio del no-tiempo, de impass temporal en la historia y del paréntesis físico y tipográfico en la novela, el novelista se inserta como personaje que reflexiona sobre su propio trabajo creador.

(…) Habanecer logra saltar esos límites de la palabra literaria a través de una estructura que (…) sobrepasa los usos más estáticos de la tradición narrativa. (…) De ahí la mezcla de géneros, de tipografías, de voces, de tonos (…) es decir, los rincones y los entresijos de la vida alcanzan su expresión más ajustada en las páginas de Habanecer.

Juan Carlos Sierra. La nueva novela de La Habana (Diario de Cádiz LV2 Domingo, 23 de abril, 2006, p. 7)

He aquí una novela fabulosa, una obra que dilata el concepto de lo literario hasta más allá de sus fronteras, un libro moderno, atrevido, estremecedor e incómodo. (…) Los personajes de Habanecer son seres derrotados que nada tienen que ver con la patria de resistentes y héroes civiles.

(…) Sorprende la lectura de Habanecer por su ambición posmoderna. Es, en realidad, una especie de novela invertebrada o “cuentinovela” donde se suceden las historias de diversos personajes anónimos que habitan la ciudad y son los que, con los jirones de sus vidas y sus desvelos, permiten reconstruir el rostro de la vieja ciudad. (…) Esta disolución de géneros convierte su lectura en un animado recorrido que se convierte en inesperado y que aspira a dar esa idea de fragmentación, de azares y casualidades que conforman el ser disperso y huidizo de la ciudad.

Eva Díaz Pérez. 24 horas(Revista Mercurio, Sevilla, marzo, 2006, p. 17)

MÁS SOBRE HABANECER

En: Presentación de Habanecer en Casa de América, Madrid, grabada por Wenceslao Cruz

http://www.archive.org/details/PresentacionLibroHabanecer-28-02-2006

En: Editorial Mono Azul, presentación de Habanecer. http://www.monoazuleditora.com/102804/131982.html

En: Editorial Mono Azul entrevista a Luis Manuel García, Sevilla, 31 de octubre de 2005. http://www.monoazuleditora.com/139489/62202.html

En: Ángel Vivas; Luis Manuel García, pura tradición literaria cubana con Habanecer; en El Mundo, Madrid, 26 de marzo de 2006.

En: Yanet Pérez Moreno; “Incorrecciones políticas”. Entrevista con Luis Manuel García, autor del libro Habanecer; en Cubaencuentro, Madrid, 28 de febrero, 2006. http://www.cubaencuentro.com/es/encuentro-en-la-red/entrevistas/articulos/incorrecciones-politicas

En: Redacción EER; Publican en España nueva edición de 'Habanecer', de Luis Manuel García; en Cubaencuentro, Madrid, 25 de noviembre, 2005. http://www.cubaencuentro.com/es/cultura/noticias/publican-en-espana-nueva-edicion-de-habanecer-de-luis-manuel-garcia-7443


DE HABANECER

Radiografía de un salto

La última puerta de la 79 se abre con un resoplido y tú saltas, tropiezas con alguien, disculpe, disculpe, y atraviesas corriendo la Avenida 1ª, después de echar un vistazo preventivo a derecha e izquierda. Desde el momento que alcanzaste la guagua a una cuadra de la parada, desde el momento que te enganchaste al racimo de hombres colgados, supiste que sólo tenías dos posibilidades: que todos los relojes del mundo sufrieran una parálisis momentánea, o correr. Como ignoras que la primera variante es, si no probable, al menos, posible, optaste por la segunda. Mientras vuelas por el separador central de 5ª Avenida, mientras tu camisa a cuadritos, tu pantalón de caqui y tus botas van dejando atrás, como Ben Johnson a tu abuela paterna, a los corredores miramarenses y mañaneros, a los shorts Adidas, las zapatillas Mizuno y las bandas elásticas Ralley alrededor de las ideas, perdón, de las frentes, tu pelo, desmayado casi de tan lacio, va pegando saltos, aleteando en lo alto, ni que eso ayudara a cruzar la cerca peerles a las ocho en punto, a introducir la tarjeta en la ranura justo dos segundos antes que el reloj de ese temible salto hacia las ocho y un minuto. Coñó. Resuellas. Por poco. Si no corro . Y recuerdas, en un pase instantáneo de la memoria, la 79 que se te escapó justo llegando a la parada, y la otra (por fin); el olor a pasteles frescos dos minutos y medio más tarde, qué hambre, apúrate guagüita, y el cartel de CUBALSE (Cuba al Servicio del Extranjero), ─¿cuándo crearán CUBALSEC: Cuba al Servicio de los Cubanos?─ medio minuto antes de doblar a la izquierda, tres minutos antes de que el árbitro de la puntualidad disparara tus doscientos metros planos contra la raya roja que pendía sobre tu cabeza. Si no fuera porque la vieja se antojó a esa hora de que le cargara cuatro latas de agua, figúrate, mamá, se me hace tarde; cuando venga, mamá, cuando venga. ¿Y me quedo seca todo el día? Tú eres un desconsiderado. Está bien. Está bien. No se me puede olvidar más. Cuando llegue, sin cambiarme de ropa ni nada, le lleno el bidón de lavar y el de la cocina y ya. ¿Contenta, vieja? Sí, mijito, yo siempre se lo digo a Candita, que tú eres más considerado conmigo . De todas maneras, a esa hora de la tarde la cola para las duchas es del carajo, así que cargando el agua hago tiempo. Con la práctica que tengo en la cargadera de agua, eso es rápido. ¿Desde séptimo, no? Creo que sí. Once o doce años tendrías cuando el viejo te llamó con su voz de bajo: Desde hoy el asunto del agua es cosa tuya, que ya estás bien hombre para ayudar ─con la misma solemnidad que si te armara caballero─. Al principio te sentiste orgulloso de ser tan hombre ya, pero después . Mira que me jodía aquello; porque cuando el piquete salía corriendo de la secundaria para casa de Chuchito a oír la grabadora, o a coger la FM, que su padre había puesto en la azotea una antena de esas que parecen una araña pelúa, y la Super Q, la WGBS, se oían super; yo tenía que ir a cargar la cabrona agua. Sin chivichana ni nada, que de todas maneras, uno dejaba cuatro latas llenas allá abajo, y mientras subía las primeras, se las robaban con latas y todo. Una a una. O dos. Aunque había días que yo no podía con dos, y otros días, ni con mi alma. Lo mismo en el pre, cuando a Chuchito le trajeron el vídeo y todas las películas aquellas de kung‑fu y carros y jevas encueras, y todos se iban en molote para allá, mientras el bobo se quedaba cargando agua. Menos mal que a Xiomara la dejaban salir por la noche, que si no, me bota por aguador. Y cuando no era el agua eran los mandados, y cuando no . Siempre había una jodedera diferente. O la misma, pero todos los días.

Caminas hacia el traspatio, abres la puerta de la caseta, te cambias de ropa y sacas las herramientas. Después que pasó lo que pasó, tío Román me decía: ¿Tu padre no estará tan encabronado porque ahora tiene que cargar el agua? Pero no era por eso.

Sales. Cierras la caseta con candado y caminas hacia el frente, carretilla por delante, bordeando el edificio del museo. Pasas al lado de la estatua en mármol blanco de una muchacha, quién sabe si vistiéndose o desnudándose, mientras el gato de mármol blanco se lude contra sus piernas, y los saludas. Buen día, Xiomara. Buen día, Blanquita. Porque estás seguro de que es gata, aunque el escultor no se ocupó de esas minucias, y más seguro aún de que la muchacha tiene las mismas corvas que Xiomara. Conduces la carretilla por el caminito, subes el contén y te detienes al pie del flamboyán, ¿te acuerdas? Como al segundo día por poco me caigo de allá arriba. Casi nadie se podía trepar al copito, pero yo pesaba ciento veinte libras. Y como había menos peste, menos empuja empuja, y menos posibilidades de tropezarse con Frank, con Guillermo El Abacuá, con Aníbal El Gallego, con Pedro El Gordo; aunque conmigo casi nunca se metieron. Un muchachito sin comida, sin buena ropa, sin dinero. Echate pallá, comemierda. Tampoco les salí con boconerías, que por eso llevaron a tres o cuatro para allá atrás, donde nadie se metiera, y después los dejaban tirados, hechos un ripio. Yo lo vi. Sin moverme del nido. Hasta aprendí a orinar pegado al tronco, despacito, y que el orine resbalara por la corteza sin caerle a nadie arriba, que entonces sí me hubiera metido en una candela. Bueno, depende, porque había sus infelices que ya no protestaban por nada, como si la única manera de sobrevivir fuera quedarse callados. Injertados. Depende de lo que uno quiera injertar, y del tronco. Hay palos que no sirven y hay plantas que no aguantan. Depende del clima también. Guillermo y El Gallego estaban en su elemento. Pero dos o tres familias que hicieron campamento para aquella punta de la cerca, vivían, dormían, soñaban con pánico. Yo tampoco serví para injerto aquella vez.

Tus ojos descienden por el tronco sin salpicar a nadie. Qué bien ha crecido la malanga ésta. Y rápido. Mejor hago los trasplantes por la tarde, que esa es la hora buena, como decía Prieto, aquel negro viejo que hablaba con las azucenas y los gladiolos cuando nadie lo oía, el que te enseñó cuanto podía ser enseñado de todo lo que sabía, a dos leguas de la finca de tu abuelo. Mejor los colores para jardín que las plantas aromáticas, muchacho. Esas hay que sembrarlas donde alguien las huela. La jardinería no es obra de desperdicio, y las plantas de olor hasta se molestan cuando ven el despilfarro. Se les enquista el perfume y se mustian. Fíjate, para preparar esquejes o hacer trasplantes, lo más importante es el cuido, muchacho, el buen trato. No te das cuenta hasta después de muchos años, pero las plantas son suceptibles como mujeres preñadas. Si uno las cariñea un poco, se dan que es una maravilla, pero si no . Y cuando miras hacia las rocas en desorden que se amontonan más allá del camino, decides que el viejo tenía razón, porque los jardines a la inglesa son demasiado tiesos. Eso es para llanuras bien organizaditas y casas cuadradas con columnas medio clásicas de esas y paredes viejísimas de bloques sin pintar. Esos jardines se parecen a un plan de trabajo, ¿verdad, viejo? Y el viejo asiente en tu imaginación, con el sombrero ladeado y la frente, que el sol ha dividido en dos tonos de carmelita oscuro, al descubierto. A la italiana o a la francesa tampoco, que ahí hasta las plantas se ven como plásticas. Nada más que sirven para pasear mujeres de películas, tan lindas que parecen de mentira; medio amanerados que son los jardines esos. Ahí en el pedregal lo mejor es un jardín oriental, ¿verdad, viejo? Un jardín medio misterioso con parterres, setos vivos, terrazas aprovechando los desniveles, macizos y arriates que aparezcan así, como de casualidad, y las piedras saliendo del césped japonés, con lenguas de vaca y magueyes en las más grandes. Sonríes mirando la escalera flanqueada de setos vivos, un sauce llorón por allá, unos bancos de piedra y un arroyito. Pero despiertas, porque, ¿de dónde voy a sacar agua para un arroyito? Si por aquí hubiera agua, no habría pasado tanta sed, que fueron una vaso de agua o dos al día. Como la acaparaban los mandantes, figúrate. Y a veces era por no bajar, que si me movía, enseguida me volaban el puesto.

Mejor me pongo a trabajar, en vez de estar mirando el jardín en mi cabeza. Las arecas las dejo para más tarde. Mejor tuso bajito el seto, que con las lluvias ésto revienta a crecer de un día para otro. Comienzas a podar bien parejo, en dirección a la calle, y cuando te agarras a la cerca que separa el césped de la acera, para virar en redondo, es como si todos los recuerdos hubieran quedado guardados en la memoria del alambre, porque, con la nitidez del Hotel Tritón emergiendo entre los árboles, aparece aquella tarde de 1980 cuando, a la salida del pre, Chuchito, Vázquez y Adriano le soltaron sin prólogo:

─Te estábamos esperando para ir a ver el show ese que han montado en la embajada.

─¿Qué show?

─¿Tú no lees periódicos? El de la embajada del Perú, viejo. Fidel quitó los policías y se está metiendo un montón de gente.

─No puedo, tengo que cargar .

─No jodas con el agua, que lo de la embajada no tiene segunda tanda. Después le haces un cuento a la vieja. Nosotros vamos contigo, vaya.

Llegaron a 5ª y 72 a media tarde. Nadie tuvo que indicarles. Desde lejos te diste cuenta: una guagua vacía en la esquina, autos abandonados, grupos del más diverso pelaje con mochilas, maletines y jabas caminando 5ª arriba. El tráfico casi paralizado por la aglomeración de curiosos y aspirantes a la peruanización. Y la bulla. Al otro lado de la verja, cientos de manos invitando, entren, entren, gritos, maldiciones, risas, cantos. Y los de afuera: Váyanse. Más queda para los que quedamos. Y los de adentro: Comunistas. Comunistas. Y los de afuera: Comemierdas. Comemierdas. Una gorda con una carterita minúscula quería entrar pero no podía treparse a la cerca. La halaban desde adentro, pero la gorda se caía. Entonces los de adentro y los de afuera hicieron un convenio de ayuda mutua, gorda mediante, y los de afuera metieron el hombro bajo las nalgas de la gorda y a la una, a las dos y a las tres. Ya está arriba. Cuando cayó del otro lado, por poco se lleva la cerca y a dos hombres del encontronazo. Entonces la gorda se viró: Abajo el comunismo. Y desde afuera: No sea malagradecida, que los comunistas hasta la ayudaron a irse del comunismo. Una Halley‑Davison de mil c.c. frenó en seco a tu lado, el chofer se bajó, apagó la moto, extrajo la llave y te la puso en la mano: Coge, te la regalo. Allá me voy a comprar una Honda. Volvió la espalda y se zambuyó en la embajada de un salto, entre dos manos levantadas que sostenían carnés rojos ardiendo. Y tú parado en la acera, estupefacto. Oye, deja eso, que te vas a buscar un barretín. Fue en ese momento cuando te diste cuenta que la llave seguía en tu mano, y la soltaste como si te hubiera picado. Pero más te picó la proposición de Adriano:

─¿Nos metemos?

─¿Tú estás loco?

─¿Loco por qué? ¿No me digas que tú no quieres ver el mundo y comprar tu pacotilla y ?

─Deja eso.

─Ni que fuera tan fácil

─¿Tan fácil qué?

─Eso.

─¿Tú no has leído en el periódico ?

─No jodas. Si es por el periódico, allá todo el mundo pasa hambre, y después vienen como mi tía: cargados de pacotilla hasta aquí.

─Yo me quedo.

─¿Y tú ?

¿Y yo? ¿Y yo? ¿Y yo? ¿Y yo? ¿Y yo? ¿Y yo? ¿Y yo? Nunca podrás precisar todo lo que pensaste en aquel momento, mientras caminabas entre Adrián y Vázquez y mi mamá y Xiomara y las latas de agua por la tarde y la voz de mi papá y el pantalón de salir se me rompió y vamos a hacerle un zurcidito invisible porque no hay otro y los labios pulposos de Xiomara en la penumbra del Payret y la guagua de bote en bote para Santa María los domingos y la grupa de Xiomara y la cinturita de Xiomara y las manos veloces de Xiomara y el sexo apretado y caliente de Xiomara y el olor a sudor de Xiomara en una posada y mi mamá huevos fritos otra vez huevos fritos y gracias que no hay otra cosa y la maleta abierta en casa de Vázquez y pulóvers Pierre Balmain y jeans Levis y Pumas y Pierre Cardin y Chemise Lacoste y Lois y Lee y la grabadora It's a Sony Stereo Sound y las reuniones del comité de base de la UJC y los informes de balance y las escuelas al campo y las clases y las clases y las clases, mientras cruzas la calle entre Adrián y Vázquez, y la cola para el baño y la cola para la cafetería y la cola para la bodega y la cola para el agua y la cola para la guagua y la cola para el cine y la cola para la posada y la cola para la cola de la cola y el imperialismo y el bloqueo y los principios y la moral y el diversionismo ideológico y la melena esa que tú tienes y la penetración y los pantaloncitos apretados y las desviaciones y la música americana y la CIA y el Pentágono y los apátridas y los gusanos y Cuba sí yanquis no y yanquis go home y pin pon fuera abajo gusanera y patriaomuertevenceremos y pioneros por el comunismo seremos como el Che y no hay no hay no hay no hay no hay y prohibido entrar en short y prohibido entrar en mangas cortas y prohibido pisar el césped y prohibido jugar en la calle y prohibido entrar peludo y prohibido entrar si no es empleado y prohibido entrar y prohibido salir y prohibido prohibir prohibir y mi papá queyonotecoja queyonomeentere y las películas de Bruce Lee y los videos de Michael Jackson y los casetes y los pulóvers y los pitusas y los videos, mientras permaneces como una estatua al pie de la cerca sin escuchar los gritos a tu alrededor, de un lado y otro, arriba y abajo, y la Playboy aquella y la crisis del capitalismo y la inflación y la devaluación del dólar y los carros y las casas y las películas y los rascacielos de New York y las mujeres encueras y Xiomara y el vicio y la corrupción y la delincuencia y la marihuana y mi mamá y el rock probibido queyonotecoja el agua los videos la cola la juventud los pitusas Playboy las clases las reuniones patriaomuertevenceremos el pantalón se me rompió el diversionismo los huevos fritos la crisis Xiomara las guaguas It's a Sony la corrupción, mientras Vázquez y Adriano te tienden las manos desde arriba:

─Salta, coño, salta.

Y tú saltas.

Y te ves en el aire, sobre la frontera de la cerca, como si no hubiera sucedido en la realidad real, sino en un video que viste alguna vez en casa de Chuchito.

Continúas podando cuesta arriba, pero el alambre de la cerca ha inoculado en tí aquella tarde cuando dos tipos de catadura nada dudosa les dieron la bienvenida al Mundo Libre (así mismo dijeron, aunque aquello parecía el Mundo Preso) y Vázquez, Adriano y tú (Chuchito los mirada desde afuera) encontraron un trocito minúsculo de hierba pisoteada donde sentarse a hacer planes, los tres mosqueteros, uno para todos y todos para uno, aquí, allá y donde sea, tú verás que cuando estemos allá, tú verás que, pero esa misma noche vino el padre de Vázquez y lo miró y no dijo nada y Vázquez se levantó y sin despedirse saltó la cerca para saltar la otra cerca un mes y medio más tarde, cuando un yate vino por el Mariel en busca de toda su familia. Quedamos nosotros, dijo Adriano; no nos podemos rajar. Y aquella noche durmieron acurrucados con el espacio indispensable para apoyar las espaldas en la cerca. Tú verás cuando lleguemos allá. Tú verás.

Al día siguiente, muy temprano, apareció tu padre. Si no sales de ahí, te voy a matar. Pero tú sabías que no. Si saltabas de regreso . No te vayas a rajar como Vázquez. Si saltabas. No te vayas a rajar, coño. Oiga, deje al muchacho tranquilo, que ya tiene edad para decidir. Cállese usted y no se meta. Sale. No salgas. Sale, quesinotevoya. Ya estás adentro. No te vayas a rajar. Sale. Pero si salgo, si salgo me mata. No. A pesar de que su padre estuvo parado frente a la cerca casi veinticuatro horas. A pesar de que no bebió ni comió durante veinticuatro horas. A pesar de que su padre lo estuvo mirando durante veinticuatro horas. NO (a pesar de).

Cuando se fue, respiraste aliviado, como quien ha estado esperando en un hospital de campaña que le amputen una pierna. Despiertas de la anestesia, y la ves yaciendo, como un objeto extraño, sobre un trozo de tela blanca. Todavía no sentías dolor, ni picazón entre los dedos fantasmas del pie. O del alma, porque te habías amputado un padre.

De los días siguientes sólo recuerdas el hambre y, sobre todo, la sed que precedió a la noche, la sed que no te permitió dormir, y por eso lo viste todo desde tu nido, en la copa del flamboyán. Sucedió al pie del árbol, mientras Adriano dormía aferrado a su rama, mientras tu lengua se hinchaba en la boca como llena de arena. Al principio no te diste cuenta, pero después el ruido del forcejeo subió, mitigado por la distancia, y saliste del letargo, mitad sed mitad sueño, y los viste allá abajo, al pie del árbol: Uno de los hombres le aguantaba los brazos a la mujer y otro le mantenía abiertas las piernas. A pesar del hombre que la oprimía contra el suelo y se movía y se movía, ella, con la ropa hecha jirones, levantaba la cabeza para mirar a un tipo medio calvo que lloraba con cara de infeliz (hasta lástima daba) y se le empañaban las gafas con el lloriqueo. Lo tenían arrodillado, con una cuchilla apoyada en el cuello, y le tiraban de los pelos (levanta la cabeza, coño) para que mirara para que mirara. Y ella, con ojos como de loca o de fiera, miraba llorar a su marido y le decía maricón maricón ─sin gritar─. Entonces, el que estaba arriba de ella (y se movía y se movía) le dijo cállate, puta, cállate. Y de un puñetazo la dejó medio desmadejada sobre la hierba; pero enseguida ella se repuso y se quedó mirando fijamente hacia el copito del érbol, como si con ella no fuera. Te miró con los ojos ausentes, te miró, con los ojos vidriosos desde muy muy lejos, te miró. Y era Xiomara. Tú la viste, pero ella no te estaba mirando. Aunque sabías que no era, pero era. Sus ojos te atravesaban para perderse en algún sitio. Entonces cerraste los tuyos y esperaste durante horas a que el silencio fuera casi perfecto. Cuando volviste a abrirlos, ya ellos no estaban. Te deslizaste por las ramas, alcanzaste el tronco y fuiste resbalando hacia abajo con mucho cuidado, no fueras a pisar a alguien y se despertara, y se rompiera aquel silencio tan extraño allí donde el silencio no existía. Caminaste sin hacer ruido sobre la yerba aplastada, sorteaste los cuerpos ovillados, recostados unos a otros, los cuerpos de cabezas colgantes, los ronquidos, las frases mutiladas, evadidas de los sueños. Buscaste un sitio de la cerca donde ellos no estuvieran, porque ya habían organizado guardias para evitar las deserciones, y para evitar las intromisiones también, porque ya somos demasiados. Y salté. Como nunca volveré a saltar en mi vida, ni aunque me prometan o me persigan. Salté. El tobillo derecho se me viró al caer, pero me levanté como si rebotara y corrí hasta tropezar con un policía.

─¿A dónde va?

─¿A dónde va? ¿Quiere agua? ¿Comida?

─No.

─¿Quiere ir al baño?

─No.

─¿A dónde va?

─A mi casa.

Regresas ahora con la podadora hasta la cerca y ves la figura estrafalaria del hombre que se levanta de un banco en el separador central, se estira, mueve los ojos en dirección al Sol y lo saluda con un gesto de viejos conocidos, se sacude la ropa y cruza la calle hacia tí. Qué tipo más raro.

El hombre se para frente a la tarja de la acera y lee en voz alta:

«Aquí murió valientemente el soldado Pedro Ortiz Cabrera, mientras custodiaba la embajada del Perú el día 1ro de abril de 1980, en cumplimiento de su deber».

El Pueblo de Cuba

Basta que te mire a los ojos para desactivar cualquier precaución, cualquier prejuicio:

─Joven, ¿podría regalarme una flor para mi solapa? Por favor ─y se indica el ojal. La desnudez de ese ojal es casi obscena.

─Un momento.

Regresas con una rosa roja a medio abrir. Le cortas el tronco, las hojas, pero no las espinas, porque a lo mejor se ofende, como a los hombres no .

─Los hombres también nos pinchamos, joven. Muchas gracias. ¿Usted es el jardinero?

─Sí.

─¿Conoce a Machado?

─¿Es jardinero?

─No. Antonio Machado. El poeta.

─Creo que en la escuela .

─Si usted es jardinero, no olvide:

Érase de un jardinero

que hizo un jardín junto al mar

y se metió a marinero.

Estaba el jardín en flor

y el jardinero se fue

por esos mares de Dios.

─Y muchas gracias.

Dejándote a cambio una sonrisa de uso personal, intransferible, el hombre vuelve a su banco, donde en pocos momentos aparecerán, salidos de quién sabe dónde, decenas de niños que lo conocen desde siempre.

Retornas a la poda, pero los recuerdos no son tan dóciles como la hierba, y en la 132 que tomaste a la salida de la embajada, aquel hombre vuelve a levantarse, ahuyentado por la peste que traes de allá adentro, impregnada hasta en tus pesadillas. Antes de entrar, esperas en el parque de la esquina a que tu padre salga hacia el taller. Ay mijito, yo pensé que no te volvía a ver, lo recibió su madre. ¿Tienes hambre? ¿Quieres café? ¿Te preparo un baño? Vuelves a disfrutar el agua tibia, el desayuno caliente, la sábana con olor a hervidura que hizo crujir tus sueños durante varias horas, lo que duró el sentirte, por primera y única vez, huésped de honor en tu casa; soñarte recién llegado de la alfabetización, por ejemplo, del Escambray, de Girón, de la Sierra, por ejemplo, con el tufo a sudor y cansancio y mugre de los héroes. Pero te duraron poco los sueños. El rumor ascendente y los gritos te despertaron:

─Que se vaya que se vaya ─te sacó del letargo─, que se vaya la escoria ─despegó tus párpados precintados de legañas y sueño viejo, de noches arbóreas y sed y hambre─, que se vaya que se vaya que se vaya ─un estallido frente a la puerta del cuarto. Te arrodillaste de un salto en la cama, desglosaste tu sueño de los gritos y tropezaste con los ojos tristísimos de tu madre, sentada en el butacón recostado contra la puerta, contra los golpes contra la puerta, contra los gritos─, que se vaya que se vaya la escoria que se vaya ─y no empezaste a entender hasta que viste al Piti, el flaco del cuarto seis que compartía contigo masarreales, pitenes de pelota y abracados por bolas más o menos después de un manigüiti, trepado a la reja de la ventana─ que se vaya la escoria que se vaya ─y aunque lo viste flexionar hacia atrás el brazo, no previste el huevo que vino a estrellarse contra tu hombro derecho, dejándote anonadado, lo suficiente para que el Piti flexionara de nuevo el brazo, pero no tanto como para impedirte saltar y cerrar la ventana, justo en el momento que el huevo salía despedido, para estrellarse contra la jamba y salpicarle la cara al flaco, jódete cabrón—, que se vaya la escoria que se vaya —y los golpes y tu madre llorando en el butacón contra la puerta, contra los golpes, ay mijito, perdóname, es que estoy muy nerviosa—, que se vaya la escoria que se va —grito silenciado de cuajo, como si lo cortaran con un hacha. Murmullos y sonido de pies que se alejan, de suelas contra las baldosas y un clic de llave en la cerradura, pero no puede abrir la puerta, porque está atrancada por dentro, y se escuchan tres golpes secos.

—Abre, vieja. Soy yo.

Cuando tu madre abre, descubres que las dos hojas de la puerta están garabateadas de tiza (que se vaya la escoria que se vaya), y descubres a tu padre en medio de los insultos —pierna que regresara sola, saltando calles, escaleras y pasillos, después de la amputación.

—¿Usted qué hace aquí?

—Viejo, por favor.

—Usted se calla. Y usted . Para mí es como si ya se hubiera ido. Cuando regrese, no quiero verlo. Ya yo no tengo hijo.

Y te detienes antes de volver a la poda en sentido contrario, como te detuviste aquella noche, el puño alzado e indeciso, frente a la puerta de tío Román. Como te detuviste frente a la sonrisa inmóvil, congelada, de Chuchito, de Mayda, de Luly, cuando apareciste en el pre dos días más tarde; frente a la mirada inmóvil de Xiomara.

—Qué ganas de verte, mi amor, tú no sabes. ¿Qué te pasa? Respóndeme.

Pero Xiomara ya no era Xiomara:

—¿A quién? Escucho voces pero no sé de dónde.

Xiomara te miró con los ojos ausentes, te miró, con los ojos vidriosos desde muy muy lejos, te miró. Sus ojos te atravesaban para ir a perderse en algún sitio.

—Escucho voces como de alguien que se fue —Xiomara caminando hacia la escalera— ¿A quién voy a responderle si no hay nadie? —caminando hacia la salida, entrando como un fantasma del pasado en el mediodía, disolviéndose en la luz como un fantasma que desapareció sin dejar huellas, sin acudir siquiera al mitin de esa tarde que se hizo noche. Aquella noche cuando vahaste sin rumbo por las calles, hasta el beril del día siguiente, cuando llegaste a casa de tío Román.

—¿Qué te pasó, muchacho? Habla. ¿Qué te pasó?

Pero te faltaban aún dos días de silencio descubriendo todas las grietas, desconchados y manchas de humedad en el cielo raso, antes de vestirte.

—Vengo dentro de dos horas, tía

Y caminaste hasta el comité militar:

—Mire, teniente, yo quiero presentarme de voluntario para pasar el servicio militar.

—¿No estudias?

—No. Quiero pasar

—Ya me lo dijiste. Dame tu carné militar. Nosotros te citaremos. Espera el telegrama.

Pero después del examen médico, que tuvo lugar dos días más tarde, esperaste casi un mes sin que el telegrama (Fue lo mejor que hiciste, mi sobrino) te sacara (Paciencia, eso a veces se demora) del letargo (No te preocupes por buscar trabajo, si de todas maneras ) como si cada día fuera una fotocopia del anterior (¿Por qué no te llegas por allá? A lo mejor el telegrama se extravió. Tú sabes). Y tú volviste al comité militar.

—¿Se acuerda de mí, teniente?

—Tu nombre es . Ya me acuerdo. Mira, no te voy a engañar. En el CDR nos contaron lo de la embajada. En esas circunstancias, no podemos admitirte. ¿Me copias?

Las fuerzas armadas

La defensa del país

No es que haya ninguna ley que lo prohíba

Pero yo no puedo no puedo no

¿Me copias?

—Olvídate de eso —te dijo tío Román—. En mi trabajo creo que hay una plaza de ayudante.

(Pero la comprobación del CDR).

—No te preocupes. En la empresa de Javier están dando unos cursos.

(Pero la comprobación del CDR).

—No te vuelvas loco. Espera. Dice María que por allá hay.

(Pero la comprobación del CDR).

Y al final:

—Hablé con tu padre. Está cerrero. Me da pena, pero no quiere que regresese ni hoy ni nunca. Y . Tú sabes que aquí vivimos muy estrechos, con las niñas y . ¿Por qué no te vas a lo de tu abuelo?

Por eso te fuiste a Cabaiguán, pero las yucas y los plátanos eran tan aburridos, y tu abuelo que te miraba con unos ojos transparentes de no ver. Y Prieto hablando con los gladiolos y las azucenas cuando creía que nadie lo miraba; pero tú velabas aquellas conversaciones a través de la cerca, hasta un día:

—¿Estás viendo lo que yo veo? —le preguntó el viejo Prieto a un lirio—, parece que hay un mira mira de Palmira escondido detrás de la cerca. Hombre que mira y no habla, como las flores. ¿Lo dejamos escondido o lo dejamos entrar? ¿Sí? ¿Tú crees? Bueno. Sale de ahí, muchacho, que el negro viejo ni muerde ni pica. Y las flores, menos. Ven acá. Mira a ver qué dice el crisantemo ese. A mí toda la vejez se me ha ido para las orejas. Ríete. Ríete. Aquí hace falta una risa de vez en cuando, que la risa sin dientes de los viejos parece mueca, y las flores se asustan. Ríete. Ríete.

Y el administrador del museo, que pasa en ese momento, le hace señas al chofer de la pipa: Se tostó. Míralo como se ríe solo. Porque con el viejo aprendiste a reír otra vez, con una risa más sabia, menos estridente, que no asustara a las flores; a reírte así, por el mero gusto.

Pero la risa se te acabó aquel día, cuando tu abuelo te esperaba en la talanquera de la finca: Tu padre, dijo.

Cuando llegaste a La Habana, ya tu padre no reconocía a nadie, pero te llamaba bajito, como si la voz no le pudiera salir entre los dientes apretados.

Cuarenta horas más tarde, en el cuartico, más lóbrego y estrecho después del Sol y las flores, le hiciste un tilo a la vieja, la acostaste y le pasaste despacio la mano por las sienes sudadas, hasta que se durmió. Bebiste un poco de tilo y te metiste en la boca un caramelo de limón antes de empezar a colgar tu ropa en los percheros vacíos que encontraste en el ala derecha del escaparate: el ala de tu padre.

Buscas un caramelo en el bolsillo y encuentras la carta que no tuviste tiempo de leer esta mañana, que tuviste miedo de leer en la guagua, y aquí, aquí menos, después que el administrador te dijo el día que empezaste a trabajar:

—Mira, yo te pongo a prueba. Y si das la talla, no te ocupes de lo demás. La plaza es tuya. No te preocupes por la comprobación del CDR. Para jardinero no hace falta.

Estrujas la carta entre los dedos y notas algo rígido. Te pica demasiado la curiosidad. Sacas el sobre con borde a franjas azules y rojas, lo rasgas y de entre las hojas sale una foto en colores de Adriano, casi irreconocible con el pelo ondeado y castaño muy claro, él que nunca fue rubio, apoyando la espalda en un carro blanco y larguísimo de esos de película, con el brazo derecho sobre los hombros de una rubia grande y dientona y durita ella y muy tetona, con un escote hasta aquí, y una grabadora bien Sony y descomunal en la otra mano. A lo mejor ni la rubia es tuya. Y en el reverso, con tinta negra: «Te lo dije, comemierda».

Introduces de nuevo la foto en el sobre y lo guardas en el bolsillo del pantalón. Empiezas a recoger con el rastrillo la hierba cortada y el rastrillo de tu memoria recoje recuerdos, intenciones, aspiraciones, sueños, frustraciones y miedos. Los va apilando sin orden: Erase de un jardinero, It's a Sony, que se vaya, patriaomuertevenceremos, los huevos fritos, Adriano, los videos, la rubia, que hizo un jardín junto al mar, cuatro latas de agua, el pantalón se me rompió, los ojos vidriosos desde muy lejos, el cuido es lo primero, muchacho, que se vaya, cuando regrese, no quiero verlo, el sexo apretado y caliente de Xiomara, prohibido prohibir prohibir, el carro blanco, el bloqueo, y se metió a marinero, la Super‑Q, escucho voces como de alguien que se fue, expulsión deshonrosa de la UJC, los hombres también nos pinchamos, voluntario, yo quiero, voluntario, el diversionismo, que se vaya la escoria, Christian Dior, a lo mejor el telegrama, estaba el jardín en flor, pin pon fuera, la defensa del país, ¿me copias?, apátrida, los principios, la cola para la cola de la cola, creo que hay una plaza, un curso, gusano, los rascacielos de New York, pero la comprobación en el CDR, y el jardinero se fue, tu padre está cerrero, la raya roja, si das la talla, no te ocupes, el cuartico apuntalado, se cae, se cae, vivimos muy estrechos, con las niñas y, que se vaya, que se vaya, Pierre Balmain, me llamaba bajito, como si la voz no le saliera, pega la oreja a ver qué dice el crisantemo, por esos mares de Dios, salta, coño, salta, y saltas de nuevo, y los recuerdos, intenciones, aspiraciones, sueños, frustraciones y miedos que tu memoria ha rastrillado quedan expectantes, mientras permaneces paralizado en el aire, justo sobre la frontera de la cerca, y tu desconcierto es total, porque no sabes desde dónde ni hacia dónde has saltado, aunque de un lado y otro te esperan, te hacen señas, y sus manos, y sus gritos, aunque no sabes de dónde vienen, porque ellos no tienen rostro (sabes que tan pronto caigas, en el lugar donde caigas, les nacerán rostros que por ahora desconoces, temes) y por eso te eternizas en el aire, aunque sabes que la eternidad es una materia sumamente frágil, y a pesar de que aleteas desesperadamente, sientes que caes hacia un lado (u otro) de la cerca, y no sabes hacia cuál, porque la duda se ha adueñado de tí como una alimaña pegajosa y no puedes librarte de ella, como tampoco has podido librarte de aquel mitin de repudio, que se vaya la escoria que se vaya, después que Xiomara desapareció sin dejar huellas, tu único alivio, que no te viera dando vueltas al Obelisco de Marianao vestido de hombre sandwich, que se vaya la escoria que se vaya, con

«OJO: ANTISOCIAL Y GUSANO»

escrito por el frente y

«SOY UN HIJO DE PUTA»

en grandes letras rojas a tu espalda.

Doscientos, trescientos estudiantes gritando. Y Mayda, y Luly y Chuchito gritando: que se vaya que se vaya que se vaya la escoria que se vaya. Y te dan de pronto un golpe en la cabeza, que se vaya, y un empujón, que se vaya, no le den más, caballeros, que se vaya quesevaya quesevayalaescoriaquesevaya, diez, quince cuadras, hasta que se aburrieron y te dejaron ir, entontecido, mudo, hasta el banco de un parque donde te sentaste durante horas a mirar con los ojos ausentes, con los ojos vidriosos desde muy lejos, atravesando las burlas y los gritos, las risas y los árboles, para perderse en algún sitio, con los cartones aún colgando del cuello.

Tan bien colgados, que en siete años no has podido quitártelos.

DE HABANECER

Idea

La camilla sorteó felizmente largos corredores, cardúmenes de pacientes e impacientes, enfermeras, cirujanos distraídos y la mirada aún transparente de un niño en el cunero.

La cabeza rapada del hombre descansa ahora sobre la mesa de operaciones y alguien se ocupa de pintarla con agua mentiolada. El estudiante aprovecha la acción plástica para revisar los antecedentes del caso: comenzó varios meses atrás con trastornos de conducta, pérdidas momentáneas de conciencia y cefalea.

Eso quiere decir, aunque no aparezca en la hoja clínica, que Efren Blanco fue, hasta un día más o menos bien determinado de hace cinco meses, un trabajador disciplinado, laborioso, indiferente, amante de las tradiciones heredables y codificadas por ello en su subconsciente desde la más tierna infancia. Efren Blanco ha sido (hasta la aparición de los síntomas) un ejecutor. No un preguntante o un decididor. Lo suyo nunca fue dudar o decidir. Fue siempre un hombre bondadoso en la medida de sus posibilidades (pero sin extremarse); afectuoso con su familia y amigos (pero sin extremarse tampoco), y extremadamente respetuoso del orden jerárquico.

Desde aquel (im)preciso día en adelante, Efren Blanco comenzó a sufrir dolores de cabeza que, de inicio, fueron atribuidos al ruido de las máquinas, aunque llevaba treinta años escuchando, sin afecciones evidentes, el canto desacompasado de esas mismas máquinas. Efren apeló a la ingestión masiva de aspirinas; hasta que le ocurrió su primer desmayo. De éste se percataron inmediatamente, porque cayó al suelo sin soltar la palanca que regulaba la velocidad de la estera mecánica. El final de la línea se superpobló de cadenas. Días más tarde, antes que Efren Blanco acudiera al médico y, por supuesto, después que lo alejaron de la palanca, el hecho se repitió. En ese momento, ya Efren padecía fuertes trastornos de conducta que lo hacían punto menos que irreconocible, incluso para su familia: comenzó a otear alrededor con miradas inquisitivas de reciente adquisición. Comenzó a preguntar todo lo que ignoraba (y no era poco). Se transformó de oidor en opinante. Empezó, incluso, a tratar de entender a sus hijos, inescrutables hasta entonces como los planes técnico‑económicos. Y, lo que es peor, empezó a dudar de algunas tradiciones instaladas, de algunas órdenes que antes acataba, bovino y neutral, con expresión de cantón suizo. Se convirtió en un ejecutor imperfecto, contaminado de dudas y decisiones propias.

Ya su mal había avanzado hasta ese extremo cuando se iniciaron las exploraciones clínicas que ahora el estudiante, en su primera operación dentro de la especialidad, repasa para tener claros los procedimientos, por si acaso el profe le pregunta:

Primero fue la placa de cráneo que sólo arrojó algunas calcificaciones.

Después, el electroencefalograma descartó la epilepsia, y la arteriografía cerebral mostró un área muy vascularizada en la supuesta zona de la lesión.

Por último, aplicaron la resonancia magnética nuclear y la tomografía axial. Ambos procedimientos revelaron la existencia de un tumor asombrosamente esférico en la región parietal.

El estudiante trata de memorizar los pasos por orden de aparición, y observa el entubado, la anestesia general endotraqueal. Después, claro profe, el procedimiento casi carpinteril (la diferencia más palmaria es la asepsia) de hacer los trépanos con el taladro (Trépanos uno, dos... ¿Trépanos se acentúa?) y seccionar la tapa del cráneo. Ya el profe puede cortar la dura madre a tijera y bisturí, y el estudiante mira lo más posible para que no se le olvide. Entonces queda al descubierto la masa encefálica, ese esferoide cuya superficie, en los libros de texto, en los medios audiovisuales y en los muertos de aprender, allá en la escuela, siempre le ha parecido la foto aérea de un delta paranoico: poblada de circunvoluciones, esos cauces por donde corren las ideas. Pero ahora el estudiante se queda entre decepcionado y estupefacto, porque bajo la dura madre se revela una superficie convexa, gris, inmaculada como una pelota de goma maciza, sólo alterada por pálidas sombras de (quizás) circunvoluciones recién nacidas, como quintas copias al papel carbón.

No sólo el estudiante. El profe, el anestesista, los asistentes y enfermeras se miran perplejos —y esa perplejidad es más significativa porque ellos sí están aburridos de fisgonear el cerebro del prójimo—. A pesar de tanta perplejidad compartida, hay que seguir, porque, lisa o no la superficie, debajo está el tumor.

El transductor ultrasónico (¿transqué, profe?) los va guiando como perro de aguas entrenado para cazar tumores. El cirujano resecciona de modo segmentario (había otra resección, pero no me acuerdo. Ah, sí, la otra), con mucho cuidado para afectar lo menos posible al paciente, hasta una profundidad de tres centímetros, donde se pone al descubierto el tumor: una esferita azul, traslúcida, de quince milímetros de diámetro. El profe y su equipo vuelven a mirarse asombrados, porque tampoco han visto un tumor de aspecto tan inofensivo. Hasta el estudiante, que jamás se ha encontrado cara a cara con un tumor en persona, se da cuenta de que los tumores no pueden ser objetos tan seráficos. O reconsidera sus valoraciones previas, o reconsidera el tumor.

El estudiante ignora lo que el narrador sí conoce —a esto le llaman el dato escondido—: que hace cinco meses, durante una reunión en la fábrica, treinta años de intuiciones y silencio archivados en el subconsciente de Efren Blanco se pusieron de acuerdo, y una idea imprevisible nació en su cerebro. Una idea sutil como ciertas brisas de agosto, equilibrada como una pirámide, precisa como un láser, sencilla como un teorema de Pitágoras. Entonces, ante el estupor de la concurrencia, se puso de pie y dejó fluir durante algunos minutos las palabras reverdecidas que condensaban treinta años de ideas probables, de ideas nonatas, sepultadas bajo la pantanosa superficie de su indiferencia. Cuando los integrantes de la mesa presidencial salieron de su asombro, le prometieron estudiar su proposición.

Transcurrieron meses, prórrogas, dilaciones, detallados estudios, cuidadosas valoraciones, trámites a los que toda idea debe sumisión y respeto, sin una respuesta a la (sorpresiva, subversiva, intempestiva) idea. Durante ese tiempo, los trastornos en la personalidad de Efren Blanco se fueron acentuando. Entonces le recomendaron reposo y un chequeo que acaba de concluir ahora, sobre la mesa de operaciones, cuando el profe, con la punta del bisturí, roza la idea, y la idea se desprende, se eleva, antigravitacional y azul. Liberada de esa claustrofobia que hace peligrosísima cualquier idea enconada, comienza a flotar por el salón. (En casos extremos, llegan a convertirse en ideas malignas y hacen metástasis de consecuencias casi siempre fatales).

Aunque ignora de qué se trata, el estudiante persigue a saltos a la idea por todo el salón. Pero es inútil, porque las ideas tienden a la altura y no padecen de vértigo. Guiado por un instinto que hasta ese momento ignoraba, el estudiante le habla con cariño, trata de convencerla para que baje. Y la idea se deja conmover, desciende y se posa en la mano del estudiante, quien le acaricia la superficie con la yema del dedo índice.

El profe decide dar por concluida la operación y analizar esa cosa más tarde, pero la idea percibe la intención de reducirla a trofeo de laboratorio y se desprende de la mano, roza con un gesto amistoso la mejilla del estudiante y, gracias a su impunidad de idea, atraviesa el cristal de la ventana. Él la ve alejarse volando en dirección a la ciudad y la despide con un movimiento levísimo de la mano.

Absorto en su despedida, el estudiante se pierde el final de la historia, cuando el profe concluye su labor de alta costura, convencido de que la operación ha sido un éxito, que no habrá recaídas ni secuelas.

DE HABANECER

Corolario

Hasta esta hora de este viernes 28 de agosto de 1987, la ciudad ha respirado 2.425.634 m3 de aire, sus 1.384 columpios se han mecido 622.800 veces; en los 96 cines, 144.000,5 pares de ojos pastaron besos, asesinatos y chistes en colores y cinemascope; 39.000 pares de nalgas erosionaron, en los 134 parques, los bancos de madera y granito; se escucharon 1.234.000 canciones; acaban de nacer 83 niños, que esperan alcanzar 73 años y medio y que ocuparán el espacio, cada vez más exiguo, que dejaron los 45 muertos velados, llorados, enterrados y mañana olvidados, de este día; la ciudad gastó 6.889.218 pesos, se comió 120.500 pollos, 164.000 docenas de huevos, y bebió 1.956.432 litros de agua. Como consecuencia, al Caribe fueron a dar 1.854.973 litros de orines y 326,95 toneladas de mierda. 4.300.000 pasajeros sufrieron las inclemencias del transporte urbano y 383.920 afortunados capturaron un taxi. Hasta esta hora de este viernes 28 de agosto de 1987, la ciudad de San Cristóbal de La Habana hizo el amor 157.437 veces.