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Diario habanero. Lunes 13 de julio, 2009

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A Daniel, su prima lo ha invitado a un tour universitario y salimos temprano. En 5ª Avenida, bajando por 86, le propongo buscar una guagua que nos lleve hasta Prado y Malecón, o que nos permita hacer alguna combinación. A pesar de que sus experiencias guagüísticas no han sido malas, se niega en redondo.

—¿Tú no querías vivir como los cubanos?

—Sí, pero coger un taxi Lada sin aire acondicionado es más o menos vivir como los cubanos.

El europeo ha captado en cuatro días que su pretensión original de “vivir como los cubanos” no sólo es poco confortable, sino difícil de mantener durante tus únicas vacaciones del año. No se queja de las incomodidades. Las asume como parte del paquete turístico. Pero, confort más o menos, “vivir como los cubanos” es una pretensión difícil, si no imposible, cuando tienes un pasaporte en el bolsillo y un vuelo de regreso dentro de quince días. Vivir como los cubanos no es sólo escasez o incomodidad o ansiedad de un futuro prometido que, como el horizonte, es siempre inalcanzable; es también claustrofobia, hastío, resignación porque el destino no está en nuestras manos, nada podemos hacer con la propia sabiduría, tenacidad y esfuerzo para mejorarlo. Vivir como los cubanos es alcanzar el triste consuelo de que sólo fuerzas superiores cambiarán nuestro hado: una iluminación repentina de los dioses locales o la benevolencia, igualmente repentina, del enemigo, causante oficial de todos los males del universo durante medio siglo. Vivir como los cubanos es oír hablar de la cultura a los mismos que redactan el index de los libros prohibidos; escuchar que somos el pueblo mejor informado gracias a un puñado de diarios clónicos, aunque no dispongamos de Internet ni de medios alternativos; que somos tan saludables que podemos prescindir de médicos y medicamentos, exportados a pueblos enfermos, porque aquí los únicos que mueren poco a poco son los hospitales; que nos califiquen como un pueblo rebelde quienes nos educan en la obediencia; que nos llamen valientes los mismos que premian la cobardía, y que alaben nuestra pobreza digna sus causantes. Vivir como los cubanos es oír hablar noche y día del futuro mientras nadamos contra la corriente para mantenernos en el presente, para no ser arrastrados hacia el pasado; ser apedreados por las palabras sacrificio, estoicidad, esfuerzo, frugalidad y abnegación por señores que después recogen las palabras, porque son multiusos como una cuchilla suiza, montan en sus autos climatizados y comentan con sus esposas y amantes en las mansiones de Miramar que no hay un pueblo como éste, tan feliz en las lapidaciones. Vivir como los cubanos es vivir en una de esas esferas de cristal que se colocan sobre la repisa de la chimenea, y donde llueven discursos si las agitas. Miramos hacia afuera, pero el cristal sólo nos permite ver sombras. Según algunos, más allá del cristal, el mundo se despeña hacia el cataclismo. Según otros, más allá florece una primavera eterna y en colores. Quienes regresan de visita a la esfera traen noticias contradictorias de un mundo con cuatro estaciones. Daniel vive desde los cuatro años en ese afuera con sus primaveras y sus inviernos. Imposible será que en quince días comprenda todas las claves de este adentro donde hay sólo una estación por decreto.

Atrapamos de inmediato, justamente, un taxi Lada. Le explico al chofer que voy para Prado y Malecón por si le hace camino, si puede, si le conviene o tiene algún pariente que visitar en esa zona. Ya trae ocupado el asiento del copiloto, pero como somos dos, no hay problemas.

Al llegar a nuestro destino, le alargo cuatro CUC. Como de costumbre, el taxímetro ha mantenido pudoroso silencio. Mirando por el retrovisor mi pinta de allien, me dice que de eso nada, que son 8 CUC. Tras una negociación de tiangui mexicano, la carrera me cuesta 5.

De camino hacia la casa de mi hermana, entramos a la embajada española. Pido una entrevista con el consejero cultural, pero el portero me advierte que eso requiere concertación previa y cierto tempo diplomático. La secretaria del consejero cultural anuncia que éste está preparando su equipaje para salir definitivamente de Cuba. Yo sólo deseo conseguir algunos ejemplares de la revista Encuentro para repartir entre amigos y familiares. No traje ejemplares de Madrid porque no sabía si incluirlos en el maletín de las medicinas o en el de los alimentos. Dejo mi teléfono a la secretaria y ella promete que se comunicará en breve conmigo.

Patricia se lleva a Daniel, armado con un grueso cuaderno para el diálogo (no se trata de la revista cultural española) a su tour universitario. Irán por todo Malecón a pie hasta La Rampa, de ahí subirán a la escalinata universitaria, visitarán la Facultad de Sicología, el Estadio Abrahantes, la Plaza de los Laureles y entrarán incluso al aula magna donde tiene lugar hoy una graduación. A diez pesos por cabeza, regresarán por la tarde enlatados en un Chevrolet del 53.

Las dos conclusiones que extraerá Daniel de esta visita son: Primero, lo fría que estaba el agua en el bebedero de la Facultad de Sicología. Y, segundo, lo buenas que estaban las recién graduadas del Aula Magna. Al final, tiene que aceptar que la escalinata universitaria y las antiguas facultades son mucho más hermosas e imponentes que los adocenados bloques de concreto de su Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Complutense de Madrid.

Mientras, yo me reúno con Nury y visitamos el Morro, desde donde podemos disfrutar una de las vistas más hermosas de la ciudad. Una ciudad que se niega a perder su encanto, como esas mujeres maltratadas por la vida que conservan la línea y, de lejos, parecen veinte años más jóvenes.

En sus 493 años de edad, la ciudad ha soportado incursiones piratas, la invasión periódica de la marinería de las flotas, peores que hooligans del Liverpool en un partido contra el Juventus; la toma por los ingleses y la toma por los norteamericanos; especulación inmobiliaria; el Plan Urbanístico de Sert (por suerte, interruptus); invasiones desde el Oriente y medio siglo de demoliciones. Aun así, resiste. Confío en que mañana no sea demasiado ayer para salvarla.

También hay que anotar que desde esta distancia La Habana no se huele.

Ascendemos hasta la linterna del Morro, donde el farero nos ofrece una completa lección de su historia, orígenes y funcionamiento. Yo podría añadirle que, de niño, cada mañana, el primer paisaje que divisaba por la ventana de mi cuarto era el Morro y buena parte de La Cabaña. De noche, no necesitaba contar ovejitas para dormirme (jamás había visto a una ovejita en persona). Me bastaba contar los rafagazos de luz en la pared contigua a mi cama. Dos destellos seguidos y un intervalo de 15 segundos hasta los siguientes. Su luz, que alerta a los barcos hasta 18 millas mar adentro, orientó todos los sueños de mi infancia.

Desde aquí se divisa un espectáculo inusitado: las deyecciones de la bahía de La Habana que invaden el azul del Estrecho de la Florida, como el delta de un río que desemboca al mar. La frontera es nítida. El azul se defiende como puede.

A pesar del escaso tráfico de buques,

los miasmas de la bahía no se contienen dentro de sus límites. Emigran hacia el norte. La frontera entre la mar y la merde muere justo a los pies del faro.

Aun así, alguien pesca en esas mismas aguas. Supongo que los ejemplares ya vendrán condimentados. Como se sabe, lo que no mata, engorda.

A la salida de la fortaleza, encontramos un pequeño chiringuito donde el barman nos ofrece una disertación sobre piñas coladas y mojitos con un entusiasmo que merece propina. E invita a los clientes a añadir a los cocteles la cantidad de ron que les apetezca. Siempre Havana Club, acentúa, señalando el logotipo de la marca tatuado en su brazo izquierdo. Un homdre de empresa, sin dudas.

Nos vamos directamente a almorzar a Los Nardos, restaurante situado en Prado, frente al Capitolio, y que pertenece a una Asociación Asturiana. Climatización, ambiente, buen servicio y buena comida, e incluso el precio, lo hacen muy recomendable. Los camareros, al día en las últimas tendencias de la gastronomía mundial, recomiendan siempre los platos más caros. Si alguien quiere un par de recomendaciones: las masas de puerco fritas y el tamal en cazuela son memorables. Y su limonada frapé es el mejor refrigerante de La Habana. Rallando el mediodía suele haber una cola de media a una hora. Si almuerzas a la española, entre tres y cuatro de la tarde, siempre hay mesas disponibles.

A los pies de la escalinata del Capitolio Nacional se extiende el Serengeti: jineteras, pingueros, cambistas, vendedores, negociantes, vividores del truco, taxistas, funcionarios, agentes, limosneros, parqueadores, turistas y pueblo en general se arremolinan y confuden en una marea humana sinuosa y abigarrada bajo el sol atronador. Macetas y pedigüeños. Militantes y exiliados. Carteristas y fianas. Depredadores y presas. Todos engarbullados a los pies del monumento a la antigua República. La escalinata del Capitolio sigue custodiada por dos estatuas monumentales de Angelo Zanelli: El Trabajo, a la izquierda, y La Virtud Tutelar del Pueblo, a la derecha. Ambas de seis metros y medio, invitándonos, quizás, a que alcancemos su estatura.

Eusebio Leal ha emplazado aquí sus más vistosos almendrones, como éste, tatuado con un mapa de la ciudad vieja.

La Habana vende el mayor símbolo de la República, su congreso, y te invita a recorrerla en Buicks del 57, Chevrolets del 55 o Cadillacs del 50. Tras medio siglo construyendo el futuro, la ciudad vende un pasado que la propaganda nos pintó como un abominable hueco negro en nuestra historia, al tiempo que nos prometía un futuro luminoso. El INTUR no ha conseguido que los turistas perpetren excursiones a las escuelas en el campo, barcos clónicos varados en los naranjales, ni a la ciudad de Alamar, único urbanismo netamente revolucionario, o a las ruinas sin estrenar de la Central Atómica de Juraguá, el Chernobyl del Caribe en fase de proyecto que, gracias al desmerengamiento de la URSS, no llegó a producir ni un solo kilowat.

La Habana blasona de su arquitectura colonial, de sus automóviles fabricados por “el imperialismo” durante “la neocolonia”, especialmente durante la “década prodigiosa” de los 50 (a pesar, incluso, del sangriento batistato), la década cuyo sonido reproducen todos los tríos y cuartetos en los bares de la capital.

La Habana ofrece también ese monumento a la utopía que es la Plaza de la Revolución, otrora Plaza Cívica. Plaza Cínica que hoy, huérfana de discursos, ha vuelto a ser lo que intentó en sus orígenes: un enclave mussoliniano en medio del Caribe. Arquitectura colonial, automóviles de los 50 y una raspadura fascista. Ninguna ciudad del mundo ofrece en el mismo retablo a Mussolini, Eisenhower y Felipe II.

En los bajos de la Editora Abril, sede del antiguo Diario de la Marina, husmeamos una librería sólo en CUC. Cultura de exportación. Y consigo una bonita edición de Pedro Blanco, el negrero, de Lino Novás Calvo, escritor exiliado que sólo se repatrió editorialmente tras confirmarse su autopsia. Los espíritus no hacen declaraciones anticastristas ni exigen royalties. En el imaginario de los cubanos es un escritor novísimo, para emplear al adjetivo recurrente de la crítica, que deberá ir pensando ya en los novisísimos y en los super novos, a riesgo de que estallen.

Con gula nos adentramos en La Moderna Poesía, la librería con más pedigrí de la ciudad. Pero nada. La han convertido en un enclave para turistas minada de best sellers pasados de moda, libros de colorear y literatura turística de tema afrocubano, culto que despierta hoy más curiosidad que el marxismo-leninismo. Hay anaqueles repletos de libros sobre el Che, casi todos con la foto de Korda en la portada, de modo que a primera vista tenemos la impresión de estar en la zona de los televisores de un hipermercado, donde hileras completas de pantallas reproducen el mismo programa.

Nos acercamos al antiguo Centro Asturiano, que un día frecuenté, pioneros por el comunismo, seremos como el Che, cuando era el Palacio de los Pioneros y yo acudía al Círculo de Aeromodelismo. Al mejor estilo de la revista Unión Soviética o China reconstruye, a todo color y en papel satinado, allí, contando con materiales e instructores, en laboratorios y talleres bastante bien equipados, algunos armábamos planeadores, o destripábamos ranas o clasificábamos minerales. Le echábamos el ojo, excitados, a una ameba en el orgasmo de la bipartición, o contemplábamos el cielo estrellado sobre la taigá. Me convencí de que lo mío no era la aeronáutica. Nunca construiría aviones, pero ignoraba aún cuánto uso les daría.

El Centro Asturiano se ha convertido en segunda sede del Museo de Bellas Artes, cuyas colecciones son muy recomendables. El mimo de los curadores es admirable. Entre esta nueva sede y la Manzana de Gómez (convertida en la Apple de Adidas, porque sus numerosas tiendas son ahora shoppings) han instalado un mamotreto dubitativo, “Cinco palmas”. Los cinco arterfactos podrían ser bocetos de árboles o molinos de viento o “la estrella que ilumina y mata”. Fue colocado como parte del mega-homenaje a Nuestro Comandante en Jefe en su 80 cumpleaños, y lo firman treinta artista plásticos, todos con cierto renombre en la Isla. Cinco Palmas es el sitio donde se reunieron los rebeldes en 1956 tras la catástrofe de Alegría de Pío. La instalación fue inaugurada en 2006, al igual que “El arca de la libertad”, otro regalo de cumpleaños ideado por Alexis Leyva, Kcho. Es una silueta del yate Granma cortada en una plancha de hierro y pintada al óleo por catorce artistas. Fidel Castro, el Noé del arca, que ha sido Agrónomo, Veterinario, Comandante, Ingeniero y Médico en Jefe, se estrenó como Curador en Jefe indicando que el arca debía colocarse en el patio interior del Museo de Bellas Artes de la Habana.

El arte contestatario de los 80, la glasnost plástica cubana, intolerable para la nomenklatura, fue excretado hacia el exilio a fines de esa década e inicios de la siguiente. La diversidad formal de los últimos lustros en obras dosificadamente heterodoxas, en contraste con los manuales escolásticos del realismo socialista, ha sido interpretada en el exterior por acólitos, compañeros de viaje y nostálgicos como prueba de la “apertura” de la Revolución Cubana. “El arca” y “Cinco palmas”, piezas antológicas de la guataquería insular, podrían tener una lectura subversiva: denuncian el diktat autoritario conminando al arte.

En la inauguración del arca, Kcho afirmó que “El Granma es el barco especial de la historia de Cuba, es el barco que nos cambió la vida a todos”. A nadie le cabe la menor duda.

Nos encaminarnos hacia el mar por el Prado, que de noche sólo puede recorrerse con sonar. Bajo la cúpula de los árboles, la oscuridad es abisal.

Las mansiones señoriales degradadas a cuarterías ponen una pincelada de corralas gaditanas en este paseo de espíritu madrileño.

Internarse del Prado hacia Galiano y más allá, en la gandinga (la palabra corazón se me resiste) del barrio de Colón y Centro Habana es una empresa temeraria. Aquí la tugurización de que habla Antonio José Ponte desquicia la geografía. En tres minutos de camino estamos en Calcuta. Hasta la última temporada de ciclones, en Cuba había un déficit de medio millón de viviendas. Los ciclones arramblaron, total o parcialmente, con otro medio millón. Hoy la prensa anuncia un éxito inmobiliario: de las 18.805 viviendas afectadas en la Isla de la Juventud por los ciclones de agosto y septiembre de 2008, en lo que va de año han sido reparadas 8.149. Los antiguos ya ponderaban las virtudes de la vida al aire libre.

A cuadra y media de distancia, por Trocadero, está el diminuto apartamento de Lezama Lima. Nunca recibí su curso délfico, ni frecuenté su plática cargada de pirotecnia verbal, ni le sometí los manuscritos que aún no había manuscrito, ni siquiera acudí a su presencia, acompañado de algún amigo mayor, como quien va a contemplar un fósil viviente, una especie que, según el darwinismo revolucionario, debería haberse extinguido. Pero sí lo vi muchas veces. Frente a su casa se encontraba un punto de leche, a veces punto y coma, denominación ortográfico-revolucionaria de las lecherías. Allí acudía yo de niño cada día a comprar el litro de leche que nos tocaba por la libreta. Lezama, que por entonces no tenía nombre en mi directorio, era “el gordo que vive frente al punto de leche”.

El Prado sigue custodiado por sus incombustibles leones, aunque se les nota algo pálidos. En mis recuerdos eran más bronceados.

Después de recoger a Daniel, conversamos hasta muy tarde con un grupo de amigos sobre “El Estado de la Nación”, para emplear el rimbombante título de esas periódicas escaramuzas entre partidos que se producen en España, y donde el estado de la nación puede pasar de Suecia a Burundi en las versiones libres de gobierno y oposición. En nuestro caso, en cambio, hay unanimidad con matices. El Estado oscila entre el estado de coma y la putrefacción post mortem. Se anuncia para los próximos meses vientos racheados de hambre, nubarrones de electricidad y precipitaciones de penuria en ambas costas, peligrosas, sobre todo, para las embarcaciones menores. La culpable es la infantería cubana que no trabaja lo suficiente. Deberá ser reeducada. Los logros emblemáticos se desmoronan. Cierran casi todos los preuniversitarios en el campo ante la imposibilidad de proporcionar a los alumnos la dieta de supervivencia habitual. Antes era de buena educación llevar al médico en agradecimiento una gallina, un racimo de plátanos o un juguete para sus niños. (Desde Gugulandia, el brujo de la tribu es una deidad tributaria de ofrendas). El tránsito hacia la economía financiera hace obsoleto el trueque. Un empaste, una operación o un tratamiento requieren contrapartida en CUC contantes y sonantes. Mejor billetes, que no suenan.

A inicios de los 90, alojamos en nuestra casa a dos mujeres dominicanas, amigas de una amiga. Una de ellas venía a operarse gratuitamente del corazón. Enternecidos por tanta solidaridad internacional hacia personas de escasos recursos, les dimos cobijo durante los días previos a la intervención. Nury la acompañó al Ministerio de Salud Pública, donde la mujer recibió la autorización firmada por un viceministro. Cierto día, llegó muy nerviosa a casa. Por entonces, no se había despenalizado el dólar y los cubanos no podíamos acceder a las diplotiendas. Ella había acompañado a la diplo de 5ª y 42 a la esposa del que era por entonces director de un conocido hospital. La señora salió con una montaña de ropa y le exigió a la dominicana que abonara 30 dólares a la cajera previamente compinchada para que les diera paso franco sin pasar por caja. Una cosa trajo a la otra y la dominicana, sintiendo quizás que traicionaba nuestra confianza al no contarnos la verdad sobre su operación, nos confesó que, a través de una agencia de viajes en Dominicana, en confabulación con sus contactos en el sistema cubano de salud (de ahí su vínculo con la primera dama de aquel hospital), había pagado 5.000 dólares por una intervención que en Houston le costaría 25.000. Venía con garantías de que se realizaría sin costos adicionales. Nos enfurecimos al vernos involucrados en una corruptela de esa naturaleza y Nury le aseguró que sería operada, que los corruptos serían castigados y que su dinero le sería devuelto. A través de Guillermo Cabrera, mi antiguo director en Somos Jóvenes, y de otras personas próximas al “aparato” denunciamos los hechos. Días más tarde, se nos apareció en casa un agente con apariencia de técnico en televisores. Lo apodamos “Cohete Cinco”, cambio, informando a Cohete Uno, cambio y corto. Nos interrogó, tomó notas y no reapareció hasta varios días después. Mientras, la dominicana fue operada. Pasó a recuperación. Cohete Cinco visitó de nuevo nuestra casa, fugaz, como un águila sobre el mar, y nunca más lo hemos vuelto a ver.

Ahora la corrupción se ha democratizado. Una amiga nos contó la historia de cómo llevaron a su nieto, un bebé de meses, al hospital, por una retención de orina. La pediatra los envió a una enfermera para que les suministrara colectores. Ésta les dijo de inmediato que no había, pero al comentarle que los había enviado expresamente la pediatra, se avino a darles uno. En agradecimiento, el padre del bebé, que trabaja en un restaurante, le dio un CUC de propina. La enfermera, en justa reciprocidad, les entregó otros seis colectores. Y cualquier otra cosa que les haga falta, aquí me tienen.

Pero los pacientes cubanos deben sentirse orgullosos porque, como hoy anuncia la prensa, “243 expertos de la Ínsula repartidos en 18 centros oftalmológicos” han operado ya de la vista a 425.000 bolivianos, como parte de la Operación Milagro que ya ha curado a “1,6 millones de personas de 35 países de América Latina, el Caribe, África y Asia”, y el proyecto es “intervenir de cataratas, glaucomas y pterigium, entre otras dolencias, a seis millones de pacientes hasta 2016”.

Hay que anotar también que el país aumenta su eficiencia. Ya se han ensamblado en Villa Clara 1.090.000 metros contadores a prueba de fraude. Con lo que los apagones serán realmente efectivos, la gente se habituará a despegar la mirada de la telenovela y a contemplar el cielo estrellado. Cuba podría convertirse en una potencia mundial en Ciencias Astronómicas.

(Continuará)