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Ser cubano, ¿o no?

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Como decía Theodor Heuss, “cada pueblo tiene la ingenua convicción de ser la mejor ocurrencia de Dios”, y los cubanos no somos la excepción, sino casi la regla. Si los norteamericanos se vanaglorian de sus inventos, nosotros nos jactamos de estar, multitudinaria y permanentemente, “inventando”. Frente al humor inglés, el relajo criollo; sabrosura vs. sex apeal; guara vs. charme; estar en talla vs. glamour; agilidad mental vs. pensamiento abstracto —como bien decía el cura español recién llegado a la Isla, cuando él pronunciaba “Dios te salve, María”, ya los cubanos estaban “entre todas las mujeres”—. Más astutos, simpáticos, calientes, ingeniosos y creativos que el resto de la humanidad, incluso los cubanos que desconocen las ciencias jurídicas se pasan la vida “legislando”.  Y ya que somos su mejor ocurrencia, el Creador lleva casi medio siglo estimulando no nuestra huida, sino nuestra persistente invasión al resto del planeta donde toda la especie aguarda impaciente por la oportunidad de parecerse a nosotros.

Ser cubano es algo más difícil de definir que ser “natural de la Isla de Cuba”. Hay cubanos nacidos en Oklahoma o Sebastopol; y noruegos de Coco Solo. Hay cubanos desteñidos, rellollos y cubanazos, el doble nueve de la cubanidad.

La complejidad y pluralidad semántica contrastan con el pedigrí del término, porque hace dos siglos existían apenas los protocubanos en estado embrionario, y Cuba, en tanto que nación, quedaba aún a  un siglo de distancia.

Ser cubano no es fácil de definir, pero es fácil de percibir: ninguno intentará disimular su nacionalidad. Por el contrario. Algunos lo confirman con el mismo énfasis que otros emplean para anunciar un máster en Harvard o el doctorado. El chovinismo del cubano es exotérmino: capaz de echar rodilla en tierra para defender los mangos del Caney, la playa de Varadero y las virtudes del personal, tan pronto desaparece el allien, no duda en reconocer (inter nos) que “este país es una mierda” y “si por mí fuera me iría mañana mismitico para la Conchinchina”. Basta recordar que en tiempos recientes dos millones han pasado de las palabras a los hechos.  Pero el cubano no emigra solo, como el resto de los humanos. Se lleva su país, una patria más portátil, y cuida sus nostalgias como a un animal doméstico.

Más pequeño y menos poblado que La Florida, el archipiélago cubano alcanza, en la mitología, dimensiones de potencia mundial, incluso en los dudosos privilegios de sus defectos. Como si los excesos del lenguaje compensaran los déficits de la geografía y de la historia. A pesar de que los cubanos están dispuestos a gritar por su patria, pocos se sienten tentados, como otros pueblos elegidos, a matar por ella (y menos aún a que los maten). Entre otras muchas razones, eso explica que al mayoral de la finca le hayan advertido: Cuando te mueras, avisa.

Ser cubano no es más ni menos que ser australiano, chileno o griego. Y aunque hay cubanos vocacionales, cubanos profesionales y cubanos amateurs, la mayoría somos cubanos involuntarios, con frecuencia crónicos. Los planes de reeducación no suelen dar resultado.

¿Cómo se conjuga este patriotismo con la epidemia trasnacional de los últimos años? ¿Por qué cientos de miles de compatriotas andan a la caza de una bandera de repuesto que cobije su futuro?

Parecería que basta explicar las razones del éxodo cubano del último medio siglo para responder las preguntas anteriores. Pero no es exactamente así.

Durante la república, la Constitución de 1940 estipulaba cuándo se era cubano por nacimiento y cuándo por adopción, cómo se podía recuperar la nacionalidad perdida, los cinco años de residencia continua que necesitaba un extranjero para obtenerla, los dos años de matrimonio o el matrimonio con hijos, y siempre renunciando a otra nacionalidad previa. También se explicaba que adquirir ciudadanía extranjera conllevaba la pérdida de la cubana, como servir militarmente a otra nación. Y que podrían perder la ciudadanía aquellos naturalizados que cometiesen ciertos delitos o marcharan más de tres años a su país de origen.

Cientos de miles de inmigrantes, especialmente españoles, dejaron caducar sus pasaportes, sus ciudadanías, y adquirieron la cubana. Pocos fueron los cubanos que emigraron, y menos aún los que cambiaron de nacionalidad.

La Constitución de 1992 es mucho más vaga que la de 1940, pero advierte que “los cubanos no podrán ser privados de su ciudadanía, salvo por causas legalmente establecidas” y que “no se admitirá la doble ciudadanía. En consecuencia, cuando se adquiera una ciudadanía extranjera, se perderá la cubana”. En la práctica, como puede verse en la página oficial del Ministerio de Relaciones Exteriores, violando su propia constitución, el Estado cubano establece que “con la excepción de aquellos que emigraron antes del 31 de Diciembre de 1970”, toda persona de origen cubano, aunque haya adquirido otra nacionalidad, deberá viajar a la Isla con pasaporte expedido por Cuba, renovable cada dos años, que puede comprarse en los consulados correspondientes a un precio de 185 euros, cuando un pasaporte español válido por diez años cuesta 16, por ejemplo. Como se observa, las disposiciones del MINREX son más rentables que la Constitución.

Las razones del éxodo que ha convertido a Cuba de país receptor en país emisor, son bien conocidas. Otras migraciones tienen lugar cada día entre el sur y el norte del planeta, pero no siempre son irreversibles. Muchos viajan a Europa, Arabia Saudí o Estados Unidos con el propósito de levantar un pequeño capital que reinvertir más adelante (o al mismo tiempo, por medio de sus familiares) en sus países de origen. Ese emigrante no busca otra ciudadanía, dado que su perspectiva a largo plazo cuenta con las ventajas que le otorga la suya en su propio país.

(Ser cubano, ¿o no?   [2.23436e-07, Tue, 17 May 2005 00:00:00 GMT]  http://arch1.cubaencuentro.com/opinion/20050517/af7316d0c8ddd9315d41b2712b1822ff/1.html)