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Jardines invisibles

Cada hombre comiendo fragmentos de la isla,

cada hombre devorando los frutos, las piedras y el excremento nutridor,

cada hombre mordiendo el sitio dejado por su sombra,

cada hombre lanzando dentelladas en el vacío donde el sol se acostumbra

Virgilio Piñera («La Isla en Peso»)

Una ínsula cautiva es liberada de sus ataduras geológicas, lo que permitirá a sus habitantes irse de vacaciones al sur con Isla y todo, inaugurando un turismo verdaderamente popular, unánime; eludir de un timonazo ciclones y tormentas, o perseguir aguaceros por todo el Atlántico en tiempos de sequía. En ella el Prócer de la Patria sueña sus siete vidas posteriores; un padre prófugo es invocado por su hija de siete años mediante un largo interrogatorio a su madre. Otro padre intenta resistir al abrazo de su hijo pródigo, que casi se convierte en un abrazo mortal. Tesoros escondidos, traiciones y mentiras enlazan a un hombre gris que teme al mar con un detective en paro de Madrid. «La Internacional» remix se deja escuchar como una herejía. “Coquetería“ indaga la vecindad entre la devoción y la blasfemia. Un cargamento peligroso es rastreado desde el Gran Miami a Los ángeles y Shanghai, y es conducido desde allí a Birmania y Centroamérica con destino a un punto impreciso del Caribe. Hay reediciones humanas y hay amistades que sobreviven a los naufragios. Antonio El Cojo ofrece versión tras versión sobre su pierna desaparecida en ¿combate? ¿accidente? ¿heroísmo? ¿azar? Ocho gramos de sintereisen forrados en acero níquel aguardan en la recámara de una Parabellum semiautomática, fabricada en Oberndorf en 1937 por Mauser Werke AG. Y “cuanta mayor certeza se busca en determinar la posición de una partícula, menos se conoce su cantidad de movimiento lineal”, el principio formulado por Werner Heisenberg en 1927, juega una mala pasada a Severino Calderón, encargadio de diseñar los planes nacionales donde constan la producción prevista fábrica por fábrica, los víveres que recibirá cada ciudadano por la libreta de racionamiento, el estimado de nacimientos y muertes, casamientos, divorcios, cosechas, accidentes de tráfico, precipitaciones, velocidad de los vientos, marejadas y ciclones. El cumplimiento de los pronósticos no es tarea de su departamento. Por suerte. Le repugna una realidad plagada de imprevistos. Todo ello tiene lugar en una geografía mudable y en un tiempo líquido que se despeña hacia el final del libro como arenas movedizas en un reloj, o como una clepsidra de azogue.


DE JARDINES INVISIBLES

Variaciones de Antonio El Cojo

Guajira

Cien metros antes de llegar, se deja caer en un banco de tablillas erosionadas hasta un lustre sedoso por millones de horas-nalga. Levanta la vista hacia el penthouse del edificio donde se celebrará el sarao de esta noche —el nombramiento de un ministro o la caída de un ministro, nacimientos, cumpleaños, visitantes extranjeros o el día de la independencia de Burkina Faso, quién sabe; el almanaque completo ostenta algo (gregario) que celebrar, y algo (íntimo) que lamentar—. El destello de las luces contra el cielo en el piso veinte, los parpadeos rojos y azules al compás de una música que lo salpica como una cascada, contrastan con las procelosas tinieblas que acaba de atravesar Antonio El Cojo al salir de su casa, una habitación de diecinueve metros cuadrados en el solar La Condesa, de la calle Luz, y no es uno sus chistes. Gracias a su abultado repertorio de chistes y a su capacidad de escenificarlos sin sobreactuar, Antonio ha logrado colarse en el segundo círculo del poder. Sin reírse jamás, como si recitara un manual de Filosofía, ha doblado a carcajadas a generales, directores, gerentes y ministros.

Espigado y enteco, de rostro ahusado y ojos sonrientes a pesar de que en este instante se siente fatal, hay algo involuntariamente cómico en la mirada de Antonio El Cojo, que antes fuera Antonio El Bailarín. En los velorios de la familia suele molestar su mirada siempre a punto de choteo, aunque del rostro hacia dentro esté más serio que un recluta sometido a corte marcial. Antonio nació dotado de una sonrisa subliminal que no se puede borrar de la cara. Ni ahora, cuando sus finos labios se tuercen en una mueca de dolor, y sus movimientos, siempre ágiles, de quien va bailando por la vida, se han vuelto torpes, con su caminar de punto y coma. «Punto y coma», «punto y coma», se lo gritan los niños desde que le instalaron meses atrás esta pierna de madera que aún no domina. Cada paso es un reto al equilibrio. Las manchas de sudor subrayan los paisajes de flores y palmeras que se extienden a todo lo ancho de su camisa. Para colmo, le pica ahora el fantasma de la pierna. Cruza los dedos y se encomienda a San Cristóbal y a Elegguá. Esto de que un fantasma pique le da muy mala espina. Mareado tras navegar veintitrés cuadras sobre el cabeceo de su prótesis de madera barata, asediada por el comején y el clima, se quedaría toda la noche sobre este banco. El camineteo ha obrado lo suyo: una neblina roja que no le deja ni enfocar de soslayo lo ha obligado a sentarse, una neblina donde flotan piernas, torsos, brazos que se balancean, rostros cansados, crispados, nerviosos, aburridos, indiferentes. Transeúntes teñidos de bermellón, un punto de vista que las altas instancias del país alabarían.

Antonio El Cojo, descartado como bailarín tras su percance, ha abonado con un cheque de lástima su puesto de utilero en la misma compañía donde hasta ayer fue útil. Pero hacer de lleva y trae no es lo suyo. Por eso se ha especializado en ir de un lado a otro con su pasito de punto y coma, siempre con las manos ocupadas: un papel, una herramienta, un búcaro de atrezo.

—Mira, mi ambia —explica a un colega de bar tras el descubrimiento de que ganar fama de laborioso concierne menos al resultado que a la puesta en escena—, en el País de la Ciguaraya, camarón que se duerme se lo lleva la corriente hasta la victoria siempre. ¿Panimallu o nie panimallu? Te coge la rueda, y después, si te he visto no me acuerdo, y si me acuerdo me tomo un litro de Chispaetrén pa que se me olvide. Por eso tú pásate con fichas si quieres, pero en silencio ha tenido que ser, y dentro del canal establecido, la vía correcta, la instancia adecuada. Tú echa palante antes que te echen palante. Sin choteíto. Más vale hacer el papelito que hacer el papelazo. ¿Onderstán?

Y su puesta en escena es impecable: resulta casi imposible moverse tanto y no hacer nada. Es una sabiduría cósmica: la de los planetas y las galaxias que recorren millones de años-luz para llegar al mismo sitio.

Poco a poco la neblina roja empieza a disiparse. No así la picazón en la pierna que le arrancó de cuajo, cuatro dedos al sur de la rodilla (según su versión número uno), la explosión del polvorín hace apenas seis meses. Antonio cuenta que aquel día, cuando escuchó la primera explosión, voló a colaborar en las labores de salvamento y, justo allí, lo agarró la segunda. Con su pañuelo de lunares, que en breve fue bermellón sin accidentes, se hizo un torniquete segundos antes de desmayarse. Despertó mientras dos enfermeros lo depositaban en una parihuela improvisada y le colocaban la pierna huérfana sobre el pecho. Lo sacaron a toda velocidad, sorteando la osamenta de antiguos muros, hierros contorsionistas y despojos de quienes dejaron allí las dos piernas, los dos brazos y el resto del cuerpo.

El rostro tenso de Antonio, contraído por las sacudidas de unos enfermeros sin amortiguación, esbozó una sonrisa mientras acariciaba la pierna descalza colocada sobre su pecho. De las dos, pensó, era la que mejor bailaba.

Guaracha

Cien metros antes de llegar, se deja caer en un banco de tablillas erosionadas hasta un lustre sedoso por millones de horas-nalga. Levanta la vista hacia el penthouse del edificio donde se celebrará el sarao de esta noche —el nombramiento de un ministro o la caída de un ministro, nacimientos, cumpleaños, visitantes extranjeros o el día de la independencia de Burkina Faso, quién sabe; el almanaque completo ostenta algo (gregario) que celebrar, y algo (íntimo) que lamentar—. El destello de las luces contra el cielo en el piso veinte, los parpadeos rojos y azules al compás de una música que lo salpica como una cascada, contrastan con las procelosas tinieblas que acaba de atravesar Antonio El Cojo al salir de su casa, una habitación de diecinueve metros cuadrados en el solar La Condesa, de la calle Luz, y no es uno sus chistes. Gracias a su abultado repertorio de chistes y a su capacidad de escenificarlos sin sobreactuar, Antonio ha logrado colarse en el segundo círculo del poder. Sin reírse jamás, como si recitara un manual de Filosofía, ha doblado a carcajadas a generales, directores, gerentes y ministros.

Tras su despedida del cuerpo de baile, Antonio ha legislado urgente y de utilero va «escapando, yénica, escapando», mientras se le ocurren nuevos chistes para amenizar las noches ministeriales. No sabe por qué, pero, últimamente, los aires yodados de la Isla le han desvelado la tripa, que le exige de continuo motivaciones para los jugos gástricos. Por eso ayer se presentó en el teatro al nuevo administrador de la cafetería (sólo para la prima ballerina assoluta y su séquito), un bizco de dos metros por ciento cincuenta centímetros de circunferencia:

—Antonio Rueda, cojo y utilero y útil en lo que se pueda, para servirlo a usted y a Karlitos Marxim.

—Y a Leninín —replicó el comandante en jefe de las reservas proteicas, quien se codea desde niño con la aristocracia ideológica y padece Maximalismo incondicionado.

—A ese también. Uno más qué importa ¾(y a san Pancracio y a santa Rita, a la Virgen María y a Babalú Ayé), pero (porsia) no los mienta. Estos patisecos que cantan en la ducha consignas revolucionarias y ligan a las titis leyéndoles el Antidüring elevan el asunto y te viran patas parriba de sólo mentarles a San Lázaro y a San Rafael, aunque no hagan esquina—. Uno más, uno menos. Qué importa. ¿Verdad? Bobería y cascarilla. Que toda la verdad del universo mundo cabe en un guaguancó de los que parten el alma (mujeres bandoleras, madrecitas sagradas, aguardiente llorón y puñaladas traperas). Lo demás es vacilar una buena jeba, jamarse unos frijoles negros de ayer con arroz blanquísimo, tostones, puerco asado sobre maderos de guayaba, y un plato humeante de yuca con mojo que se deshace en la boca. Ahí sí hay. ¿Verdad o mentira?

Y ahí mismo le contó al Cerbero de los féferes la historia de su pierna ida en las fauces de un escualo azul, quince pies por lo menos, mientras dirigía un pelotón de exploradores subacuáticos durante la Gloriosa Campaña de la Sardina. Y lo peor fue la chorretera de sangre: en breve congregó una escuadrilla completa de dientusos, cabezas de batea, areneros, tiburones tigre y hasta un pez martillo, a los que combatimos cuerpo a cuerpo. Aquello parecía la Batalla del Mar Rojo, etc., etc. Pero sin extralimitarse en los tintes heroicos, no se sintiera desmerecido el ilustre capo de los víveres. Para al final aceptar (no se moleste, por favor, pero no, si ni apetito tengo) un buen trozo de jamón y unas lascas de queso. No repondrán su pierna menguante, pero alimentan la creciente. Y ahí mismo devoró el obsequio a mandíbula plena, con una fruición africana, resollando entre bocado y bocado para no ahogarse (éste hace el amor con la comida, pensó el administrador, ignorante de que El Cojo llevaba casi veinticuatro horas sin probar bocado).

Bolero

Cien metros antes de llegar, se deja caer en un banco de tablillas erosionadas hasta un lustre sedoso por millones de horas-nalga. Levanta la vista hacia el penthouse del edificio donde se celebrará el sarao de esta noche —el nombramiento de un ministro o la caída de un ministro, nacimientos, cumpleaños, visitantes extranjeros o el día de la independencia de Burkina Faso, quién sabe; el almanaque completo ostenta algo (gregario) que celebrar, y algo (íntimo) que lamentar—. El destello de las luces contra el cielo en el piso veinte, los parpadeos rojos y azules al compás de una música que lo salpica como una cascada, contrastan con las procelosas tinieblas que acaba de atravesar Antonio El Cojo al salir de su casa, una habitación de diecinueve metros cuadrados en el solar La Condesa, de la calle Luz, y no es uno sus chistes. Gracias a su abultado repertorio de chistes y a su capacidad de escenificarlos sin sobreactuar, Antonio ha logrado colarse en el segundo círculo del poder. Sin reírse jamás, como si recitara un manual de Filosofía, ha doblado a carcajadas a generales, directores, gerentes y ministros.

Qué falta le hacía un poco de reposo antes de ascender hasta las alturas sociales del fetecún ministerial. Todavía tiene la pierna resentida por la caída de ayer. Todo por hacerse el simpático con esa muchacha con la que ha estado saliendo sin (de momento) pasar al cuerpo a cuerpo. No importa que la nínfula tenga de novio a un joven mal encarado, pero inofensivo. El Cojo no es celoso. (Más vale pollo compartido que gallina pa uno solo, ¿o no?). Por eso se pintó la pata de palo con gesto coqueto de muchacha que antes de su primera cita se esmalta las uñas de los pies. Mezcló restos caducados de antióxido marino verde esmeralda con aceite de linaza. Su pie de madera huele ahora peor que el otro y, de lejos, Antonio parece apoyarse en una brizna de hierba. La pata de palo refulge con luz propia y subraya que los paisajes tropicales de su camisa, nevados por el tiempo, han alcanzado un aspecto moscovita. Para su mal, no pudo esperar a que la pintura secara completamente. Iba saliendo del teatro cuando se le trabó una pierna (la de verdad) en el segundo escalón, resbaló la de palo al intentar una frenada de emergencia y rodó hecho una bola hasta aterrizar despatarrado en el vestíbulo. Cinco o seis acudieron de inmediato a socorrerlo.

—¿Dónde te duele? ¿Aquí?

Antonio negó con la cabeza.

—¿Aquí?

Tampoco.

—¿Dónde coño te duele?

—¿Aquí tampoco? Dime dónde te duele, chico.

—La pierna.

Empezaron entonces a friccionarle la pierna, aunque no parecía que hubiera fractura ni hematomas, según dijo la enfermera de la compañía, que acababa de llegar.

—Esa no. La otra.

—¿La otra?

Dudaron entonces si llamar al médico o al carpintero.

—Debe ser el comején —apostilló muy serio El Cojo.

La carcajada general alivió la tensión. Este Cojo cabrón no tiene nada. Y El Cojo cabrón aprovechó para hacerse con la botella de alcohol etílico de 96º y darse un largo buche que le abrasó el esófago.

—Coñóóóó. Deberían añejar esta mierda.

Y, con la misma, empezó a contarle a la enfermera, una mulata con un par de tetas inmunes a la gravedad, de cuando perdió la pierna en los duros días de la penúltima guerra, todo por salvar a un amigo de las llamas, que morir achicharrado debe ser lo peor, así diga lo contrario Marylin Monroe. ¿Verdad?

Y con el alcohol de fricciones se le calentó el pico, de modo que recaló en casa de unos amigos. Agotadas las existencias, salió de allí a media madrugada con una botella de ron Tumbacuello (no apto para el consumo humano) entre pecho y espalda. Camino a su cuarto, andaba en zigzag intentando descifrar los sonidos de la noche filtrados a través de la barahúnda alcohólica que atronaba su cabeza, cuando se apagaron las luces y no volvieron a encenderlas hasta tres horas más tarde. Amaneció al pie de un almendro con una resaca de campeonato.

Ya se siente más descansado —y no sólo por las horas que durmió anoche en contacto con la naturaleza— cuando ve a Getulio pasar en dirección a la fiesta del penthouse ministerial. Lo de Getulio no son los chistes. Es muy pesado para eso. Lo suyo es la memoria: ese es un vademécum de anécdotas de personajes históricos, frases de escritores, metidas de pata antológicas y chismes surtidos. Antonio lo mira con preocupación y decide mover el esqueleto. Tiene que cuidar su puesto en el hábitat ministerial. Demasiados caimanes en tan poco charco.

Y camina hacia la fiesta con el toc toc de su pata de palo, a defender su plaza de «animador cultural», como le dijo alguien, de caddy al que nunca permitirán hacer un hoyo en el selecto club de la élite. Antonio El Cojo intenta dosificar su repertorio de chistes —el del león amarrao y el mono, el de la abuelita que aullaba como lobo, la saga completa de Pepito y Mariíta—, para mantener al ministeriado en un permanente carcajeo. Y se cuida de no meter la pata (ninguna de las dos) con algún chiste políticamente incorrecto. Ni dárselas de paticaliente. En eso hay que estar muy claro: ni se le puede hacer al Papa el cuento de las pajas a diez padrenuestros, ni soltarle al Prócer de la Patria la historia del mono ciego y el infierno maximalista. No lo vayan a poner de paticas en la calle, con lo Paticruzao que se está allá arriba. Si algo ha descubierto entre chiste y chiste es lo bien que se respira en el ecosistema de la alta jerarquía: siempre huele a colonias francesas, hilo dental mentolado Yonson & Yonson, cuero, vitolas con pedigrí y güiskis single malt con escudo de armas y árbol genealógico. Antonio se sabe un bicho menor de la fauna tropical. Jamás tendrá arrestos para la astronáutica jerárquica. Nunca dispondrá de la astucia para pensar lo incorrecto en el momento preciso, pero decir siempre lo correcto en el minuto adecuado. Tampoco los conocimientos le alcanzan para ser un tecnócrata bajo sospecha, pero imprescindible. Lo de él es ir escapando, ¿captas la onda, asere? El invento. La resolvedera. La búsqueda. (Esto no hay quien lo tumbe, pero no hay quien lo arregle tampoco). Y si no te pones pa las cosas, broder, te coge la rueda de la historia. No dárselas de van van ni de ejemplar ejemplo para las generaciones futuras. Ninguna envolvencia de esas. Lo bueno que tiene esto es lo malo que se está poniendo. Escapar es la palabra de orden de esta generación, como dijo el Apostolillo. Y legislar suave, sin coger lucha. A veces más vale pa la salud del cuerpo ser mangante que mandante. ¿Capichi o no capichi? Pues si no capichi, ándate con pies de plomo, que te parten las patas y no tienes ni derecho al pataleo. Ir bailando por la vida le supuso algunos privilegios sobre los simples peatones. El puñado de alpiste al canario cuando entona su trino, siempre que no cague demasiado la jaula y se conforme con cuarenta y ocho decímetros cúbicos de libertad. Pero Antonio tiene una desgracia: paladar de gourmet francés, noción inglesa del confort, gula de campesino albanés en un hipermercado de Los Ángeles, propensión de señorito andaluz hacia el descanso retribuido y, para sufragarlo, un trabajito de isleño raso. Pero no se resigna, ni siquiera ahora, cuando de medio peatón no pasa. Bastante tiene con carecer de una pierna, con carecer, incluso, de una versión fiable sobre cómo extravió esa pierna aquella tarde. Sabe que la tal vox populi se dedica a derogar sus distintas variantes: ni un incendio, ni una explosión, ni se la comieron los tiburones en defensa de la Patria, ni. Y que la versión en boga dice que el camión venía borracho y haciendo eses por la calle, que Antonio venía borracho y haciendo eses por la acera, y que las dos curdas coincidieron justo en el bordillo. Lo más jodido fue que el camión lo arrastró media cuadra antes de soltarlo con una pierna de menos, para perderse en la noche sin pararse a preguntar ni la hora, mientras el ya Cojo ex-bailarín Antonio, se desalcoholizaba y se desangraba al mismo tiempo.

Aunque nunca lo haya dicho, ni siquiera a la policía aquella noche, la realidad es que Antonio venía de un ensayo, más sobrio que de costumbre, cuando vio a la niña, que jugaba a mantener el equilibrio mientras caminaba por el contén; a la madre, que intentaba hacerse obedecer por el perro a cierta distancia, y al camión, que venía directamente, tras rebotar en la acera opuesta, contra ellos. Por mantenerse en su papel de cínico, por pudor o porque los protagonistas se esfumaron del escenario y no puede demostrarlo, lo cierto es que nunca revelará que de un salto pudo apartar a la niña de la trayectoria del camión y lanzarla hacia su madre. De pronto, se hizo noche cerrada para él y cuando abrió los ojos estaba solo —ni camión, ni madre, ni perro, ni niña, ni la Santa María; la Pinta era el reguero de sangre en el asfalto—. Se hizo como pudo un torniquete para no desangrarse y, con más voluntad que fuerzas, se arrastró doscientos metros para pedir ayuda. Pero qué va. Eso no lo contará nunca. Lo suyo es ir escapando, el invento, la resolvedera, la búsqueda, el chiste y la jarana. Y ese bolero con camión, niña, madre y perro no tiene ninguna gracia.