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Jodemas

Del amor y el perdón

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Habiendo llegado Jesús a una casa, encontró a dos mujeres. Una le dio los buenos días y continuó barriendo sin hacerle demasiado caso. La otra se embelesó en su contemplación, enjuagó los pies de Jesús con sus lágrimas y los limpió con sus cabellos.

Mientras la una continuaba barriendo, la otra, enternecida, le besaba las ampollas y ungía dedo a dedo sus pies con ungüentos olorosos. Le raspó los callos, le cortó las uñas, y cuando hubo concluido la sesión de podología, el Maestro se levantó y habló a Simón de esta manera:

─Si un acreedor tiene dos deudores: el uno le debía quinientos denarios y el otro cincuenta; si no han tenido ellos con qué pagar y el acreedor perdonó la deuda a ambos, di pues, ¿cuál de los dos le amará más?

A lo que Simón respondió:

─Pienso que aquel al cual perdonó más.

─Rectamente has juzgado.

Y volviéndose a la que había continuado con sus tareas:

─¿Ves a esta mujer? ─ viendo que la señalaban, la de la escoba detuvo su tarea.

Acto seguido la interpeló:

─Entré en tu casa y no diste agua para mis pies ─la amonestó el Maestro─; mas ésta los ha regado con lágrimas y los ha limpiado con sus cabellos. No me diste ni un beso; mas ésta ─que lo miraba arrobada desde el suelo─ no ha cesado de besar mis pies apenas me adentré en el aposento. No ungiste mi cabeza con óleo, mas ésta ha ungido con ungüento mis pies; por lo cual te digo que sus muchos pecados son perdonados, porque amó mucho; mas al que se perdona poco, poco ama.

Y haciendo ademán de levantar a la que tenía los ojos brillantes y los cabellos llenos de tierra, le dijo:

─Los pecados te son perdonados. Tu fe te ha salvado. Ve en paz.

La barredora los vio alejarse pensativa y concluyó que la justicia no existe: «Trabajar como una bestia dieciséis horas al día y arriba de eso tener que acostarme con el borracho de mi marido, y arriba de eso, soportarlo todo con paciencia durante tantos años». Pensó que no debía tener muchos pecados que perdonarse (le había escaseado el tiempo para cometerlos). Y que le viniera otro manganzón con aquel discurso. «Todavía esta cuñada mía, que se descoca por cuanto caminante viene a pedir un vaso de agua... Dime tú: Si ahora le perdonaron todos sus pecados, va y vuelve a empezar por el principio». Y continuó barriendo.



Pastoriles

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Éranse dos pastores de muy distinto talante: para el primero las ovejas no eran animalitos sino casipersonas, amigas que conocía una a una por sus nombres, yerba predilecta y biografía. Tan pronto entraba al corral, ellas se arremolinaban a su alrededor, se apretaban contra sus costados y lo seguían con asiduidad de cocker spaniels.

 

Ya en los prados, el pastor tomaba el caramillo y las ovejas se embelesaban escuchando sus melodías[1], aunque es justo reconocer que él sabía mucho más de ovejas que de música.

 

Por las noches, cuando rondaban los lobos, dormía el pastor en el establo con la escopeta por almohada.

 

Cierta vez, en campo abierto, cuando las ovejas fueron atacadas por un lobo, el pastor, a falta de escopeta, lo ahuyentó a palos con su cayado de roble, no sin antes encajarle el caramillo contra natura en el amor propio. Desde entonces, el lobo avisa desde lejos con las ventosidades musicales que se le salen mientras corre.

 

El segundo pastor veía a sus ovejas en términos estadísticos. Para él no eran más que lana con patas, a tantos kilogramos por cabeza. La cojita del mechón oscuro era para él tan oveja como la bizca de la lana rubia, y a lo sumo las dividía en A, B y C de acuerdo a la calidad de la pelambre, para que después no lo fueran a engañar los de la esquila.

 

El segundo pastor trabajaba ocho horas estrictas mientras el primero a veces empleaba seis, o diez, o dieciocho, porque había descubierto que las ovejas tienen horario abierto. Hombre de paz, el segundo no tenía escopeta. Prefirió gastarse sus dineros en vino y concubinas. Durante algunas de aquellas noches placenteras en las alcobas de la ciudad, los lobos y los ladrones hicieron con el rebaño su agosto bien entrado septiembre. Pero aquello ya estaba incluido entre las pérdidas calculadas.

 

Cuando en otra ocasión el lobo lo atacó en las colinas, el pastor sacó una cuenta elemental: «Ovejas habrá muchas pero vida tengo yo una sola». Y como era muy diestro en cálculo mental, el resultado de la operación lo obtuvo ya corriendo. El lobo, que era muy refranero, recordó: «A enemigo que huye, puente de plata». Y ni siquiera lo persiguió; con lo que se demuestra que cualquier pastor puede correr más rápido que las ovejas; que a los lobos los humanos no les interesan salvo en caso de caperucitas o escasez extrema, y que este lobo no es el mismo del pastor anterior, porque no emitía música.

 

Después de la alegre matanza que hizo el lobo a sus anchas, las ovejas sobrevivientes acordaron un éxodo masivo, uniéndose al rebaño del pastor número uno, que se vio incrementado de este modo imprevisto, cumplió ese año con creces el plan de producción, disminuyó el costo por kilogramo y aumentó las cifras de lana A (exportable).

 

Mientras, el segundo pastor tuvo que conformarse con pasar a la nómina del Estado; lo que redundó en más bien que daño, porque empezó a disfrutar de la seguridad social, el sueldo fijo y descanso retribuido treinta días al año.

“Pastoriles”; en: Diario de Jaén, Jaén, España, 22 de junio, 1996, p. 30.

 

[1]Los cursos de apreciación musical son muy posteriores a esta era feliz, bucólica y predodecafónica. Aunque Flavio Josefo habla de 500.000 músicos en Palestina (en cuyo caso La Biblia sería una ópera), los historiadores confirman que la matemática de Flavio Josefo era precaria.



Ovejas

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La parábola cuenta de un hombre que tenía cien ovejas. Una de ellas se le descarrió y él, abandonando las otras noventa y nueve, marchó al monte, rastreó sin reposo los trillos y cañadas e indagó en los barrancos hasta dar con ella.

 

Mientras, se le descarriaron las otras noventa y nueve.

 

“La parábola de las ovejas”; en: Diario de Jaén, Jaén, España, 15 de febrero, 1996, p. 29.



Bizantinadas

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A pesar del estruendo que venía desde las murallas atravesando el aire leve de Bizancio, los monjes continuaron enfrascados en discusiones teológicas y de orden interior.

 

Entre tanto, Mohamed Mahomet II, El Conquistador, estaba cumpliendo lo que se había prometido a sí mismo desde el principio de su reinado: sitiar Constantinopla, cuya conquista prometía el Corán a los musulmanes, signo precursor del juicio final que aguardaba a los cristianos y del triunfo definitivo de la verdadera fe (Alá, of course).

 

Mientras Constantino XIII, con el rostro tiznado de humo y pólvora, trataba de restañar las heridas por donde se le iba desangrando la ciudad, llegaron a sus oídos, gracias a un cambio rápido, y por suerte efímero, de la brisa, retazos de aquella discusión perpetrada por los monjes, cuyo fin último era decidir el sexo de los ángeles, si las sandalias reglamentarias serían negras o marrón, el calibre y color de la cuerda con que se anudarían la sotana y otros asuntos incluso más complejos, en los que no era fácil alcanzar el consenso. A Constantino XIII le dieron ganas de voltear sus cañones y convertir a los monjes en puré de. Pero por suerte (para los monjes), el cambio de la brisa fue breve, un mar de cimitarras se le vino encima, y Constantino XIII se olvidó de ellos.

 

Los musulmanes no. Y más tarde dispusieron de mucho tiempo libre.

 

“Bizantinadas”; en: Diario de Jaén, Jaén, España, 7 de febrero, 1996, p. 26.



Salariales

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Salió una mañana cierto propietario en busca de obreros para labrar su viña.

 

A las ocho concertó con algunos pagarles un denario al día y los mandó al trabajo.

 

Salió a las nueve, y viendo a algunos ociosos los contrató igualmente:

 

─Id también a mi viña y os daré lo que fuere justo.

 

Y ellos fueron.

 

Más tarde hizo lo mismo con otro grupo de desocupados.

 

Y, por último, una hora antes del fin de la jornada, contrató a un puñado que había pasado el día en la plaza, a la sombra de un toldo, contemplándose el ombligo:

 

─¿Por qué estáis aquí todo el día ociosos?

 

─Ha subido mucho la tasa de desempleo ─respondieron.

 

Y aún a riesgo de inflar su plantilla, los encaminó también hacia la viña donde ya se daban cabezazos y había mermado mucho la eficiencia.

 

Al fin de la jornada, mandó a su mayordomo:

 

─Llama a los obreros, págales el jornal empezando desde los postreros hasta los primeros.

 

El mayordomo pagó un denario a cada uno, desde los que habían trabajado apenas una hora, hasta los que habían sudado como burros durante todo el día.

 

Fueron esos últimos quienes comenzaron la sedición y las murmuraciones:

 

─Estos postreros sólo han trabajado una hora y los ha hecho iguales a nosotros, que hemos llevado la carga y el calor del día.

 

A lo que el señor respondió:

 

─Amigo: no te hago agravio. ¿No te concertaste conmigo por un denario? Toma lo que es tuyo y vete. Mas quiero dar a este postrero como a ti. ¿No me es lícito hacer lo que quiero con lo mio? ¿O es malo tu ojo porque yo soy bueno? Recuérdalo: los primeros serán postreros, y los postreros, primeros: porque muchos son llamados, mas pocos escogidos. Acababa de inventar el sueldo fijo.

 

“Salariales”; en: Somos, n.º 155, La Habana, 1994, p. 43.