• Registrarse
  • Iniciar sesión

Jodemas

¿Qué viga?

Comentarios Enviar Print

«Quid vides festucam in oculo fratris tui et trabem in oculo tuo non vides?[1]»

San Lucas (6: 41‑42)

«Hipócrita, echa primero fuera de tu ojo la viga, y entonces verás bien para sacar la paja que está en el ojo de tu hermano.»

San Mateo (7: 3‑5)

Pero una parábola seria no puede obviar que no siempre una viga en el ojo molesta tanto como suponen los oftalmólogos. De acuerdo a la posición de los ojos, es casi imposible verse con el izquierdo un polín de línea que uno tenga encajado en el derecho. Hay noticia de vigas como lentes de contacto en colores: mientras mejor se instalan en la córnea, más azulito o rosadito o verde se ve el mundo. De modo que si no molesta (y hasta se disfruta) y tampoco se ve, el acusado podría preguntarse con entera franqueza: ¿Qué viga?

Hay quienes valoran de un modo tan desmesurado la perfección del prójimo (sobre todo cuando es un prójimo no tan prójimo) que una mísera pajita en su ojo les resulta intolerable. Velan, ante todo, por la virtud ajena, y en tan grata tarea se olvidan hasta de la propia virtud. Cuando alguien grita a otro: «Horror. Una paja en tu ojo»; todo el mundo se vuelve hacia el pajizo (perdóneseme la expresión) y casi nadie hacia el crítico. En eso hay una lección de alta política que los lectores de entre líneas han sabido muy bien aprovechar.

[1] «¿Por qué ves la paja en el ojo de tu hermano y no ves la viga en el tuyo?»



Agrotecnia

Comentarios Enviar Print

Consultada la declinación solar y el curso de los astros, el campesino decidió que ya era hora de sembrar. Caminó hasta sus campos con el morral de semillas y las echó a voleo a diestra y siniestra. Una parte de la semilla cayó junto al camino. Fue pisoteada por los transeúntes, y los gorriones, que entonces como ahora andaban a la que se cayó, se la comieron. Otra parte vino a parar en los pedregales que componían una buena extensión de su hacienda y nacieron, unas sí, otras no. Pero las que sí, apenas hubo avanzado algo la estación, murieron; porque carecían de raíces con que hacer frente a los vientos plataneros de octubre. La tercera parte trató de sobrevivir en parcelas infectadas de malas hierbas. Cosa bastante imposible para una planta buena, noble y desinteresada. De modo que las ahogaron. Por último, una ínfima parte, que al cabo apenas si le alcanzó para no morirse de hambre, prosperó en tierras buenas y mullidas, colindantes con la zanja donde abrevaban por igual sembrados y matorrales.

Sumido en la desolación estaba el campesino, cuando un profeta que acertó a pasar por allí le aseguró que « La simiente es la palabra de Dios».

«Y los de junto al camino, éstos son los que oyen;

y luego viene el diablo, y quita la palabra de su

corazón, porque no crean y se salven.

«Y los de sobre la piedra, son los que habiendo

oído, reciben la palabra con gozo; mas éstos no

tienen raíces; que a tiempo creen, y en el tiempo

de la tentación se apartan.

«Y la que cayó entre las espinas, éstos son los que

oyeron; mas yéndose, son ahogados de los cuidados y

de las riquezas y de los pasatiempos de la vida, y

no llevan fruto.

«Mas la que en buena tierra, éstos son los que con

corazón bueno y recto retienen la palabra oída, y

llevan fruto en paciencia» (Lc. 8: 11‑15)

Quedó el labrador pensativo. No hacía más que fumar y mecerse en su comadrita a la puerta de la casa. Sus hijos llegaron a cuchichear que la mala cosecha lo había enloquecido. Pero él estaba trabajando con una dedicación sin precedentes.

Mucho antes de abrir la próxima estación, se puso a la tarea: Canalizó las aguas, de modo que regaran equitativamente la finca entera, limpió los pedregales y removió la tierra, añadió cientos de canastas de humus traído a lomos de burro desde las tierras bajas, desyerbó a fondo y roturó hasta la profundidad indicada en los manuales de agrotecnia intuitiva. Cuando plantó el último espantapájaros, supo que todo estaba listo.

Consultada la declinación solar y el curso de los astros, el campesino decidió que ya era hora de sembrar. Caminó hasta sus campos con el morral de semillas y la seguridad de que no hay tierra baldía sino mal cultivada.



Vanidad

Comentarios Enviar Print

Dos oradores ocuparon los extremos del templo para dirigir sus plegarias al Señor. El uno, un fariseo; el otro, un publicano. El primero decía:

─Te doy gracias, Señor, por haberme hecho justo. Yo no soy como los otros hombres: ladrones, despiadados, adúlteros; ni aún como ese publicano miserable. Ayuno dos veces por semana, soy honesto, discreto, humanitario, amo más al prójimo que a mí; en el pecho me anidan la compasión y la ternura, soy...

Y no pudo terminar, porque un rayo, enviado del cielo con una puntería láser, lo hizo añicos. Después Jehová depositó su alma en cierto sitio del limbo que no constaba ni en los inventarios.

El segundo hombre, un publicano, apenas alzaba los ojos al cielo con recato y clamaba:

─Dios, seme propicio. Soy pecador, pero mi fe en tu indulgencia es infinita.

Y Dios le hizo saber que sus pecados, sus robos, sus adulterios, sus crímenes y malversaciones le habían sido sobreseídos según sus atribuciones de acuerdo a la legislación vigente.

Conversando esa tarde sobre tales sucesos, un lugarteniente de Jehová se deshizo en elogios a los novísimos dispositivos de mira adquiridos poco ha ─«Nunca más justos por pecadores, Señor, nunca mais»─. Y le encomió su sabia decisión de electrocutar a aquel soberbio, castigando como se merecía la fatuidad, y perdonar en el publicano arrepentido sus humanas flaquezas. El Señor hacía silencio mientras para sus muy adentros rezongaba: «Más perfecto que yo, nadie, carajo».



La prometida

Comentarios Enviar Print

Aquella temporada los israelitas estaban en Egipto. Pero la cosa había comenzado años atrás. José era a la sazón el hijo dilecto de Jacob, y sus hermanos, celosos del explícito favoritismo del patriarca, restablecieron el equilibrio familiar de un modo contundente: vendieron a José, y a muy buen precio tomando en cuenta la inflación, a los tratantes egipcios.

Aunque tuvo que hacerse a sí mismo, sin influencias ni intermediarios, a José no le fue nada mal en el Egipto; algo inusual en aquella época, cuando ser extranjero no reportaba beneficio alguno. Pero su buena estrella declinó, precisamente por no inclinarse hasta el ángulo que con insistencia le solicitaban.

Tras negarse a yacer con la esposa de Putifar ─oficial de la corte y su amo, para más detalle─, bastante Putifar ella misma, José fue injustamente acusado por la donna, que no aceptaba el principio de voluntariedad, y terminó encarcelado.

Pero José tuvo su happy end: aclarado el Puti affaire, llegó a primer ministro. No es que tuviera dotes excepcionales, pero una de las condiciones para ocupar la plaza era no haber yacido con la Putifara[1]. Salvo José y los muy menores de edad, no hallaron a nadie que la cumpliera.

Habiendo tomado el poder, aprovechó José para invitar a toda su familia. Y sin muchas dilaciones, vinieron en manada desde el Oriente, tradicionalmente menos desarrollado, los israelitas. El Egipto no aguanta más, tarareaban los enfardeladores.

Con el tiempo las cosas se complicaron, y un faraón llegó a ordenar la matanza de todos los hijos varones de los judíos que habían inmigrado. Y no eran pocos. Fue entonces cuando una mujer colocó a su recién nacido en una cesta y lo confió al río. Recogido por la hija del rey, se salvó el niño de la matanza y fue bautizado como Moisés (salvado de las aguas).

Hasta los cuarenta años, Moisés no hizo nada notable. Es decir, hizo lo que hace casi todo el mundo hasta los cuarenta años, y la mayoría, hasta mucho después. El primer acto que lo conduciría a las páginas del Antiguo Testamento fue matar a un egipcio que maltrataba a un hebreo y poner el desierto de por medio entre la policía faraónica y su pellejo. Allí se le apareció Jehová en forma de zarza ardiendo ─estuvo a punto de no reconocerlo, porque le pareció una zarza ardiendo─ y le ordenó que sacara a su pueblo de Egipto, donde la cosa ya no podía ponerse mala, porque estaba peor, y lo trasladara a Palestina. Si tienen un mapa a mano, se darán cuenta que dado el transporte público de la época, aquello era más aventurado que huir de Haití hacia Miami en una chalupa remendada. Pero Jehová daba las órdenes y no aceptaba justificaciones.

─No me importa cómo lo harán. Inventen y resuelvan ─le dijo a Moisés en un chisporroteo final y categórico.

Cuentan que el faraón, enemigo de aquel exilio masivo que podía crearle una situación embarazosa frente a la opinión pública mundial, les negó el permiso de salida, aunque recaudaría 150 kedets por judío.

Jehová envió entonces ─«Para que me respeten, carajo»─ las diez plagas de Egipto: las aguas del Nilo se convirtieron en sangre (AB positiva); ranas, moscas y mosquitos cubrieron todo el país; la peste diezmó el ganado (ya de por sí bastante apestoso) y los hombres se cubrieron de úlceras cancerosas (el napalm de Dios); el granizo y las langostas devastaron las cosechas; las tinieblas se enseñorearon por tres días del país (el mayor apagón de que se tienen noticias) y un ángel muy selectivo exterminó a todos los primogénitos de los egipcios, para regocijo de los secungénitos, que ascendieron en el escalafón.

Por fin, el faraón (puede que Amenofis II, de la dinastía XVIII, o Menefta, de la dinastía XIX), para quitarse de arriba toda aquella desgracia, autorizó la salida. Y los israelitas partieron. A su paso por las calles, los egipcios enardecidos, más contra Jehová que contra aquellos infelices ─bastante tenían con lo que les esperaba─, los apedrearon con jeroglíficos obscenos[2].

Después que Moisés permaneció cuarenta días en el Sinaí haciendo algunas gestiones personales, los hebreos emprendieron el cruce del desierto. Jehová se ocupó del apoyo logístico, enviándoles maná, una especie de rocío alimenticio[3], vitamínico y saborizado, e hizo salir agua de la peña de Horeb para rellenar las desérticas cantimploras. También les escribió los diez mandamientos, de su puño y letra, en las tablas de la ley. Pero la caligrafía de Dios era como la mía. Por eso andamos como andamos. Y cruzaron el Mar Rojo caminando sobre las aguas, lo que demuestra la flotabilidad del pueblo judío.

Después de mucho desierto y conatos de revuelta, y protestas en el comedor, porque

─Otra vez maná. caballeros, ni un pancito con mantequilla. Qué barbaridad.

Jehová, para castigar sus continuas murmuraciones y crímenes, los condenó a vagar durante cuarenta años en busca de la tierra prometida. «Y si siguen de protestantes, más».

A pesar de su infinita paciencia, llegó un momento en que Moisés puso en duda la palabra del Señor, siendo condenado, según el Código Penal de Jehová, a no penetrar jamás en la dichosa tierra prometida.

A la edad de 120 años (la receta del maná se ha perdido) murió Moisés en el monte Nebo, a la vista de la tierra que había perseguido durante ochenta años. Su pueblo lo lloró treinta días, durante los cuales hubo cielo despejado, es decir, que a Jehová no le resbaló ni una lagrimita de conmiseración por la mejilla.


[1]Tenía cundida a la corte de un mal cuyo nombre desconocemos. Los escribas se negaban a mancillar con los jeroglíficos correspondientes (un trazo en espiral, una araña peluda y dos o tres estafilococos), hasta el papiro más rústico, un reciclado que se vendía en piezas de a ocho y medio por trece.

[2]Grabados en cuarcitas de dureza 8.

[3]Recientemente, algunos investigadores han afirmado que se trataba de un concentrado proteico a base de algas. Se apoyan en un estudio muy pormenorizado del desarrollo que ya por entonces había alcanzado la tecnología celestial.



Job, El Paciente

Comentarios Enviar Print

Cierto día en que conversaban animadamente, Satanás pidió permiso a Jehová para infringir a Job los más rudos sufrimientos y probar así su paciencia. El señor, que se aburría por entonces, firmó un decreto de autorización para ver en qué terminaba aquello[1].

Job era por entonces un patriarca célebre por su piedad y su paciencia, por sus siete hijos y sus tres hijas, sus siete mil ovejas, tres mil camellos, quinientas yuntas de bueyes y quinientos jumentos.

Primero, Satán logró que una tribu árabe le robara los bueyes y los jumentos. Después, el fuego del cielo azotó sus rebaños. Los caldeos le arrebataron los tres mil camellos. Y por último, un huracán se llevó a bolina los pilares de su casa, que al derrumbarse lo dejó huérfano de hijos.

Job montó en cólera, pero se llamó a reflexión y discurrió que alguien por allá arriba ─al más alto nivel, dadas las proporciones de los desastres─ le estaba haciendo una trastada. Abandonó sus primeros impulsos y cortándose al rape los cabellos, se rasgó los vestidos antes de postrarse en tierra y adorar al Señor diciendo:

─Desnudo salí del vientre de mi madre y desnudo regresaré a la tierra. El Señor me lo dio todo. El Señor me lo ha quitado. Se ha hecho lo que es de su agrado. Bendito sea el nombre del Señor.

Por último, Job comenzó a padecer la úlcera más vasta de la literatura médica: se extendía desde la planta del pie hasta la coronilla. Mientras se raía la podredumbre con un trozo de teja, sentado en un estercolero ─ni siquiera la ambientación fue confiada al azar─, su mujer le reprochaba tan cretina simplicidad, a lo que respondió:

─Has hablado como una mujer sin seso. Si recibimos los bienes de la mano de Dios, ¿por qué no recibir también sus males?

Para recompensar aquella paciencia admirable ─tanto, que hasta resultaba sospechosa, discurrió el Señor─, Jehová curó sus llagas, duplicó sus bienes y, para no tener que resucitar a los hijos anteriores, a la sazón en muy mal estado, lo dotó de la virilidad necesaria para hacerse de una nueva familia.

Job agradeció al Señor aquel inesperado plan reposición, pero en su fuero interno ─tan interno que ni Jehová, el omnisciente, pudo enterarse─ siguió pensando que si para ganar una apuesta Dios era capaz de arrasarle la vida, tendría que ser «un muy grande hideputa».

[1] La leyenda no aclara por qué Satán, estando en la oposición, pediría permiso a Jehová. ¿O mantendrán algún pacto de gobierno?