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«Y dijo el Señor: ¿Quién es el mayordomo fiel y prudente, al

cual el señor pondrá sobre su familia,

para que a tiempo les de su ración?

«Bienaventurado aquel siervo, al cual cuando el señor

viniere, hallare haciendo así.

«En verdad os digo, que él le pondrá sobre todos sus bienes.

«Mas si el tal siervo dijere en su corazón: Mi señor tarda

en venir: y comenzare a herir a los siervos y a las criadas,

y a comer y a beber y a embriagarse;

«Vendrá el señor de aquel siervo el día que no espera, y a la hora

que no sabe, y le apartará, y pondrá su parte con los infieles.»

(Lc. 12: 42‑46)

Primera versión

Cierto mayordomo a quien su amo aleccionaba continuamente acerca de la virtud, la probidad y la dedicación, probó a sustraer una cosilla sin importancia. Tanto, que a aquello no podía llamársele ni siquiera hurto. Menos aún robo. El placer que le proporcionó la cosilla, unido al encanto de lo prohibido y a la alta productividad del nuevo oficio, incomparable con su trabajo como mayordomo, le alentaron a reincidir. La siguiente operación extrajo del disfrute público una cosilla no tan illa (casi cosa), pero al parecer tampoco fue notado. Ya iba por la cuarta o quinta sustracción, cuando se percató de que su amo no era ajeno a sus manejos, pero los eludía mirando empecinadamente en sentido opuesto. Los discursos sobre la virtud, la probidad y la dedicación seguían sucediéndose al mismo ritmo que antes, por lo que el mayordomo sospechó un abismo entre las palabras y los hechos, llenándose de regocijo y medrando desde entonces sin recato en una escalada que lo llevó desde las cosillas a las cosas y de ahí a las cosotas. Paralelamente, tuvieron lugar aciagos sucesos ajenos (pero no tan ajenos) a esta historia, provocados por el lastimoso estado de la hacienda y su precaria administración ─más atribuibles al señor que al mayordomo─. Los lamentos subieron de tono hasta llegar a oídos de las haciendas vecinas, expandiéndose los ecos por toda la comarca. En este punto fue cuando el señor volvió los ojos hacia el mayordomo, justo a tiempo para presenciar su último desafuero. Llamó a sí con gritos de alarma a los guardianes y congregó alrededor del ladrón a la población toda de la hacienda. Halló sin demasiada dificultad (porque él sabía dónde) las cosillas, las cosas, las cosotas, y el mayordomo cargó con cuanta culpa le cupo y con algunas más de contrabando; y fue por mucho tiempo, en la memoria de la ciudadanía, el gran culpable del aciago estado de la hacienda y su precaria administración.

Ya el mito empezaba a disiparse en la conciencia pública, cuando el señor creyó llegado el momento de contratar a un nuevo mayordomo, a quien instruyó mediante magistrales discursos sobre la virtud, la probidad y la dedicación, mientras empecinaba su mirada en un sentido diametralmente opuesto.

Segunda versión

Érase una hacienda donde dos mayordomos se repartían las tareas. No equitativamente, porque mientras uno estaba dotado de inusual talento y probidad sin mácula, el otro era un palurdo y ratero de poca monta. Su única y graciosa virtud era la inapelable fidelidad al señor, cuyas palabras escuchaba con la misma expresión que el perrito de la RCA Victor.

Pasado cierto tiempo, el señor de improviso y sin explicaciones (plausibles) destituyó al probo y eficiente, confirmando en su puesto al ratero. Esa noche, mientras contemplaba desde lejos al mayordomo confirmado que le operaba un enroque entre media pinta de vino por idéntica cantidad de agua, el señor recordó la advertencia que le administrara esa mañana:

─Sólo gracias a mi benevolencia sigues en tu lugar.

(Tu fidelidad bien vale media pinta de vino o un jamón de cordero. Por ella pago el precio justo. No más. A ti te queda reflexionar que nadie dará tanto por tan poco, porque son pocos los hombres que saben usar la fidelidad. Algunos ni siquiera la necesitan. Piénsalo bien); pero ese parlamento sólo lo murmuró entre paréntesis, para sus adentros, porque hay verdades implícitas que se marchitan una vez pronunciadas.

Y recordó la cuadrilla de aldeanos que comentaban la tarde anterior, mientras cernían el grano, las virtudes del otro mayordomo:

─Sería mejor señor que el señor mismo.

Y el señor, suficientemente rico para permitir hurtos mayores, no temía a la estupidez, pero sí a la inteligencia. Aquel ladronzuelo estúpido y agradecido a su indulgencia, le sería para siempre fiel ─el término se usa en su sentido doméstico, no financiero─; no así el inteligente, que en su soberbia, al verlo apercibirse de los robos del otro sin tomar medidas, podría conjeturar que le temía o, de suponerlo en la ignorancia, tildarlo de imbécil y creerse superior, más digno del señorío que él.

Y nadie hay, efectivamente, tan rico en poder o señorío como para compartirlo.

Razones de sobra para que ahora el ex‑mayordomo, dotado de inusual talento y probidad sin mácula, deambule los caminos con su atado de ropa, su incertidumbre del mañana, sus exámenes de conciencia y sus dudas.