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Juegos de sílice

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La naturaleza, esa exhibicionista, es propensa a convocar la admiración de los humanos. A veces en serio, fabricando ríos Amazonas, desiertos del Sahara, barreras coralinas de 3.000 kilómetros, desiertos de hielo, pesadillas en blanco y blanco, tsunamis, terremotos o erupciones volcánicas como la del Krakatoa, que puso en órbita las piedras setenta años antes que los hombres inventaran el sputnik. O lo hace reflexivamente y selecciona con delicadeza mendeliana los animales y las plantas que poblarán el futuro. Y otras veces lo hace jugando, como cuando toma el sílice, uno de los compuestos más comunes del planeta (el mismo que se esconde tras la chispa de los encendedores gracias a su efecto piezoeléctrico, el mismo transductor de los altavoces), y ordena o desordena los cristales, le inserta mínimas impurezas para fabricar, con una admirable economía de medios, la extensa gama del asombro.

 

A veces deja el cristal aséptico y purísimo, para que después lo llamemos cristal de roca, o amatista, si consta en él una pincelada de hierro que lo empuja hacia el violeta. Entonces lo esconde en el interior de las geodas allá por los Urales. Contaban los griegos que la amatista fue creada por Dionisio vertiendo vino sobre el puro cristal de roca en que se había convertido la doncella Amethystos para escapar al acoso de aquel dipsómano, y que es antídoto infalible contra la embriaguez. Más caro y menos aburrido que la abstinencia.

 

Con un toque de aluminio y flúor, aparece el topacio, ese diamante de Braganza engarzado en la corona portuguesa. O el rauch‑topacio, transparente y grisáceo como el humo.

 

Cuando desordena la estructura cristalina del cuarzo y le añade unas gotas de agua, inventa el ópalo (del upala sánscrito), pardo, rojo, verde, negro, que esconde allá por Pontezuela, en Camagüey, o en el desierto Sur de Australia.

 

O las calcedonias de Bayamo en forma de hachas petaloides y puntas de lanza, sin que ningún taíno haya puesto manos a la obra.

 

Labor paciente cuando hace crecer, alrededor de un grano pequeñísimo, bandas de sílice de diferentes colores, arcoiris de piedra que no cruza el cielo, sino el tiempo. Esas son las ágatas de Palmira. Piedra de la ciencia y del ojo, que rellena las cuencas de algunas momias egipcias.

 

Los cristales negros de morión. La citrina dorada o amarillo limón. Cuarzo ahumado, lechoso, hematoideo y rosa, citrino o jaspe.

 

A veces la naturaleza se apropia de un bosque sepultado en Najasa, Camagüey, y sustituye, con esa paciencia que sólo ella acredita, cada partícula, cada fibra, con cristales de sílice; de modo que un cedro y una palma sigan siendo sin ser madera y piedra. Ese bosque de sílice podría ser un engaño si no fuera un juego, el más difícil de los juegos.