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Libros

Cartografías

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El libro Paisajes. Metáforas de nuestro tiempo (Linkgua Ediciones S.L., Barcelona, 2009, 350 pp. ISBN: 978-84-9897-523-9), de Dennys Matos, tiene ilustres antecedentes: los Diarios de Cristóbal Colón; la Vida de los mejores arquitectos, pintores y escultores italianos, de Giorgio Vasari, autor del término «Rinascita»; la bitácora de Antonio Pigafetta, cronista de Magallanes; las premoniciones de Rui Faleiro, cartógrafo y astrónomo; los métodos de orientación del cosmógrafo Andrés de San Martín; el Cosmographiae Introductio, que acompaña la Lettera, los Cuatro Viajes de Américo Vespucio, en cuyo honor el alemán Martin Waldseemüller nombra "América" al continente en su mapa de 1507; las crónicas de Ruy Díaz y de Antonio Herrera y Tordesillas, o la Historia general de las cosas de la Nueva España, de fray Bernardino de Sahagún, padre de la etnología moderna. Por eso no es casual que Jorge Brioso encabece su “Presentación” de estos Paisajes con una frase en la que Gilles Deleuze afirma que escribir tiene que ver con deslindar y cartografiar futuros parajes. No otro es el propósito de Dennys Matos.

Paisajes abre con una aproximación a este mundo post en que habitamos: la poshistortisa, el poscomunismo, la posideología, lo posnacional, la posvida. También entre los siglos XV y XVI la humanidad vivió una era post: entre las tinieblas de la alta Edad Media se abrieron paso las ideas del humanismo, se reactivó el conocimiento, caducó la mentalidad dogmática y el teocentrismo medieval dio paso al antropocentrismo. Del mismo modo, tras el derrumbe del muro de Berlín y de la bipolaridad maniquea de la Guerra Fría, han aparecido decenas de fórmulas de organización social: un mundo multipolar donde el libre comercio de las ideas ha abolido los monopolios de la verdad. Multipolaridad equivalente a la que, tras la Reforma protestante, rompió en la Cristiandad con la dictadura del dogma, con la tradición y con la unidad estilística, hasta entonces supranacional. Aparecieron nuevas técnicas arquitectónicas, musicales, escultóricas y pictóricas —el schiaciatto, el claroscuro—, e incluso literarias tras la obra cervantina. La nueva sensibilidad humanística ocupó todos los territorios de la cultura europea, prefigurando su expansión mundial a bordo de la imprenta de Gutenberg y a bordo de las carabelas de Cristóbal Colón desde que, dos horas después de la medianoche del 12 de octubre de 1492, Rodrigo de Triana gritó “Tierra a la vista”. Grito equivalente al de los físicos del CERN de Ginebra, encabezados por Tim Berners-Lee, cuando en 1990 crearon la World Wide Web: más que un nuevo continente, inventaban un universo habitado hoy por una población equivalente a la de China.

Hace medio milenio, los grandes exploradores propiciaron el encuentro de dos mundos, la confluencia de pueblos hasta entonces secuestrados por la geografía que, a partir de entonces, fraguarían una población genética y culturalmente mestiza, algo que cambiaría radicalmente el curso de la historia.

Hoy, el 75% de los alimentos consumidos por la Humanidad son oriundos del Nuevo Mundo y no hay biblioteca o archivo que pueda competir con Intenet, el mayor pastizal de datos de la historia: diez millones de terabytes en 2011.

En la sección “Metáforas de nuestro tiempo”, el autor mapea los territorios de esta sensibilidad post, no uncida a los dictados de una escuela o de una vanguardia: los objetos suicidas, las estéticas del cuerpo y la sexualidad, las angustias y desasosiegos de la libertad, los inexplorados mundos virtuales donde, por primera vez, el diálogo entre el arte y el público es bidireccional.

De la misma forma que los artistas italianos emigraron huyendo de las guerras y dispersaron por toda Europa la buena nueva del Renacimiento, las galopantes migracioners globales de nuestro mundo post arrojan un saldo de estéticas cruzadas y mestizas a las que se refiere Matos en sus “Emergencias cruzadas”. Desplazamientos geográficos y culturales, relectura de códigos, como en World Mouse o en el arte satírico de Elio Rodríguez, el grupo Puré, Lázaro Saavedra o Marcos López.

Las escolásticas ideológicas, desde el comunismo al neoliberalismo, han caducado. Todo es puesto en duda y cunden las lecturas transversales. Todo es objeto de choteo mientras se intenta una relectura incluso desde lo frívolo —como la exposición “Ch€, Revolución y mercado”, a la que se refiere el autor, que registra cómo la piedra filosofal del capitalismo post convierte un icono subversivo en mercancía—. Subversión de códigos, relecturas desde lo local o lo global, arte pop, frivolidad y desconcierto de un arte eminentemente urbano, metropolitano: Nueva York, Berlín (a la que el autor dedica toda una parte del libro) o Londres son los equivalentes de las ciudades-estados de ayer: Venecia, Florencia, Milán y los Estados Pontificios, centros de renovación artística.

Lo virtual se codea con lo real en igualdad de condiciones. Un mundo de fronteras líquidas provoca cartografías efímeras, deslizantes. Fronteras inasibles que se extienden en el land art hasta la imposibilidad de deslindar el arte de la naturalreza (el bosque de Agustín Ibarrola, la “Montaña de Tindaya” o el “Peine del viento”, de Chillida); el urbanismo travestido en arte, como en el Reichtang envuelto por Christo. La relectura y recontextualización de los mensajes en la obra de Alejandro López permite una lectura volátil, el sfumato davinciano de la interpretación.

El autor redondea su cartografía del arte contemporáneo al insertarlo en los mecanismos de mercado. Del mismo modo que entre Reforma y Contrarreforma un mundo asolado por las guerras multiplicó exponencialmente su comercio, hoy, entre decenas de guerras locales, estados fallidos, piratería, terrorismo y narcoejércitos, el comercio es la circulación sanguínea del planeta. Y el arte, un valor “seguro”, juega con los términos de la ingeniería financiera, que son casi los términos del arte: se tasa la percepción del valor, no el valor mismo.

Estas aproximaciones, estas cartografías tentativas desembocan, cómo no, en un mapa a escala mayor de la plástica cubana contemporánea: Los Carpinteros con su arte antifuncional, el discurso contestatario de Saavedra y Glexis Novoa; los interiores cubanos como sugerentes radiografías de la realidad; las escenografías y la historia en Carlos Garaicoa; el discurso político y las utopías personales, así como la recurrencia de los mapas, las aguas, los viajes y la muerte que contemplan impávidos los dioses tutelares de la Isla. Matos da voz a los propios artistas: Luis Gómez, Pedro Vizcaíno, Ricardo Rodríguez Brey, Alexandre Arrechea y Carlos Garaicoa muestran la trastienda de ideas que subyace a sus obras. Como un planeta en miniatura, Cuba (tanto en la Isla como en el archipiélago de la diáspora) muestra su rara multiplicidad casi continental.

Mientras el siglo XVI florecía en Amberes y Florencia, la Siempre Fiel Isla de Cuba sólo estaba autorizada a importar toscos géneros de la península y grandes dosis de Contrarreforma. Pero ya entonces el contrabando, el comercio de rescate con naves inglesas, francesas y holandesas, el trapicheo nocturno de salazones, cueros y cajas de azúcar o aguardiente por sábanas de Holán, encajes de Malinas, algodones de Ruán, lienzos de Cambray, aperos ingleses e ideas prohibidas superaba al otro. Como Dennys Matos demuestra en sus Paisajes, el trapicheo de ideas sigue siendo una de las grandes tradiciones nacionales.

El autor cierra esta bitácora, este mapa, con una visión inquietante a través del vídeo “Agosto 2007”, de Francis Naranjo. Los huecos blancos de las cartografías, los paisajes ignotos, azuzan la imaginación de los hombres. En la Cosmographia Universalis, del alemán Sebastián Munster (1544), best seller reimpreso cincuenta veces en veinte años, se describía a hombres de grandes labios y una sola pierna, y a enanos que se alimentaban con el olor de las manzanas. Fray Bernardino de Sahagún menciona una culebra con una segunda cabeza en la cola, y Alvar Núñez Cabeza de Vaca describe a “malacosa”, ser hemafrodita que vive bajo la tierra y se alimenta de la nada. En “Agosto 2007” encontramos al ser más extraño de la creación: el hombre en su dimensión trágica, el hombre que discurre por un paisaje de ruinas mientras busca el País del Nunca Jamás y de fondo se escucha que “algo se pudre en el corazón de las hormigas”.

Como todo mapa de tierras recién descubiertas, Paisajes. Metáforas de nuestro tiempo, resultado de la acuciosa cartografía de Dennys Matos, es, por fuerza, tentativo, pero imprescindible para quienes se dispongan a adentrarse en las dispersas geografías de la imaginación.



Se publica Diario Delirio Habanero

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Acaba de aparecer en España, publicado por Mono Azul Editora dentro de su colección Vuelapluma, mi Diario Delirio habanero. Un adelanto de ese libro fue el diario de mi viaje a Cuba durante el verano de 2009 que publiqué en este mismo blog. El libro inserta artículos, ensayos breves, un texto de ficción, y reportajes que complementan el esqueleto narrativo del volumen.

 

La nota de contraportada afirma:

 

Luis Manuel regresa a Cuba en el verano de 2009 para tantear el mundo que dejó, la ciudad que amó y construyó en Habanecer. Frente a él, la isla en peso, con la plenitud de sus ruinas, en la que hoy vive y se desvive por seguir viviendo la Revolución. La Cuba que visiona el autor a su vuelta del exilio es un país surreal que delira y camina entre un porvenir de estrecha ortodoxia y un presente dicotómico, el patria o muerte y su cada vez más susurrante venceremos.

 

Satírico, con un humor cercano y fresco, nada melodra­mático, irónico, con disparos certeros de elocuencia y ­asientos de afilada erudición, el autor nos conduce a ­través de los pasajes de este diario en los que se paladea el ­sabor de una realidad que se cansó de soñar, que agotó su ­sueño. La ­Habana es una de las ciudades más amadas de la Tierra. Ella desgrana contra el mar la sintonía de una pelea ­perdida, de una batalla eterna. Hijo de esta ciudad, el autor se habanizó hace años, y habanece otra vez ahora, sin sal en los ojos, en medio de una saudade llena de rigor y anclada al cariño hacia un país que siempre deja huella. Y duele tocar cada cicatriz. Duele desabrazarse.

 

Quienes lo deseen, pueden leer el primer capítulo, es decir, el primer día, en http://www.monoazuleditora.blogspot.com/

 

Próximamente a la venta en la red de librerías, el libro puede adquirirse ya en http://www.monoazuleditora.com/36429.html



De Trotski y el desencanto

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Cuando supe que Leonardo Padura se embarcaba en una novela sobre el asesinato de León Trotski por Ramón Mercader, pensé que se estaba metiendo en camisa de once varas por varias razones. Se trata de una historia harto conocida. La vida de Trotski (física e ideológica) puede recorrerse al detalle tanto en su autobiografía Mi vida (1930) como en La revolución permanente (1930) y La revolución traicionada (1936). Por si fuera poco, existe una copiosa bibliografía al respecto, comenzando por tres libros excelentes de Isaac Deutscher: Trotski, el profeta armado; Trotski, el profeta desarmado, y Trotski, el profeta desterrado, así como el Trotski en el exilio, de Peter Weiss. Sobre el asesinato hay libros, obras de teatro y películas. Entre otras, la pieza teatral Trotsky debe morir, del peruano José B. Adoph, la tendenciosa biografía novelada El grito de Trotsky. Ramón Mercader, el asesino de un mito, del periodista mexicano José Ramón Garmabella, o Cómo asesinó Stalin a Trotsky, de Julián Gorkin. Salvo sus diez minutos finales, es prescindible la película El asesinato de Trotsky (1972), de Joseph Losey.

 

Trabajar sobre materia prima tan manoseada exigiría del autor no sólo pericia y sagacidad narrativa, sino un enfoque verdaderamente novedoso y una inmersión a fondo en los pasadizos de la naturaleza humana si quería salir airoso. Más una dificultad extraliteraria. La figura de Trotski ha sido y es en Cuba tabú. Si los viejos comunistas del Partido Socialista Popular (PSP) fueron estalinistas ortodoxos, los nuevos comunistas del PCC se alinearon con el posestalinismo brezhnieviano y acataron la línea de ocultación de la vida, la obra y, especialmente, del asesinato del fundador del Ejército Rojo. Del mismo modo, en la Isla se ha escamoteado la colaboración de Stalin con Hitler, su diktat a los comunistas alemanes que permitió el ascenso del Führer, las invasiones de la URSS a Polonia, Finlandia y los países bálticos, así como su actuación en la Guerra Civil Española. Asuntos que Padura ventila con acierto en este libro.

 

El resultado es una novela extensa (573 páginas) y, en buena medida, intensa. A pesar de ser la historia de una muerte anunciada, Padura arrastra al lector página tras página con un nervio y una garra narrativa admirables, aunque desigual entre los diferentes hilos argumentales. Coincido con Javier Fernández de Castro (http://www.elboomeran.com/blog-post/189/7819/javier-fernandez-de-castro/el-hombre-que-amaba-a-los-perros) en que “Padura es un narrador de largo aliento y sabe situar al lector en el tiempo, el espacio y la perspectiva de quien habla en cada momento, y (…) que no decaiga el interés”.

 

A propósito de la estructura de El hombre que amaba a los perros, el autor afirmó que se trata de tres novelas en una, “el gran desafío es que consigan una armonía” y que se integren (http://laventana.casa.cult.cu/modules.php?name=News&file=article&sid=5061). Yo prefiero hablar de dos líneas argumentales concurrentes y una prescindible. La primera línea narra la vida de Liev Davídovich Bronstein, más conocido como León Trotski, desde su confinamiento en Alma Atá y su exilio en Turquía, Francia y Noruega, hasta su muerte en Coyoacán. La segunda, cuenta la conversión del combatiente republicano Ramón Mercader, alias Jacques Morand, en sicario al servicio de Stalin y su consumación. Y la tercera, que se desarrolla en La Habana desde 1976 hasta 2004 o 2005, tiene como protagonista a Iván, y su desmoronamiento desde sus inicios como escritor promisorio hasta su ruina final, siendo Daniel Fonseca Ledesma, otro escritor devenido taxista, quien funge como narrador de la historia cumpliendo el mandato de su amigo.

 

Tres tonos e intensidades bien diferentes marcan las tres líneas argumentales. Y ello también se refleja en su peso dentro de la obra. Hay una proporción casi geométrica entre las tres historias: la línea argumental de Iván, que ocupa 109 páginas de la novela, es casi duplicada por la línea de Trotski, con 176 páginas, y ésta, a su vez, es casi duplicada por la línea de Mercader, que ocupa 269 páginas. Y no es casual que eso ocurra y que la preeminencia de una sobre otras se acentúe a medida que avanza la obra. Si en la primera parte, Trotski y Mercader tienen el mismo peso seguidos a distancia por la vida de Iván; en la segunda parte la historia de Trotski duplica las páginas que el autor le dedica a Iván, y la de Mercader las triplica. En la tercera parte, Trotski ya ha desaparecido y Mercader acapara las cuatro quintas partes, para concluir con una coda en la vida de Iván que enlaza con el capítulo 1.

 

La historia de Trotski está narrada en una prosa exacta, concisa, casi exenta de diálogos y florituras. Como un buen libro de historia plagado de datos que, no obstante, lejos de entorpecer la lectura, sitúan al lector (particularmente al lector cubano, adoctrinado a silencios) en los contextos de una historia que, de otro modo, sería ininteligible. Aunque la visión que se ofrece de Trotski es bastante amable, no se excluyen su protagonismo en la represión ni sus juicios más descarnados sobre la revolución traicionada, e incluso sobre su propia praxis revolucionaria como el germen del estalinismo. Es precisamente en esta zona donde el lector cubano encontrará más guiños hacia su realidad inmediata, un estalinismo de baja intensidad.

 

La vida de Ramón Mercader es el más “novelesco” de los hilos narrativos. Contada con una intensidad dramática que recuerda los mejores momentos de La novela de mi vida, es la zona mejor resuelta de la novela. Al estilo del Víctor Hughes de Alejo Carpentier en El siglo de las Luces, un personaje histórico pero epigonal, con todas sus áreas de silencio, permite a Padura novelar, construir al personaje literario con todas sus aristas, rellenando los huecos de verdad histórica y comprobable con una configuración verosímil. La información se engarza adecuadamente con la dramaturgia y el lector entra con asiduidad en la piel de Mercader, un efecto que no abunda en la narrativa cubana. Incluso algunos de los secundarios seducen en esta zona por su veracidad: el cínico Kotov y todos sus alias, y, sobre todo, esa Caridad que opera en el texto como una Mariana Grajales perversa con toques incestuosos y una soledad más devastadora que la del propio protagonista.

 

La tercera línea argumental, la del joven Iván que conoce accidentalmente a Ramón Mercader mientras éste pasea a sus perros por la playa de Santa María del Mar, es la más endeble. Si los primeros dos hilos narrativos son imprescindibles para la consumación de la historia, éste es perfectamente prescindible. Siguiendo la estela de La novela de mi vida, Padura ha necesitado anclar explícitamente el pasado en el presente, el outside con el inside. Pero, a diferencia de la novela de Heredia, donde la búsqueda de los documentos le concede a la historia en presente (a mi juicio, también prescindible) una mayor solidez argumental, en este caso la conexión entre Iván y Mercader resulta, cuando menos, poco verosímil. Un sicario entrenado para el silencio, que durante veinte años de prisión no reveló ni siquiera su verdadero nombre, de pronto decide contar a un joven (pichón de escritor, para colmo) una historia tremebunda que, aun hoy, no ha sido totalmente desclasificada. Y eso, acompañado por un agente de la Seguridad y en un país totalitario donde operan idénticos mecanismos a aquellos que lo condenaron al silencio. No le basta y, agonizante, lega al joven el manuscrito inconcluso de esa historia. Ni siquiera la sorpresa justifica esta línea argumental, porque, como bien señala Javier Goñi en “El grito de Trotski” (http://www.elpais.com/articulo/semana/grito/Trotski/elpepuculbab/20090905elpbabese_7/Tes), el lector adivina enseguida, antes que Iván, que “el hombre que amaba a los perros” es el propio Ramón Mercader. La única explicación de este tour de force del autor es su necesidad de establecer un paralelo explícito entre el estalinismo y el castrismo, entre dos “revoluciones traicionadas”, para decirlo en palabras de Trotski, entre dos utopías estranguladas por la ambición y el miedo. Ciertamente, esto continúa la saga de sus anteriores novelas, pero más acusada. Ya no se trata del Mario Conde desencantado que abandona la policía, ni del policía de La novela de mi vida que, al final, resulta un bandolero y es excretado por el sistema. Aquí no se trata de una “papa podrida” cuya expulsión preserva la bondad del sistema. Ahora es el saco entero, todo el sistema, toda la utopía la que se ha podrido irremisiblemente. En ese sentido, es el drástico final de una lenta e implacable decepción. Pero lo que puede ser eficaz en términos políticos, no lo es en términos literarios. Ya la literatura (el periodismo, el cine, la música) del Período Especial constituye un verdadero subgénero en el arte cubano. Y la descomposición social que nos pinta el autor no añade nada nuevo a ese catálogo de desgracias. Incluso la muerte de Iván, que Padura nos ofrece como una alegoría, peca de obvia. Por el contrario, sospecho que el buen lector habría agradecido una visión más elíptica y tangencial de la realidad cubana a través de las historias cruzadas de Trotski y Mercader.

 

Según el autor, el hecho de que Mercader viviera en Cuba desde 1974 y muriera allí en 1978, fue algo que lo atrajo desde el primer momento.Pedro Campos, en “El Hombre que amaba los perros, última novela de Padura” (http://www.kaosenlared.net/noticia/hombre-amaba-perros-ultima-novela-padura), cuenta que en la Casa de las Américas, durante el encuentro de Padura con sus lectores, la pregunta imprecisa de uno de los asistentes quedó pendiente en el aire: “¿Tenía Mercader vínculos y la eventual protección del Estado cubano durante su permanencia en nuestro país?”. Padura respondió que Caridad, la madre de Mercader, trabajó como secretaria en la embajada de Cuba en París en los primeros 60 (uno no se la imagina como taquimeca A) y que sí había identificado vínculos de Mercader con figuras importantes del PSP, que lo auxiliarían en Cuba tras asesinar a Trotski. Claro que la presencia de Mercader en la Isla durante la segunda mitad de los 70 no puede ser atribuida a esas “figuras importantes”, sino a las nuevas “figuras importantes”. Comprendo que ese es terreno minado y esconde muchas trampas, algunas mortales. Quizás aquellas “figuras importantes” del PSP ya hayan muerto, pero las otras están vivitas y coleando en el poder. Por otra parte, acceder a una información veraz sobre estos hechos en un gobierno edificado con demasiados ladrillos de silencio, habría sido tarea imposible para un autor que pretendía construir con la materia prima de la historia o, en su defecto, de la verosimilitud histórica. Aun así, cualquier lector saldrá de estas páginas con varias preguntas: ¿Quiénes en el antiguo PSP estaban dispuestos a acoger al asesino de Trotski en 1940? ¿Quiénes y por qué le otorgaron visa de tránsito a su salida de la cárcel, cuando ningún país se la concedió? ¿Fueron los mismos “quiénes” los que lo premiaron con una amable jubilación caribeña? ¿Por qué o a cambio de qué? Si me he arriesgado a juzgar lo escrito asumiendo cualquier margen de error, no voy a juzgar lo no escrito. En el mismo artículo, Pedro Campos concluye que “para los cubanos, en particular, será también un gran descubrimiento identificar cómo 25 años después de la muerte de Stalin en 1953, el estalinismo tenía profundas raíces echadas en nuestra sociedad, al punto de servir de resguardo y guarida final al asesino del iniciador, junto a Lenin, de la Revolución de Octubre. (…) Quizás, se tratara de una señal premonitoria del destino, anunciando que los “últimos años” del estalinismo serían en tierras caribeñas”.

 

No creo que esta novela, ni ninguna otra, marque el fin de las utopías, que son consustanciales a la naturaleza humana. Utopías sociales, políticas, religiosas, científicas vienen signando los pasos del hombre desde que las civilizaciones empezaron a dar noticias de su existencia (y quizás antes, utopías ágrafas). Y tampoco coincido con Padura en que esta “novela podría ser un aporte en la búsqueda de una nueva utopía”, tras el fracaso de la Revolución Rusa (Carmen Oria en http://www.cubaliteraria.cu/delacuba/ficha.php?Id=4389). Aunque busqué con ahínco esa invocación, atisbo, premonición de una nueva utopía, sólo encontré el réquiem de la anterior, su certificado de defunción extendible al presente.

 

En un encuentro con sus lectores en la Casa de las Américas de La Habana, Padura aseguró que este libro es “el más difícil de concebir, el más ambicioso, el más complejo, el más profundo que he escrito hasta hoy” (http://laventana.casa.cult.cu/modules.php?name=News&file=article&sid=5061). Cualquier lector podrá comprobar que, dada la selva donde se ha adentrado Leonardo Padura en El hombre que amaba a los perros (por cierto, en esta novela todos, incluso el autor, aman a los perros) ha salido casi indemne y nos ha regalado una novela desolada, intensa y muy recomendable.



Chiquita

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Desde el antiguo Egipto hasta las mitologías nórdicas, desde Velázquez a Picasso y de las cortes europeas al circo, los enanos han ocupado un sitio especial en el imaginario colectivo y en el arte. Amos del mundo subterráneo, artífices inteligentes e industriosos, los enanos nórdicos crearon para Thor el martillo Mjolnir. Fueron escuderos, acompañantes y mensajeros de los caballeros medievales, como el enano Ardián, compañero de Amadís de Gaula. Si en Los enanos de Mantua, de Gianni Rodari, un duque perverso obligaba a pelear a sus enanos para divertirse, en El Enano, de Pär Fabien Lagerkvist, el protagonista, un bufón de la Italia renacentista, es la encarnación del mal. Y, desde luego, inmediatamente acude a nuestra memoria Oscar Matzerath, el enano por excelencia de la literatura contemporánea, quien nos ofrece una visión personal de la Alemania nazi redoblando su tambor de hojalata.

 

A esta saga se une ahora la novela Chiquita, premio Alfaguara 2008, que cuenta la historia de Espiridiona Cenda (Matanzas, 1869- Far Rockaway, Estados Unidos, 1945), conocida como Chiquita, una liliputiense perfectamente proporcionada de 66 centímetros, que disfrutó de un gran éxito en espectáculos de vaudeville y circenses de Estados Unidos y Europa entre 1897 y los años 20. Una novela de aventuras, una biografía imaginaria de un personaje real, según Antonio Orlando Rodríguez (Ciego de Ávila, Cuba, 1956), quien afirma que “episodios que parecen inverosímiles son reales y están documentados en libros y periódicos de la época", y que usó la vida de Chiquita para reinventarla a la medida de sus necesidades como escritor, una fórmula cercana a la memoria novelada.

 

En palabras del jurado del premio, se trata de “una novela a la vez elegante y llena de vida", "con una notable gracia narrativa y una imaginación sin descanso que despliega como una inmensa partitura de ejecución precisa, la época y la vida de un personaje extraordinario”. Adjetivos aparte, fue extraordinaria la vida de la protagonista, nacida en la apacible ciudad de Matanzas, cien kilómetros al este de La Habana. Una familia de clase media la cuidó y la mimó, preparándola para una vida dependiente, dada su estatura y —pensaban—su incapacidad para ser independiente en un mundo diseñado para seres que triplicaban, o casi, su estatura.

 

Chiquita recibió una esmerada educación —dominaba siete idiomas, disponía de conocimientos de literatura, música, y tomó clases de canto y baile—. Gracias a ello, al morir sus padres, y encontrándose en dificultades económicas, zarpa hacia Nueva York, y comienza su vida artística como The Baby Doll. Era el 30 de junio de 1896, a un año de empezada la segunda guerra de independencia cubana, y a 149 páginas del inicio de la novela. Tras su debut, disfrutó una larga temporada de éxitos en un espectáculo con todos los estereotipos posibles a propósito de Cuba, su guerra con España y la irrupción providencial del Tío Sam en el conflicto. Posteriormente, tras su encuentro con Bostock, empresario y domador, la gira de variedades en circos, exposiciones mundiales (la de Omaha) y panamericanas (de Búfalo, en 1901, donde encontró a Gonzalo de Quesada y a Leonard Wood) confirman la popularidad de Chiquita. En París, descubre el mundo de las cocottes y las orgías lésbicas, coincide con la exposición mundial, y frecuenta los más altos estratos de una sociedad decadente, escindida por el caso Dreyfus. Realiza dos giras por Europa y, en 1905, hace una temporada en Londres. De regreso a Estados Unidos, continúa actuando en todo tipo de espectáculos, hasta que, en 1914, se recluye en Far Rockaway, decidida a abandonar los escenarios, pero una visita inesperada la devuelve al mundo del espectáculo hasta los años 20, cuando se retira definitivamente hasta su muerte en 1945.

 

Antonio Orlando Rodríguez es autor de numerosos libros para niños, y de narrativa para adultos —Strip tease,cuentos, y Aprendices de brujo, novela— y de una obra de teatro, El león y la domadora. Confiesa que escribir para niños le dejó “la necesidad de atrapar el interés del lector y mantenerlo durante toda la obra. Mi objetivo pasa por seducir al lector y arrastrarlo a mi historia". Y, ciertamente, Chiquita es un libro ameno, lleno de peripecias y sembrado de oportunos misterios que van conduciendo la atención del lector. Escrito con una prosa ágil, sobria, al servicio del argumento, la ausencia de pirotecnia verbal conquistará a los que demandan a una novela, ante todo, contar una buena historia.

 

Como un pastel de hojaldre, la estructura narrativa consta de varias capas superpuestas: lo que Chiquita contó a Cándido Olazábal, un antiguo corrector de la revista Bohemia, quien durante varios años tomó al dictado los recuerdos de la protagonistas con el propósito de escribir la historia de su vida; lo que Olazábal contó al autor y, finalmente, lo que nos cuenta el autor tras verificar en la documentación disponible la veracidad de sus testimoniantes. Olazábal recogió el testimonio de Chiquita, selectiva y fantasiosa en el relato de su vida, y narró al autor su propia versión, transformada y filtrada por su memoria, y bacheada por los olvidos inevitables a sus 80 años. Este doble narrador interpuesto, más la pérdida de numerosos documentos tras el paso del huracán Fox en 1952, y la activa labor de las polillas, conceden al autor espacios de silencio que pueden ser completados por la ficción sin perder el sabor documental, y añade a la novela una subtrama adicional: la búsqueda de la verdad ocurrida que se esconde bajo la verdad contada. Además, las carencias e imprecisiones de lo narrado por Chiquita y Olazábal, son indicios adicionales para acercarnos a la personalidad de ambos.

 

El autor, que actúa en nombre propio, como advierte desde el principio, asegura haber renunciado a su papel para asumir el de mero redactor, con el propósito de subrayar en el lector la ilusión de estar asistiendo a la realidad, no a su versión ficcionada. Claro que esa declaración de propósitos es también ficción. El autor crea un testimoniante ficticio que nos narra una vida real sazonada de ficción, para que sea elaborada y comentada por un autor también ficticio que es obra del autor real.

 

La veracidad histórica de lo narrado es subrayada por una minuciosa ambientación: la atmósfera de las ferias y cabarets del Nueva York de finales del XIX, la visión de una ciudad multiétnica, configurada por sucesivas riadas de inmigrantes, que ya se perfila como la capital del planeta. Una ciudad donde se estrena el cinematógrafo, corren los primeros automóviles y se prefigura el siglo XX. A eso se añade el dibujo convincente de la fauna local: periodistas y empresarios, políticos, militares, putas de lujo, cantantes líricos, escritores, magnates de la industria y de la prensa, artistas de variedades, sin olvidar a la Junta Revolucionaria Cubana, presidida por Tomás Estrada Palma, quien sería el primer presidente de Cuba, y las disputas, dimes y diretes entre los miembros de la comunidad de artistas liliputienses. Por las páginas de la novela discurren personajes históricos como Sarah Bernhardt, la Bella Otero, Hearst y Pulitzer, Liliukolani, la depuesta reina de Hawai, el escritor Walter de la Mare, y buena parte de la alta sociedad francesa, especialmente el conde de Montesquieu y su amigo Gabriel Yturri, en el momento que se inaugura la Exposición Internacional de París. Chiquita traba amistad en Madrid con Emilia Pardo Bazán, y visita la Casa Blanca, invitada por el presidente McKinley.

 

Aunque los acontecimientos políticos nunca llegan a imbricarse íntimamente con la historia personal de Chiquita, no falta su dibujo como parte del decorado de época: la anexión de Hawai;el feminismo; el movimiento anarquista y sus sacerdotisas, Lucy Parsons y Emma Goldman; la guerra en Cuba; la reconcentración decretada por Valeriano Weyler; el caso de Evangelina Cisneros; la explosión del Maine; la entrada de Estados Unidos en la guerra, y el agradecimiento de Chiquita a los norteamericanos por su “curso acelerado de democracia” durante la intervención militar. Filtrado por alguna carta de Juvenal, su hermano que se encuentra en la manigua, el conflicto cubano transcurre como en sordina. Incluso el encuentro de Chiquita con la Junta Revolucionaria tiene algo de teatral, que le resta autenticidad; aunque, por otra parte, es un guiño a la contemporaneidad y a los miles de “juntas” de exiliados, y reitera el hecho de que casi todos los que rodean a Chiquita pretenden utilizarla para sus propios fines.

 

A esta convincente construcción de una realidad literaria contribuye el dibujo explícito, pero nunca grosero, de la tumultuosa vida sexual de Chiquita. Y no sólo con caballeros de su estatura, como el Signor Pompeo, en Nueva York, o Deniso Bearnáis, en Berlín. La liliputiense hizo desfilar por su alcoba a un anarquista, a un presunto piel roja, a un mago chino, a un carterista, y hasta se casó con Tony Woeckener (Toby Woecker en la novela), un adolescente de 17 años cuya foto puede encontrarse en http://sabineofgermany.typepad.com. Y su mayor romance, con el reportero irlandés Patrick Crinigan, quien confiesa que con ella satisface su secreta fantasía de poseer a una niña.¿Sería Chiquita la niña-adulta perfecta para amantes pedófilos?

 

Tampoco elude el autor los amores homosexuales, desde la iniciación en Matanzas de Mundo, primo y pianista de Chiquita, y su mudada a un pueblo lleno de vaqueros gay —¿un guiño a Ang Lee?—, hasta la tormentosa experiencia lésbica de Chiquita en París de la mano de Liane de Pougy.

 

Reconstrucción convincente y bien documentada —virtud infrecuente— donde los errores y erratas son la excepción, como cuando el tigre Rajah de la página 474, se nos convierte en león en la 488. Sólo en ocasiones el lector sospecha una sonrisa burlona del autor que pone a prueba su credulidad —el manjuarí salvavidas en el Sena o el estrafalario rapto de Chiquita por un jeque bereber—. Pero esta ilusión de veracidad —literaria, no histórica— se quiebra cuando irrumpen en el relato, sin un encaje convincente en el argumento, elementos de literatura fantástica. Que en las primeras páginas aparezca el perro de Doña Ramonita, criatura del Averno, puede leerse como folclor local. También funcionan perfectamente las sesiones de espiritismo, muy de moda por entonces, con bajada de muertos cubanos incluida; las cartas astrales, lectura de manos y de orejas. La Orden de los Pequeños Artífices de la Nueva Arcadia, línea argumental con librería esotérica, policías y detectives neoyorquinos, sectas y contrasectas, podría conciliarse con el argumento principal. Pero cuando el autor intenta encajar gallinas de los huevos de oro, bilocaciones y un talismán que funciona como una suerte de faro personal que barrunta el futuro, el lector sospecha una impostura. Piezas recortadas a medida para que encajen en el puzzle al que no corresponden. Y ni siquiera se permite un margen de duda. El autor insiste en subrayar su veracidad mediante el testimonio, presuntamente irrebatible, de Olazábal. Antonio Orlando ha declarado “A mí me encanta lo sobrenatural, lo mágico, lo fantasioso. Me gusta como lector y por eso lo metí en el libro”. Gusto absolutamente respetable, y que el autor ha ejercido con acierto en obras anteriores, pero las novelas son objetos muy delicados. No resisten que se les “meta” nada por puro gusto, ni reaccionan como la ostra a los objetos extraños.

 

El Oscar Matzerath de Günter Grass decidió estacionar su crecimiento a los tres años, cuando le regalaron el tambor de hojalata, su grito hacía saltar los cristales, recordaba sucesos que oyó en el vientre materno y, al nacer, carecía de inocencia y su formación intelectual estaba ya terminada. Todo ello, como el súbito despertar de Gragorio Samsa convertido en un escarabajo pelotero, está en la base del convenio literario concertado entre el autor y sus lectores, responde a la lógica del relato y, por tanto, goza de una total veracidad literaria. Las irrupciones fantásticas en Chiquita, en cambio, no son componentes orgánicos de la historia, sino incrustaciones que tampoco tienen una clara finalidad narrativa, no aportan soluciones dramáticas y, por el contrario, crean en el lector un extrañamiento y me temo que no brechtiano.

 

En Memorias de un enano gnóstico, David Madsen deshilvana con crudeza y sin ahorrar episodios de extrema violencia, las memorias de Peppe, un enano involucrado en una “secta” gnóstica que se ve envuelto en una madeja de intrigas como chambelán y confidente de León X, “el Papa de los Médici”, en la Florencia del siglo XVI. Salvando distancias, desde luego, podría ser un buen antecedente literario de la Orden de los Pequeños Artífices de la Nueva Arcadia, perfilar su encaje más eficaz como subtrama en el argumento principal de la novela.

 

Los egipcios tenían a Bes, un dios acondroplásico, y la representación de enanos es muy frecuente en los vasos griegos. Aristóteles afirmó de ellos que "el peso de su cuerpo incapacita el funcionamiento de la memoria", y fue el primero en dividirlos en proporcionados y desproporcionados. Por entonces, la demanda era tal, que algunos padres colocaban a su hijo varón en el interior de cajas llamadas gloottokoma, para limitar su crecimiento y vender el joven bonsái a un domicilio aristocrático. Más tarde, en los salones de las grandes damas romanas, era frecuente ver enanos corriendo desnudos para divertir a sus amas; o, en tiempos del emperador Domiciano, vestidos de gladiadores y enzarzados en duelos. Durante siglos, y hasta hace relativamente poco, era de buen gusto tener una colección de enanos en las cortes europeas y en las residencias de alcurnia para solaz del señor. Si era enano el fabulista griego Esopo, también lo eran muchos bufones, los disfrazados de militares sin batallas en las "galerías palaciegas de los monstruos", y confidentes —como Monarca, confidente de Isabel I de Inglaterra— a quienes se les permitían licencias extraordinarias que jamás se habrían tolerado a otros ciudadanos. Siempre como objetos de diversión y burla, como fenómenos de feria. Basta observar la honda tristeza en la mirada de Don Sebatián de Morra, el enano acondroplásico de Felipe IV pintado por Diego Velázquez en 1643, una suerte de realismo compasivo que transmite toda la angustia de un ser condenado. Pero no es esa, en lo absoluto, la mirada de Antonio Orlando Rodríguez sobre Chiquita. Como Picasso en su cuadro Familia de saltimbanquis (1905), que nos transmite no una visión compasiva, sino una identificación humana con el enano, una dignificación del personaje, lejos de esa visión casi zoológica de la que fuera objeto tradicionalmente, lejos de la sórdida visión de los poemas de Apollinaire, Antonio Orlando rescata y dignifica al personaje que, ciertamente, hace uso de su físico para abrirse paso, pero como una herramienta personal del éxito, no como una tara a disposición del público para la burla y el escarnio. Como Rosa Montero —Te trataré como a una reina (1983), Bella y oscura (1993), La loca de la casa (2003)—, quien ha declarado que se siente atraída por los enanos, que la conmueven, le gustan y los aprecia, en la novela de Antonio Orlando no hay un ápice de lástima por su personaje. Por el contrario, desde el momento en que la protagonista se adueña de su destino, la sentimos crecer. Al concluir el libro, resulta difícil espantar la sensación de haber asistido a una vida completa, en toda su estatura.

 

“Chiquita”; en: PRLonline, vol. 1 n.º 6, Nueva York, octubre-noviembre, 2008. (Rodríguez, Antonio Orlando; Chiquita; Editorial Alfaguara, Madrid, 2008, 518 pp.)



Chago y las poéticas del cuerpo

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El título de una antología es siempre un reto a la imaginación. Si atiende al contenido, suele derrochar el encanto de una guía telefónica. Si se atreve a veleidades poéticas, requiere prótesis de subtítulos para que no confundamos una selección de poetas paraguayos con un catálogo de piezas para la industria siderúrgica. Pero la antología personal ¿Entonces, qué? ha conseguido sortear el peligro desde el título. Un título provocador que es toda una declaración de intenciones: Hay más preguntas que respuestas, más dudas que certezas en esta poesía arriesgada, inquietante, que se va construyendo, como el cuerpo de los seres vivos, con los materiales disponibles en un entorno por momentos caótico. Materiales puros e impuros, contaminados y prístinos.

 

Según Ricardo Alberto Pérez, en la primera poesía de Chago “los puntos han perdido su capacidad de absoluto. Cuando se dice negro se miente, se debe entender lugar de camuflaje, zona confusa que propicia una numerosa actividad microscópica. (…) Por el paso inferior está el camino más recto hacia los vertederos y las cloacas; se goza de haber aprendido el motivo de ser cínico, legitimación de un nuevo carnaval, júbilo y artificio de la descomposición. (…) Chago gusta a intervalos, de ser cronista de la fractura, la pérdida, de lo que siempre va a impedir que el organismo logre restaurarse nuevamente”.

 

Y Jorge Luis Arcos nos habla de “un barroquismo de lo visceral”, la “marginalia de la realidad”, de una poesía “auténtica, rota, inacabada, con un ritmo interior antiguo, casi salvaje”.

 

Lo cierto es que desde “Punto negro” hasta “Efory Atocha”, pasando por “Flashback”, se podría trazar una ruta que va de lo visceral, reconcentrado, lo íntimo intentando quebrar las fronteras, hasta un desparrame de la sensibilidad, que fluye hacia nuevos confines (geográficos, existenciales, pero, sobre todo, nuevos confines de la percepción). Si en sus primeros poemas hay una apelación más frecuente a lo metatextual, a la referencia literaria, y a suplir con lecturas una dotación de vivencias insuficiente o íntima que no se puede (o no se quiere) convertir en sustancia poética, a medida que cursamos el libro hacia el presente, los textos denotan que “hay que coger la realidad, manosearla, como si fuera una mezcla de todos los sentidos: los alimentos terrestres”, según afirma Jorge Luis Arcos. En suma, hay una carnalización de sus poéticas (y hablo de poéticas, porque no percibo una poética en jefe, sino una sinuosa hibridación de poéticas mestizas, atentas a los reclamos de cada discurso), una “desintelectualización”, para apelar a la experiencia directa, inmediata, a la metáfora de la carne y de la sangre.

 

En “Punto negro” se percibe una angustia, una ira contenida (o no, o a veces) que deja paso en los siguientes libros a un juego mucho más complejo y rico de sensaciones: asombro, júbilo, dolor, tristeza, rebeldía, incluso una percepción renovada del paisaje, como de quien observa con ojos nuevos el árbol, la casa, el pájaro, la sombra. Hay una suerte de depuración de la ira en la mirada, desde ese enfoque asombrado, que no sabe bien a dónde mirar, hasta un enfoque más preciso, una mejor definición del objeto poético emergiendo de aquella niebla fantasmal. Quizás por eso tenemos que llegar a “Flashback” para encontrar un poema a mi juicio antológico de lo que se podría definir como “desarraigo eufórico”, un desarraigo que no viene en tiempo de bolero y nostalgia, sino con playback de músicas mestizas y alborotadas. En “Poética martiana” dice Chago:

 

He partido de todo

 

/ ahora sólo queda hacerse un hueco /

 

/ no hay un lugar para echar raíces…

 

no basta una Casa /

 

Estos que te mojan son mis mares

 

He partido de todo para llegar a ellos

 

estoy a salvo de una Patria

 

Es cuando el poeta descubre que “vivir sin la patria es vivir”. Y no porque (aunque también), como decía Henry George, “¿Cómo se puede decir a un hombre que tiene una patria cuando no tiene derecho a una pulgada de su suelo?”. Pero, más allá de lo meramente territorial, el poeta se libera de la patria como deber, obligación, yugo, cadena, no de la patria como vocación o registro de la memoria, como amante. Ciertamente, como decía Ricardo Alberto Pérez, “una isla es la antinomia de una úlcera, una protuberancia (…) Aquí aparecen en una situación de transgresión (…) la úlcera de Chago y la Isla en peso de Piñera pretendiendo copular”.

 

Pero ¿está, realmente, Chago, a salvo de una Patria? ¿O lo acosa en la memoria y no puede (o no quiere) librarse, como en “Poema de familia”, “Flashback” y “Flor de isla”? A esa pregunta, Chago me respondió que “Posiblemente no llegue a estar fuera de un sentimiento patético-patriótico (…) Pero no se trata de intentar olvidar, excluir nada. Todo lo contrario. La patria tiene que dejar de ser un peso. (…) Soy cubano por los cuatro costados. (…) se nota, incluso, aunque no me lo proponga. Ahora bien, yo elijo la patria”.

 

Chago no es “el Hombre Viejo”, que traía el pecado original, ni mucho menos el cacareado “Hombre Nuevo”, sino, como dice Jorge Luis Arcos, “el pre o el pos, la víspera o la postrimería, de ese Hombre Nuevo”. Es decir, el hombre posnacional de un exilio devenido diáspora, de una nación transterritorial, ciudadano de una patria portátil y electiva. Michael Dear, en “Ciudad y ciudadanos del siglo XXI”, ya habló de ciudades de frontera portátil, «dónde la frontera como tal, tanto a nivel de ciudad como de país, ha dejado de tener sentido». Es allí donde habita Chago, esbozo de ciudadano de esa sociedad que nos revela Jürgen Habermas. Y en ese ciudadano posnacional percibo un intento de negar ciertas emboscadas de la nostalgia, negarlas sin desconocerlas

 

paseando la dejadez a golpe de salitre y lejanía

 

a leves toques de recuerdo

 

Aunque, al mismo tiempo, asiste apesadumbrado (¿resignado? ¿expectante?) a una nueva dimensión de sí mismo, cuando

 

Definitivamente me hago a las buenas costumbres

 

Costumbre antigua

 

Vergonzosa.

 

¿Entonces, qué? ¿Se prefigura un nuevo giro en su poesía de hoy, de mañana? ¿Anuncio de nuevos asombros? De momento, este libro nos sirve de bitácora para navegantes. Estaremos atentos a los nuevos rumbos.

 

Presentación del libro ¿Entonces, qué? Casa de América, Madrid, 2008.