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Libros

El arte de crecer

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Desde que asomé a esa edad de la duda que suele ocurrir entre los catorce y los dieciséis años, en La Habana fervorosa de 1968 a 1970 -Fervor cerrado por reparaciones-, empecé a descubir que no coincidía el número con el billete, es decir, que entre la realidad retórica y la realidad objetiva y fuera de nuestra conciencia (según la misma retórica) existían hiatus que mi adolescencia era incapaz de explicar. Como aún no estaban tan de moda los conflictos generacionales, me acerqué con inocencia a mi padre, intentando que subsanara mis dudas (meros errores de apreciación seguramente), pero una y otra vez insistió en lapidar con discursos mi incomprensión de los otros discursos, de modo que al cabo, desistí. Muchos años después, cuando Fidel Castro proclamó el Proceso de Rectificación y aclaró que "ahora sí vamos a construir el socialismo", mi padre apagó la tele para no escuchar a Fidel negar a Fidel, o para no barruntar la idea de que durante un cuarto de siglo se había dedicado con fervor a comer catibía en conserva.

 

Todos hemos tenido un padre, un tío, un hermano así, suscrito al fervor perpetuo, incapaz del politeísmo, y menos aún del ateísmo político. Personajes lineales capaces de explicar lo inexplicable y maquinar argumentos, que García Márquez envidiaría, si la deidad mayor del Olimpo Político necesitara coartada. Son seres de una fe conmovedora, como de beatas que se creen literalmente la Biblia de cabo a rabo.

 

A esa especie pertenece Ramón Matamoros, hijo de mambí y abuelo de una jinetera, que Mario Guillot nos presenta en la novela corta Familia de Patriotas (finalista del Premio Ateneo-Ciudad de Valladolid, 1997). En segunda persona, un narrador que se nos muestra entrañable, por momentos tierno y con dosificada asiduidad irónico, va presentando a Ramón Matamoros a través de una combinación de ataques por los flancos: en su relación con Eduardo, el yerno muerto en Angola; con Flora, Florita y Tatiana, su mujer, hija y nieta respectivamente; con Agustín, su padre mambí; o defendiendo a la Revolución con las armas y el trabajo. Una serie de aproximaciones que van edificando el personaje con la paciencia de un puzzle, superponiendo en ocasiones datos, pero iluminando casi siempre zonas de su personalidad hasta ese momento en tinieblas, o apenas vislumbradas.

 

Si bien el narrador enfoca desde afuera a Ramón Matamoros, al asumir la retórica revolucionaria, al conceder a sus aplicaciones y explicaciones sólo de vez en vez el beneficio de la duda, al ironizar en cuidadas dosis sobre el mundo de tareas del Partido, Movilizaciones y Lucha Antiimperialista en que habita el personaje, el narrador se adentra sin rubor en la dialéctica interior de su criatura, logra despojarlo de la aridez de un esquema y convertirlo en alguien creíble, por el que llegarnos a sentir una enorme piedad. Y posiblemente esa sea la mayor virtud de Familia de Patriotas: lograr que el fanatismo, la certeza indudable que ni pruebas necesita en su apoyo, el fervor de este elegido, capaz de clasificar a las personas de carne y hueso por estricto orden de tamaño político, alcance una dimensión humana que es, sin dudas, una dimensión trágica: la del hombre abandonado por su propia obra.

 

Si hay personajes unidimensionales (y, por fuerza, superficiales) como Eduardo; si lamentamos el dibujo leve esquemático, de Florita, cuya evolución desde la fe a la desilusión requeriría un tratamiento más detallado; si echamos de menos un planteo más extenso y rico de Tatiana, la nieta jinetera; no es menos cierto que el protagonista cumple sobradamente nuestras expectativas y el interés con que lo hemos seguido; salvo el final catastrófico, que no voy a develar, y que me resulta innecesario; o ciertas moralizaciones del último capítulo que son prescindibles.

 

Si a eso sumamos una oralidad cuidada, dosificada y sin estridencia, una dramaturgia que nos atrapa desde la primera palabra, y el verismo de quien se mete en la carne y la sangre de la palabra, podemos incorporar felizmente esta familia de patriotas en la familia de nuestra literatura, con el atisbo de que recibiremos de Mario Guillot nuevas alegrías de la palabra.

 

El arte de crecer, en: Encuentro de la Cultura Cubana; Buena Letra.n.º 12-13, primavera/verano, 1999, pp. 239-240. (Guillot, Mario: Familia de Patriotas. Exmo. Ayuntamiento de Valladolid, 1998).



Boleros en Valparaíso

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Aunque no soy un adicto a las novelas policíacas, confieso haber disfrutado con Marlowe más que con los rebuscados crímenes de Poirot y Agatha Christie. Si algo me ha conmovido en la novela negra norteamericana, es su verismo; la noción de estar presenciando la cara oculta de la vida, no menos real que la visible. Una vez aceptada como un dogma la inapelable honradez de ese detective a quien todos vapulean, puede uno transitar la dosificada entrega de información, el embrollo paulatino de la trama hasta el instante final, los whiskies y cigarrillos que van creando en el lector una creciente ansiedad. En sus novelas encontré una prosa ágil y eficaz, parlamentos escuetos y dialectales que reforzaron mi noción de ser un mero espectador de la vida. Y si me refiero a la novela negra, es porque el modelo y la intención de Roberto Ampuero en Boleros en La Habana son, obviamente, ésos.

 

La novela narra el encargo a un detective de origen cubano, residente en Valparaíso, de averiguar a quién pertenece el medio millón de dólares, supuestamente hallado en su equipaje por un cantante chileno de boleros, y que se ha refugiado en La Habana tras un (también supuesto) secuestro. De modo que la novela se mueve entre Valparaíso y La Habana, con incursiones a Miami y Montevideo.

 

Su autor, chileno que ha residido en Holanda, Cuba y Alemania, nos entrega su trama mediante una estructura eficaz y ágil que salta de persecución en persecución: los mafiosos que persiguen al cantante de boleros, el detective cubano que persigue a los mafiosos por encargo del bolerista, y el bolerista que persigue sus fines, al parecer su propia supervivencia, mientras no se demuestre lo contrario. Al final, como es clásico en sus modelos, algunos malos caen, pero no los peores, un telón de corruptela y silencio cierra la trama, y el detective termina más vapuleado que antes y sin un centavo.

 

Hay elementos en la trama francamente inverosímiles, algunos claves para aceptar tácitamente la historia: No resulta demasiado convincente que Rosales, el bolerista, contrate un detective de medio pelo en el otro extremo del mundo sólo como maniobra de distracción a sus perseguidores. Como resulta increíble que un hombre perseguido por la mafia ─y que, como sabremos mucho después, conoce perfectamente ese territorio─ se dedique a cantar en el cabaret Tropicana, por donde desfilan todos los extranjeros que acuden a La Habana. Publicarse en el Gramma habría sido menos extrovertido. Los extranjeros no suelen leerlo. Y que lo contrataran tan fácilmente, sin papeleos ni burocracia, es ya un exceso. Pero todo eso pudiera pasarse por altosi tuviéramos la voluntad de creer la historia y ella nos convenciera a cada paso.

 

Pero las dos grandes dificultades de esta novela son su verismo ambiental y su lenguaje.

 

El primero me hace recordar a Hemingway, quien escribía en inglés novelas de norteamericanos desplazados que movían sus propios conflictos en medio de un escenario exótico. No intentó asumir (suplantar) la identidad y los conflictos de los nativos, que le suministraron los secundarios y la escenografía. Ibsen le había enseñado que sólo se puede escribir de lo que se conoce, y por ello el viejo cubano de su mejor novela, y hasta la aguja que pescó, o lo pescó a él, pensaban en inglés.

 

Lo contrario se nota en la novela de Ampuero. Resulta abrumador el contraste entre la creíbles recreación de los altos barrios bajos de Valparaíso (ciudad natal del autor) ─el asalto de los cogoteros, por ejemplo─, y esa Habana donde los balseros plantan su improvisado astillero en el patio de la cuartería en plena Habana Vieja ─rigurosamente vigilada, según la novela─, se intercambian avíos de fuga al pie de la escalinata universitaria, el sitio menos recatado del mundo, por no hablar de sus referencias a "Huira" de Melena, los "babalúas", los "boquerones fritos" en lugar de manjúas; o donde el poeta, con una cuchilla apoyada en la yugular, tiene tiempo para reflexionar sobre la anunciada invasión norteamericana que nunca tendrá lugar.

 

A Ampuero no le basta colocar a "nuestro hombre en La Habana", limitarse a emplear la exótica escenografía, sino que necesita juzgar la situación, colocarse en los conflictos insulares y apostillar de vez en cuando por boca de sus personajes. Pero ahí es donde se traba el paraguas, para decirlo en el buen cubano que le falta al autor de estos Boleros. Mientras un parlamento como el del cogotero chileno cuando dice "(Puchas que anda bien cubierto el jil éste", nos otorga una noción de veracidad; la afirmación del poeta: "Vengo a menudo (...) Pero siempre gracias a extranjeros. A los cubanos nos está vedado entrar aquí, a menos que paguemos en dólares, empresa más difícil y riesgosa que conseguir doblones", digna de las traducciones de la Editorial Progreso, nos hace sospechar una impostura. Aunque sea cierto. Aún cuando aceptáramos que la expresión del poeta es mera joda culterana, ya va siendo más inexplicable la oralidad de una bailarina de Tropicana, jinetera en sus ratos libres: "Te vislumbro medio pasmado en lo físico y más bien escueto en materia de fantasía, cosa que atribuyo a que careces..”. etc.

 

Pero lo más lamentable es esta Habana llena de personajes maniqueos, que resuelven una jinetera, alquilan su casa a extranjeros o se prostituyen (y que, indefectiblemente quieren abandonar la Isla) o los que consideran muertos a quienes se fueron a Miami, llaman compañero incluso al turista, o pertenecen a la Seguridad o las Milicias, y son implacables guardias rojos. Si de algo nunca se enterará el lector de esta novela es de que La Habana está poblada de mulatos ideológicos, azuzados por la picaresca de la supervivencia, y son más bien escasos los blancos y los negros. Su conducta es más sutil que la de esa jinetera actuando contra reembolso. Ellas han patentado el método tangencial cuando lo que desean es que las saquen de Cuba. Estas breves páginas no alcanzarían para explicarlo. O que ningún funcionario de la Seguridad le soltará literalmente a un empresario paraguayo que puede lavar tranquilamente sus dólares en la Isla, aunque de hecho se haga. Si algo resta verismo a esta Habana no son detalles geográficos o términos inapropiados, sino la rara unidireccionalidad de sus pobladores, indefectiblemente sandungueros (calificativo a mansalva), su conducta maniquea y la simplicidad de sus métodos de supervivencia.

 

Aunque existen notables (y muy nobles) excepciones, la mayor parte de las novelas policíacas funcionan (o no) estructuralmente, dosificando la trama y concediendo al lector la intriga por entregas. Lo común es que el lenguaje sea un mero instrumento de comunicación, operativo en la medida que cumple su propósito. Pero esta operatividad pasa, ineludiblemente, por convertir el lenguaje en un transmisor tan fiable como una línea de fibra óptica, la huella dactilar de sus propietarios. Cosa que ya sabía Hemingway hace medio siglo.

 

Boleros en el paraíso, en: Encuentro de la Cultura Cubana; Buena Letra. n.º 11, invierno, 1998/1999, pp. 183-185. (Ampuero, Roberto: Boleros en La Habana. Ed. Planeta. Barcelona, 1997.)



Naturaleza viva con abejas muertas

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En la contraportada de la novela Naturaleza muerta con abejas, de Atilio Caballero, se lee:

 

“(...) es la historia de un impulso vital de liberación personal, de escapar de una sociedad cerrada (...) la descripción y el análisis de las concecuencias que el poder absoluto tiene sobre el individuo, de las utopías utilizadas como valor supremo frente a otros aspectos de la vida (...) un simple ser humano en lucha permanente por recuperar su identidad. Naturaleza muerta con abejas es una novela que dará mucho que hablar”.

 

Y si confío, con los autores de la solapa, que esta novela dé mucho de qué hablar, cabría añadir que, en primera instancia, es una novela que da mucho qué pensar.

 

Como es ya norma en la narrativa de Atilio, el hilo argumental es apenas una excusa: las aventuras (mayoritariamente introspectivas) de un joven confinado en el “Convento” ─por la palabra “guardia” que le espeta su hermano, lo suponemos una unidad donde pasa su servicio militar, pero bien podría ser una escuela, una beca: tan parecidos en su rígida estratificación diaria, en su estricta planificación de las conductas externas que pretende como fin último la planificación neuronal de todos los elementos─. Sus escapadas del hermético círculo conventual, cercado de muros y jerarquías, hacia el otro círculo, la ciudad, de muros difusos. Espectador y partícipe casual de los tumultos y represalias que acompañaron en 1980 al éxodo por el Mariel, el joven roza el tránsito hacia la otredad: la salida hacia el vasto círculo del mundo. Pero a lo largo de toda la novela, su éxodo ocurre en sentido opuesto: es una éxodo hacia sí mismo.

 

Aunque el personaje represente, al mismo tiempo, esa voracidad de horizontes, esa vocación apátrida (en su sentido universal) que ya Lezama achacara a la insularidad. Si el ciudadano continental cree con frecuencia haber contraído el mundo por vía genética, el insular se siente compulsado a conquistar y digerir ese mundo, a tender los puentes que le permitan enlazar culturas y órdenes de pensamiento, para lograr, en un efecto de contrapunteo, esclarecer las coordenadas de su propia circunstancia. Arquetípico en su construcción, este personaje que hilvana filosofías para explicar(se) el mundo inmediato, asedia el bostezo de un hipopótamo, o responde a las acusaciones del stablishment mediante un alegato sobre el sentido de la creación y la “utilidad” de la poesía, ese joven recluta que por momentos compone una retórica punto menos que imposible, es, al mismo tiempo, el que ríe con La Comedia Silente (tan parecida a la cotidianía), el que se acoge al placer gregario de la amistad y descubre con pavor que la complicidad y el miedo pueden ser siameses. Un personaje, en suma, que se nos convierte en persona casi sin darnos cuenta. Que nos conmueve a su pesar, como si quisiera mantener siempre a distancia los intrusos ojos del lector.

 

Y ese juego de acercamientos y alejamientos alternos es seguido, en cuidadas dosis, por el punto de vista, que se mueve desde un narrador semiomnisciente en tercera persona, hasta la franca primera persona, pasando en ocasiones por el estilo indirecto libre, ese modo de estar dentro y fuera al mismo tiempo. Como tampoco es gratuito que sea un capítulo en minúsculas el VIII: es la rapidez, el juego, las mutaciones, los disfraces que derriban categorías, la farsa igualizadora del travestismo carnavalesco.

 

No es un “ser humano en lucha permanente por recuperar su identidad”,es un ser humano suya identidad se va conformando al margen, sesgadamente, respecto a la identidad colectiva que postula el criador de abejas en el capítulo IX (Prólogo), donde se hace más explícita la naturaleza tránsfuga del personaje respecto a la fe oficial, al papel de cada individuo en (y supeditado a) la colmena, los mecanismos de opresión y supresión del individuo, presuntamente al servicio de la colmena. En realidad, al servicio del criador de abejas, que es quien dicta las normas, vigila el obediente curso de los acontecimientos, y determina en última instancia dónde y cómo colocar los cristales que confinarán a las obreras tras una frontera invisible.

 

Pero, en este caso, “escapar de una sociedad cerrada”tiene una connotación más amplia: el personaje reivindica su libertad a la diferencia, su derecho a la individualidad. Es la abeja que ha descubierto la parte superior de la colmena, donde no hay barreras de vidrio. Y echa a volar, aunque el criador sospeche de inmediato que se pasará a la colmena enemiga. El personaje ya ha detectado “la similitud que existe entre este elemento [el oleaje] y su nuevo régimen disciplinario: ambos comienzan donde termina la razón”; dado que el poder aplica a los súbditos técnicas de apicultor. Para su mal, los humanos somos con frecuencia coleópteros más complicados. Atilio Caballero, en esta novela de intensa lectura, lo demuestra.

 

Naturaleza viva con abejas muertas, en: Encuentro de la Cultura Cubana; Buena Letra. n.º 8/9, primavera/verano, 1998, pp. 238-240. (Caballero, Atilio: Naturaleza muerta con abejas. Olalla Ediciones. Madrid, 1997. 210 pp.)



Cuba para neófitos

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Los juicios sobre Cuba cumplen con asiduidad el axioma de que “no llegan, o se pasan”. Si una izquierda nostálgica persiste en culpar exclusivamente al embargo norteamericano de que la Ínsula no sea una sucursal del paraíso, la derecha más tuerta incurre en la intrínseca maldad de Fidel Castro. Una de las virtudes de este libro, Cuba, la hora de la verdad, del ecuatoriano Eduardo Durán-Cousin, es eludir ambos extremos.

 

No podría decirse que aporte algo a la ya vasta bibliografía de tema cubano. Pero el prólogo de Simón Espinosa bien podría iluminar con más eficacia un par de ideas sobre las que pivotea el texto, si no ocupara tanto espacio en comparar las realidades cubana y ecuatoriana con más persistencia que suerte.

 

“La dictadura del carisma”, título de la primera parte, constituye la médula del libro. En ella se repasa de modo ágil la historia de la revolución cubana, enfatizando los aspectos económicos que, como de costumbre, condicionan los otros. Uno de los elementos que puntualiza Durán-Cousin es la diferencia entre el castrismoy la profunda reformulación del marxismo original que se puso en práctica en la Europa Oriental bajo la etiqueta de marxismo-leninismo. De ello extrae una conclusión que merece la pena citar: “el castrismo se estructuró en torno a una personalidad dominante cuya autoridad se deriva de un acto de rebeldía y cuyo poder se ha mantenido por la permanente movilización de la población en torno a sus ideas (...) el elemento fundamental del castrismo es Castro mismo”. Con lo que diferencia la autocracia cubana de la inmensa mayoría de las dictaduras al uso padecidas por Latinoamérica; y obliga al lector a un análisis particular y no genérico. Subraya una realidad ya sancionada por los más perspicaces observadores —ningún descubrimiento sorprende en este libro a los conocedores de la realidad cubana—, pero que con frecuencia se soslaya, bien sea por puro maniqueísmo o por la beligerancia explícita de los autores.

 

No obstante sus aciertos en la clara exposición del tema, cierto afán pedagógico, o las limitaciones de un material de campo recogido en sólo dos visitas a la Isla, le conducen a simplificaciones rayanas en el error —a veces recuerda aquella Cuba para principiantes, de Rius, pero sin su sentido del humor—, amén de errores en la apreciación de las funciones de los CDR, o en la relación entre Proceso de Rectificación y Perestroika, cuyo andamiaje de vasos comunicantes es mucho más sutil y complejo. No obstante, expone de una manera coherente el verdadero peso del embargo norteamericano en la crisis cubana y, por otro lado, el desastroso resultado de la nueva era de voluntarismo económico que se inicia a mediados de los 80; sin valorar, en cambio, el nivel de ineficiencia que se produjo durante la “era dorada”, entre el 75 y el 85, quizás porque el manto de subvenciones y ayudas, así como el secretismo de las informaciones oficiales, permitieron enmascarar la realidad, esta vez con una notable eficiencia.

 

En la segunda parte, “Y llegó la hora de la verdad...”, Durán-Cousin intenta una visión de la circunstancia actual, empezando por una correcta valoración del carácter de la ayuda prestada durante 30 años por la URSS, que unos llaman subvención y otros “modelo de relación comercial entre países desarrollados (?) y subdesarrollados”. Pero al explicar el desplome del nivel y las expectativas de vida de los cubanos con el advenimiento del Período Especial, en comparación con los 80, llega a exageraciones inadmisibles: “sus 11 millones de habitantes, acostumbrados a un standard de vidaenvidiable en el mundo entero..”. Refiriéndose a índices alimentarios y de consumo más aparentes que reales. Si la realidad se hubiera comportado como afirma Durán-Cousin, las visitas familiares desde Estados Unidos, que se produjeron a fines de los 70, no habrían reportado un devastador efecto ideológico sobre la doctrina oficial, que estalló al abrirse en Mariel la válvula de escape en 1980. Por el contrario, se hablaría hoy de los cayohuesitos, que huyeron en masa de Estados Unidos hacia la Isla, paraíso de la abundancia.

 

La valoración de la crisis actual es una zona del texto que el lector deberá leer con atención si desea adquirir aunque sea una noción aproximada de su magnitud. La descripción de lo cotidiano es pálida, aunque podría decirse (en descargo del autor) que para transmitir una imagen verídica de su dramatismo, necesitaría algo más que dos visitas a Cuba y mucho más espacio que las 63 páginas de este libro. No obstante, las cifras son suficientemente explícitas como para que el lector atento supla lo anterior: el desplome de las calorías percápita a niveles de desnutrición, la reducción del producto social global en un 65% entre 1989 y 1993, la escasa rentabilidad efectiva del turismo, o los 50 años de crecimiento continuo a un 6% que serían necesarios para que la economía regresara a 1989 (ni H. G. Wells habría imaginado una máquina del tiempo semejante).

 

A pesar de la adecuada valoración que hace el autor del derribo de las avionetas y su corolario, la aprobación de la Ley Helms- Burton, como reafirmación de ambas “líneas duras”, en Miami y La Habana, y contra los intereses de supervivencia del pueblo cubano; aún cree posible que:

 

“... en una apertura pronta —y quizás todavía no resulte demasiado tarde— la sociedad cubana podría elevarse rápidamente a una vigorosa posición de desarrollo, la que si se conservan algunos rasgos del colectivismo del régimen, como el sentido de solidaridad social de la población y se transforma la propiedad estatal en cooperativa, bien podría aportar un nuevo modelo de organización social para los países de América Latina.

 

“... una democracia socialista, que conjugue en Cuba el régimen de libertades de las sociedades de occidente con una economía cooperativa”.

 

Envidio su optimismo y quisiera compartirlo. Lamentablemente, el propio Fidel Castro, citado en el libro, se encarga de contradecirlo:

 

“¿Cuándo llegará el día en que desaparecerá el racionamiento? A mí me parece que ese día está tan lejano, que quizás sólo los nietos o bisnietos de algunos de ustedes lo verán”.

 

Consecuencia evidente de su noción de inmovilidad en las reglas del juego. Pero nietos y bisnietos no deben aterrarse desde ahora en sus espermatozoides y óvulos por venir. La política es el arte de lo inmediato y los decretos se firman en los palacios presidenciales, no en los mausoleos.

 

 

Cuba para neófitos, en: Encuentro de la Cultura Cubana; Buena Letra. n.º 4/5, primavera/verano, 1997, pp. 247-249. (Eduardo Durán-Cousin; Cuba, la hora de la verdad; Ecuador, 1996, 64 pp.)



Contracanto

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Al abrir Contracanto, último poemario del nada novel poeta jiennense Manuel Lombardo Duro, no pude sospechar que lo leería en dos horas, con el fervor que suscitan las mejores novelas. Ajeno a los oropeles y artilugios verbales con que suele "adornarse" la ¿poesía? obligada a nacer con fórceps o cesárea, Contracanto apela a la transparencia y la lucidez del idioma. La textura de la palabra gana su máxima intensidad, como las mujeres hermosas, al desnudarla de afeites. Quizás porque “la palabra no limita/ con la luz ni con la música,/ sino con la oscuridad/ y con el silencio”. Pero sobre todo, porque Manuel Lombardo ha conseguido, mediante el ejercicio de la mesura, extraer a cada palabra clave su significado secreto. Obra de arquitectura, sin dudas, porque la palabra es, como el hombre, un ente gregario que sólo adquiere su valor en la sociedad de las palabras. Manuel Lombardo nos habla “desde las raíces del silencio, algo que se pueda susurrar/ al oído de un árbol,/ de una piedra,/ de un río,/ de un niño agonizante,/ de un borracho/ o de un loco”; y tiene sus razones, porque como afirma con la sabiduría inasible de los buenos poetas: “Todo se pudre/ cuando se quiere convertir/ la inmensidad de cualquier sueño/ en algo razonable. Y para demostrarlo, se ocupa "de otra cosa": de lo que no es ni ha sido,/ de lo que no existe todavía,/ ni tal vez nunca tendrá lugar”.

 

Creo en ese orden de la verdad ajeno a la dialéctica y el análisis causal, en ese orden de la verdad premonitoria que se dirige a las coordenadas no cartesianas del alma humana: la verdad poética. Y creo en esa verdad cuando se instala, sin apelaciones, en algún reducto de nuestros sueños del que jamás podremos desalojarla. Pero para ello el poeta deberá asumir sus riesgos. Y Manuel Lombardo los asume en Contracanto, un libro donde “Todo poema/ es mi muerte por escrito,/ o nada”.

 

Contracanto; en: Diario de Jaén, Jaén, España, 24 de abril, 1997, p. 38.