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Libros

Fábula de un hombre fiel

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You taught me language

And my profit on’t

Is, I know how to curse.

William Shakespeare (Calibán a Próspero en La tempestad)

Las autocracias, especialmente las que dimanan de las revoluciones, establecen el grosor exacto de lo aceptable y, una vez ajustada la maquinaria del poder, hacen pasar a la sociedad entre sus cuchillas. El resultado: cómplices, fieles y obedientes. Cualquier otro producto es un error fabril que debe ser reciclado o, en el peor de los casos, desechado.

El epistolario de Tomás Gutiérrez Alea es la fábula de un hombre que quiso soñar en imágenes y que invirtió en ello sus certezas y, sobre todo, sus dudas. Es una historia de amor. Y son, también, las aventuras y desventuras de un hombre fiel que, como Calibán, aprendió a maldecir.

Es imposible deslindar con exactitud la trayectoria del creador, sus dudas, inconformidades, certezas y errores —vale la pena leer todas sus dudas sobre el arte en la Revolución, escritas en 1971—, del homo histórico, imbuido desde muy joven de las ideas de redención social, y fiel a ellas durante toda su vida, a pesar de los errores, vilezas y crímenes cometidos en su nombre. Quizás Titón no llegara a conocer/aceptar los crímenes, pero sí maldijo empecinadamente (con todas sus consecuencias) los errores y vilezas, sin abandonar una fe por momentos más parecida a una religión que a una ideología.

Quienes deseen conocer mejor los mecanismos creativos del artista encontrarán aquí las cartas de su período en Roma, el entusiasmo, el descubrimiento, el aprendizaje. Su deslumbramiento con el neorrealismo italiano, un cine valioso y barato; cine del Tercer Mundo europeo cuyos mecanismos de creación podían ser extrapolados al resto del Tercer Mundo. Aquí están sus dudas y peripecias durante la filmación de la batalla de Santa Clara, que se incluye en Historias de la Revolución, una película que catalogó apenas como un ensayo, pero donde insertó por primera vez, por razones de presupuesto, fragmentos documentales en la ficción, algo que se convertiría en un procedimiento recurrente en su filmografía. Aparece su sensación de ser ajeno a esa película, y su total extrañamiento respecto a Cumbite. Detalla el proyecto de filmar El arpa y la sombra, y cómo, al cabo de una vida, Memorias del subdesarrollo y La última cena son los filmes donde encontró un justo equilibrio entre lo que quería decir y el modo de hacerlo; en consonancia con su propuesta de un cine subversivo desde el poder, visualmente interesante. Un cine que, al menos en los casos de Memorias…, La última cena y Los sobrevivientes, consiguió el nivel de ambigüedad suficiente para suscitar, en sucesivas generaciones de espectadores, renovadas lecturas.

En estas cartas está también su propuesta de implementar (además del cine como arte) un “cine marginal” que sea herramienta de indagación de la realidad. Y fomentar un clima propicio para la aparición de una filmografía de calidad que fuera no sólo un “arma de la Revolución”, sino, sobre todo, arte. Y sus métodos de trabajo, como cuando, en carta a Leo Brouwer le propone, partiendo de sus conocimientos musicales, hacer en paralelo Los sobrevivientes y la música de la película.

Asistimos a su angustiosa necesidad de mantenerse al día en un país tapiado, de ahí sus incesantes peticiones de libros y revistas culturales a editores y amigos. Quiso abrir ventanas en todas direcciones: invitó a trabajar en Cuba a escritores como Carlos Fuentes y Juan Goytisolo, a directores como Carlos Saura, a quien dispensa una admiración no acrítica, aunque siempre transitada por la amistad. Se proponía acercar el mundo a la Isla, y ponerlo en contacto con la Revolución, con la certeza de que ello atraería amigos, levantaría puentes, derogaría los muros edificados por “el enemigo”. En los últimos años de su vida, ya Titón había descubierto que el muro era una coproducción, y que los albañiles de adentro renovaban de inmediato cualquier grieta que anunciara derrumbe.

Próximo al Partido Socialista Popular desde 1948, participó en la lucha clandestina en los 50, y su adhesión a la Revolución fue total desde el primer momento. Una carta a Saulius, el hijo de su esposa Mirtha Ibarra, en 1991, cuenta una versión casi oficial de la historia de Cuba y añade que “los jóvenes, entonces, nos sentíamos poderosos e invencibles y, además, sabíamos que teníamos la razón. Y eso era cierto en aquellos primeros años”. En 1964 afirmó: “Se estaba con la Revolución por razones emotivas principalmente. A partir de entonces, se mantiene uno con la Revolución cada vez más por motivos racionales”. Y habla de errores, de los sinsabores y el sufrimiento cotidiano, y de que el sentido de la vida es vivirla. Y la vida es, para él, una experiencia indisociable de la Revolución, ese “gran acto de justicia” en cuyo nombre tiene que convivir “con pequeñas injusticias cotidianas”. En 1969 escribió: “Este es un lugar maravilloso y terrible al mismo tiempo (…) la vida cotidiana se hace molesta y fea (…) puede llevarte a situaciones amargas”. Y él no quiere conformarse con esas injusticias (a veces no tan pequeñas, aclara), pero, al mismo tiempo, no quiere hacer nada que perjudique a la Revolución. Ese es el terrible dilema de muchos hombres honestos de su generación, desgarrados entre su sentido de la justicia y su juramento de lealtad a la Revolución, aunque de ésta fuera quedando, con el tiempo, apenas la cáscara retórica.

De ahí que en carta escrita a Néstor Almendros en 1966 no lo acuse de traidor, sino que lo felicita por abrirse paso en el cine francés; le promete el envío de la revista Cine Cubano y le cuenta que a su paso por París evitó encontrarse con él para que una discusión política no dejara “maltrecho el afecto”. Y es el mismo Titón que en 1987 dice a Edmundo Desnoes que Conducta impropia es un filme deshonesto y mediocre, obviando la terrible realidad que revela.

Pero su adhesión nunca fue acrítica. Por estas páginas no sólo discurren los grandes acontecimientos históricos: el juicio de Marcos Rodríguez, los debates culturales, como el de Alfredo Guevara con Blas Roca y el de Titón con Julio García Espinosa en 1965; también sus discrepancias sobre la política cultural, especialmente la del ICAIC. El 3 de junio del 61, Alea renunció como consejero del ICAIC, y en esa carta hace constar su desacuerdo sobre cómo se manejó el caso de PM, sin que él participase en un comunicado oficial de la directiva, aun cuando formaba parte de la comisión que evaluó la película. Su memorando del 25 de mayo de 1961 a Alfredo Guevara, “Asuntos generales del Instituto”, toca prácticamente todas las llagas que asolarían durante medio siglo la cultura y la vida cubana: la ultracentralización de la toma de decisiones, que termina creando un cuello de botella que entorpece el trabajo; el escamoteo y la ocultación de información para evitar que los creadores “se contaminen” de algún virus capitalista; la cúpula autodesignada para decidir quién puede leer o ver esto o aquello sin mancharse; el monopolio estético, pues todas las obras deberán pasar por el filtro del gusto de una sola persona; la tendencia a pensar por los demás e imponer ideas; la minimización de los márgenes de libertad y la falta de confianza en las personas, con su corolario: la supervisión excesiva que ralentiza y castra el trabajo, mata la pasión artística y crea un clima opresivo.

Por eso no es raro que Memorias del subdesarrollo saliera adelante gracias a la intervención personal de Osvaldo Dorticós, entonces presidente de la República; que su película El encuentro fuera paralizada; que entrara en conflicto con el censor Mario Rodríguez Alemán; que algunas de sus películas fueran engavetadas y otras fueran llevadas a pasear por diferentes festivales internacionales de la mano de funcionarios y burócratas, sin comunicarlo siquiera a su director, o que prosperara, con la anuencia de Guevara, el caso de suplantación realizado por Santiago Álvarez al apropiarse del crédito de realización de Muerte al Invasor, dirigido y editado por Titón. En carta de 1977 a Alfredo Guevara, Titón reconoce que las relaciones entre ambos han dejado de existir hace tiempo, a pesar de lo cual le escribe para aclarar cosas en aras del trabajo. Desgrana, entonces, un rosario de miserias y ostracismo a los que ha sido sometido, sus cinco años completos sin viajar, ni siquiera para llevar sus películas, e incluso la posibilidad de irse del ICAIC y no hacer más cine. Es comprensible entonces que Alfredo Guevara ejerciera todas las presiones posibles para que la Fundación Autor no publicara este libro.

A pesar de todo, Titón escribió que “Hemos tropezado repetidas veces con la misma piedra (…) el camino que queda por delante es mucho más largo que como lo soñamos (…) hemos llegado hasta aquí con una rara dignidad. Y una profunda sensación de que estamos vivos”. Ya en los 90, Titón comprendía que aquello que seguíamos llamando Revolución por pura costumbre no era el ecosistema propicio para el talento honrado, pero sí la coartada perfecta para el oportunismo y la ambición. Aun así, una certeza que ya había escrito en 1969 no lo abandonó nunca: “aquí es posible encontrar la fuerza para vivir, luchar, descubrir un sentido a la vida, ser… ¿feliz?”.

Fábula de un hombre fiel, en: Encuentro de la Cultura Cubana; Buena letra, n.° 47, invierno, 2007/2008, pp. 169-170. (Gutiérrez Alea, Tomás; Volver sobre mis pasos. Una selección epistolar de Mirtha Ibarra; Ediciones y Publicaciones Autor SRL, Madrid, 2007, 514 pp. ISBN: 978-84-8048-737-5).



De Leo Martín a Sam Spade

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Con la novela negra Que en vez de infierno encuentres gloria, Lorenzo Lunar (Santa Clara, 1958) obtuvo los premios Brigada 21, a la mejor novela en español, y Novelpol. Premios concedidos por los lectores, posiblemente los mejores jurados a que pueda aspirar un escritor del género. Leyendo sus 124 páginas, que se deslizan a toda velocidad hacia el final, comprendí esos veredictos de calidad. La obra consigue no sólo atrapar al lector con una intriga creíble, sino que dosifica con máxima efectividad la información, entrega las raciones justas para no morir de sed, lo suficiente para empujarte hacia la contraportada. Pero eso es sólo (como si fuera poco) buena técnica, carpintería del oficio. Lo más importante es que en las primeras diez páginas se ha construido un universo particular: el barrio: cerrado, con leyes propias y, sobre todo, vivo. Un universo real, literariamente real, donde empieza a alojarse desde ese instante la voracidad del lector, ajeno a cualquier extrañamiento brechtiano, porque allí los hechos no se representan, no se componen ni se escriben; suceden.

 

Dos años después, el autor obtendría otro premio, concedido esta vez por un jurado profesional que no juzgaba novelas negras o verdes, sino literatura. Polvo en el viento consiguió en Puerto Rico el Premio de Novela Plaza Mayor. En ella, el barrio se expande a la ciudad, que no funciona como un espacio cerrado, sino como un espejo del país, del tiempo angustioso, de la desesperanza, esta sí, cerrada, donde son prisioneros todos los personajes por igual: policías y bandidos, funcionarios y drogadictos, creyentes y ateos en una religión laica por decreto.

 

“Vivir en este barrio le ronca los cojones” es la oración inicial de Que en vez de infierno encuentres gloria. Y Polvo en el viento bien podría comenzar con la sentencia: “Vivir en este tiempo le ronca los cojones”.

 

En la primera, el hilo conductor es el asesinato de Cundo, un viejo amigo del policía Leo Martín. Desde el instante en que el cadáver aparece molido a golpes en su cuartucho, y César, el jefe de sector, encarga el caso a Leo, nacido y criado en el barrio, los acontecimientos se precipitan, más que en el tiempo, a través de los sinuosos pasadizos del barrio, verdadero protagonista de la obra, con su elenco de personajes: Tania, la prostituta, aquella niña que fue para el policía como una hermana menor, Blanquita, El Moro, El Puchy, Pepe el Vaca, Pechoemulo, Chago el Buey, El Rey del Brillo. Personajes de vidas rotas, machacadas por la miseria, extraviadas en un mundo donde el relativismo moral no es perversión sino garantía de supervivencia. Una corte de los milagros donde cualquier destello de esperanza, cualquier aspiración, fue aplastada sin piedad hace mucho. Y todos ellos componen el rostro poliédrico del barrio, un monstruo de cien cabezas cuya anatomía conoció perfectamente, alguna vez, Leo Martín, quien todavía cree conocer todo lo que se trama en la dramática geografía de la supervivencia. Pero desde que usa uniforme, hay muchos secretos que púdicamente el barrio le oculta y otros que él ha desaprendido, como el expatriado que comienza a olvidar los matices de su lengua materna. Por eso, la voz del barrio le susurra: “Aquí pasan muchas cosas, cosas que las sabe todo el mundo menos tú, son las mismas que han pasado siempre desde antes que te metieras en la policía”. De ahí que el lector se sienta voyeur, mirahuecos, fisgón, a medida que el policía va abriendo las puertas del barrio, ventilando intimidades.

 

En Polvo en el viento, en cambio, parece que César (¿el mismo César ansioso de culpables, lo sean o no, de la novela anterior?) no conoce verdaderamente a nadie. Parece que no los ha conocido nunca. No asistimos a un microuniverso, sino al espacio despoblado, ajeno, de la ciudad donde se mueven los personajes a través de diferentes estratos superpuestos. Los protagonistas, Yuri y Yenia —eslavonimia resultante de unos padres amamantados con los manuales de Marxismo-Leninismo—, son hermanos jimaguas que habitan una suerte de universo paralelo donde el sexo (hetero, homo, bi, múltiple, incestuoso), el arte, las drogas, la música, no cumplen una función orgiástica. Son rituales funerarios, preámbulos de una muerte buscada como única alternativa a una realidad más que miserable, repulsiva. Es una suerte de última cena donde los comensales —con Susy, El Flaco, El Ripiao, a los que se añade Bianka Roxana, leit motiv de la novela— engullen desaforadamente de todos los platos con la certeza de que nunca concluirán la digestión.

 

En otro estrato, encontramos a César, un policía de nuevo tipo en la literatura cubana, y a Mirtha Sardiñas, la madre de los Y, una Margaret Thatcher de provincias que se casó con el compañero director Arsenio Padrón y cuyo egoísmo ha pulverizado la familia. Si Mirtha Sardiñas es todo cálculo, sus hijos son el reverso: intentan quebrar todo límite, toda frontera, con la osadía libertaria del pichón que se echa a volar desde el acantilado cuando aún no ha plumado.

 

Un tercer estrato es el mundo feroz de la cárcel, una jungla cuyas leyes empiezan a parecerse sospechosamente al universo convencional donde habitan César y Mirtha. Por eso no es raro que, a través del sexo, se anuden César, el policía, con Mirtha, la funcionaria, con su hijo Yuri, el evadido, con El Caballo, prisionero que trabaja de soplón para César a cambio de protección y sexo. Si el sexo es el último reducto de libertad individual en la Isla, en esta isla de Lunar es siempre dominio o amenaza, instrumento, moneda, compra, venta, huida o muerte.

 

El cuarto estrato está poblado de extras que deambulan como testigos del naufragio, que se arrastran por el proscenio para dar fe a su tiempo del derrumbe.

 

Leo Martín, jefe del sector de la policía en su barrio, no sabe por qué se metió a policía, y concluye que sería “porque eso estaba escrito” o porque le “gustaba dar patadas y clavar sukis en los estómagos y ahora sigo por inercia”. No obstante, busca la verdad, no un culpable.

 

Mientras, el teniente César “maldice la hora en que se metió en la policía”, y concluyó muy pronto que “era mejor no meterse con los malos. No atravesarse en el camino de los delincuentes”, “hacerse de la vista gorda y recibir (…) aquellos obsequios que no eran para nada chantaje, sino pura cortesía de sus buenos vecinos”. Aprendió a templarse a la mujer de Felipe a cambio de que su marido continuara traficando café, permitir el trapicheo de carne alojada entre las espléndidas tetas de Aga, que él tan bien conoce. Y, ahora, como jefe del Departamento de Criminalística, cumpliendo de alguna manera su vocación para ser jefe de algo, de lo que sea (aunque “le tocaba serlo en el momento en que nadie quería ser jefe de nada”), no buscaba la verdad, sino culpables. Y para eso estaba dispuesto a encerrar a Yuri con El Caballo —hasta donde alcanzo, no tiene relación con el otro Caballo—, asesino, bugarrón y chivato, para que “lo ablande” a fuerza de violaciones y se lo entregue listo para la confesión, para que el teniente se anote otro caso resuelto en su expediente. Como dice su coronel, “antes que llore mi mamá, que llore la de otro”. Summa filosófica.

 

Si en Que en vez de infierno… una muerte real convocaba al policía a desbrozar un mundo que conoce; en Polvo en el viento, la presunta muerte de un símbolo, de una alegoría (en consonancia con toda la muerte simbólica que atraviesa la novela) empuja a otro policía completamente distinto a forzar una realidad que le resulta ajena, que es incapaz de comprender, para acompasarla a sus necesidades.

 

Si la primera es una historia simple, convincente y fragmentada con inteligencia para construir la trama, donde, al final, gana el delincuente (“a veces es mejor que olvides que sabes cosas”, le dicen al policía cuando pierde); en la segunda, una novela de trama más compleja, donde hay un juego evanescente entre lo inmediato y lo simbólico, todos pierden. Como si César hubiera echado a andar una maquinaria de destrucción que va macerando a quienes encuentra a su paso, incluso a su creador, condenado a la distancia, ese sucedáneo de la muerte. Máquina incapaz de destruir el símbolo, de borrar esa presencia inquietante que desencadena toda la acción. Nada más puedo decir sin estropearle la intriga a los lectores.

 

La extrema concisión narrativa de Que en vez de infierno… da paso a una narración más pausada (no menos tensa) que ilumina los sectores más oscuros de la sociedad y se permite otros matices y circunloquios en Dust in the Wind.

 

Lorenzo Lunar, quien ya ha publicado El último aliento (1995), Échame a mí la culpa (1999) y Cuesta abajo (2002), ha declarado que la literatura no puede ser un discurso político y que busca el término medio. Si arrojarnos a una realidad brutal, sin afeites ni evasiones, es “el término medio”, lo ha conseguido. Reconoce la deuda con la novela negra norteamericana, y lo evidencia en cómo Leo Martín, un policía con bastante decencia por uniforme, da paso a César, un Sam Spade brutal, inelegante y sin escrúpulos, y cómo las tinieblas del barrio inicial anochecen completamente en una ciudad donde todos son víctimas y victimarios. Las cloacas de sus vidas desembocan, indefectiblemente, en el colector de la muerte. Ignoramos si serán recicladas hacia alguna materia patriótica.

 

Dos nuevas entregas de la saga Leo Martín acaban de aparecer: La vida es un tango (2006) y Usted es la culpable (2007), pero eso será asunto de otro contar. Como su anunciada Cocina criminal cubana.

 

Que en vez de infierno… es una novela tragicómica, ha declarado el autor, porque en Cuba “vivimos un humor negro tristón” (El País, 11 de julio, 2004). Y aclara: “cómica para los que la ven desde afuera y trágica para los que estamos dentro”. La realidad cubana viene con una exultante banda sonora, es cierto, pero es trágica desde todos los afueras y los adentros, excepto desde el ángulo recto de una consigna. Aunque… hay por ahí cada sentido del humor que debería constar en el Código Penal.

 

De Leo Martín a Sam Spade, en: Encuentro de la Cultura Cubana; Buena letra, n.° 45/46, verano/otoño, 2007, pp. 295-297. (Lunar, Lorenzo; Que en vez de infierno encuentres gloria; Zoela Ediciones, Granada, 2003, 124 pp. ISBN: 84-95756-04-8 / Lunar, Lorenzo; Polvo en el viento; Editorial Plaza Mayor, San Juan, Puerto Rico, 2005, 192 pp. ISBN: 1-56328-292-5).



El engañoso reflejo de las cosas

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¿Cuántas posibilidades de elección tuvo Dios al construir el universo?, se preguntaba Albert Einstein, y ¿cuántas posibilidades de construir su universo tiene un escritor? Si consideramos el puñado de temas a los que se puede reducir toda literatura, y el surtido de herramientas narrativas disponibles, nada desdeñable después del tránsito por las vanguardias, pero tampoco ilimitado, las posibilidades resultan mucho menores que las de Dios, quien tenía en su mano inventar, incluso, la Teoría de Probabilidades. Pero si introducimos en la ecuación la reserva de circunstancias y a ello añadimos las percepciones posibles de un mismo texto, entonces el escritor se acerca a las posibilidades de Dios.

 

Es arriesgada la búsqueda del espacio común donde pueden tocarse dos autores, dos modos de reformular la realidad, dos libros, esos hechos tan singulares. Y, efectivamente, si algo aflora de inmediato son las disensiones. Partiendo incluso de sus propias obras precedentes y de las expectativas que convocan, cabe esperar más diferencias que aproximaciones de perspectiva entre Fábulas sin (contra) sentido, de Jorge Domingo Cuadriello, y Todo por un dólar, de Eduardo del Llano. Dos libros breves, brevísimos, compactos, cuyas piezas se precipitan en ambos casos hacia el final, con aquella urgencia por quitarnos de encima una alimaña de la que hablaba Cortázar.

 

Eduardo del Llano (Moscú, 1962) es narrador, guionista y profesor de Escritura de guiones. Su calidad de humorista data de los que ya parecen prehistóricos tiempos de Nos y Otros. Ha publicado los volúmenes de cuento El beso y el plan (1997), Cabeza de ratón (1998) y Los viajes de Nicanor (2000), entre otros, y reside en La Habana. Las historias que componen este libro —“Sweat Dreams”, “Senectud rebelde”, “Regina”, “Nicanor y los peces”, “La fruta prohibida”, “El subversivo”, “lovestorio” y “Monte Rouge”— remiten al universo donde despierta un día Gregorio Samsa: subtitulado de sueños; viejos atrincherados, la revolución en un asilo; el estatus de estandarte vitalicio que puede adquirir un culo; la relación entre los sucesivos alumbramientos de una guppy y el advenimiento de un segundo Mesías; manzanas antigravitatorias; un extraño subversivo que hace de madrugada pintadas a favor, no en contra; el amor entre el más que centenario y la muchacha o la resurrección de la virilidad a los 110, y de cómo unos respetuosos policías solicitan la ayuda del vigilado para colocarle los micrófonos. Todas en clave de humor y transitadas por una fina ironía. Historias veloces, cinematográficas (de hecho, el corto de ficción Monte Rouge ya ha provocado un notable revuelo), donde las escuetas descripciones aparecen como acotaciones a los diálogos, sobre los que descansa la trama. Un lenguaje sin sobresaltos, preciso, imprescindible, va empujando al lector hacia el final. Los escasos meandros juegan con los equívocos, estallan en algún gag o aprovechan los sobreentendidos para “engrosar” la textura narrativa sin conceder al lector un remanso.

 

Jorge Domingo Cuadriello (La Habana, 1954) es, desde hace dieciocho años, investigador literario en el Instituto de Literatura y Lingüística de La Habana, donde se ha ocupado de los españoles en las letras cubanas, especialmente durante el siglo XX, aunque también ha publicado un Diccionario cubano de seudónimos (2000) y los volúmenes de cuentos La sombra en el muro (1993) y Diacromía y otros sucesos (1996). Estas Fábulas sin (contra)sentido —la “Fábula del poeta inédito”, la del náufrago, la del desdichado señor Pérez, la de hombres y herraduras, la del hombre ordenado, la “Fábula por una pierna feliz”, y la del misántropo tímido— asumen un realismo excéntrico, tangencial, traspasado por un humor cuyo timbre varía desde el humor corrosivo, casi vitriólico, que ilumina la historia del misántropo tímido que “es” malvado, pero obtiene un sitio en la devoción de sus conciudadanos por puro enroque de las circunstancias, o la del hombre ordenado hasta post-mortem, llegando a la intensa humanidad, diríase ternura, que atraviesa historias como la de la pierna y la del desdichado señor Pérez. En el centro, quedan la fábula del náufrago, una verdadera elipsis de la soledad, o la interesante progresión de amores truncos en la “Fábula de hombres y herraduras”. Por el contrario que los cuentos de Del Llano, Cuadriello construye sus historias en una lengua continuamente matizada, donde las descripciones del narrador en tercera cobran un protagonismo que en las anteriores asumían directamente los hablantes a través de sus diálogos. En algunas fábulas, como la del náufrago, la equívoca atmósfera construida con las descripciones “es” la historia. En otras, los personajes no tienen derecho a expresarse per se. Basta la manipulación de que son objeto. Pero siempre, en mayor o menor grado, hay una suerte de piedad del autor hacia sus criaturas, muy evidente en las fábulas de hombres y herraduras, del desdichado señor Pérez y de la pierna feliz. Mientras Del Llano los libraba a su suerte “sin garantías”, Cuadriello habla por ellos a cambio de concederles un “aterrizaje blando” en las inclemencias de la realidad.

 

Entonces, ¿qué nos permite unir en una sola reseña libros dispares? ¿Qué puentes transitan entre ellos?

 

Es cierto que los cuentos de Cuadriello son elusivos, son Turguéniev y un poco Chéjov, mientras los de Del Llano son también un poco Chéjov, pero muy Kafka (pasado por el gran Dino Risi de Los monstruos). Pero, curiosamente, ambos están en la saga del Italo Calvino que construyó “ciudades invisibles” y “barones rampantes”. Ambos trazan tal cartografía de la realidad que, para acceder a sus puertos, al decir del italiano nacido en Cuba, “no sabría trazar la ruta en la carta ni fijar la fecha de llegada”. Ciertamente, en ambos, siguiendo con Calvino, “no hay lenguaje sin engaño”. Ambos trucan las coordenadas, juegan en las excéntricas, eluden más que aluden, solicitando continuamente la complicidad del lector. El policía de “Monte Rouge” es tan equívoco como el náufrago de Cuadriello. Las alusiones de ambos apelan a un lector entendido sin excluir al que no rebasará un primer o segundo círculo de la complicidad.

 

Pero el elemento que permite transitar de uno a otro sin accidentes es que ambos construyen una realidad “paralela”, “perisférica”, espejo y caricatura de la anterior, una realidad donde son libres de practicar ciertas operaciones de riesgo con sus personajes. Desembozadamente, en el caso de Del Llano; subrepticiamente, en el caso de Cuadriello. Más allá de las diferencias, ambos saben, como Italo Calvino, que “la falsedad no está nunca en las palabras, está en las cosas”.

 

 

El engañoso reflejo de las cosas, en: Encuentro de la Cultura Cubana; Buena letra, n.° 43, invierno, 2006/2007, pp. 283-284. (Domingo Cuadriello, Jorge; Fábulas sin (contra) sentido; Ediciones Vitral, Obispado de Pinar del Río, Pinar del Río, Cuba, 2005, 50 pp. / Llano, Eduardo del; Todo por un dólar; Miniletras H. Kliczkowski,, Madrid, 2006, 63 pp. ISBN: 84-96-592-04-9.).



La libertad peligrosa

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Cuando es raptado de la Isla de Cuba por los piratas y se adentra en una vorágine de asaltos, abordajes, asesinatos, riñas, derroche y hambrunas, temeridad y cobardía, generosidad y vileza, en un mundo en proceso de gestación y definición, de fronteras líquidas, alianzas y fidelidades mudables, el esclavo Félix trueca un destino aciago por otro no menos arriesgado pero, en el mejor de los casos, incierto.

 

Desde la Isla Tortuga, capital de la piratería, hasta la primera República Cosmopolita de Hombres Libres, las Indias son una promesa casi nunca cumplida, una amenaza, esa sí, implacable. En la novelaCanto de gemido, de Eliseo Altunaga, el sabio Closelier afirma que “las islas de América han sido imaginadas antes de ser vistas. Europa las ha formado en su imaginación y ahora quiere que su imagen responda a sus sueños”. Pero las islas se resisten y empiezan a configurar su propia imagen: un reflejo distorsionado de esa esquirla de Europa que cada forastero trae en la memoria. Un proceso que es posible rastrear, documentar, en esta novela de desventuras, más que de aventuras, pero también de amistad y de amor a la libertad, aunque sea una libertad tapizada de sangre y mutilaciones.

 

Ésta es una novela impecablemente escrita (el lenguaje se atiene con rigor a las necesidades del argumento, sin pirotecnias ornamentales) donde, en el mundo de piratas y filibusteros, de rescatadores y comerciantes que fraguaban el destino de América, se entrecruzan y fermentan la imaginación del antiguo esclavo Félix, pirata ahora bajo las órdenes de André de la Côte, las mitologías africanas, los dioses mayas, las deidades laicas de la Ilustración y la libertad, en el mundo cruel y conmovedor de la Isla Tortuga. Asesinos y estudiosos, cartógrafos y navegantes, ladrones e iluminados cruzan estas páginas de las que se desprende una verosimilitud documental. Nombres históricos, como el cirujano Exquemeling, cuyas memorias el autor ha visitado con atención; Henry Morgan y El Olonés, conviven en la novela con personajes cuya existencia histórica queda confirmada por su cuidadosa factura literaria que los dota de verismo y relieve: Michel Terror del Miedo, Lola, Closelier, Polifemo El Triste, André de la Côte, el propio Félix. Una autenticidad a veces inalcanzada por los personajes que poblaron la vida real, dada su almidonada existencia documental.

 

Eliseo Altunaga (Camagüey, 1941), hombre de cine, escritor, guionista y profesor, ha conseguido, también, un manejo del idioma mesurado y exacto que, gracias a oportunos arcaísmos y a una precisa dosificación del vocabulario, consigue convencer al lector sin condenarlo a una jerga críptica. Y, desde luego, también ha tramado una dramaturgia de la historia que es, con mucho, deudora de su sentido de la progresión cinematográfica.

 

No es ésta una novela de piratas al uso. No se trata de seducir con la imantada presencia del mal —ya se sabe que desde El Olonés o Calígula, hasta Hitler, Pol Pot y Stalin, esos personajes que condensan a su alrededor el Mal en estado puro son extraordinariamente atractivos para los lectores, una suerte de Síndrome Literario del Ángel Caído—; tampoco se trata de alimentar ninguna Leyenda Negra. Además de ser un Bildungsroman desde el negrito Félix, arrebatado de su condición esclava, hasta Félix de la Côte, marino y hombre libre de la mar, dos son los ámbitos donde esta obra se mueve con acierto y rebasa lo meramente argumental; dos ámbitos donde la historia se trasvasa en espacio y tiempo.

 

El primero es la acertada presentación del Nuevo Mundo, y especialmente del Caribe, donde todas las naciones de Europa se dan cita y pugnan por un espacio, como laboratorio sociológico, religioso, ideológico, e incluso político de Europa. Un sitio donde se configuran destinos y nacionalidades nuevas a una velocidad impensable en la bien estructurada casa matriz del proceso colonizador. En este Nuevo Mundo confluyen todos los registros de la escala social. El sabio, el geógrafo, el botánico y el cartógrafo se codean con el cura prófugo, el aventurero, el asesino, el huido de galeras, el noble sin heredad y la ramera. El utopista con el comerciante, el evangelizador con el matarife. Un proceso que no sólo prefigurará las naciones en proceso de cocción, sino que, como el oro y la plata de Potosí, regresan a Europa para añadir un sedimento nuevo a un proceso histórico que despierta en ese momento de su letargo y se abalanza hacia un capitalismo universal.

 

Y universal es el segundo ámbito que esta novela resuelve, y que deja en el lector la noción de haber presenciado un suceso irrepetible hasta tres siglos y medio después: la primera globalización, al menos del universo occidental. Por primera vez, a una escala casi planetaria, la economía, el tráfico de bienes y servicios, el sistema monetario y financiero, rebasan las fronteras y sus resonancias atraviesan el océano: un accidente en Potosí puede perturbar las arcas de los banqueros alemanes; un choque armado en el Canal Viejo de Bahamas pone en pie de guerra a los tercios de Flandes. Desde aquella globalización que fue el Imperio Romano, el mundo no era tan pequeño. Flamencos, yorubas, castellanos, mayas, portugueses, carabalíes, escoceses y bávaros no se habrían encontrado jamás un siglo antes. El Nuevo Mundo les abrió la posibilidad de poner en trueque sus sangres, sus palabras y sus sueños, aunque el proceso fuera, tal como revela Altunaga, de una crueldad extrema. “Aquí podrás ver el espejo gangrenoso de un torbellino devorador, escuchado por ti en los deformados relatos de marinos y engangés; de soñadores al escape de la realidad; de fanáticos en busca de un dios en la tierra; de aristócratas aplastados por las nuevas ideas; de ambiciosos; criminales; prostitutas y locos. Pretenden cobijar un paraíso y sólo habitan la otra cara del infierno”, como leemos en la descripción de Port Royal por Closelier.

 

Esta confluencia fue también una asamblea de dioses: por primera vez, Chaac-Mol se sentó a la mesa, posiblemente de alguna taberna, con Jehová y Changó, y de esa confluencia surgió otro modo, más confianzudo, menos hierático, de dirigirse a los dioses y de convocarlos a la vida cotidiana, más que a los escasos templos. Allí donde se mataba por oro y por comida, por preeminencia matoneril y hasta por placer, se mató menos por asuntos de fe; la Inquisición fue más laxa y quizás ello prefigurara la América que acogió prófugos de distintas creencias y legisló precozmente el respeto a la libertad religiosa como obligación ciudadana.

 

Una globalización que moduló las lenguas, trufadas desde entonces con palabras y giros prestados, desarrolló una nueva noción del espacio, quebró las talanqueras verticales de la sociedad y abrió ante el paria la posibilidad de conquistar su sitio entre los afortunados. Ese es el tipo de personaje universal que puebla Canto de gemido, título desafortunado para una novela donde, efectivamente, el canto, el canto de Paolo de Milans, vihuela y coro, alcanza uno de los hitos de la historia cuando araña, en el peor de los escenarios posibles, el alma común de aquellos hombres brutales que blasfeman y trasiegan pintas de ron en todas las jergas. Porque es la música, posiblemente, el sitio donde más rápido confluyen el amo y el esclavo, el nativo y el forastero, el conquistador y el conquistado, desde aquellas “endiabladas zarabandas de Indias” que mencionaba Cervantes. No es casual que sea precisamente aquí, en América, en las islas, donde algunos utopistas conciban la posibilidad de una República Cosmopolita de Hombres Libres. La forma en que concluye esta Nueva Atlántida en la otra ribera del Atlántico, prefigura el destino de los siguientes Mundos Felices tramados por locos, tahúres e iluminados. Muchas utopías y antiutopías nos faltaba por padecer.

 

La libertad peligrosa, en: Encuentro de la Cultura Cubana; Buena letra, n.° 41/42, verano/otoño, 2006, pp. 302-304. (Altunaga, Eliseo; Canto de gemido; Mono Azul Editora, Colección Cazadores en la nieve, Sevilla, 2005, 226 pp. ISBN: 84-934276-0-8).



Changó con conocimiento

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Música cubana. Los últimos cincuenta años tiene una virtud cardinal de acuerdo a sus propósitos: la amenidad. Y amenidad significa no sólo lenguaje potable y capacidad narrativa; significa también, en este caso, que uno encuentra las causas y los efectos, los antecedentes y las consecuencias, en suma, la dramaturgia de la historia. Equivale a sabia combinación de la anécdota biográfica, los pormenores de la intrahistoria y los grandes acontecimientos que, por fuerza, afectan también a los músicos y a su obra, algo especialmente válido en el caso de la Cuba del último medio siglo, donde la Historia ha determinado millones de historias personales y cotidianas. Y ahí es donde queda, a mi juicio, la única arista de este libro que atenta contra su minuciosa factura y ofrece un costado vulnerable: la sobrepolitización de la historia musical cubana. Son excesivas las alusiones a los perversos efectos del castrismo sobre las vidas y obras de nuestros músicos. Y no es que el autor falte a la verdad o exagere los hechos, que posiblemente hayan sido más terribles. Lo que a mi juicio no está a la altura del resto del texto es la frecuencia de esos paréntesis y su carácter adjetivo más que objetivo, sin que su invocación aporte datos sustanciales, en la mayor parte de los casos, a la trama de la historia musical cubana.

 

Música cubana. Los últimos cincuenta años nos descubre lo que podría llamar los vasos comunicantes de nuestra música, pero tiene también otras virtudes: al estar escrito para un público español, es didáctico sin ser pedagógico, y añade una serie de viñetas utilísimas sobre los mejores entre nuestros músicos, y sobre los instrumentos, dado que no siempre el lector no cubano conoce el significado de la palabra bongó o que las claves no son sólo los números que se interponen entre la tarjeta de crédito y el dinero. Y por si algo faltara, el libro incluye un CD con una cuidadosa selección de piezas, una excelente bibliografía con indicaciones sobre dónde conseguirla, y un exhaustivo índice onomástico al final. Aunque les aconsejo que vayan subrayando a lo largo de la lectura los discos que Tony recomienda. Santa palabra, como decía Celina.

 

Más allá de su virtud como síntesis de un fenómeno tan complejo y dinámico, tan universal como la música cubana, éste es un libro desmitificador. Gracias a él quedan derogados ciertos equívocos, no en el especialista, desde luego, pero sí en el lector común, destinatario preferencial de este libro.

 

Se descarta que lo netamente cubano es, exclusivamente, el son y familia, es decir, sus antecedentes directos, variantes y evoluciones. Me explico: desde la zarabanda y la chacona hasta el rap, múltiples fórmulas musicales (autóctonas tras cursar las fraguas del sincretismo, o importadas y reelaboradas) han engrosado el corpus de la música cubana con idénticos derechos.

 

Y que la música cubana se nutre, exclusivamente, de las melodías españolas y los ritmos africanos. El libro complejiza mucho más la narración de las fuentes, donde hay ingredientes tan diversos como la canción italiana, spirituals, sonidos norteafricanos y del Cercano Oriente pasados (o no) por Andalucía, el aporte de los 200.000 coolíes chinos acarreados a la Isla, influencias de ida y vuelta entre los diferentes reductos musicales de América, por no mencionar a los músicos cubanos participando en los albores de jazz en Nueva Orleans a inicios del siglo XIX, o la evolución de la habanera fuera de las fronteras insulares y los cantos de ida y vuelta: un sistema de vasos comunicantes muchísimo más intrincado de lo que suele pensarse.

 

El libro revela que no sólo el jazz latino tiene que ver con la música cubana. El jazz sin apellidos también tiene que ver, desde sus orígenes; así como todas las fórmulas musicales de la cuenca del Caribe, el tropicalismo brasileño, una zona nada desdeñable del rock y la salsa neoyorquina, posiblemente los más conocidos. Pero también hay una suerte de influencia de retorno en las músicas que se están fraguando ahora mismo en la costa occidental africana, en el flamenco y un largo etcétera.

 

Se aclara que no sólo los cubanos hacemos música cubana. Ni que los cubanos sólo hacemos música cubana, cuando las invasiones mutuas en el hervidero musical del Caribe (y más allá) son frenéticas.

 

Este libro, por último, se encarga de abolir, en un único corpus demostrativo, las fronteras entre géneros, entre el afuera y el adentro (con todos sus determinismos políticos), entre el antes y el ahora, estableciendo las líneas de continuidad entre generaciones, que saltan todo tipo de barreras (de edades, geográficas, genéricas); así como los tradicionales muros que intentan aislar lo “culto” de la contaminación “popular”, demostrando la improcedencia de esos términos en el entramado de la música cubana, dado que en el caso de la “popular”, su virtuosismo alcanza en muchos casos cotas sinfónicas.

 

Debemos agradecer a Tony Évora Música cubana. Los últimos cincuenta años, la crónica para todos los públicos de una historia entrañable, que es de cierta manera la historia de todos los cubanos, dictada por algún orisha propiciatorio que, a juzgar por las mitologías que ruedan por la Isla, de música deben saber un trecho largo.

 

 

“Changó con conocimiento”, en: Encuentro de la Cultura Cubana; Buena letra, n.° 34/35, otoño/invierno, 2004-2005, pp. 316-317. (Évora, Tony; Música cubana. Los últimos cincuenta años; Alianza Editorial. Madrid, 2003, 439 pp. ISBN: 84-206-2024-6).

 

“Changó con conocimiento”; en: Cubaencuentro, Madrid, 27 de diciembre, 2004. http://arch1.cubaencuentro.com/cultura/elcriticon/20041227/d8f09f672fa2ba3c9d44c15b8ab7db54.html