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Personajes

El sabor de la intolerancia: ¿fresa o chocolate?

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A esta hora imprecisa anclada sobre los techos de La Habana, entre paredes blancas, cerámicas, libros y serigrafías, vigilado de cerca por un equilibrista en su cuerda floja, bajo un ventilador de techo que echa más ruido que fresco, en una butaca de malaca, me espera Senel Paz —narrador y guionista de Fresa y chocolate, nominada al Oscar a la mejor película extranjera—. No ama las entrevistas, pero es débil ante el acoso de los amigos. Y uno se aprovecha.

 

Siendo posiblemente el más popular de los narradores cubanos de las recientes promociones, cabe hacerte una pregunta: ¿Qué puede hacer a un escritor popular?

 

Dentro de eso hay cosas que meten miedo. Ser un escritor popular no tiene que coincidir para nada con la buena literatura, y viceversa: ser popular no te condena a ser un mal escritor. Para que un escritor sea popular hay factores importantes: los temas, las historias y, determinante, el estilo. En el ámbito cubano y latinoamericano, creo que en lo referido al estilo hay un gusto por la literatura sentimental, que acude a las emociones y los sentimientos. Una literatura que tenga una dramaturgia cercana al teatro, al cine, que genera algún tipo de tensión. Y también un estilo con peculiaridades muy reconocibles y, en particular, una musicalidad. Pienso en los casos de Guillén, Cofiño, Onelio. Casi siempre literaturas sencillas o aparentemente sencillas. Y esto es una introducción, lo que quería decirte es que creo que la comunicación es un valor importante para la literatura, pero no definitivo, y se puede convertir en un cáncer cuando se quiere lograr a toda costa. Pero cuando los escritores responsables son agraciados con la popularidad sin proponérselo, bienvenida sea; sin dejar de ser consecuente consigo mismo. Buscarla creo que es un grave peligro, porque se tiende a dejar de escribir como uno escribe, para complacer un gusto. Creo que la prosa de Lezama reúne muchas características para ser una prosa popular. ¿Por qué no lo es? Porque necesita un lector de una formación cultural de media a alta. Pero tiene una prosa inconfundible y musical, sensual. Se puede decir de un párrafo suyo: “Esto es un Lezama”. La popularidad cumple con una fórmula muy vieja: sencillez y acudir más a los sentimientos que a la razón. Creo que mi literatura tiene algunos rasgos que le permitirían ser de muchos lectores, por razones de tema, estilo (musicalidad), el elemento del humor, la carga emotiva y, al menos en lo que he publicado hasta ahora, una lectura sencilla (aunque puede ser técnica y estilísticamente más complicado de lo que parece). Hay otra literatura cuyo encanto reside en la complejidad, en la dificultad de descodificarla, y es una de las tendencias contemporáneas más fuertes. No es mi proyección más natural, pero tampoco soy indiferente a esos juegos con la estructura y el lenguaje. Pero aún en textos con esas cualidades, persiste en mí una cierta voluntad de claridad. Aunque aparentemente el lector de hoy es más racional, yo noto que las formas clásicas —el cuento en tercera persona, por ejemplo, con exposición, nudo y desenlace— son eternamente efectivas.

 

Quizás el lector encuentra en esa literatura un escudo contra ese racionalismo que impone la cotidianía. A veces hasta una novela empalagosa es necesaria. Hay como un déficit vitamínico, una hipoglicemia que viene a suplir.

 

Es un rasgo esencial del ser humano y quizás sea eso lo que le falta a la literatura más cerebral. Aunque el talón de Aquiles de la prosa más sensorial suele ser la falta de profundidad, pero no creo que sea algo consustancial a ella. También hay un lector más especializado que espera de la literatura placeres mucho más intensos y complejos. Un lector mucho más profesional. En general, uno recoge la opinión de que el lector se ha reducido pero, al mismo tiempo, se ha convertido en más inteligente y más exigente.

 

¿Cuáles son los lectores que a ti te interesan? ¿Tiene eso algo que ver con la función de la literatura?

 

En un congreso parece que la literatura tiene una alta función, vital para la sociedad; pero a ratos a uno le parece comprender que la función de la literatura y del arte es entretener, suavizar la vida. Eso pasa en el cine. Obras que reflejan la vida y los problemas, muy buenas, pero nadie las va a ver. Orientarse por eso es la locura. Lo único que puede orientarlo a uno es uno mismo. Pienso que el público siempre agradece al artista que le haya ofrecido una experiencia auténtica. Ser popular, tener éxito es algo para lo que hay que estar preparado. A mí no me produce placer. Por suerte un escritor no es un actor, ni está inmerso en eso que se llama popularidad. Una cosa al parecer tan bella puede convertirse en la peor tragedia del mundo. Hay que tener una personalidad preparada para eso. No es mi caso. A mí me desconcierta y me descontrola que alguien me conozca o se acerque a mí ya con ideas de mi persona, que se acerquen a mí para contarme historias, con la aspiración de que yo las cuente de otra manera. Y traten de “hablarme bonito”, no en su lenguaje corriente, que es el propio. Y eso es una tragedia: perder el lenguaje de la gente, el modo de decir.

 

¿Por dónde anda el buen camino de la narrativa cubana? ¿Van los narradores por él o han tomado algún desvío? ¿Qué acusan las más recientes promociones?

 

Creo que el camino es hacia una conquista superior del lenguaje, una experimentación y búsqueda mucho más amplia. Anda también en una mayor objetividad, serenidad y profundidad en el análisis de la realidad cubana. El mismo hecho de meditar sobre el país ha dejado de ser una decisión consciente, una alteración de la espontaneidad. Se ha creado una relación cómoda, orgánica, entre la escritura y la realidad, de modo que todo aquello de literatura comprometida, de autocensura, ha sido superado y el acercamiento es más fresco, más sincero. Incluso algunos escritores ante la dificultad de enfrentar la realidad, nos abstuvimos, en términos de “si no lo voy a hacer bien, si no tengo resueltos mi amor y mis dudas, mejor me abstengo”, como otros escritores se acercaron a esa realidad desde una óptica demasiado política, demasiado histórica, y que también...

 

Hicieron un poco literatura de denuncia.

 

Buscando premeditadamente una literatura vinculada a los destinos del país, lo que es válido únicamente si lo haces desde la literatura. Hoy creo que hemos llegado a esa realidad a través de la literatura. Y por eso estamos en mejores condiciones que nunca antes para hacer buena literatura, donde lo que sea cuestionador, político, el amor, el canto, se integren armónicamente.

 

He notado en gente muy joven que esa voluntad de denuncia va cediendo paso a la asimilación de la sociedad como un todo con sus virtudes, defectos y conflictos. Realidad de la que la literatura es reflejo e instrumento de análisis, pero nunca el manifiesto para cambiar aquello.

 

Los autores más jóvenes están acertando a resolver ese problema desde el principio. Ha sido un problema muy complejo de resolver en la literatura cubana, dada la conmoción que significa una Revolución, donde volverte a colocar con objetividad y madurez, sin exaltación, ha sido casi traumático, más cuando se ha creído en el uso de la literatura para llenar un vacío en la discusión de problemas sociales o políticos; con lo que se ha adulterado su naturaleza. Muchos de esos factores han desaparecido, pero otros no.

 

¿Crees que entramos en una situación nueva con la falta de papel: una literatura condenada a la oralidad o a proyectarse hacia el exterior?

 

Eso es un problema más grave para el escritor que para el lector. Lo sería para el lector si ese período se extendiera mucho. Puede que signifique un retraso, pero suponiendo que el lector se dedique a leer sólo la literatura publicada hasta el 90, ya tendría buen trabajo. Podría producirse una fase de desactualización, pero no sería un daño irreparable si hubiera mecanismos eficaces de distribución y acceso a la literatura existente. Diez años sin literatura cubana, redescubriendo o descubriendo a Proust, a Joyce, serían fructíferos. Para los autores es otra cosa, porque publicar un libro es completar un ciclo, enfrentarse a la crítica y los lectores. Por lo demás, hoy tú puedes encontrar escuelas donde grupos completos de estudiantes no han leído en los últimos 5 años ni una obra de narradores cubanos contemporáneos. Tampoco la publicación en el exterior sería una solución para los autores, porque se verían privados de su lector natural, incluso de su crítico natural.

 

Si bien la más generalizada reacción internacional hacia la literatura cubana es el desconocimiento, ¿en qué medida puede o podría nuestra literatura confluir con la avidez de un lector potencial que en América Latina está creciendo?

 

Tengo la impresión (no la certeza, para la cual no poseo datos) que el lector en América Latina también se ha ido haciendo elitista. Cuando uno piensa que en Ciudad México una edición de la obra de un gran escritor consta de 3.000 ejemplares, y los precios de esos libros, y los niveles de vida, se da cuenta que la lectura ha quedado para determinados estamentos de la sociedad, que posiblemente no incluyen a ese lector al que uno aspiraría. ¿Quién es el lector? Bueno, sea quien sea, la carta de triunfo radica en la calidad de la literatura. Es cierto que el interés por Cuba es un factor, pero que se agota muy rápido... La gente que lee literatura no lo hace buscando información, aunque hoy hay un retorno de Cuba como foco de atención, lo contrario de lo que ocurrió hace unos pocos años. El mercado es favorable pero no perdurable. Pero coincide con que hay muy buenos síntomas de calidad en la literatura cubana contemporánea, que nos permitirían ganar el espacio que nos merecemos, sin exagerarlo, dentro del lector latinoamericano y mundial. A los consabidos nosotros se están sumando nuevos nombres (las listas nunca son largas) y confío en que los escritores cubanos se van a ganar un lugar. Y si las editoriales extranjeras vinieran buscando, encontrarían. Lo primero es abrir la puerta y eso se decide con los textos. La propia poesía tiene mucho que ofrecer. Pero a veces nos gusta, preferimos pensar que si la literatura cubana no tiene más impacto en el extranjero se debe al aislamiento político. Y eso no me parece correcto. El cine cubano tuvo mayor espacio desde el momento que se constituyó en un cine más interesante. Aunque haya aislamiento, que también ocurre entre Venezuela y Colombia o México. Mas fácil es hallar en Quito el último best seller de Europa y Estados Unidos que las mejores o más actuales obras de los países colindantes. La época del postboon ha conllevado un desmantelamiento de la comunicación literaria entre nuestros países e incluso la comunicación entre autores, cosa que no pasaba hace diez o veinte años. No conocemos a nuestros iguales. ¿Quién es el Luis Manuel o el Senel de Argentina, de México? Y existen. Yo lo descubrí en México: Un grupo de escritores con obra, incluso con una posición social en las universidades. Están creadas las condiciones para un nuevo lanzamiento de la literatura latinoamericana. Tiene que haber una revisión inmediata. Y tendrán que aparecer los mecanismos promocionales, porque el boom no fue sólo un fenómeno literario, sino también editorial, comercial, de promoción. Lecciones que no hemos aprendido. Europa es otro caso, porque su interés hacia América Latina ha disminuido y está fijándose continuamente en sí misma.

 

En “El lobo, el bosque y el hombre nuevo” (que ganara el premio Juan Rulfo en París y, por supuesto, en la película Fresa y chocolate que se basa en el cuento, han visto o creído ver una narrativa de aprendizaje, una exculpación de la homosexualidad, y hasta una hipercrítica (qué palabreja más fea) a la Revolución, que concluye de un modo raro, con pioneros y flores (el cuento, creo que el final de la película está mejor resuelto). Si hubiera que rotularlo, me remitiría a él como alegato contra la intolerancia, pero hasta eso me desdibuja el relato, donde lo temático es menos trascendente que lo conmovedor, humano y tan próximo, de sus situaciones y personajes. ¿Cuáles son las opiniones más disparatadas que has recibido sobre el cuento y sobre la película, cuáles las más inesperadas y, por fin, cuál es la tuya?

 

Mi opinión está redactada sin que le sobre ni una coma en la opinión tuya. Ha habido opiniones disparatadas y también inesperadas. Parto de que a pesar de su difusión tan limitada (dos mil y tantos ejemplares en Cuba en publicaciones especializadas en contraste con los 100 000 ejemplares de México) este cuento ha gozado de una alta popularidad, pasándose incluso de mano en mano copias y fotocopias. La valoración más disparatada ha sido la de gato por liebre, en el caso de lecturas prejuiciadamente politizadas: El cuento tiene el final que tiene para poder decir lo que dice. Esto es, el cuento es hipercrítico pero con un final que le permite pasar. Y Dos: Pongo lo del medio para poder decir el final, siendo entonces un cuento de apoyo irrestricto al gobierno, ante todo diciendo que en Cuba se puede escribir un cuento como éste. A veces me parece necesaria una declaración al principio de todo lo que escribo: “Ojo con el gato y la liebre”. Yo no practico el camuflaje de determinados criterios para que me pasen por la aduana. Mi operación literaria es limpia. El que se deja pasar gato por liebre es porque quiere.

 

En México, Venezuela y Francia, ¿cuáles han sido las opiniones predominantes?

 

El de la calidad literaria del texto. Que he logrado, con Diego, un personaje importante en la literatura cubana.

 

Como en su momento el “Premio David” o el “Premio de la Crítica”, pero a una escala superior, la obtención del “Juan Rulfo” es una catapulta. Y a propósito, ¿dónde queda ese lugar intermedio entre el orgullo sin pacaterías por lo alcanzado y la inconformidad crónica con la propia obra de todo creador en crecimiento? ¿Cuál es su dosis de agonía? ¿Cómo funciona ese cachumbambé que roza en sus extremos la pedantería y la autoflagelación?

 

En mi caso el cachumbambé se inclina hacia la autoflagelación. Mi inconformidad es crónica, aunque trabajar me ha dado buenos resultados. Y que conste, prefiero aparentar ser pedante que falsamente modesto, que es la peor de las pedanterías. Creo que cada uno de mis libros ha sido lo mejor que en ese momento he podido hacer. No sería justo que yo lo analizara ahora. Cuando los escribí no escribía mejor que eso. Este cuento del Rulfo es mi nivel actual. No los tacho de “ensayos” mientras mi “gran obra” está guardada. Lo que he ido publicando me ha dado sucesivas satisfacciones. Pero no logro gozar los éxitos. Mi primera reacción es esconderme en el cuarto como los niños. Aunque ya he aprendido a fingir alegría y entusiasmo para no parecer anormal. Los premios me producen verdaderamente un extrañamiento, y eso ocurre con el libro publicado. Ni como periodista ni como escritor soy capaz de leer mis libros publicados. La relación con el objeto que es el libro no se produce, ni con la promoción, ni con las entrevistas...

 

Senel acostumbra a hacerse el bobo y suele insistir en que es ni más ni menos que un espontáneo de pura cepa, incapaz de elucubraciones teóricas, pero todos los que lo hemos leído, y aún más, los que le hemos visto la cara de zorrito cuando suelta alguna observación sobre el arte de narrar, desconfiamos de esa “ignorancia feliz” que quiere vendernos. Por eso aquella tarde (mañana o noche, quién se acuerda) le pregunto: ¿Existen vasos comunicantes entre tu labor como narrador y tu labor como guionista? ¿Cómo funcionan?

 

Sí. Muchos. Y en ambas direcciones, al extremo de que pienso escribir una novela corta a partir del guión de Adorables mentiras. El cine me aportó elementos que eran deficitarios en mi literatura: la dramaturgia, los diálogos y la tensión. Incluso no me interesaba, por ejemplo, que un texto tuviera progresión dramática, aunque pudiera darme cuenta de que lo requiriera. Siempre me interesaron más los personajes que las historias. Incluso el cine me ha influido en la prosa al hacerme consciente de elementos de otras artes menos usados por la literatura. Quieras o no, el cine te obliga a pensar en todas las artes. Si en literatura es grave adentrarse en una estructura que no hayas premeditado, e irla descubriendo, en cine es un suicidio. Y aunque no he llegado a resolverlo tampoco en el cine, ha influido en que piense más en eso que antes. Estoy convencido de que los elementos narrativos propios de la literatura que antes me eran menos interesantes, me son ahora más necesarios en el cine. Y de paso se me han quedado en la literatura. Si antes me interesaba la intensidad poética, ahora sumo a eso la intensidad dramática. Se me ha revelado también una facilidad para el humor a través del diálogo. Hasta entonces era más a través del lenguaje. Y el humor para mí es involuntario, es mi herencia (provengo de una familia sumamente cómica y he conocido a muchísimos humoristas anónimos). Mi humor nunca es buscado, me sale. Y tengo constantemente que estar quitando humor. Una película para mí implica el universo de una novela, es una novela que no se escribe, que elude el enfrentamiento con el lenguaje; aunque el argumento presenta dificultades también muy altas para mí, que me siento más cómodo en el diálogo y en la estructura.

 

Entonces, ¿cómo trabaja Senel Paz? (Esta dosis de chisme es lo que más atrae a los lectores de entrevistas, pero eso no se lo dije, porque él, como periodista, lo sabe). ¿Planeas hasta los detalles para después escribir en un rafagazo súbito? ¿Vas trazando el plan de la obra a medida que avanzas en la escritura? ¿Tienes horario o eso queda al tiempo disponible y los azares? Puedes añadir vicios, manías, traumas de chiquito y hasta anécdotas.

 

Yo creo en la utilidad de hacerse un plan y si es posible dibujar previamente el argumento; pero no es lo que yo hago. No puedo. Descanso mucho en el fogonazo, en los estados de ánimo. O más bien, en los estados de gracia. La sorpresa juega para mí un papel fundamental. Escribir sin saber a dónde voy. Y si tengo un planeamiento previo, la historia suele coger por otro rumbo. Escribo más con la nariz que con la razón. A olfato. A golpes de presentimiento. Pero trabajar por acercamientos es muy trabajoso. La razón toma su lugar después, durante la reescritura final.

 

¿Tienes un horario fijo para escribir?

 

No. Puedo escribir excelentemente a cualquier hora y puedo hacerlo durante cualquier período de tiempo. Dicen que eso varía con los años, pero a mí lo que me ha ocurrido es que ahora necesito más condiciones (silencio, tranquilidad, buena iluminación); entre otras cosas debe ser porque las tengo. La música no me ayuda, salvo excepciones. Soporto pequeñas interrupciones para tomar un trago, un té; pero las interrupciones me hacen mucho daño, me ponen de mal humor, y yo soy una persona diseñada para el buen humor, con muy poca capacidad para desintoxicarme del mal humor. Me bloquea. Me destruye el estado de gracia, el placer intenso que es trabajar, no sólo escribir, sino trabajar en general. Eso me debe venir de mi extracción campesina. Necesito escribir solo y preferiría escribir encuero. Poder actuar mientras escribo. Y no soporto, por supuesto, que alguien lea lo que escribo. Me paraliza. Esto es un retroceso en mi capacidad para escribir a toda prueba, como cuando era reportero en Camagüey y tecleaba en la redacción del periódico, o cuando concluí El niño aquel en la beca, en medio de unos juegos deportivos, no recuerdo cuáles.

 

¿Qué te induce a escribir?

 

Muchas cosas, pero puede ser un libro, una lectura, aunque no tenga nada que ver con lo que yo escriba. Hay autores que no puedo hojear porque inmediatamente me mandan a escribir.

 

¿Eso es también, como tus lecturas, un secreto para los críticos?

 

Y para los colegas.

 

“El niño este”; en: Somos Jóvenes, n.º 140, La Habana, enero, 1992.



Donjuan de Ciego Montero

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En la muy ilustre Ciudad de La Habana, hay un lugar que alguien denominó "la caja de fósforos". Este sitio está integrado por salacomedorcocina y un cuarto (es un decir), distribuidos en el espacio que comúnmente ocuparía un cuarto (chiquito). Un refrigerador —el único de Cuba con la puerta invertida para que pueda abrirse— y un archivo separan la cocina del comedor. Allí es posible encontrar un carapacho de caguama, un mapa celeste en el techo —lógico, ¿no?—, un girasol de Van Gogh original —original de un socio que lo copió— y mil atracciones más. Allí los discos y los libros son tan benévolos que dejan cierto espacio a las personas, y antes del aire acondicionado, la temperatura se aproximaba a la del Kalahari al mediodía, sobre todo si eras invitado a comer y te tocaba el puesto detrás del refrigerador. En ese lugar de la muy ilustre Ciudad de La Habana vive el no menos ilustre Reinaldo Montero (tipo Borjomi), ex ciclista, ex técnico medio, ex obrero de una fábrica, graduado de Filología, asesor del grupo Teatro Estudio, ex eximio fabricante de vino de arroz, aficionado a los medicamentos chinos, buen amigo y escritor que escribe (hay también escritores que no escriben), indistintamente (o distintamente), poesía, teatro, narrativa y otros géneros aún por nombrar.

 

Reinaldo se dedica a la literatura desde aquella apacible edad en que sus condiscípulos empinaban chiringas, y se ha leído, en los últimos veinte años, 3.120 kilómetros de palabras, es decir, el equivalente a una hilera de palabras de San Antonio a Maisí (ida y vuelta).

 

El tránsito de lector a escritor fue cosa de dialéctica de las posibilidades. Así nació el “Septeto Habanero”, siete libros sobre nuestros asuntos de hoy, que en buena medida pueden ser los asuntos de siempre, y que ya va por el tercer tomo, la novela Maniobras, en camino. El primer libro, "Fabriles" fue recién publicado por la Editorial Letras Cubanas. Donjuanes, el segundo, fue premio Casa de las Américas de cuento (1986). Están además En el año del cometa (poesía), el premio David de Teatro que obtuvo en 1984 y dos películas con guiones suyos.

 

Este ya largo prólogo sólo sirve para introducir al personaje que responderá las siguientes preguntas:

 

—¿Hay alguna relación entre el agua de los famosos manantiales de Ciego Montero y el escritor Reinaldo Montero?

 

—Había una vez un niño que vivía en Ciego Montero y le gustaba mucho los encuentros con aguas, no le importaba si eran de lluvia o termales o de río o de cubo. Y por encima de las aguas posibles, el río Hanalla, que no aparece en los mapas, ni él ni el Charco del negrito que está a dos tiros de piedra del balneario o sanatorio que se llama Ciego Montero. Aclaro que entre las muchas aguas, en Ciego Montero por entonces no se encontraba la famosa agua agujereada. Ciego Montero, el balneario/sanatorio, eran piscinas tibias, calientes y que pelaban, y ofrecía la posibilidad de ser héroe de varias maneras. Por ejemplo, aguantando la respiración hasta el colmo, cosa que asustaba a Neisi, o desafiando la temperatura bárbara que aterraba a Neisi.

 

—¿Qué recuerdos te trae la palabra "bicicleta"?

 

—La Escuela Superior de Preparación Atlética, carretera, Paquito, mecaniquear, una nadadora, una piscina vacía.

 

—¿Qué hacías entre los 14 y 20 años?

 

—Uh.

 

—¿De dónde nació el libro Fabriles?

 

—De una fábrica.

 

—¿Hay teatro en tus cuentos y narrativa en tu teatro?

 

—Hay situaciones dramáticas siempre y por donde quiera, y mucho trabajo. Y nunca narrativa en el teatro, que quede claro.

 

—Has escrito un libro de poesía esperando el paso del cometa Halley, y uno de cuentos sobre los Don Juanes habaneros. ¿Hay algo en común entre esos dos temas tan diferentes?

 

—No. Hasta donde alcanzo.

 

—¿Existe algún medicamento chino que estimule la imaginación?

 

—Sí. Las Analectas, de Confucio, y El Libro de Mencio.

 

—¿Tus personajes son parte de tu familia? ¿Hasta cuándo los vas a estar explotando? ¿Son dóciles o a veces se les antoja hacer lo que les viene en gana?

 

—Qué bárbaro si ellos quisieran responderte. Te propongo una cosa. Hazle una entrevista a Angelito, o a Chen, o a El Pinto, si acceden. Después me cuentas.

 

Entonces ensayé, para variar, algunas preguntas serias:

 

—¿Qué de bueno o de malo tiene la inexistencia de escuelas y manifiestos literarios en la literatura cubana contemporánea?

 

—Yo no sabría decirte si es malo o bueno. Sencillamente no hay. Creo que, por ejemplo, la dialéctica de organizar, limitar dentro de una escuela, hasta como posición puede servir de acicate, es decir, en la misma medida en que a Paul Eluard le sirvió de acicate para separarse del surrealismo y encontrar nuevas líneas expresivas. Uno puede pensar que es nocivo a groso modo, y puede que sea así desde el punto de vista de la preceptiva, pero como posición podría funcionar. Tal vez sea mejor que no exista, pero no lo podría saber con absoluta certidumbre. Sucede también que como la vanguardia agotó, convirtió eso en moda, y nosotros estamos aún rebasando la posvanguardia...

 

—¿Será que no resulta necesario? Si fuera cierto, como algunos afirman, que la Revolución logró abolir las contradicciones entre los escritores...

 

—Yo amo el vocablo contradicción y no hay por qué temerle. Pero si el parricidio se interpreta como tendencia iconoclasta, efectivamente, no. La vanguardia también agotó eso. Si saltamos la barrera de los años 40, uno se encuentra con una posición frente al fenómeno de la cultura totalmente diferente. Después de la guerra, la posición tiene que ser otra. Un fenómeno muy singular, necesariamente. Esas tendencias iconoclastas durante las cuales por poco se queman las grandes cosas, están superadas. Pero todas esas cosas que ocurren en Cuba están en el marco de la lucha político‑ideológica, que es otra cosa. A lo que nos referimos aquí es a los problemas básicamente estéticos. Aunque nadie olvide lo político‑ideológico, porque eso, por nuestras venas corre. A lo que se refiere es a que yo pudiera censurar los cuentos de Cardoso. Jamás. Ni se me ocurre. Al margen de que yo no escribo como Cardoso ni me interesa hacerlo. Lo respeto y no pretendo quitarle su magisterio. Las disputas que tuvieron un acento muy político se llevaron a otro plano, y ocurrieron entonces los grandes problemas en la esfera de la cultura. Pero es que se ha ido por vía política a solucionar cuestiones ya no políticas. Una desviación fue eso de Lunes de Revolución, las crucifixiones. Partiendo de determinadas premisas políticas, se caía en las cuestiones culturales. Y en la cultura cubana eso no es nuevo. Por ejemplo, la polémica entre Saco y Lasagra, que es una bronca por problemas políticos en relación al poeta, no sobre si Heredia escribía buena poesía o no. Eso siempre ha estado en la cultura cubana dando vueltas, porque la cultura cubana ha sido muy convulsa y apretada.

 

Pero ya eran demasiadas cosas serias y no quería concluir así, entonces:

 

—¿Cuáles son las 10 cosas —eso puede significar cualquier cosa— que más amas?

 

1) Las rodillas de las muchachas.

 

2) La mirada oblicua de las muchachas.

 

3) La manera en que las muchachas se hacen las desinteresadas o las interesantes.

 

4) La manera en que las mismas, o la misma, muchacha(s) se deshace(n) del desinterés, y ni rastro del tono de mujer que se hacía la interesante, porque ya ha(n) empezado a ocuparse de uno, interesadísima(s).

 

5) La sabiduría que supone la variopinta tolerancia en las muchachas, sobre todo si uno cree que es buen método hacerse el inteligente o el gracioso o ambas cosas, y ellas no tragan ni en seco, miran, sólo miran, confiando en el mejoramiento humano, me imagino. Qué paciencia, cuánta ciencia.

 

6) Los lunares y lugares recónditos de las muchachas.

 

7) La combinación de cuello, o pescuezo, con movimiento de cabeza cuando de pronto las muchachas se voltean, raudas, para decirte algo, con clama.

 

8) Las diferentes voces, o el contraste de las diferentes voces de las muchachas con la única voz que puede escuchárseles mientras están amando, y la voz aún más singular que traen cuando después de amar, murmuran más amorosas, más. Qué increíble, siempre son capaces de más.

 

9) Lo poco que las muchachas necesitan las palabras.

 

10) Las muchachas.

 

“Don Juan de Ciego Montero”; en: Somos Jóvenes, n.º 132, La Habana, mayo, 1991.



Miyares Cao: la constancia es un arma

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Si usted llega al Centro de Histoterapia Placentaria, digamos, un lunes a las nueve de la mañana, puede encontrar un grupo de veinte o treinta enfermos de vitiligo procedentes de Trinidad Tobago, que han viajado especialmente a La Habana para estar hoy aquí. Minutos más tarde, un hombre de profundas entradas, alto y delgado, de abdomen ligeramente prominente que hace recordar aquel chiste de la lombriz que se tragó el frijol, un hombre de gruesos lentes cabalgando sobre la nariz hebrea —lo más parecido que usted pueda ver al Sherlock Holmes dibujado por Sidney Paget—, comienza a hablarles en un inglés pronunciado según el más puro estilo de Marianao. Un inglés que el auditorio sigue con atención, más allá de los tropiezos idiomáticos, porque en sus palabras viene la esperanza para los que ya la habían perdido.

 

Más tarde usted puede visitar el moderno consultorio, donde las historias clínicas se registran en computadora, que a su vez auxilia en el diagnóstico del tiempo de curación y la cantidad de medicina a emplear; el salón de fototerapia, o el confortable despacho donde, sobre un bellísimo buró de maderas preciosas que casi nunca se usa, hay un elefantico de plata, un busto de Martí, algunos libros; el despacho donde usted puede conversar a sus anchas con este hombre de palabra amable que se llama Carlos Miyares Cao. Quizás otro día pueda visitar el centro de investigaciones donde Miyares transcurre la mitad de la semana. Pero ese es el final de esta historia, que empieza en

 

El Parque Almendares,

 

donde, cierto día, a principios de los años 60, Carlos Miyares, tan alto y delgado como ahora, pero con 25 años menos, busca cañas bravas de donde cortar tiras para fijarlas a los músculos de los animales de experimentación y así registrar sus movimientos (a falta de palancas metálicas de inscripción). Había concluido el bachillerato en el 57 e ingresado a la universidad en el 59. La propensión a la medicina le venía del padre, cirujano, y la propensión al trabajo investigativo, de su insaciable curiosidad.

 

A inicios de los 60, el éxodo de profesionales había dejado a la escuela de medicina con un solo profesor de farmacología para 900 alumnos. Las conferencias se daban en un gran anfiteatro, pero las prácticas obligaron a la búsqueda de una solución emergente: los instructores no graduados. Miyares fue uno de los primeros en farmacología y el único que quedó en aquel laboratorio rústico donde los termostatos eran cacerolas con resistencias eléctricas y se investigaba con un solo recurso: los deseos.

 

Por entonces ya había integrado los primeros grupos de la milicia y de la AJR en la universidad y había participado en la fundación de la revista 16 de Abril.

 

En 1965 asciende con Fidel Castro al Pico Turquino, donde tiene lugar esa primera graduación de la Revolución. Por eso es de Fidel la firma al pie de su título de médico general, que más tarde se especializará en gineco‑obstetricia y en farmacología. Pero eso ocurre más tarde, porque antes, entre el 65 y el 68 estaba en

 

Banes

 

haciendo el servicio rural.

 

La inventiva que ya había ensayado con cañas bravas y cacerolas se agudizó: fabricar anillos (anticonceptivos) con nylon de la cooperativa pesquera y colocarlos con un porta anillos que le hicieron los obreros del central Nicaragua, fueron algunas de sus ocupaciones. Ni el servicio rural abrió un paréntesis en eso que más que una profesión es un destino: el de los que buscan. Destino que fraguó entre el 68 y el 76 como jefe del departamento de Farmacología de la Universidad de La Habana y del laboratorio del hospital González Coro.

 

Durante esos años tuvo lugar

 

La inconclusa historia de la prostaglandina,

 

una sustancia no sólo capaz de interrumpir embarazos sin intervención quirúrgica, sino que, a su vez, puede provocar el celo en las vacas, de modo que haciendo coincidir el celo de todas las de una granja, lo que optimiza el trabajo de los inseminadores y veterinarios, al producirse todos los partos más o menos a la vez.

 

Durante sus investigaciones, Miyares tropezó con un artículo donde se reportaba la presencia de productos metabólicos de la prostaglandina en los corales de la Florida. “De modo que —pensó— si existen sus metabolitos, debe existir la sustancia activa”. Consiguió corales frescos, de donde extrajo y aisló la prostaglandina mediante solventes orgánicos. Ya en 1970 pudo patentar el método. Patente que nunca se utilizó, a pesar de que varios especialistas extranjeros reconocieron el valor de sus trabajos.

 

Incluso en 1978, cuando Miyares presentó su tesis sobre prostaglandinas para candidato a doctor, se hizo silencio durante dos años, al cabo de los cuales se dio la increíble contradicción de que, mientras el oponente aplaudía la tesis, los miembros del jurado la rechazaban, aduciendo que la sustancia no había sido determinada por todos los métodos señalados en la literatura, sino sólo por el cromatográfico y el farmacológico —a pesar de que el método de obtención tenía ocho años de patentado—. Y lo curioso es que en el propio tribunal había varios miembros del consejo que habían aprobado la publicación de trabajos de Miyares sobre prostaglandinas en revistas científicas.

 

Aunque aún más curioso es que se le prohibiera continuar trabajando en la obtención de la sustancia, alegando que como “él no era químico” debía limitarse a comprobar la actividad de la sustancia (bioensayos), lo que dio pie a alguno para solicitarle: “Ya que tú no puedes seguir en eso, ¿por qué no nos das los resultados que tienes y nosotros continuamos los trabajos?” Y digo que fue “lo más curioso”, porque fue precisamente Miyares, “que no era químico”, quien fue enviado a Bulgaria en 1981 para trabajar en el tema de la acción de las prostaglandinas sobre el cerebro, y a Vietnam, en 1982, para la determinación de prostaglandinas en animales marinos.

 

Cada gramo de prostaglandina cuesta alrededor de mil dólares.

 

Todavía hoy Cuba la adquiere en Checoslovaquia e Inglaterra.

 

La placenta, esa fábrica

 

Paralelamente, Miyares desarrolló un método para conservar con vida placentas a término obtenidas inmediatamente después del parto, y así estudiar su metabolismo y la actividad biológica de las sustancias derivadas.

 

“Yo buscaba alguna sustancia, quizás producida por la propia placenta al alterarse su funcionamiento, que podría ser capaz de provocar el parto prematuro”.

 

Y fue entonces cuando descubrió que la placenta es una maravillosa fábrica de la cual él sería, años más tarde, algo así como el administrador, al descubrirle más de diez sustancias, entre ellas la que mayor celebridad le daría:

 

La melagenina,

 

el medicamento cubano más codiciado en el mercado internacional, dado que no tiene equivalente.

 

Durante sus experimentos con las bioestimulinas placentarias, Miyares descubrió, en 1970, una sustancia que estimulaba la pigmentación en los animales de laboratorio. Esa capacidad de asociación imprescindible a rastreadores, científicos y escritores, le trajo a la memoria una enfermedad que hasta el momento no tenía cura: el vitiligo, como le corroboró su ex profesor de dermatología, el Dr. Manuel Taboas, quien posteriormente, a partir de 1973, ya aislada la sustancia y rebasadas las pruebas de laboratorio, le prestó su apoyo, su prestigio y su consulta en el Calixto García para iniciar conjuntamente las pruebas clínicas.

 

Desde los primeros casos, la efectividad del medicamento ascendió a 84%, sin efectos nocivos, contra 9% de repigmentación parcial, con 33% de reacciones secundarias, mediante los medicamentos tradicionales.

 

Hoy son 3.000 los cubanos tratados y 2.000 los extranjeros.

 

Aprobada la medicina por el MINSAP en 1980, ya desde 1984 comienzan a arribar pacientes de México, Colombia, Venezuela, y a llover en nuestras embajadas las solicitudes de atenderse en Cuba. De modo que en 1985 se abrió la consulta en el Cira García, que empezó con 15 pacientes mensuales y ya va por 150.

 

Pero, ¿es tan importante curar el vitiligo? ¿No será concederle demasiado valor a unas simples manchas de las que el paciente no puede morir, cuando el SIDA o el cáncer aún esperan por un medicamento efectivo?

 

Ante todo, la enfermedad convierte al afectado en segregado en casi todos los países. Se compara el mal con la lepra y la sífilis. Abunda el criterio de que es contagiosa, aunque Miyares —al inducirla en animales por stress, que provoca la liberación de una sustancia que mata las células pigmentarias, los melanocitos— ha demostrado que es de origen psicosomático. De ahí que el efecto de la melagenina sea estimular el crecimiento, la regeneración de esas células y, por tanto, su efecto sea definitivo, dado que también neutraliza la sustancia dañina.

 

Pero los prejuicios subsisten y en muchos países los enfermos que trabajan como médicos, estomatólogos, gastronómicos, cocineros, bancarios, son expulsados de sus trabajos. Inhibe las relaciones amorosas, no sólo a causa del desagradable aspecto del enfermo, sino porque en muchos persiste el temor de que la enfermedad sea hereditaria.

 

Aún más grave es la situación de los niños, que rechazan la escuela por no someterse a burlas, y al ser obligados por sus padres a asistir, sufren stress que agudiza la enfermedad.

 

Quizás estas causas incidan en que en muy corto plazo el medicamento haya sido patentado en 13 países, que varios hayan solicitado ya autorización para producirlo; que en Venezuela, Italia, Brasil, España, la India, Costa Rica y Panamá se proyecten clínicas para tratar la enfermedad con asesoría cubana, y que los enfermos se hayan asociado en 11 países, desde el Londres Vitiligo Group, hasta la asociación venezolana, que lleva el nombre de Miyares Cao.

 

Quizás porque 40 millones de personas en el mundo padecen vitiligo.

 

En 1977,

 

un producto aún sin nombre comenzó a utilizarse para combatir una enfermedad más grave, la psoriasis, que provoca el engrosamiento del epitelio en placas pruriginosas (que provocan picazón), lo que a su vez puede dar lugar a desgarramientos e infecciones cutáneas.

 

Los 80 millones de psoriáticos que existen en el mundo, incrédulos quizás por tantos medicamentos ineficaces que han ensayado, se convencerán del efecto del biopla‑841 cuando comparen las fotos de las biopsias de una lesión antes y después de tres meses de tratamiento: el epitelio pasó de 516 micras a 95: hasta límites normales.

 

Quizás este artículo ayude a estimular a la industria farmacéutica, dado que el medicamento sólo se encuentra de momento a disposición de los pacientes extranjeros en el servicio internacional, y no de los cubanos. Esperamos que no demore verlo en las farmacias.

 

Desde entonces

 

la placenta se ha convertido en manos de Miyares en una fábrica de producción cada vez más diversificada: loción y champú antialopésico (que detiene la caída del cabello), a la venta ya, y otros seis productos: un bioestimulante dérmico para eliminar las arrugas, una bioestimulina de efecto antiinflamatorio, otra que activa la coagulación sanguínea, el biopla tp‑841, que puede salvar la vida a recién nacidos con el Síndrome de Dificultad Respiratoria, un complemento dietético y hasta un dorador a base de cordón umbilical.

 

Para ello ya el país cuenta con un eficaz sistema de recogida de placentas en camiones refrigerados, asegurándose que sólo proceden de gestantes normales a las que previamente se hizo la prueba del SIDA.

 

“Lo más importante

 

no es el equipo, sino el hombre”—reflexiona Carlos Miyares sentado en la sala de su casa, en una mecedora. Y recuerda cómo ahumaban el papel de bobinas de periódico con unos mecheros, según técnicas de los años veinte, en el laboratorio de la industria farmacéutica, o cómo él mismo compró una cámara y rollos para sacar fotos de sus resultados. “Hoy tenemos una Nikon, cámara de video y computadoras, pero entonces era yo con mi Practika (y mi poca práctica), y las historias clínicas las hacíamos en libretas”.

 

El laboratorio más sofisticado no crea talento. Quienes piensan en la investigación científica en términos sólo de tengo o no tengo a mi disposición alta tecnología, deberían recordar que la más alta tecnología del hombre es su talento, su dedicación y su curiosidad —la de los que continúan preguntando por qué más allá de la infancia.

 

Alguien dijo

 

que el desarrollo de una sociedad no estaba determinado por la cantidad de talentos que fuera capaz de producir, sino por el modo en que los tratara. El pasado, cuando cientos (miles quizás) de genios morían analfabetos, no resiste comparación con el presente de instrucción generalizada. Pero el paralelo más productivo sería entre el presente que es y el que podría o debería ser.

 

El talento creador es, con frecuencia, indefenso: suele estar tan profundamente entregado a la consecución de sus fines, que pasa por alto el arte de las buenas relaciones y otras habilidades que facilitan la existencia social o, en otros casos, es ajeno a intriguillas y comadreos de los cuales puede ser víctima fácil. Porque el talento laborioso y la iniciativa suelen demostrar, por contraste, la incompetencia, la abulia y el facilismo. Dado que los resultados del talento creador se revertirán más tarde en beneficio de toda la sociedad, ella tiene la obligación de protegerlo. ¿En qué medida eso ocurre hoy? No podría precisarlo. Sólo que el caso de Miyares no es único y que puede servirnos de advertencia. Después de la inconclusa historia de las prostaglandinas, Miyares pasó a la industria farmacéutica como investigador, a pesar de lo cual se le ocupó, esencialmente, en desarrollar métodos de control de calidad de medicamentos conocidos. Tuvo que llevar sus investigaciones en placenta, que ya databan de varios años, en tiempo extra o a escondidas, a pesar de que eran parte de un tema de investigación que él había ideado y proyectado pero cuyo responsable (no os asombréis de nada) era otro, quien periódicamente se informaba con Miyares sobre los progresos, para después notificarlo al nivel superior.

 

La falta de ayuda no fue sólo limitarle el tiempo para las investigaciones sobre placenta. Se vio obligado muchas veces a transportar los pomos de medicina hacia el Calixto García, cuando ya estaba en la fase de pruebas clínicas, en una guagua, o en el auto de un paciente que se brindaba a llevar en el asiento trasero un tanque plástico con el producto. Y en el Calixto, la situación no era muy diferente: los enfermos tenían que esperar en el patio, a veces hasta las diez de la noche, y con frecuencia lo sacaban de la consulta (un sótano con escasa ventilación) y se producía el raro espectáculo de un hombre alto, con algo de prestidigitador, seguido por cuarenta enfermos de vitiligo, en busca de una consulta vacía por todo el hospital. Lo peor sucedió cuando se redujo el apoyo al tema, hasta el punto de que se eliminó la recogida y almacenamiento de placentas en los hospitales, volviéndose a incinerar como años atrás, de modo que el tema quedó sin materia prima.

 

Eso varió después de una larga conversación de Miyares con el comandante Juan Almeida en 1984, de la que conserva en la memoria sus palabras de aliento que por entonces tanto necesitaba y, en la muñeca, un reloj del que nunca se separa.

 

Ya en 1980 sus logros se habían filtrado hasta la prensa, pero existía un bloqueo que casi excluía la posibilidad de entrevistarlo: eran necesarias cuatro autorizaciones. A mí me bastó llamarlo por teléfono.

 

—Por poco se pierde el descubrimiento —recuerda Miyares—. Por suerte, no. Pero hay quien se cansa y no pasa de la fase investigativa. ¿Causas? Mira, creo que a algunos lo nuevo les complica la vida, les crea trabajo adicional. Lo que siempre me sostuvo fue pensar: ¿A quién hace daño el que yo descubra un medicamento? ¿No es bueno eso para el país, para la Revolución? Nunca confundí a la Revolución con ciertas personas que medran dentro de ella”.

 

Abril de 1986

 

fue un mes importante en la vida de Carlos Miyares Cao. Ya a fines del 85 viaja al VII Congreso Bolivariano de Dermatología, invitado por la Sociedad Dermatológica Venezolana. El avión aterriza en Caracas, atrasado, a las 12:45 am. Al bajar, cuando no esperaba siquiera a un funcionario destinado a recibirlo, encuentra medio centenar de pacientes que lo acompañan hasta la ciudad en una caravana de autos con banderas cubanas. Prólogo del éxito que tuvo su ponencia en el congreso, la repercusión internacional del hecho, y las dos ediciones del programa “En Confianza” (uno de los más populares de Venezuela) que se le dedicaron en años sucesivos.

 

En abril de 1986, hizo entrega a Fidel Castro de dos portafolios conteniendo veinte años de investigaciones en el campo de la farmacología.

 

Hoy,

 

su centro de investigaciones cuenta con los más modernos equipos, incluyendo una computadora acoplada al microscopio, con posibilidad de realizar instantáneamente cualquier medición y digitalizar las imágenes.

 

Entre la clínica y el centro sólo laboran una bióloga y un médico en prestación de servicio y seis trabajadores fijos: un médico, dos técnicos medios, una enfermera, una recepcionista y el administrador, que es a su vez el chofer y el que expende los medicamentos. Basta para atender 150 pacientes extranjeros y 100 cubanos cada mes, y para continuar investigando en diferentes líneas: el mejoramiento de la melagenina, la identificación de una sustancia hallada en todos los enfermos de vitiligo y que destruye los melanocitos; el propolio, un subproducto de las colmenas, efectivo como medicamento contra las yardias, investigaciones relacionadas con el aumento de la resistencia física de pilotos y buzos, en colaboración con las FAR, un trabajo de plantas medicinales, los problemas respiratorios en niños recién nacidos y (por fin) un trabajo para la producción de prostaglandinas, en colaboración con el laboratorio de medicina veterinaria de Matanzas.

 

Hoy,

 

mientras cae la tarde sobre La Habana, me preparo a disparar a Miyares mi última pregunta tras varios días de acoso. Pero antes, bebo el café que me trae por cuarta o quinta vez Iliana Holland, bióloga, inteligente, bella (perdón, doctor), esposa de Miyares y comprensiva con mi cafemanía. Ella me recordó incluir aquí que Carlos incumple absolutamente el código de la familia en cuanto a las tareas domésticas.

 

Mientras, Miyares, investigador titular y miembro de la Academia Médica de Venezuela, autor de dos libros de texto, tres monografías y más de cien artículos, que cuenta en su haber con 14 patentes, espera mi pregunta meciéndose levemente en la sala de esta casa cubana común y corriente, porque él lo único que ha pedido son “condiciones de trabajo”. Sobre una mesa, sus dibujos de cuando simultaneaba los estudios de medicina con los de artes plásticas. En el aire, el recuerdo de Fernando Miyares, su lejano ascendiente que, casado con la santiaguera Inés Mancebo, fue destinado por la corona española como gobernador de Venezuela, donde entabló estrecha amistad con la familia Bolívar. Hasta tal punto, que fue Inés quien amamantó al Libertador cuando murió su madre. Por eso resulta doblemente curioso que sea en Venezuela donde se le concedió su más alta distinción hasta el momento: la Orden Simón Bolívar, que sólo han recibido antes que él tres jefes de estado.

 

La última

 

pregunta es muy sencilla:

 

—Doctor: ¿Cuáles son, por orden, las cualidades que más admira en una persona?

 

—Sinceridad, constancia, eficiencia y sensibilidad.

 

“Miyares Cao (I)”; en: Somos Jóvenes, n.º 116, La Habana, julio, 1989.

 

“Miyares Cao (II)”; en: Somos Jóvenes, n.º 117, La Habana, agosto, 1989.



Crónica del eslabón y la montaña

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Recién inaugurada esta mañana de noviembre, lo despierta el humillo que viene desde el horno de cal, y el aroma que despide la cocina inspeccionada por el celo matriarcal de Trinidad Valdés Amador. Las puertaventanas entreabiertas dejan pasar un chorro de luz, una delgada lámina de luz donde flotan partículas de polvo, semillas volanderas, insectos, jirones de nubes, guedejas de azul cielo.

 

Se levanta despacio, con el hábito del dolor en el cuerpo, pero ahora es el dolor en la imaginación. Le duele Don Nicolás, le duele Lino Figueredo, le duele Ramón Rodríguez Álvarez, sentenciado a los catorce años de su vida; le duelen Juan de Dios, Delgado y el negrito Tomás. Todos esos dolores se le enconan en el cuerpo justo antes de despertar, le empalidecen el chorro de sol por donde entra noviembre recién amanecido.

 

Mientras se viste, escucha martillos a lo lejos, trastear de cazuelas sobre los fogones, tintineo de cucharillas, relinchos apagados, cantos de pájaros, cloquear de gallinas, el silbo del viento que recorre las islas escurriéndose por la juntura entre dos tablas, y el fru fru de la falda de Doña Trinidad, que se mueve incesante de un lado a otro, que está, como Dios, o como dicen que está Dios, en todas partes. Menos allá en presidio, piensa y termina de ponerse los botines. Abre de par en par las hojas y entra a oleadas la luz, el vaho húmedo que flota sobre la grava del camino, el reloj de sol, más preciso que nunca en estos meses, la marea de pinos lejanos que se encrespa en dirección al horizonte.

 

Toma de la esquina superior derecha del armario un eslabón de hierro, pulido a fuerza de frotarlo entre sus manos, y se detiene un momento apoyado en el marco. La creciente luminosidad, tamizada por el verdor de los pinos, es sustituida en sus recuerdos por una marea de luz enceguecedora cuando el sol estallaba allá, en la cantera, contra la piedra blanquísima, y era como el reflejo de todas y cada una de aquellas muertes cotidianas. Pero retornan los pinos, la brisa fresca en esta mañana de noviembre. Y se encamina, pulcro de traje y de zapatos, al corredor grande, donde tropieza con los buenos días y la sonrisa de Doña Trinidad, esposa de Sardá, el bueno, el catalán maestro de obras y amigo de su padre, desde cuando Don Mariano era celador allá en el puerto de Batabanó, por donde sacaba sus dos goletas cargadas de materiales el maestro Sardá. Y para Doña Trinidad son sus primeras palabras de la mañana, amables pero transidas de cierta decepción prematura del mundo, a pesar de usted, señora; decepción que lo tiene agarrotado desde antes del 28 de septiembre, cuando el gobernador otorgara el indulto, desde mucho antes que aquí, en El Abra, soltaran sus grilletes. Y que no cesa. Aunque se aplaca, levemente. Se aplaca.

 

Camina despacio a causa de la hernia y tropieza con la plancha de hierro desde donde una mano, fundida en alguna factoría yanqui, lo saluda con sorna. La llaga en el tobillo ha mejorado, pero la de la imaginación sigue igual. Recuerda su entrada por el puerto de Júcaro: azul y verde, aroma de marismas, pinares y sudor, salitre y cielo.

 

Intercambia algunas frases con el viejo calesero negro. En la tarde, irán juntos a Gerona en busca de correspondencia, y él se limitará a prestar sus oídos a la sabiduría intuitiva de este hombre que habla a sus caballos durante cada viaje.

 

Bordea la casa de los Sardá, el rosal grande, y se detiene al pie de la montaña que se recorta contra el azul sin distracciones. Empinada la cuesta, arbolada a tramos, las rocas saliéndole por los costados, como un costillar de mármol. Y vuelve a las despiadadas rocas de la cantera, allá en San Lázaro, vuelve a las llagas, a las palizas, purulencias y miasmas de la prisión. Y esa es la integridad nacional. Bellas palabras. ¿Verdad, señores? Y piensa más aún en la montaña, y palpa el eslabón, lo aprieta entre los dedos. ¿Cuántos eslabones habrá que partir para alcanzar la cima de la montaña? ¿Cuántos?

 

Desaparece. Los pasos ensimismados, dolidos, entre los árboles. Hay distancias que reconfortan y él las necesita.

 

Tiene diecisiete años.

 

Tres meses en presidio, abonando plazos a la muerte.

 

Faltan dos para que abandone las islas, deportado a España en el vapor Guipúzcoa.

 

Hoy, quince de noviembre de 1870, tiene diecisiete años.

 

Sueña.

 

 

“Crónica del eslabón y la montaña”; en: Somos Jóvenes, n.º 116, La Habana, julio, 1989.



Silvio Rodríguez: mi amor con el futuro

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“...sé que el pasado me odia

 

y que no va a perdonar mi amor

 

/con el futuro”

 

Silvio Rodríguez (“Nunca he creído que alguien me odia”)

 

Más allá de la verja

 

de cerca peerles, más allá del pequeño jardín que quizás frecuente de vez en vez el Rey de las flores, empieza el mundo cotidiano de Silvio Rodríguez. Junto al umbral, dos pequeños cuadros con unicornios: uno perfectamente azul, otro de ese color desvaído que confiere la distancia.

 

Del otro lado de los unicornios aparece la sonrisa sugerida de Silvio, su saludo en voz queda, su mano seca y breve (como en voz queda también) estrechando la mía. Una taza de café fuerte se abre paso entre los casetes, libros, adornos, ceniceros, partituras que invaden la mesa de centro. Silvio ha hecho un alto en la tarea de ordenar la biblioteca y evacuar los papeles que se le han ido acumulando en dos años y medio sin pausas. De ahí esa sensación de desorden, de casa saqueada por gendarmes inescrupulosos. Quizás después del ordenamiento venga un desorden más racional.

 

Una frase de Guimarães Rosas en Gran Sertón: Veredas—”Vivir es peligroso”— hace el papel de preámbulo, mientras las palabras fluyen y refluyen, como un oleaje, antes de tensarse hacia este juego de preguntas y respuestas, de ataques y contraataques, que es una entrevista:

 

—¿Qué es la honestidad? ¿Cambia el concepto de honestidad con los años? ¿Se amolda el hombre a una honestidad de perfil ancho, más permisiva, menos extremista?

 

—No creo que la honestidad tenga que tener como ingrediente el extremismo, aunque pueda padecer de él. La honestidad es una de las más altas aspiraciones del espíritu exigente. Estoy convencido de que todos nacemos preparados para ella; es la educación social y familiar, influida a su vez por el desarrollo histórico, lo que nos aparta desde el inicio de ese hombre nuevo que todos somos potencialmente. Por eso la honestidad es una búsqueda dolorosa en cualquier tiempo de la vida, y hallazgo para los más exigentes, para los más rigurosos de voluntad. Aún así, se puede errar siendo honesto, y se puede acertar por lo contrario. Pero no creo que esto obligatoriamente nos amolde, con los años, a una “honestidad de perfil ancho”, porque lo que nos ensancha es precisamente la honestidad sin adjetivos mediatizadores, sin apellidos. La “anchura de la honestidad” tampoco la veo como un repliegue hacia posiciones menos comprometidas —o permisivas, como tú dices—, sino a la capacidad de sorpresa que tenga el continente de comprensión. Hace poco me hablaron de que hay quienes afirman que la verdad es distinta cada día, y esto es entender la verdad como si fuera un objeto de consumo, plástico desechable. Me parece, eso sí, que un día es siempre distinto del otro y que la verdad, como cualquier cosa que se respete, tiene que estar preparada para ello.

 

 

Para no arrancarse el corazón

 

—Todo creador lo es, en cierta medida, porque un sector de su niñez, de su adolescencia, no lo abandona nunca. Afirmo yo, aunque también esa afirmación resulta discutible. ¿Te ocurre? ¿Qué piensas de quienes pierden adolescencia y niñez con el curso de los años?

 

—Bueno, maravillarme es una de las cosas que más me ayudan a vivir. Quizás estoy un poco parcializado por eso. No hace mucho comenté algo sobre el susto de la maravilla: una sensación inefable. Quizás haya gente que sufra tanto sus sufrimientos —y valga la redundancia—, que en la desesperación intenten despojarse de todo vestigio de la niñez, pero yo dudo que lo consigan, cuando menos totalmente, porque la juventud tiene vida propia y es ella la que no quiere abandonarnos. Habrá quien viva en esa guerra absurda; pero pobre de él, porque es como quererse arrancar el corazón.

 

—”Los años son, ...

 

pues, mi mordaza, oh mujer; / sé demasiado, me convierto en mi saber” ¿Cómo has sentido eso en el plano personal y como creador?

 

—No conozco canciones más desgarradoramente ciertas sobre lo que el paso del tiempo significa para nosotros, los mortales, que las escritas por Pablo Milanés. Y no lo digo sólo porque: “El tiempo pasa y nos vamos poniendo viejos...”, sino sobre todo porque: “Los años mozos pasaron y ahora saber que hay que ser y hay que estar...”. La pregunta se las trae. Yo pienso a menudo en eso, lo que no quiere decir que tenga respuesta. Como creador, los años me han reportado una claridad en el oficio. Aparece la posibilidad de hacer más con menos. Ir más directamente a lo que uno quiere decir y cómo, porque uno se ha enfrentado varias veces al mismo problema.

 

—Aunque frente al hecho creativo creo que uno siempre se encuentra desnudo, como la primera vez, y de nada vale la experiencia.

 

—Esa es la contrapartida. Uno a la hora de crear pierde un poco de objetividad, y no hay que olvidar el papel del azar, las zonas de la creación que son totalmente aleatorias, en las que para nada vale la experiencia, por mucha que tengas; porque en ese momento, en esas circunstancias, uno pierde todas las armas.

 

El canto: esa insurgencia

 

—”¿Y qué hago yo aquí donde no hay nada / grande que hacer?” ¿Recuerdas a Villena? Es una preocupación ética que ha atacado a casi todas las generaciones, y en especial a la tuya (el ejemplo del Che, las guerrillas, irse a combatir). ¿Cómo se manifestó eso en ti en su momento? ¿El tiempo y el trabajo creador te han conciliado con tu tiempo y tu lugar?

 

—Ese poema de Rubén, “El gigante”, y otras señales de entonces, fueron entrañables formas de relacionarme con la llamada “generación del 30”, porque mi promoción, casi 40 años después, sintió lo mismo. La Revolución de Fidel y el paso del Che cristalizaron esos mismos sentimientos que eran parte de nuestra levadura histórica, en la juventud de aquel tiempo. Para mí fue una obsesión abrumadora. La frustración de no poderme convertir en guerrillero me llevó a plantearme mi trabajo, tanto creativamente como en la relación con el público, como una forma de insurgencia. Esta hambre de épica revolucionaria fue la causante en parte de que en el 69 subiera a un barco de pesca y navegara durante más de cuatro meses por la costa occidental africana; la misma necesidad hizo que me entrenara militarmente, para después viajar dos veces a Angola en 1976. Aún a principios de la década del 80 intenté enrolarme en una expedición revolucionaria a un país más cercano. Conozco gente que por el 69 o el 70 fueron capturados cuando trataban de abandonar ilegalmente la isla. Su propósito era incorporarse a las guerrillas de Latinoamérica. Por entonces también se me ocurrió esa idea, pero afortunadamente no la puse en práctica. Era la época en que los trovadores hicimos las primeras canciones autocríticas en la sociedad revolucionaria, y aquella novedad no fue bien vista por algunos; tanto, que a veces las canciones —y con ellas los cantores— eran interpretados como contra la Revolución, y se tejían leyendas absurdas sobre nosotros. Imagínate lo que hubiera inventado la maledicencia si me capturan en un intento de salida ilegal. ¿Quién hubiera convencido a aquella gente que lo que quería era hacerme guerrillero? A lo mejor ni tú me estuvieras haciendo ahora esta entrevista. Hay días que pienso que nunca he estado más satisfecho de mí que en aquellos años. Aunque todavía me siento capaz de ser guerrillero.

 

La libertad de mis convicciones

 

—¿Has sufrido censuras? ¿Autocensuras? ¿Dispones en este momento de toda tu libertad como creador?

 

—He sufrido censura pocas veces, porque siempre han sido mis amigos los que me han sugerido que no diga tal o más cual cosa. El enemigo no puede censurarme, aunque pueda, si quiere, eliminarme. Aceptar censura de tu antagonista es aceptar que le temes y eso no me parece muy digno. Sin embargo, a mí me ha censurado ocasionalmente algún compañero de trinchera para, según su análisis, poder seguir contando conmigo, para poderme defender en caso necesario. Sólo esto me ha hecho acatar, en esas escasas ocasiones, ese tipo de censura; la confianza en la visión de un compañero de probada valentía. Pero cuando la mala fe, la estupidez o la cobardía han intentado reprimirme, no han podido. Autocensuras no he padecido. He sabido aguardar por mi propia claridad cuando mis limitaciones no me han dejado encontrar la forma constructiva de plantear un problema. Siempre he dispuesto —y dispongo— de toda la libertad creadora de mis convicciones.

 

(Una llamada telefónica me deja a solas frente al enorme retrato del Che, que fuma un largo tabaco y mira de soslayo hacia la silueta de Chaplin que se recorta contra la ventana, sobre el sofá cubierto por una manta y cojines con motivos andinos. Aunque Chaplin es muchos Chaplin: una foto al otro extremo de la sala, en una estantería llena de juguetes y estatuillas, otra con el Chicuelo).

 

Volando sin asidero

 

—¿Qué vínculos o desvinculaciones encuentras entre los conceptos sexo y amor? ¿En qué medida pueden ser plenos juntos y/o separados?

 

—Bueno, nos educan para que pensemos que el sexo es un complemento del amor, pero casi nadie es muy escrupuloso a la hora de practicar con el ejemplo. Por todas partes se ve cada vez más libertad o promiscuidad (marque con una cruz) sexual. Mientras tanto, aquellos amores a prueba del tiempo, la distancia y otras calamidades, cada vez se dejan ver menos. Veo cierta analogía entre la inmadurez que lleva al joven a un estado de frenesí sexual cuando “descubre” estos dulces demonios, y lo que sucede a escala universal. Hasta hace pocos años, el sexo era un tema abordado muy pudorosamente por la información masiva. El desarrollo tecnológico ha contribuido a acelerar la propagación de las ideas y a veces me parece que las cosas pasan tan de prisa, que cuesta trabajo que algunos conceptos se sedimenten. El pensamiento está recibiendo cada vez más matices positivos y negativos, y esto implica una inestabilidad de los valores. Esta crisis de valores se refleja en la conducta, y al generalizarse puede dar una impresionante visión de caos. Es como si el mundo estuviera en una especie de adolescencia emocional. El amor y el sexo son como dos cuerpos volando sin asidero dentro de ese vehículo encabritado.

 

Una sonrisa plena, transparente

 

—¿Resulta molesto eso de ser una figura pública y que la gente te señale con el dedo por la calle, que pierdas ese sector de la intimidad que concede el anonimato?

 

—Si la cosa se redujera a eso, sería una bicoca, como diría Meñique. Tener imagen pública es mucho más que estar expuesto; podría decirse que esa es la parte visible del iceberg. La parte sumergida, la responsabilidad, es el verdadero coloso de este asunto —Involuntariamente, miro hacia la ventana, donde cuelga un gallardete con una frase extraída de alguna traducción de El Pequeño Príncipe: “Cada quien es responsable por siempre de aquello que ha cultivado” —. Ser reconocido en cualquier sitio te compromete, cuando menos, a intentar una conducta adecuada a tu entorno. Incluso te puede inducir a exagerar. Porque si eres persona que saluda bajito, y no te oyen, hay quien pueda pensar que eres mal educado —cuando no das con el que piensa que estás envanecido y que no saludas porque desprecias a los demás—. Si eres distraído, estás frito, porque ahí mismo empieza a funcionar esa mítica que las personas públicas llevan como su sombra. Hay otra cara de eso, de la que se habla poco. Es cuando el cariño que cotidianamente te expresa la gente te ayuda a sobrellevar un problema que tengas. Yo he salido a la calle deprimido y he regresado con alivio a casa, gracias a que alguien, en una esquina, en el instante de sorpresa al reconocerme, me ha obsequiado una sonrisa plena, transparente.

 

Vindicación de la soledad

 

—¿En qué dosis necesitas la soledad, no sólo como ingrediente para la creación, sino también para pensar, para vivir? ¿Has sentido algo así como la soledad del corredor de fondo que se ha escapado del pelotón?

 

—Bueno, el mundo, además de ilustrar, distrae. Quizás de ahí venga lo necesaria que es cierta dosis de soledad. La soledad ha sido un poco calumniada, creo yo. No sé si como reflejo de la imagen del burgués perdido en su mansión. Nadie recuerda que Lenin, al ver fracasada una perspectiva política, creo que cuando vivía en Londres, se fue unos meses a las montañas, bastante desconsolado, según Walter, y tras la meditación regresó fortalecido, con nuevos bríos. Tampoco se suele recordar que Jesús hizo lo mismo, marchándose al desierto. La soledad no es siniestra; todo depende de sus resultados. Para el que trabaja con ideas, es útil; lo que no quiere decir que en medio de la multitud no se pueda pensar. Yo he compuesto canciones en lugares y situaciones muy poco solitarios, pero haciendo esfuerzo extra. La concentración que facilita la soledad ha sido buena asistente del trabajo. Y como siempre tengo algo por hacer, difícilmente me aburro estando solo. Por cierto, en uno de los libros de notas de Hemingway, Norberto Fuentes encontró el siguiente apunte: “Las visitas y el teléfono son los principales enemigos del trabajo”. Quizás en una época sentí esa soledad del corredor, no porque yo me sintiera solo, como porque el medio me hacía sentirme solo, rechazado. Decía lo que necesitaba decir, pero el roce con el medio me hacía sentirme solo. Lo asumí, porque era como yo pensaba que debían hacerse las cosas, por eso en “Debo partirme en dos” dije:

 

“Yo quisiera cantar encapuchado

 

y luego confundirme a vuestro lado

 

aunque así no tuviera amigos ni citas...”

 

Pablo y yo lo hablamos a menudo. Quizás precisamente con él, porque ha sido entre nosotros uno de los más preocupados por el paso del tiempo, y lo ha sabido expresar con nitidez. Pero no era porque yo me sintiera solo. Siempre necesité hacer canciones para el momento que estaba viviendo, no para mañana. De ahí que no me sintiera solo.

 

Soy un animal con sensaciones

 

—Como creador tienes una responsabilidad social con el público, y una responsabilidad contigo mismo, en tanto tienes que ser absolutamente honesto en el momento de la creación. ¿Cómo funciona esa dualidad para ti en el momento de la creación y después? ¿Cómo conjugas ambas cosas?

 

—En mí predomina lo intuitivo. Soy un animal con sensaciones. Cuando hago canciones o cualquier otra cosa creadora, la responsabilidad no está sentada frente a mí con una regla que azota mis manos —y muchos menos mi cabeza—. Yo gozo lo que hago, lo que construyo. El trabajo es una recreación de mi sustancia, aunque con frecuencia tenga que sudar fuerte para resolver una dificultad expresiva. Luego resulta que está terminada una canción y entonces la miro (la miro escuchándola) y me hago preguntas, porque aprendí que las canciones sólo te pertenecen mientras las estás haciendo. Luego cobran vida propia; porque se te desprenden como el huevo a la gallina. Por eso las miro y me digo: Termine en el sartén o en pollito, esto no es más que un huevo puesto. Yo soy la ponedora. ¡A trabajar! Aunque pueda parecer más viril aquella frase, también de Hemingway: “Cuento terminado, león muerto”; me parece el mismo sentir.

 

Mi juego predilecto

 

—El trabajo del creador suele ser obsesivo. Por eso a veces es tan importante saber trabajar como saber descansar. ¿Cómo descansas tú?

 

—La creación es una fiesta. Un ejercicio divertido para la inteligencia y para el hambre de saber. A veces los ensayos, los conciertos, las grabaciones y las giras dejan poco espacio para mi juego predilecto, que es ponerme a inventar canciones. Por eso la mayor parte de las composiciones de los últimos años sólo han podido aparecer en los días de vacaciones. Y te juro que esos instantes de trabajo han significado un magnífico descanso. ¿Quieres más café?

 

—Siempre.

 

 

(Pero aunque Silvio sale a buscar el café, me deja en compañía de otro Silvio pintado por Guayasamín, que me mira desde la pared con ojos redondos como pelotas o como mundos —quién sabe, estando Guayasamín de por medio—. Quedo también en compañía de una foto de mujer donde el pelo es aureola y el rostro ha sido usurpado por una oquedad de sombra. Cabalgando hacia ella, media docena de unicornios de cristal).

 

Obsesiones

 

—Todo creador tiene un limitado número de obsesiones a partir del cual compone un universo narrativo, poético, creativo en general. ¿Cuáles son tus obsesiones, las ideas básicas que bucean o sobrenadan en toda tu obra? Digo, si puedes formularlas explícitamente, lo que no siempre sucede.

 

—Creo que cualquier asunto puede ser motivador para la creación, más cuando se tiene bien engrasada la maquinaria del oficio. Cuentan que Maupassant escribió algunos de sus más famosos cuentos luego de preguntar en la tertulia de sus amigos sobre qué querían que hablara su narración del siguiente día. Yo estoy lejos de semejante eficacia, aunque consciente de que la creación está compuesta por una considerable zona artesanal. Necesito inspirarme y sobre esto tengo poco control. Pudiera decir que tengo una balanza con un eje central. Eje de la inercia, que siempre está pesando dos sentimientos continentales: felicidad e infelicidad. Cuando una de estas dos motivaciones pesa más, se produce una chispa que pudiera terminar en canción. Debajo de cada una de estas palabras se podría hacer una larga lista temática que podría resumirse en: lo que me hace feliz y lo que no.

 

La fantasía no existe

 

—Sé que sientes una especial predilección por la ciencia ficción y por la literatura fantástica. ¿Qué nexos hallas entre la fantasía imaginada por el hombre y la fantasía real de lo cotidiano?

 

—Yo creo que la fantasía no existe. Fantasía es un término insuficiente para ciertas actitudes de la imaginación, porque la imaginación no puede crear sin fundamento. Incluso los desvaríos de la locura tienen su origen en señales recibidas que no pueden ser organizadas porque se padece de cierta patología. Creo que hasta el absurdo puede tener cierto sentido. Las obras fantásticas que menos recomendaría, son las que invitan a hacer lo que el avestruz; pero aún estas obras me parecen producto más de la desesperación que de la lucha de clases, como se ha dicho. Es difícil, por no decir imposible, que algo salido del hombre no refleje de algún modo la realidad. Podemos tomar, por ejemplo, la ensoñadora leyenda de Cenicienta: no puedo dejar de ver la amarga ironía de quien la concibió; como también es obvio que se trata de una historia de desigualdades e injusticias, que toma partido por la bondad. Creo que la literatura fantástica y la ciencia ficción tienen algo en común: su aliento metafórico. En el mejor de los casos, poético. Y en ese trasfondo, veo también analogía con lo que se ha llamado realismo mágico. Dice García Márquez que le gusta leer a Conrad y a Saint Exupery porque abordan la realidad de un modo “sesgado” que la hace parecer poética, aún en instantes en que pudiera ser vulgar. Pero te repito: la fantasía no existe. El hombre, quiéralo o no, es un espejo, y su imaginación es también parte de la realidad. Lo más grande que conozco al respecto lo escribió Raúl Roa García, en su libro sobre Rubén Martínez Villena: “La imaginación de la realidad suele ponerle rabo a la realidad imaginada”.

 

Parto de sobresaltos rítmicos

 

—A veces siento que en tus canciones la consonancia del verso, por obligaciones musicales, monta sobre la idea, la arrastra, y no viceversa.

 

—Es probable que tengas razón, y ojalá no lo hayas “sentido” demasiadas veces. En un principio, porque no me daba cuenta de este aspecto formal, me ocupaba poco de consonancias y asonancias. Después, leyendo mis propios textos, había cosas que me sonaban feas y me di cuenta que era mi carencia de escrúpulos ritmáticos. Claro que éste no debe ser el valor primario de un texto, pero es parte de una coherencia formal que debe ser consciente. Sin embargo, esto es sólo una escaramuza de mi combate artesanal, porque generalmente parto, para escribir los textos, de ciertos aires melódicos, de densidades armónicas, de sobresaltos rítmicos de la música. En medio de todo este berenjenal trato de ser respetuoso con la idea, aunque a veces las canciones empiezan a decir cosas ellas solas, sin consultar conmigo. En estos últimos casos, me entero de lo que quieren decir cuando han terminado de manifestarse a su antojo.

 

El aliento es más importante que el estilo

 

—Hay sectores de tus letras netamente vallejianos (sobre todo en los inicios), martianos (me vienen a la mente El rey de las flores y Ojalá, que también tiene de Góngora), y un tono más conversacional que salpica hasta tu obra más reciente. ¿No tienes prejuicios poéticos?

 

—Prejuicios no, pero, cuando menos, elementos de juicio, espero que sí. Siempre me ha parecido que el aliento es más importante que el estilo. Primero lo puse en práctica intuitivamente; después llegué a la conclusión. Cada trabajo es una experiencia en sí misma, aunque forme parte de todo un quehacer. Desde que comencé tuve inclinación por la diversidad, de modo que cada canción fuera una aventura singular. Por otra parte, como tú señalas, es cierto que al principio estaba fuertemente influido por Vallejo. Lo leía mucho, lo absorbía porque me identificaba con el carácter de su obra. Todavía se me sale un poco. Y esto lo digo sin pesar, porque aunque nunca me quise parecer a nadie, ni siquiera a mí mismo, tampoco me avergüenzan las buenas señales.

 

Martí y otras influencias

 

—¿Cuáles son las lecturas a las que regresas como el asesino al lugar de los hechos? ¿Tus pintores, aparte de Chagall? ¿Tus músicos?

 

—Tengo muchas lecturas favoritas y quizás fuera largo meterme a inventariar todo eso, pero a Martí regreso tan a menudo que lo que resulta es que nunca lo he dejado. Desde hace casi tres décadas lo visito, cuando menos, varias veces al año. Otro tanto me sucede con la pintura y con la música. Pero te voy a mencionar algunos nombres indelebles: Van Gogh, Carlos Enríquez, Sindo Garay, Bethowen y The Beatles.

 

—¿Qué incidencia ha tenido en tu música y en la de los más recientes trovadores cubanos, la música brasileña?

 

—La música brasileña me llegó, a través de Martín Rojas, hace bastantes años, en canciones de Caymi, Joao Gilberto y Tom Jobin. Poco después de aquello, aparecieron las primeras cosas del tropicalismo y me impresionó especialmente la música de Gilberto Gil. Los músicos que después conformamos el Grupo de Experimentación Sonora del ICAIC llegamos a hacer un concierto de canciones brasileñas para manifestar nuestra identidad con aquel movimiento, en muchas cosas similar al nuestro. Se me han quedado rasgos más o menos visibles (o audibles) y el ejemplo obvio es Pequeña serenata diurna, aunque lo de entonces y lo de ahora se ha homogeneizado en mi propio mundo. Me parece que la influencia brasileña es más evidente en algunas composiciones de algunos trovadores de hoy, pero es probable que sea una etapa y que ese carácter tan marcado termine fundiéndose con todo lo que les está marcando e influyendo, y esto de lugar a la acabada expresión de cada uno.

 

Y terminar (¡al fin!)

 

—Si pudieras hacer una breve relación de las diez cosas que más amas, ¿cuáles incluirías?

 

—Seguro no incluiría preguntas como esta, que parece ingenua y es como para partirte la cabeza en dos, pensando. Rápidamente te podría decir algunas como el universo, Cuba, la Revolución, mi familia, San Antonio (mi pueblo), las artes, los duendes, hacer el amor y terminar (¡al fin!) entrevistas tan largas...

 

“Silvio Rodríguez: Mi amor con el porvenir”; en: La Gaceta de Cuba, La Habana, junio, 1989.