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En el nombre del pueblo: Irma Elena

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La niñez se desliza por sus ojos con un regusto de prehistoria efímera. Una prehistoria de doce años, porque fue entonces cuando Irma Elena desembocó en la historia.

 

Preludio

 

Cuando estaba estudiando, yo me iba a meter a las manifestaciones, aunque no tenía ningún conocimiento de lo que era la historia. Salíamos a hacer pintas, a pegar afiches. No estaba del todo integrada. Era una colaboradora nomás. Más bien empecé porque me gustaba andar en esos revoltijos, ver a los guardias corriendo y que nos echaran balazos. Ganas de andar fregando, de andar carrereando por ahí. Con las charlas políticas y eso me fui dando cuenta de que no era salir a manchar. Entonces comienzo a madurar, sobre todo después que un compañero, que cayó ya, me recluta y me explica el por qué de la lucha.

 

Sí, en esa época tomamos una iglesia. De allí salió la manifestación. Fue masacrada. Tomamos algunas emisoras, el Ministerio de Educación. Ya entonces me dedicaba de lleno al trabajo con las masas. Mi primera manifestación fue en el parque Libertad, en el centro de San Salvador, en repudio a una masacre de campesinos que pedían tierra para trabajar.

 

¿Mis padres? Bueno, ellos pensaban al principio que me dedicaba a la prostitución: llegaba tarde a dormir o no llegaba. Pasaba semanas sin venir. O llegaba manchada de pintura. Y entonces supieron en lo que andaba. Me dijeron: “Andate, que no queremos tener problemas con los enemigos”. Y me echaron de la casa. Eso fue después que me vieron en actividades políticas.

 

Después que me incorporo de lleno al Frente, recibo educación militar. Primero fue el trabajo de masas, después, durante la ofensiva general de 1981, participé en ataques y toma de poblaciones. Los tres años antes de mi captura, el Partido me encomendó el trabajo clandestino sin salir de San Salvador.

 

Fue en la misma ciudad, en plena calle. Sí, me capturó la Guardia Nacional. Yo estaba “quemada”. Habían decidido sacarme por eso. Pero hubo unos atrasos y entonces me cayeron. El Partido no considera que me hayan puesto el dedo.

 

El último círculo

 

Yo estaba realizando una tarea. Varios hombres vestidos de civil comenzaron a caminar detrás de mí. También una camionetilla Cherokee de vidrios polarizados. Allá las usa mucho el Escuadrón de la Muerte. Cuando vi que era conmigo la cosa, comencé a caminar rápido, y ellos aceleraron su paso. Seguidamente me agarraron, porque cuando intenté correr, ya la Cherokee se me había atravesado delante. Por detrás venían los dos hombres. Al mismo tiempo me estaban apuntando. En ese momento yo lo que pensé fue correr con idea de que me tiraran. Porque siempre pensamos: antes que nos capturen, es preferible que nos maten. Pero ellos me agarraron cuando intenté correr. No me tiraron, porque la idea era agarrarme viva. Me viraron hacia atrás los brazos. Cuando me llevaron a la puerta de la Cherokee, yo me abrí, me agarré de la puerta y ahí me dieron un culatazo en la espalda. No me pudieron meter. Caí al suelo e intenté correr de nuevo, pero me volvieron a pegar otro culatazo, que ese sí me venció.

 

Me pusieron las esposas, me vendaron, me quitaron el reloj. En ese momento yo pensé que lo único que tenía cerca era la Guardia Nacional. Empecé a hacer el cálculo del tiempo que iba a demorar. Exactamente. Me llevaron a la Guardia Nacional, en el centro de San Salvador. Me llevaron del pelo, a empujones, y empecé a caminar. Adentro me desnudaron, porque saben que si uno queda vestido, lo que hacen muchos compañeros antes de ser torturados, es ahorcarse. Después, desnuda, empezaron a golpearme. Mientras, me insultaban, me decían palabras obscenas y me manoseaban. Seguidamente me dejaron ahí tirada y se fueron. Regresó otro y me levantó del pelo. Me llevó a la sala de interrogación, donde empezaron a preguntarme por mi nombre legal, la organización a que pertenecía, las tareas que me había asignado el Partido, qué tareas había cumplido yo, cuántos guardias había matado, cuántos buses había quemado, y una serie de preguntas más. Yo me negaba. Lo que decía era que yo no había participado en nada, que estaba estudiando. Incluso dije que era evangélica, porque sucede que a esa religión la respetan un poco. No que la respeten, sino que en esa religión hay cuerpos del régimen infiltrados. Me dijeron que eso era mentira y me siguieron insultado. Después, me llevaron de nuevo al cuarto y continuaron golpeándome. Empezaron a manosearme y abusaron de mí. Luego me acostaron en una cama y me pusieron los choques eléctricos. Me echaron agua fría, me conectaron unos cables en las puntas de los pies, atrás de las orejas, bueno, yo me estremecía toda y caía desmayada. Cuando volvía en mí, me preguntaban lo mismo. Y yo me negaba. Pasó ese día y esa noche.

 

Al siguiente día, me golpearon, me dieron puntapiés, me halaron el pelo y seguía vendada. Al tercero me pusieron la capucha, que es una bolsa plástica de cemento o cal. Se la meten a uno por la cabeza y se la atan al cuello. En esos momentos uno empieza a perder la respiración y cae desmayado. Al cuarto día, me pusieron los choques eléctricos. Al quinto, me hicieron una tortura que llaman “el avioncito”: le halan los brazos hacia atrás y la abren a una y se le sube un hombre en la espalda y empieza a retorcerte. Todos los huesos empiezan a estirarse. Yo insistía en que no pertenecía a ninguna organización y me decía: Si tantos compas han caído en manos del régimen y han resistido, ¿por qué yo no voy a resistir si yo tengo fuerzas también y lucho por una causa? Entonces me levantaba la moral y me decía: Tenés que hacerle huevo, que es como nosotros decimos. Tenés que afrontarlo. Pasé ocho días sin tomar agua, sin comer. Y me resistía a pedirles e implorarles. Los choques eléctricos me dejaban la boca seca y la lengua como partida. A los ocho días pedí que me dieran agua. Lo que hicieron fue llevarme un bote de leche con orines. Cuando sentí que eran orines, pero a saber de cuánto tiempo, porque era un hedor tremendo; yo me les quedo viendo y les digo que no quería. Entonces me los lanzaron encima. Luego me llevaron comida, a los diez días, pero los frijoles estaban hasta con gusanos y el arroz, con esa natilla verde que le sale cuando está podrido.

 

En el décimo día me llevaron a la sala de interrogación. Me hicieron las mismas preguntas, me ofrecieron cierta cantidad de dinero y el pasaporte en ese momento, para enviarme a Estados Unidos. Yo les dije que no. Entonces me dijeron que me iban a pasar a los tribunales si yo colaboraba con ellos. Y eso es una maniobra, porque uno piensa que si la van a presentar a los tribunales no la torturarían más; pasará al juzgado y de ahí a la cárcel. Yo esperaba que alguien llegara, ver asomarse a la Cruz Roja Internacional, para que vieran que yo estaba allí. Pero estaba en una celda aislada, y lo único que se oía eran lamentos, gritos de los compañeros torturados. Puede que fueran reales, de alguien que estaba siendo torturado, pero quizás fuera una grabación, porque se escuchaba todo el día. Yo estaba toda adolorida y morada. Me dolían hasta las uñas y el pelo. Me preguntaba hasta cuándo. A los veinte días me sentía bastante bastante débil, me sentía morir, ya lo único que quería era que me llevara un golpe, que me mataran mejor. Pero como a los veinte días me dije: Bueno, esto es un hecho. Van a matarme. Aunque sea de palabra tengo que defenderme yo. No me puedo morir con la boca cerrada. Así a los veinte días yo empiezo a insultarlos. Les decía que eran unos perros. Ya estaba decidida pues. Y lo peor para ellos es que a una mujer, que es más sensible, no logren doblegarla. Eso los enfurece más y hace que se ensañen. Se sienten débiles.

 

A los veintiún días me dijeron: esta es la última vez que te damos, pero si no colaboras con nosotros, te vamos a matar. Que conocían dónde vivía mi familia y la iban a matar. Y yo les dije que si mi familia iba a morir, pues yo también iba a morir, pero yo no iba a colaborar. Entonces les dije que sí, que estaba organizada, pero que no les iba a decir nada más.

 

Yo no sabía cuándo era de día y cuándo era de noche, porque había estado todo el tiempo vendada en un cuarto donde no entraba la claridad y había perdido la noción del tiempo. Era una celda pequeñita. Cuando una vez logré aflojarme un poco la venda, vi que las paredes estaban llenas de sangre y había pintadas muchas consignas: “Compañeros, no se dobleguen ante el enemigo”, “Compañeros, sigamos adelante”, “Patria o muerte”, pintadas por compañeros que habían estado en esa celda. Esa fue mi única comunicación con ellos: las consignas en las paredes.

 

En los veintidós días comí sólo una vez y tomé agua dos veces. Cuando comí fueron unos frijoles que estaban mejor que los de la primera vez. Y me los pude comer, pero me dieron diarreas. Lo hice en la misma celda y estuvo allí hasta que se secó.

 

No. No hubo días peores. Los veintidós días fueron una tortura. Hubiera preferido morirme veintidós veces. Pero nunca me dieron ganas de llorar, sino una rabia, un odio.

 

A los veintidós días, en la madrugada (creo) me dicen que me ponga un blúmer, que me iban a dar una vuelta, que me iban a sacar a pasear. Entonces me dije: Bueno, hoy sí se me llegó la hora. Ese paseo que dicen, es que me van a dar mecha, o sea, a matarme. Me vestí y me metieron esposada, vendada, en no sé qué tipo de vehículo. Empezaron a dar vueltas y vueltas alrededor del lugar donde me iban a dejar tirada. Por fin me bajaron. Sentí que era grava y había mucho viento. No sé qué lugar sería, pero tenía que ser muy elevado, por la brisa. Me hacen un interrogatorio, y lo que hice fue insultarlos. Sentí en ese momento que me daban un golpe en la cabeza. Caí y sentí otro golpe, y me chorreó algo espeso por la cara. Y comencé a sentir el olor a sangre. Como ya me habían quitado las esposas, pienso que los dedos los perdí en la angustia que yo sentía que metía las manos. En el momento que me golpeaban la cabeza yo tenía como la alucinación de que era una pesadilla. No sé si era el paso de la muerte o qué sé yo. ¿Será que estoy dormida y es una pesadilla y quiero despertar? Me seguían dando y me seguían dando, pero ya a mí no me dolía. El cuerpo lo tenía remallungado con tanto golpe que me habían dado. Sentía que se me movía la cabeza. Los brazos los sentía calientes y un leve ardor, hasta que perdí el conocimiento por completo.

 

Después (me imagino yo), como muchos casos que han sucedido, de que hay mucha gente de la población civil que ve, y mucha gente no se va. Lo que hacen es quedarse allí escondidas. Esa gente no se fue. Y lo que hizo fue que después me entregó a la Cruz Roja internacional. Mi captura ya había sido denunciada a ellos y a la Comisión de Derechos Humanos.

 

Después me suturaron. Tengo 38 heridas, casi todas de machete. Siete en la cabeza. Dos hundimientos craneales. Perdí la visión de un ojo por un culatazo. Perdí tres dedos y la movilidad de la mano derecha. Estuve tres días en estado de coma, por los golpes en la cabeza. Por eso el Partido elaboró dejarme por un tiempo adentro. Por supuesto, con grandes medidas de seguridad. Y así, cuando ya estaba un poco restablecida, salí del país.

 

Desconozco si mi familia sabe algo de mí y de mi hermano. ¿Mi hermano? Fue capturado después de mí y torturado. Ahora debe tener dieciséis años. Desconozco si está vivo.

 

—¿Qué nombre te damos en esta entrevista?

 

—Irma Elena. Fue una comandante nuestra que cayó y fue masacrada.

 

—¿Qué edad tienes?

 

—¿Yo? Veintitrés. Cuando me capturaron tenía 22 años.

 

“En el nombre del pueblo (I) Irma Elena”; en: Somos Jóvenes, n.º 71, La Habana, septiembre, 1985.