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Sin perder la ternura

Sin perder la ternura (cuentos) Ed. Letras Cubanas. La Habana, 1987. Edición: Isel Rousseau, 104 pp.

Incluye catorce historias de amor que transcurren hoy, ahora mismo. Al decir del autor, pertenecen a una nueva generación en busca de un lenguaje distinto que narre sus experiencias. Cuentos cortos cuyo común denominador son los nombres de Teresa y Gabriel, personajes centrales a quienes indistintamente envuelven la ternura, la casualidad, la lujuria o la muerte, se entrelazan sin continuarse para conformar un libro que se aproxima más a la vivencia experimental que a la ficción. Son estas páginas un primer paso del autor, quien emprende el camino de la literatura con un objetivo bien definido: narrar su realidad «sin perder la ternura».

SOBRE SIN PERDER LA TERNURA:

Martí, Agenor; “La mano en las experiencias”; en: Periódico Granma, La Habana, 1987.

Velázquez Medina, Fernando; “Para vivir la ternura”, en: Caimán Barbudo, La Habana, 1987.

González González, Daniuska; “De la ternura y otras obsesiones”; en: Periódico Girón, Matanzas, 7 de octubre de 1990.


DE SIN PERDER LA TERNURA:

Sensitiva

Sensitiva (Mimosa pudica,L.): Leguminosa silvestre

de hojas compuestas, con foliolos pequeños y flores rosadas

en cabezuelas. Al menor contacto con una parte

de la planta, toda se cierra. Los estudios botánicos

discuten si se trata de simple irritabilidad

por causas mecánicas, o verdadera sensibilidad vegetal.

La única vez que lo dije, Carlos se rió tanto. No supe cómo explicarle que cada uno tiene su difraz de árbol, o de arbusto, o de bejuco parásito, o de hierba. Fui incapaz de traducirle a nomenclatura botánica el día que ella entró al aula con su falda de cuadros. La integral se detuvo en la pizarra a medio calcular, alzó los ojos y de puro mirarla, su ecuación casi le pide el divorcio. Pero Teresa no hizo caso. Nos fue salpicando de goticas minúsculas que se escurrían de sus ramas; mientras atravesaba las filas hasta el fondo, no sé bien si del aula o de nosotros. Fueron cuarenta ojos lamiéndola desde las piernas al cabello oscuro. Cuarenta ojos transparentándole la ropa, mientras sus senos arañaban nuestros buenos y malos instintos, como un rastrillo de jardinero sobre el cemento crudo de los parques. Carlos no podía entender de espinas, hojas, tallos velados bajo sus caderas. Menos aún que sus hojas se cerraran intactas apenas acercarse las manos. Yo no supe explicarle.

Primero fue, para los ligones de pupitre, un mogote de ésos que no se sabe por dónde escalar: paredes verticales de caliza. Y los alpinistas profesionales de muchachas nuevas le daban vueltas buscando un asidero para encaramarse hasta sus labios. «La raspadura», le decía Julio, «por las moscas, tú sabes». Y eran bandadas de moscones a su alrededor, dándole vueltas como si Dios hubiera fabricado a Teresa con puro dulce de coco. Un par se lanzaron a trepar sus flacos, pero no hubo manera de llegarle. Y regresaron disfrazados de zorras sin la uvas. Después de tantos siglos, siguen verdes. Aunque los argumentos sean otros: «Lo rebuenísima que está, por eso se da tanta lija». «¿Qué se ha creído ésta?» O «Mejores que ella las he tenido en posición horizontal y sin aretes».

Sí. Duriba, con b. Vicedecano. ¿Marcia me dijo? Marcia: ¿Me dijo usted que su tesis es de Sicología? ¿Y no había ningún otro tema acorde con la sociedad que estamos construyendo? Pues mire, jovencita: En esta Universidad las cosas son diferentes: Aquí estudian los que van a edificar el país. Formamos revolucionarios. ¿Comprende? Y quien no esté a la altura de esa misión histórica, sobra. Yo sé que hay millones por ahí con desequilibrios. Pero esos que se vayan al siquiatra. Yo llevo veinte años sin descansar, trabajando para la Revolución, sin atender casi a mis hijos y a mi mujer para ocuparme ahora... (...de esta muchachita con sus casos patológicos raskolnikov dostoievski crimen y castigo aunque no haya matado a nadie ni que uno se acordara después de cuatro años). Sí. Será la segunda o la tercera causa de muerte en adolescentes. Como si fuera la décima. ¿Y qué quería saber?

Al principio parecía seca como la arena de un reloj. Iba cayendo, turno a turno, desde Algebra Lineal hasta Física I, para depositarse al fondo de la guagua después del mediodía. Descubrimos su risa cuando Carlos, dormido, se cayó del pupitre en pleno seminario de Cálculo. Una risa vegetal, de arbusto nuevo, que se siguió burlando en la memoria hasta el fin de la clase.

Si en un país como éste cada uno pusiera por delante sus minucias personales, estaríamos tratando todavía de intervenir las empresas privadas, jovencita (y el decano Julio César tuviera su negocio no se habría limpiado en la Limpia del Escambray de su trastienda burguesa ni sería decano claro que no es lo mismo dispararle a un tipo que te puede matar o a un bulto que se escurre en un cerco que ir limpiando ésto de gentes que no se han puesto a la altura del Proceso Revolucionario blandenguerías de burgueses rehabilitados todavía quieren vivir como les da la gana relajada la disciplina y) No. La escucho. La escucho.

Yo era entonces «el flaco de los espejuelitos que se sienta en la tercera fila». Ni siquiera Gabriel. Y ella quedaba a nueve asientos de distancia: en otro continente. Cuando empezaron a llover las tareas de Dibujo, recobré mi nombre: «Gabriel, un isométrico»; «Gabriel, esta tuerquita, hermano, que no sale»; «Gabriel, la vista lateral izquierda». Y a ella no le salían ni dibujos infantiles de papás y mamás como alambritos. Aproveché un receso para cambiarle sus seis planillas, condecoradas a toda página con ceros rojos, por otras seis, impregnadas aún de café fuerte, humo y madrugada. Al día siguiente, en el último plazo, cruzó el aula para entregarlas al profesor —que quizás esperaba un suspenso con oportunidad para revalidar, cualquiera de estas noches, a solas en la cátedra—. Al ver los impecables dibujos, guardó desolado los folios de papel alba en la carpeta azul, no en la fatídica negra. De regreso, ella me dejó una mirada muy larga dentro de los ojos, una sonrisa y su mano sobre mi hombro antes de alcanzar su sitio allá en el fin del mundo. Nunca me dio las gracias.

Teresa fue el odio de las muchachas que no querían desnudarse después frente al espejo. Vino entonces su risa, su modo de llevar la belleza como algo que le hubiera caído y no se diera cuenta. Hacer un moño a Lidia, la Vizca, en diez segundos, para que pareciera menos fea; o sus libretas: juegos a los ceritos, palomas y flores torcidas, entre las que naufrabagan algunas notas huérfanas de clases. Con el paso de las semanas, cayeron, uno a uno, los alpinistas. Se acercaron a ella, una por una, las muchachas.

El tipo más hijoeputa del aula era el enano. Recomendaban cualquier libro, y él se aparecía a la mañana siguiente con el suyo y otro de regalo («por si no lo tenía, profesora»). Y entre la desbandada del receso: «Profesor: mire a ver si está bien el ejercicio». O peor: «¿Por qué yo saqué cuatro y Berta cinco, si pusimos lo mismo en el examen y yo le repasé la asignatura?». Por eso cuando ya estaba alcanzando la escalera, en plena contrarreloj, lo cargaban entre dos hasta una cuadra de distancia, y con su paso de enano, media tracción, decían los jodedores, siempre llegaba tarde. O lo trepaban en el laboratorio de inorgánica a la banqueta, mientras el instructor se hacía el bobo; lo alejaban de mesas y paredes. No podía tirarse. Teresa lo bajó dos o tres veces. No por eso fue menos hijoeputa.

Al principio, Teresa no les hacía caso. Ellos pasaban, le abrían la portezuela: «te llevo cómoda, niña»; «¿me estabas esperando?»; «a donde tú me digas». Todos iguales: medios tiempos, entradas, cinco bolígrafos y agenda, barriga cervecera sustraída provisionalmente por una inspiración profunda para abultar los pectorales. Todos con fotos en la cartera de mujeres bien peinadas y niños, todos con olor a Populares Superfinos, colonia Fresca y gasolina estatal.

Sigo pensando que mejor se ocuparía de las escuelas en el campo o qué sé yo, en vez de hurgar los retorcimientos mentales de una pu… prostituta. Claro que me consta. Desde que llegó todos lo sabían. Con aquellos muslos provocativos y la sayita enseñando más de lo que tapaba (por lo menos indicaba donde había que mirar si no eras maricón), sobre todo cuando se sentaba en los banquitos del patio. ¿Involuntario? Negativo. Era un gesto muy estudiado, jovencita. El vendedor y su mercancía, para ser exactos (y que uno no se la pudieran sacar de la cabeza). Riéndose y haciendo contorsiones en el banco, le saltaba la saya cortiquísima y los muslos a veces hasta la entrepierna. El día menos pensado venía sin ropa interior. Y no de gratis, entendámonos. Mientras sus compañeros esperaban disciplinadamente el ómnibus, ella se iba en un carro distinto todos los días. ¿Casual? Casual un día, pero no todos todos todos. Quién me va a hacer el cuento (ni que fueran comemierdas para ponerle gratis el transporte a ella precisamente). Hasta el Decano. No. Nunca la llevó, pero a veces bajábamos y ella estaba a la caza en la parada y (y a Julio César se le veían las ganas de pasar como los otros y abrirle la puerta pero las canas por lo menos se las respeta) yo le notaba cierta inclinación, pero habría sido injusto con los demás alumnos, y en su posición política (qué posición ni posición que ya no puede con una hembra como ella a los sesenta años ganas no le faltaban será por eso que se aflojó después siempre se aflojan el burguesón de atrás que se les sale).

Después sí aceptó: Ladas rojos, azules, Moskovich, Fiat, Peugeot, VW, Volgas negros, un viejo Ford cola de pato. Nunca muy seguido en el mismo. «Servicio de recogida y gratis, viejo», se reía Julio. «Si yo tuviera su culo, cogería botella en helicóptero».

A las nueve de la noche, en el parque de Calzada, me senté, prendí un cigarro mientras leía (Mozart, Wagner, Chaikovski) en la fachada del Amadeo Roldán. Teresa apareció de pronto con las libretas aún, la misma ropa, los ojos semicerrados, al borde de la noche y del banco. «Ninguno sirve, Gabriel». Deshice la colilla bajo el tacón. «Ustedes los hombres, Gabriel, ninguno sirve». Quité los libros de sus piernas, no fueran a mojarse con el llanto que le salía sin sollozos ni espasmos. Como un río viejo, a punto de perderse. El cincuentón del Lada 1500, atento siempre y educado —flores en la guantera, podrías ser mi hija, no tengas miedo, hay hombres por ahí que no respetan, mis niñas son de tu edad, o poco menos, el trabajo, las preocupaciones, ¿tus estudios?— la había invitado a casa. «Ya le he hablado de tí». «Quiero que conozcas a mi esposa». Pero no. Era el apartamento de un amigo, sospecho. El hombre no encontraba ni el interruptor de la luz, ni el azúcar, ni el café, ni las tazas. Teresa quiso irse, pero la educación del hombre se fue escorando entre «no seas boba», «si estamos bien aquí» y «la experiencia de los hombres maduros»; hasta irse a pique en forcejeos y botones arrancados. Al fin, ella pudo patearlo y huir, la blusa rota, las hojas plegadas sobre sí: un amasijo verde con espinas. «No todos». «Tienes razón, no todos». Fuimos en silencio hasta su casa, en la calle Obispo, junto al bar de alcohólicos sinónimos: ojos inyectados en Coronilla con menta la desnudaban a la vez de cien modos, la echaban en cien camas distintas. Teresa no me invitó a subir. «Hasta mañana».

De niño pasaba horas mirándolas. Esperando que les volviera la confianza de abrir las hojas, dejarse acariciar, oler el viento. Llegué a domesticarlas con el tacto del aire, del sol, la noche. Pero aquellos tipos eran capaces de arrancar a Teresa con raíces y todo, por no ser viento en sus hojas. Yo le hablé del arca, del diluvio. Me llamó Noé. Porque cuando arreciaba sobre ella la tristeza, venía a oírme contar —guerras, amores, días lluviosos que iba sacando para ella de los libros—, a meterse en mi arca: un cofre donde mullirse con interiores de palabras. No se dio cuenta que bajarían las aguas, que el arca encallaría sobre el techo de un monte, que la abandonarían a su suerte: polvo de árboles y mar. Hasta que afuera escampaba y volvía a su uniforme de Teresa.

Cogía botellas como quien sube al ring o va a la guerra. Pretendían comprarla con gasolina y aceptó: tú compras, pero yo no pago. Un juego sórdido: nunca se sabía quien ganaba a quién. Burlarse era su única venganza, su única agua para lavarse de la piel los ojos turbios. Muchos pensaron que pagó. Algunas muchachas también: una libreta que no se presta, una mirada a sedal, una respuesta breve (demasiado breve). Otros que no, que sabía retirarse justo a tiempo. Siempre estuve seguro: pagó de sobra: la sonrisa se le volvió vieja.

Pero lo peor fue que de cinco aprobó dos en el primer semestre. Y nadie sabe cómo.

Cuando pidieron el informe (si lo dejo Julio César manda unas referencias que ni vanguardia nacional de lo babeado que lo tenía la muy puta), fuimos absolutamente objetivos: empezando por lo docente: Esa muchacha no suspendió el receso porque no se examina. Y eso no es parcial ni subjetivo, como pensaría alguno. Nunca falta quien lo piense si es cosa de actitud o de moral. Pero un suspenso es más objetivo que el Habana Libre y ella los coleccionaba. No por bruta. Se veía a una legua que para otras cosas era bien bicha. Pero mirando por la ventana o jugando a los ceritos no se pueden obtener sino ceritos.

Aquel domingo habíamos ido en camiones descubiertos al trabajo oblivuntario. Hasta las tres de la tarde aceitamos las bisagras agachándonos sobre los surcos. Y en cada movimiento las miradas se cortaban sobre el pantalón, increíblemente intacto, de Teresa. Entre ellas, la de Marlon Duriba, profesor de Introducción a la Especialidad, vicedecano, lejano como Dios (o como el Dios de Dios) y responsable de nosotros, o mejor, del trabajo voluntario. Miradas untuosas, como ranas sorprendidas en un fregadero. A las tres, el cielo adoquinado anunció lluvia, y la parcela estaba limpia de malas yerbas y sobrada de malos estudiantes. «A los camiones, caballeros», fue el grito de abordaje. Teresa y Maribel se llevaron la medalla de oro en campo arado: los cien metros no tan lisos. No había cinta que romper en la meta; sólo la cabina del camión, el único resguardo donde sobrevivir a la emboscada de la lluvia. Allí se acurrucaron ellas, para contento del chofer. Duriba entonces les abrió la puerta. No pudimos oír bien, pero fue algo como bájense, todos los alumnos tienen que ir arriba. Teresa lo obedeció con desgano (desprecio) mientras mascullaba: «Estos ma....yimbones». Se lo soltó en el oído sin soltárselo a la cara. Marlon las empujó sobre el camión con unos ojos más fríos que de costumbre. Montó junto al chofer (que no agradeció el cambio) y ordenó la salida. El lunes citaron a Teresa para consejo disciplinario. Solicitaban su expulsión por ofensas al vicedecano y falta de respeto. Todos testificamos que había dicho mayimbones, no maricones (que entre eufemismos burocráticos consignaba el informe). La cosa terminó en amonestación y nota al expediente. Aunque no terminó sino meses, nueves meses después.

Ni que nos dejáramos arrastrar por viejas rencillas: aquello del trabajo voluntario donde fue a exhibirse, como siempre, con los pantalones a reventar (marcándole hasta los lunares de la nalgas encajado en un surco entre las piernas cómo podía caminar menos correr por eso me encabroné para trabajar tendría que agacharse despacio pensando gozando gozando que la miraran después más viva que nadie corrió como un venado con pantalones y todo ni idea de compañerismo que se jodan los demás mientras yo resuelva no entiendo que los otros la defiendan no importa lo que haya dicho pero la falta de respeto estaba ahí en los ojos siempre no ese día todos los días insolente cuando no la risa ninguna muchacha decente se ríe así descarada enseñando todo lo que podía ni pudor ni un carajo lo menos que puede tener una mujer por muy puta ni antes que uno las sabía de bayú). Ni se respetaba en público, para que usted me entienda, ni se cuidaba la lengua, que hay cosas que una mujer decente no puede decir.

El caso David Crockett comenzó cuando Israel, un rubio Robert Redford, estudiante de quinto año, alumno ayudante de Física I, seis pies cuatro pulgadas y VW destartalado (pero VW a fin de cuentas), la invitó a salir. Acreedor del odio general (masculino), compró ese día acciones para el odio perpetuo. «Me jode que no se arrugue, que no sude, que no se manche el pantalón de tiza» (Abel). «Se tragó un tenedor ese cabrón, mira lo tieso que anda para no pincharse» (René). «¿Y la caída de ojos? Un parpadeo más y acaba en maricón» (Javier). «Tan planchado, no le deben quedar ni pliegues en el culo» (Manuel). Nos dimos cuenta desde que empezó a darnos clases. El pase de lista se clavaba en Teresa, como si fuera un escollo con el número quince. Sus palabras, como pelotas saltando de pupitre en pupitre, siempre iban a chocar en los ojos magnéticos de Tere. Y ella sabía cómo no entender, cómo dudar; y cómo necesitar talleres, aclaraciones especiales: «Cuando usted pueda, eso de los diagramas que es tan complejo. No me imagino. Usted explica bien, pero yo nunca...». Hasta que una tarde, Teresa no tuvo que conseguir transporte a puro dedo (y con la ayuda de su restante anatomía). Se fue en el VW del profe riéndole los chistes. A la mañana siguiente, él llegó agitando la melena como el león de la Metro. Pero Teresa estaba en lo suyo: al final del aula, pintando cosas en la libreta. Dos veces la llamó a la pizarra, pero ella, como siempre, ni idea. Israel comentó en el receso con los de quinto que la había llevado al Reloj Club, que le hizo esto y lo otro. Y el comentario rodó lo suficiente para que Mario le dijera a Rafael: «¿te enteraste?», y para que la Vizca lo oyera, y para que Teresa lo escuchaba todo con los oídos de la Vizca. Cuando Israel entró para la clase práctica, Teresa estaba en asamblea general con las muchachas, impartiéndoles información nada subliminar: «Yo te digo que no. Fachada nada más, carrocería. Pero a la hora de la verdad, nada de nada. Lo que tiene ése es una croquetica». La carcajada le apagó el rugido, le despeinó el melenaje al león de la Metro, lo arrugó un poco. Y desde entonces fue David Crockett, Israel Croqueta o, simplemente, Croquetica para toda la Facultad y su alrededores.

Ni las prostitutas de antes hacían los cuentos de lo que hicieron con fulano o con mengano. Por su culpa el pobre Israel, un excelente cuadro de la Juventud, un ingeniero valioso, andaba apenado por los pasillos. No como ella: fresquísima, encantada de la vida.

La fiesta por el fin de semestre fue en casa de Natacha. A las diez, Tere no había llegado. Primero nos preguntamos «¿Estará enferma?». La noche fue adquiriendo un etílico azul: «No se preocupen, caballeros: debe estar divirtiéndose más que todos nosotros. Para eso tiene carro» (ese era un alpinista despechado). Pero yo estaba preocupado. Atravesé el patio comunal de la casona que el tiempo degradó desde mansión a cuartería. Ella me abrió la puerta, el pelo sobre el rostro, la palabra Gabriel pastosa entre los labios y una bata a punto de desvanecerse. Volvió brusca la cabeza y el movimiento del pelo me dejó ver, sólo un momento —la distancia entre el gruñido y una mano arrastrándola hacia atrás—, el amasijo negro violáceo de cejas y pestañas donde hasta ayer estuvo su ojo izquierdo. El padre dijo algo en ese esperanto mundial de los borrachos, mientras me salpicaba de babas la camisa. Bajé despacio, pero los escalones crujieron como si al caserón se le pudriera el esqueleto.

Teresa enarbolaba aquel día una sonrisa de diseño. Abajo, el estruendo de la moto fue disolviéndose entre distancia y frenazos de guagua. La vi abrirse despacio, amedrentada al principio. «Es sencillo», decía, «divorciado, el pobre». Parques y bares. Cines en tandas de cuatro horas que se redujeron a tres, a dos, a voy mañana, no puedo hoy. Tardes apuntalando la espera con mitos para seguir creyendo. Por fin, asomaron la esposa y los dos hijos: conejos salidos de un sombrero. Y Teresa parecía que plegara las alas y el pico rojo. Paloma que regresaba húmeda sin la rama de olivo.

(y todavía Julio César la justifica como justifica a todo el mundo claro aunque su actitud sea intachable uno sabe de dónde le viene ese humanismo pequeñoburgués de pasarle la mano a la gente que no se lo merece de perdonar actitudes porque tiene actitudes que perdonarse en la trastienda la lucha de clases no es un juego de quimbumbia que al final los equipos se abrazan y salen juntos a tomarse un refresco aunque el equipo de nosotros haya ganado hay cosas que no pueden perdonarse ni a mis propios padres que en el sesenta y cinco se fueron y no les importó demasiado dejarme o les importó pero yo tampoco me iba a ir y eso no tiene arreglo ni disculpa ni perdón ni olvido aunque ya casi haya aprendido a olvidarlos después de tanta carta sin abrir echada a la basura se fueron y al carajo aunque sea mi madre la revolución nunca me ha abandonado por un pedazo de jamón ni me abandonó entonces ni me va a abandonar nunca)

Dicen que fue cirrosis. Murió en mayo. Nadie sabía que estuviera tan grave. Nos enteramos por casualidad a media tarde. Cuando llegamos, diez o quince personas enmascaraban cuentos y risas de soslayo en los sillones. La madre de Teresa, al fondo, arrugada como quien vio desde siempre perseguidos los sueños y convirtió la inocencia en astucias para sobrevivir. Debió ser bella, pero no hay cultivo que resista el guardiente por aspersión durante tantos años. Tere permanecía con los ojos secos, impávidos. (Por fin se murió ese hijoeputa). Último acto de la obra donde siempre representó el papel de huérfana. Un hombre que se aleja a lomos de la muerte. Telón. Aplauso en la platea.

Yo sé, joven, que la infancia y la adolescencia de esa muchacha fueron difíciles. Y lo discutí varias veces con Julio César. Yo sé lo del padre: un borrachín. (un tipo mierda pero cuánta gente no viene de tipos mierdas verrugas pústulas sociales Julio César) Pero era una familia humilde, proletaria, no se crió entre burgueses con deformaciones de clase. Y la extracción clasista es esencial para incorporarse al Proceso. (no jodas Julio César no hay putas por deformación genética aunque esta muchacha venga a plancharle los pliegues sicológicos con su trabajo de diploma y sus estadísticas) Uno tiene que evaluar actitudes y no se puede andar con flojeras que ni la ayudan a ella ni al país. Cuántos compañeros no he visto sancionar, porque metieron la pata hasta la ingle, y después salen a flote, echan palante. Tienen buena sangre aunque se hayan equivocado. A ninguno se le ocurriría la solución de ella, que es la más fácil. De acuerdo. No será. Pero es la más a mano. La que la saca definitivamente del problema.

Pidió la baja antes de terminar el segundo semestre. Con la muerte del viejo disminuyeron los ingresos, y ella me dijo que «trabajando ayudaré; después... en curso para trabajadores termino la carrera». Le gestionamos un estipendio, un préstamo. Pero no. Aunque el padre siguiera agonizándolas como en los últimos diez años, se habría ido. No se puede resolver un integral de volumen con mariposas, pajaritos y flores torcidas. Su irresponsabilidad —pensábamos entonces— es impecable, o casi.

Ellos no me vieron en La Torre, pero podrían haber virado de cabeza el mirador y poner La Habana a contemplar sus ojos, fijos en aquel hombre que se sentía dueño de su respiración y de sus manos. Nunca como mi arca y mi paloma. De nuevo parecía que entre sus senos hubiera salido el sol; esta vez sin eclipses.

Bien entrado diciembre, a la salida de un laboratorio con David Crockett (el autor y su obra), apareció Tere por sorpresa. Traía una felicidad perfectamente nueva: estratégica, no táctica. Y no la de antes: aquella felicidad de emergencia, de primeros auxilios. Contó que daba clases al cuarto grado en una escuela primaria. Que fue Vanguardia el semestre pasado. Había matriculado Inglés por examen de ingreso, y estaba propuesta para pasar un curso de capacitación por un año en Alemania. Se casaría en febrero, antes de irse a Europa, con su jefe de cátedra, el dueño de sus manos en la Torre. Traía una carta de la escuela solicitando a la facultad algunos documentos imprescindibles para el viaje. Desempacó la sonrisa, que de algún modo le había retoñado, y nos obsequió una porción per cápita.

Y eso nadie lo podía predecir. Los posgrados para adivino no han empezado. A todos nos asombró que ella, precisamente ella, (desfachatadamente viva) fuera a hacerlo. Tan increíble como el cambio que supuestamente dio en seis meses. Yo sigo sin creérmelo. Pero nuestra responsabilidad no era esa, sino el tiempo que estuvo aquí. Lo único que consignamos en el informe fue eso: su actitud durante su paso por la Facultad. No fuera después a pedir asilo político por ahí y vinieran con que no lo advertimos. Si otros no cumplen con sus obligaciones, allá ellos.

Del resto nos enteramos a retazos: cuentos de cuentos, comentarios de segunda y hasta tercera mano, pasajes deshilvanados que se iban juntando para armar la geometría de un desenlace. Aprovechando los precios y la escasa demanda del invierno, Teresa y su casipresunto marido se fueron a Jibacoa por el fin de semana. El domingo, ya de regreso, comieron en Bacunayagua. El tipo de La Torre pudo ir soltándole entonces, entre el café y los postres, entre el paisaje y la noche, todo lo que le traía atragantada la ternura desde el jueves: la carta de la Facultad que declaraba a Teresa persona non confiable. Y le contó el discurso de la directora en el Consejo, explicándoles que no sólo se suspendía el viaje de Teresa a Alemania, sino que su conducta en la Universidad, incompatible con la función docente, la obligaba a iniciar un proceso para su separación de la enseñanza.

─El lunes te llamarán a la dirección para comunicártelo, Teresa. Tú sabes que yo te amo, que no creo en nada de eso. ¿Me comprendes? Tiene que haber un error. Pero los documentos dicen… ¿me comprendes? Yo sé que no puede ser, pero, de momento, tú sabes. Los documentos. Así que te lo ruego. Compréndeme. Tú sabes que yo te amo, por ahora no podemos.

─¿No podemos qué?

─Cuando se aclare... entonces... pero por ahora no podemos. Mi trayectoria como dirigente de la educación, ¿entiendes lo que digo, Teresa? No es que yo no te quiera, pero no puede ser... Tú y yo. O si nos viéramos en sitios discretos, y que los de la escuela no... Por ahora, ¿entiendes?

Ella entendió.

Bajó las escaleras mientras él se demoraba con la cuenta.

Cuando él llegó hasta la carretera, ella caminaba sobre el puente hacia el centro de la noche.

Él se apresuró para alcanzarla, pero ella lo detuvo:

─Párate. No camines, o me tiro.

Él tuvo miedo. Por ella o por él. Cualquiera sabe.

No pudo ver los ojos de Teresa, enmascarados por la distancia y la noche.

Yo los imagino turbulentos de golpizas ebrias, sueños rotos y náuseas.

Él corrió hacia ella huyendo de su miedo.

Ella echó a volar, como queriendo abrazar todo Bacunayagua, en busca de la ramita de olivo que me quedé esperando.

Intentó llenar un kilómetro de vacío con veinte años de ausencias.

Quizás haya sido demasiado drástico proponer su expulsión. Aunque, sinceramente, no la querría de maestra para mis hijos. Pero eso no fue decisión nuestra. Ni tengo elementos para opinar. Algo más de lo que se dice habría, cuando el novio la abandonó. Se iban a casar, creo. Allá él. (aunque Julio César diga que en el fondo tenía una veta de bondad no jodas Julio César una cabrona de primera bondad bondad cuidar animalitos desamparados aunque se mueran no sé cuantos niños por minuto en los países subdesarrollados entregar moneditas a los mendigos de Ciudad México y lavarse las manos con Avon una bondad que yo no trago ni se puede medir ni tocar ni se puede escribir actitud comunista ante la vida sino actitud bondadosa ante la vida y qué coño es eso)

La encontraron con las primeras luces y sellaron el ataúd. Ni la madre pudo verla. «Hecha pedazos», sollozaba la Vizca. Y aunque yo crea lo contrario, no lo digo. Aunque piense que se ha plegado para siempre sobre sí misma. Porque no quiero que Carlos se ría, menos ahora que sus hojitas yacen aferradas como puños. Y ni el aire puede venir a rozarle los labios; ni yo, que nunca me atreví, porque mis dedos son torpes como garras.