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Cuba, EEUU, Cambios

Conveniencia política y políticas de conveniencia

El Partido Demócrata debe emprender un análisis profundo sobre la situación cubana

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En diversas ocasiones se ha señalado que el fallecido exmandatario republicano Ronald Reagan supo aprovecharse de la reacción violenta de los blancos contra el movimiento de los derechos civiles. Con ello no se acusa a Reagan de racista, más bien se señala como un político hábil es capaz de agarrar la oportunidad de un cambio. De haber apoyado abrumadoramente a los demócratas, muchos blancos sureños pasaron a hacerlo en igual forma con los republicanos. Fue una estrategia política deliberada, llevada a cabo por el Partido Republicano.

La historia, sin embargo, nunca ha sido escrita completamente en blanco y negro.

Por muchos años el Partido Demócrata admitió el enorme racismo en el sur, sin que los legisladores del área hicieran algo más que adaptarse al “color local”. Si bien hay demócratas como Lyndon B. Johnson, que se caracterizó por una actitud progresista en el terreno nacional, con su legislación en favor de los derechos civiles en 1964, una ley de derecho de voto en 1965 y una extensión de la Seguridad Social —y que en una visión parcializada ha pasado a la historia fundamentalmente como un gobernante agresivo y fracasado, por su actitud errada de sostener una escala en la guerra contra Vietnam—, hay figuras en el campo republicano, como Richard Nixon, que si bien no podrían considerar exactamente lo contrario, en ocasiones supieron imprimir un pragmatismo que fue más allá de las barreras ideológicas y partidistas.

Pero en su momento más de un político demócrata sureño reprochó a Johnson que, ya fuera mediante la fuerza —incluida la Guardia Nacional, un cuerpo militar cuyos miembros están bajo el mando dual de los gobiernos estatales y el federal— en las ciudades o compromisos forzados —ya fuera mediante componendas o presiones de todos tipos— impusiera al Sur el fin de la segregación racial y no permitiera que el proceso se realizara de forma más pausada.

Eso que, incluso ahora con el triunfo electoral de Donald Trump, es difícil que un político admita sin arriesgarse a romper con lo políticamente admisible dentro del sistema —un concepto ético elemental que va más allá, pero en ocasiones se confunde con lo “políticamente correcto”, y que en los últimos tiempos se ha manipulado dentro de una connotación negativa al establishment— reavivó el viejo dilema estadounidense entre el federalismo y el centralismo político, pero dicho conflicto tiene una amplitud que trasciende la segregación racial y el racismo.

La pérdida del Sur

La famosa frase atribuida a Johnson tras la firma de la Ley de Derechos Civiles en 1964 —“hemos perdido al Sur por una generación”— no ha podido ser verificada. Y tampoco es cierto que los demócratas dejaron de imponerse como fuerza política por entonces en los estados sureños.

El auge republicano en el sur, en la época de Barry Goldwater, tuvo una corta duración. Las ganancias republicanas en la región ocurrieron en 1964, pero habían desaparecido para 1966. Pasaron décadas antes de que el Partido Republicano lograra el dominio en dichos estados. El primer triunfo electoral de Reagan, en 1980, no puede considerar una “victoria sureña” porque se impuso en 44 estados mientras Jimmy Carter en apenas 6 estados y el Distrito de Columbia. Fue a partir de 1988 cuando por primera vez los candidatos republicanos comenzaron a destacarse por sus mejores resultados en el Sur. No hubo gobernador republicano en Georgia hasta 2002 y senador republicano por Louisiana hasta 2004. El Partido Republicano no logró dominar el senado estatal de Carolina del Norte hasta 2010.

Lo que ocurre es que con frecuencia diversos factores se mezclan en un resultado único. Cuando Reagan dijo “creo en los derechos de los estados” y “creo que hemos distorsionado el equilibrio de nuestro Gobierno por entregar poderes que nunca se creyó fueran dadas en la Constitución al gobierno federal” el lugar elegido no pudo ser peor —¿o mejor de acuerdo a sus objetivos políticos?—, ya que dicho discurso fue pronunciado en el lugar donde habían sido asesinados tres defensores de los derechos civiles de Mississippi en 1964.

Lo interesante, en todos los casos, es que crearon justificaciones que luego se han convertido en mitos —esgrimidos por republicanos y demócratas, derechistas e izquierdistas— que justifican un cambio oportuno con una fuerza emocional que no admite réplicas.

Llegaron los cubanos

La estrategia republicana, que se afirma fue empleada por Reagan, también se ha utilizado para explicar otro cambio político: el de los exiliados cubanos, de demócratas a republicanos. Un cambio que por años se ha mantenido tan fuertemente arraigo en el ideario de la comunidad exiliada —sobre todo en Miami—, que ha justificado entuertos, malas decisiones electorales y hasta actividades corruptas condenadas en los tribunales con una coraza que van mucho más allá de cualquier razonamiento y es puramente irracional.

En el caso cubano, dos factores son fundamentales para entender esa transición de demócratas a republicanos: la renuencia de los exiliados provenientes de la Isla —en especial los llegados hasta la década de 1990, que son quienes conforman la comunidad con mayor influencia política— a comportarse como una minoría y sin que esto les impidiera reclamar los beneficios circunstanciales, acordes a dicha clasificación, y el rechazo a una asimilación total en la nación que les dio refugio.

En ambos factores hay orgullo nacional, pero pese a lo repetido hasta el cansancio, el patriotismo —entendido como el ideal de lograr un derrocamiento del régimen de La Habana— no ha sido el motivo fundamental a la hora de elegir partido político por los cubanos en este país. Más bien una socorrida justificación emocional, explotada una y otra vez por políticos oportunistas, pero también admitida sin un cuestionamiento por votantes demasiados dispuestos a aceptar cualquier justificación al paso.

Eso explica la fidelidad republicana, pese a los reiterados fracasos de los gobernantes provenientes del Partido Republicano en lograr cualquier cambio en Cuba. Es cierto que los mandatarios demócratas no han logrado mucho tampoco, pero un republicano siempre es absuelto cuando a un demócrata se le condena por anticipado.

La renuencia al melting pot llenó de orgullo a las primeras generaciones de exiliados, que soslayaron la transformación de la sociedad estadounidense, donde la integración fue cediendo ante el multiculturalismo. Exigir que se les respetara su singularidad y no aceptar las diferencias ajenas. No resulta extraño entonces que dicho núcleo de exiliados terminara aceptando plenamente al candidato Trump —que precisamente se ha convertido en símbolo del revival de la excepcionalidad americana y el anti-multiculturalismo—, pese a las reticencias iniciales por la derrota en las primarias de sus aspirantes presidenciales “favoritos”.

Esa “excepcionalidad cubana”, junto a la miopía ante las circunstancias condicionaron por décadas varias explicaciones erróneas sobre el comportamiento de los exiliados.

Una de ellas es su preferencia partidista. Aunque en la actualidad esta tendencia ha ido transformándose —y en particular entre los jóvenes cubanoamericanos hay quienes tienden a mantener una independencia partidista y rechazan una fidelidad incondicional al republicanismo—, la mayoría de los cubanoamericanos que son votantes registrados pertenece al Partido Republicano y no al Demócrata, que tradicionalmente ha sido el preferido por las minorías negra y latina.

Se ha justificado el hecho argumentando que las preferencias políticas de los exiliados están basadas en criterios de política internacional y no con relación a temas locales.

La elección que acaba de concluir parece confirmar el hecho. Cuando en los días finales de su campaña Trump vino a buscar el voto cubano a Miami no prometió el regreso de “las factorías” a Hialeah ni construir un muro. Le bastó un cambio en su discurso anterior y comenzar a hablar “en contra de Castro”.

El alcance real del voto cubano en la victoria de Trump ya ha sido analizado en CUBAENCUENTRO. Queda para el futuro el ver si el presidente Barack Obama pasará a integrar la lista de mandatarios demócratas “culpables” a los ojos del exilio.

Los “culpables”

Hasta la llegada de Obama, dos mandatarios demócratas cargaban con la responsabilidad del alejamiento de la comunidad exiliada de las filas demócratas. Primero al sentirse ésta traicionada por la actuación del expresidente John F. Kennedy en la invasión de Bahía de Cochinos, y luego durante la Crisis de Octubre. Posteriormente por la política del expresidente Carter, que autorizó el “diálogo”, los viajes de la comunidad y abrió la Oficina de Intereses de Washington en La Habana.

La realidad es mucho más compleja. Numerosos políticos cubanos continuaron siendo demócratas, incluso tras la llegada de Reagan al poder (Reagan, por otra parte, también fue demócrata, y explicó su cambio con una frase feliz, pero no original, sino apropiada del capitán del Titanic: “Yo no abandoné al Partido Demócrata, el partido me abandonó a mi”). Por ejemplo, Lincoln Díaz Balart fue demócrata hasta 1985. En 1984 actuó de copresidente de la organización “Demócratas a Favor de Reagan”, un hecho que lo enemistó con otros miembros del que entonces era su partido y en donde nunca llegó a triunfar en las elecciones primarias.

A partir del próximo año se verá si los políticos demócratas se mantienen firmes en el apoyo al “legado de Obama”, en lo que respecta al caso cubano, o si explorarán nuevos rumbos o variantes dentro de esta posición. El problema aquí es, en parte, el poco tiempo transcurrido. Un posible reproche a Obama es que esperara a los dos últimos años de su segundo mandato para poner en práctica una transformación tan radical, aunque se saben los motivos externos e internos que explican dicha demora. La otra interrogante es cuán rápido, si ocurre, le llevará al nuevo presidente modificarla o anularla.

“Pensar que por medio de gastar dinero estadounidense, de modo que los estadounidenses puedan comprar tabacos cubanos y ron cubanos, y hospedarse en hoteles en terrenos robados, que estos dos octogenarios obstinados y sus cómplices van a cambiar nada es, en el mejor de los casos, una ingenuidad”, advirtió en abril de este año el senador estatal Miguel Díaz de la Portilla, según informó CUBAENCUENTRO.

Una modificación drástica en pocos meses del enfoque emprendido por Obama despertará la especulación sobre lo que podría haber ocurrido con más tiempo y seguramente en un nuevo capítulo para The Hidden History of Negotiations Between Washington and Havana, de Peter Kornbluh y William Leogrande. Aunque lo más probable que ocurra es una mezcla, entre dilatación de conversaciones y acuerdos junto a sobresaltos migratorios.

Conveniencia política

El cambio mayoritario de demócratas a republicanos en muchos electores cubanos obedeció a diversas circunstancias: la creación de la Fundación Nacional Cubano Americana, la actuación del exgobernador floridano Jeb Bush en favor de ciertos miembros de la comunidad convictos de actos terroristas y la habilidad del Partido Republicano para aprovechar la frustración del exilio ante el fracaso de la lucha armada y la conversión del embargo en la última tabla de salvación para los opositores a Castro. Los exiliados no son republicanos ni demócratas por vocación, sino que al igual que ocurre con el resto de la población de este país, se dejan guiar por sus líderes.

La conveniencia política —quizá sería más adecuado decir una política de conveniencias— ha jugado un papel de igual importancia que la percepción del republicanismo como la filosofía política más adecuada a sus ideales de lucha frente al castrismo. Así se explica la mayor tolerancia hacia los mandatarios republicanos en lo que respecta a la política norteamericana respecto a la Isla.

Otro mito —de orden diferente— es la autonomía empresarial del exilio y su defensa denodada de la menor participación posible del Estado en la gestión económica. Tal filosofía ha servido para que estos exiliados se consideren representantes ejemplares del neoliberalismo. Pero un análisis del desempeño de algunos capitales cubanos en esta ciudad muestran un panorama distinto, y el mérito y virtud en obtener riquezas se encuentran más cercano en un astuto aprovechamiento de los vínculos con el poder local, estatal y nacional, en una forma que los convierte en la práctica en paladines del mercantilismo —el modo económico en que el poder gubernamental se pone de parte de determinados grupos de interés para facilitarle la adquisición de prebendas, contratos y ganancias— y no en competidores que miden sus fuerzas y recursos en un mercado abierto.

Esta unión de negocios y política se encuentra en la raíz de las posiciones de algunos líderes comunitarios, portavoces del exilio y representantes políticos. Define sus conceptos y valores sobre lo que consideran mejor para el futuro cubano y explica sus apoyos y rechazos respecto a la forma no solo de lidiar con el Gobierno de la Isla sino de considerar las aspiraciones de quienes viven en ella.

Intereses comerciales y económicos que bajo un disfraz de patriotismo intentan algo más simple: hacer negocios. Si hoy son republicanos, es porque piensan que con este partido sus posibilidades son mayores. Lo demás es ruido y patriotismo de café.

Uno de los errores del Partido Demócrata ha sido el no canalizar, o apoyar de forma decisiva, a otros sectores de la comunidad exiliada con una visión distinta al exilio que, a falta de mejores calificativos, se define como “histórico”, “tradicional” o de “línea dura”. Todo ello, por supuesto, dentro de la situación actual en una comunidad exiliada donde un sector en disminución por razones biológicas —al igual que ocurre en Cuba— conserva en gran medida su poder político, y otro en aumento demográfico carece de una notable fuerza electoral —y al parecer tampoco muestra un gran interés en tenerla.

En la misma medida que el Partido Demócrata debe a sus miembros un análisis profundo de sus errores, que lo llevó a perder miles de votos de obreros y campesinos que por décadas se identificaron con él, y a rectificar el repliegue ante la elite empresarial y bancaria iniciado por el expresidente Bill Clinton —que Obama frenó en parte, pero no lo suficiente—, tiene que valorar que Cuba es algo más que un mercado.


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