Actualizado: 25/04/2024 19:17
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Soberanía, Cuba, Revolución

Cuba: soberanía nacional, soberanía popular

Primero hay que tener un país para después trabajar y mejorarlo

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“Yo era el segundo hombre de importancia en Cuba, y a veces el primero”.
El Cuarto Piso
Earl T. Smith, Embajador de EEUU 1957– 1959.

Corría por aquellos días en Cuba —y también por todo el mundo— el año de 1933. El enviado especial norteamericano Sumner Welles había depuesto al gobierno del dictador Gerardo Machado e instalado uno nuevo, el de Carlos Manuel de Céspedes, bendecido por Washington. A Céspedes lo derrocó la Unión Militar Revolucionaria, o Junta de los Ocho, el 4 de septiembre, liderada por el sargento taquígrafo Fulgencio Batista y opuesto a la maniobra extranjera, aunque más tarde, en un giro de 180 grados, terminara conspirando con Welles para convertirse en “el hombre fuerte” de los norteamericanos.

Uno de aquellos revolucionarios antimachadistas se llamaba Ramón Grau San Martín, era profesor universitario y formó parte de La Pentarquía (porque la integraban cinco cubanos) que asumió el poder después del derrocamiento del dictador. Más tarde Grau ocupó la presidencia. Su gobierno duró 100 días y nunca fue reconocido por el Gobierno americano, la Isla había sido rodeada por una treintena de buques de guerra. Al fin, pusieron como presidente a Carlos Mendieta, quien satisfacía las expectativas estadounidenses. La preocupación de Estados Unidos en aquel caos cubano no era “restaurar la democracia”, sino que sus negocios en la Isla fueran productivos. Nada censurable, por cierto, y enteramente natural en la defensa de sus intereses nacionales. Lo lamentable es que se trate de edulcorar la verdad con la bondadosa “excepcionalidad” norteamericana.

Grau San Martín fundó el Partido Auténtico en 1934 y según definiera su doctrina política en el Centro de Estudios Pedagógicos e Hispanoamericanos de Panamá en 1935, dicha agrupación era “nacionalista, antiimperialista y socialista”.

Ni el antimperialismo ni el nacionalismo, ni por supuesto la bipolar presencia e interés geopolítico de Estados Unidos en la historia cubana comenzaron con Fidel Castro y mucho menos fueron originados por él. Existe obviamente el eterno dilema de quien fue primero, el huevo o la gallina, si Fidel Castro reaccionó a los ataques norteamericanos o fue a la inversa. Una buena cronología de los hechos, mirada sin predisposiciones ideológicas o apasionamientos imbéciles aporta la adecuada información.

No existe otro país en América Latina que como Cuba —salvo México, obviamente— haya estado tan ligado en su decurso y su historia, para bien y para mal, con los Estados Unidos de América. Y no ha habido un gobierno —esté usted de acuerdo con él o no, llámele usted dictadura o paraíso— que haya defendido tanto su soberanía ante Estados Unidos como el de la Revolución Cubana. Ya saltarán los que dicen que la Cuba de Castro fue un satélite del Moscú comunista, pero entonces debieran explicar cómo es que un satélite sigue girando cuando su sol se desmerenga.

La soberanía de una nación es naturaleza ineludible para que sus ciudadanos sean capaces de ordenar y dirigir en diversas dinámicas sociales, organizativas y electorales —con fallos, aciertos, buenas y malas voluntades, pero por derecho— el destino de su país. Sin soberanía nacional no existe posibilidad alguna de soberanía popular, ese espécimen ausente en la actual realidad política de la República de Cuba.

Para que el pueblo de una nación —en este caso Cuba— pueda participar con sus conciencias y decisiones individuales en el destino de la misma, debe y tiene que contar con algo más que el ritual de una votación. Ese programado y litúrgico ejercicio del voto ­—sin la libertad de generar alternativas— que es lo que tiene lugar en Cuba hoy en día y se cataloga oficialmente como ejercicio democrático, inexorablemente deberá cambiar dentro de las realidades no solamente económicas, sino también sociales y progresistas del siglo XXI.

Pero cuando cubanos de buena voluntad —es poco saludable juzgar o denunciar motivaciones— arden de patriotismo en combatir al Gobierno de La Habana poniéndose al servicio, la espera, el contubernio, el acuerdo, el consejo, la plata, el estilo, el tono, el tinte rubio del pelo, de la mente o el apellido, de la política americana están cometiendo —se me ocurre a mí, aunque tal vez me equivoque, eso me pasa tanto— el mismísimo pecado original de toda la oposición cubana en los últimos 58 años, con la honrosa excepción —y seguramente omito a algunos— de Oswaldo Payá. Porque parece evidente que primero hay que tener un país para después trabajar y mejorarlo. Aunque no sea uno el que controle el bate y la pelota. Porque nadie tiene la exclusiva del amor para su patria.


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