Actualizado: 15/04/2024 23:17
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Moringa, Fidel Castro

Del “kufrú” a la moringa

Quizás un día alguien sacará las cuentas de cuánto nos costaron los arrebatos ignorantes y voluntaristas de Fidel Castro

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La pasada convocatoria de Fidel Castro a comer moringa fue la versión bufonesca de la tragedia de otros tiempos. Como si este anciano balbuceante no quisiera despedirse de este mundo sin dejarnos testimonios irrebatibles de una terquedad agónica.

Obviamente el tema de la moringa, como de muchos otros alimentos naturales es importante para un mundo cuyos recursos se extinguen y su población crece. Lo que es patético es que un país esté obligado a servir de escenario a los arrebatos seniles de una persona que ahora indica a los cubanos que se conviertan en herbívoros, sin tomarse el trabajo de preguntarles si les gustaría.

Es algo repulsivo, pero aclaro que menos golpeante que cuando Fidel Castro lo decidía todo. Porque si esto hubiera pasado hace una docena de años, caballerías completas de productos agrícolas hubieran sido desmontadas para dar espacio al “arbusto mágico”, los estudiantes hubieran sido movilizados en tropel alegre a sembrar moringa y morera; Nitza Villapol, que entonces hubiera estado viva, hubiera preparado alguna ensalada del producto, el ministro del trabajo hubiera inaugurado talleres provinciales para hilar tejidos de seda y finalmente Reinaldo Taladrid se hubiera comido un plato de moringa en la Mesa Redonda, que ya por entonces existía.

Quizás un día algún historiador de la economía sacará las cuentas de cuánto nos costaron los arrebatos ignorantes y voluntaristas de los dirigentes cubanos y en especial de Fidel Castro. Quizás entonces conozcamos cuánto tuvimos que pagar en tiempo de vida, cuánto en recursos dilapidados y cuánto en ilusiones frustradas tras las elucubraciones fantasiosas de un hombre que se creyó por encima de su especie, y de la tropilla de incondicionales que le secundaron. Probablemente será entonces cuando podremos percibir la magnitud del daño ocasionado por el Cordón de la Habana, por los planes especiales, por el exterminio del ganado vacuno tras la meta de una raza superior, por el destrozo ambiental de la brigada Che Guevara, por las escuelas en el campo y al campo, por los plátanos microjets, por los pedraplenes, por los túneles “defensivos”, por la revolución energética y por otros muchas ocurrencias convertidas en políticas incontestadas.

Recuerdo que una de las mini-ocurrencias fue en una ocasión la siembra masiva de una legumbre para alimentar el ganado vacuno, supuestamente muy rica en proteínas y calorías, y cuyo nombre me sonaba a algo así como “kufrú”. Yo era por entonces un adolescente, y fui convocado junto a otros congéneres para formar una “brigada especial” para una “tarea del comandante”. Ya me imaginaba peleando con el Che Guevara en Bolivia, cuando me soltaron en un campamento a medio hacer en algún punto de la geografía occidental de la Isla donde había cientos de jóvenes y muchos equipos desmontando sembrados de tubérculos. Un comisario, que nos acompañó todo el tiempo, nos explicó la trascendencia histórica de la misión tutelada por el comandante (quien una tarde apareció por allí con una comitiva impresionante) y luego salimos al campo. A unos nos tocó sembrar los nuevos campos con el “Kufrú” y a otros desyerbar las varias caballerías que ya estaban sembradas.

Fue una jornada espantosa, pues a las incomodidades de rigor se agregó que el trabajo implicaba recorrer gateando inmensos surcos sembrados de la matica y que ya estaban sepultados por hierbas de todo tipo que había que arrancar a mano limpia. El único recuerdo agradable fue una muchacha que trabajaba a mi lado —o que siempre intenté que así fuese— que con pasión misionera trataba de convertirme a la fe bautista que ella profesaba. Y que yo la dejaba hacer mientras contemplaba sus inolvidables ojos verdes.

A los dos meses nos fuimos y nunca más oí de la legumbre maravillosa, y lo que fue aún peor, tampoco de la dueña de los ojos verdes. Pero algún tiempo después me encontré con el comisario en una plantación de cítricos en Jaguey Grande y le pregunté por el “Kufrú”. Amodorrado por las circunstancias, me explicó que el plan no había progresado por culpa de las vacas que se negaban a comer la vainita. “Parece que es muy amarga”, me dijo. Y que las vacas, seguramente pensó, no eran revolucionarias.

Por eso cuando leí las reflexiones twiteras de Fidel Castro sobre la moringa y los gusanitos de seda, pensé en el “kufrú”, en la muchacha bautista de los ojos verdes y en otros detalles de aquellos días que ya casi no recuerdo. Y celebro que, afortunadamente el país anda en otros rumbos, y las únicas consecuencias han sido un par de artículos de Granma alabando a la moringa y al Comandante. Y una perorata de igual tono de Taladrid en esa Mesa Redonda que al parecer, como el Comandante, aspira a la inmortalidad.

Porque aún en medio de todos los sinsabores que no vale la pena recrear ahora, creo que es preferible soportar a Taladrid elogiando a la cultura hindú, al comandante y a su moringa que ir a Pinar del Río a sembrarla.

¿Usted qué cree?


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