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Negritud, Racismo, Cine

El negro, el alma y el blanco

Sea mediante la adopción de patrones de conducta o en el intento de fingir una pertenencia racial impropia, junto a la crítica a los prejuicios hay también un objetivo de asimilación de una identidad ajena

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Fue en agosto de 2013 y en Miami. Al comentar sobre las declaraciones del opositor cubano Jorge Luis García Pérez, “Antúnez”, tras su llegada a Miami, una oyente de Radio Mambí expresó: “tiene la piel negra, pero el alma blanca”. Quiso hacer un elogio, pero lo que puso en evidencia fue solo un racismo larvario y arcaico, que aún impera en cierto sector de la comunidad exiliada. Su frase era un equivalente a otra, que se escuchaba con frecuencia en Cuba hace décadas, y que aún debe repetirse aunque de forma más o menos callada: “Negro, pero honrado”.

La expresión no es propia de Miami ni está ausente de Cuba. En la Universidad de La Habana, durante un curso de literatura norteamericana para graduados a finales de la década de 1970, impartido por Beatriz Maggi, una alumna usó la expresión. Recuerdo también la respuesta de Nancy Morejón, y por supuesto que recuerdo el poema de Nicolás Guillén, que Nancy tuvo quizá la amabilidad de no traer a colación para no hacer más lapidario su comentario.

No hay que agregar que la apariencia de una actitud racista —con independencia del racismo que entonces y ahora existe en Cuba, y que ha permitido y en algunos casos incrementado el propio régimen— era algo muy serio.

Quien entonces pronunció la frase en Cuba, de inmediato se disculpó y apeló al significado del color blanco como símbolo de pureza —algo que también puede ser considerado un condicionante cultural propio de una sociedad de naturaleza racista— y aquello no tuvo mayor trascendencia.

Igual argumento habría podido esgrimir la oyente del comentario radial en Miami, si hubiera contado con un mínimo racional para elaborar su prejuicio, pero en ambos casos —tanto en La Habana como en la comunidad exiliada— la frase no lograba librarse de la connotación racial.

Algo similar ocurrió a los actores y cantantes blancos que teñían de negro su cara en los minstrel shows —una caricatura de gestos y rostros de la que tampoco pudieron librarse, por imperativos comerciales, tampoco los artistas negros— y que en la actualidad ha llevado a una reacción inversa, no libre igualmente de la injusticia de ser incapaz de superar la circunstancia del momento, y condenado al olvido o a la censura actuaciones cuyo valor artístico supera la justificada condena racial. 

El negro que tenía el alma blanca, de 1927, dirigida por Benito Perojo a partir de la novela homónima de Alberto Insúa, nos cuenta la historia de un hombre negro, educado en el seno de una familia blanca acomodada, que se traslada de Cuba a Madrid tras el conflicto bélico de 1898. Peter Wald, un famoso bailarín negro, debuta en Madrid. En realidad se llama Pedro Valdés y fue criado de los marqueses de Arencibia. Al conocer a Emma, una joven pobre con aspiraciones artísticas, la hace su compañera de baile y triunfa con ella en París. Sin embargo, cuando le declara su amor, ella le rechaza. Para esta película, Perojo contrató a una jovencísima Conchita Piquer para el papel protagonista femenino y a Raymond de Sarka para el masculino.  El director español hizo otra versión de su película en 1934, en este caso sonora y convertida en una cinta musical, con Angelillo como estrella.

Hay un tercer filme de igual título y basado en la misma novela, realizado en 1951 y dirigido y protagonizado por Hugo del Carril, en una producción española-argentina. Al igual, el argumento narra que la llegada a Madrid del famoso cantante y bailarín Peter Wald es todo un acontecimiento. Se presenta en el Teatro del Sainete y su éxito es total. La protagonista femenina, Emma, se muestra fría y distante. Lo rechaza por ser negro. Peter se ha quedado sin pareja de baile y le ofrece la oportunidad de triunfar a su lado. Se ha enamorado de ella. A pesar de todas las atenciones los prejuicios crearán una barrera insalvable.

En Pinky, la cinta de Elia Kazan, el tema gira alrededor de una mujer de raza negra que por años “ha pasado” por ser miembro de la raza blanca. La identidad racial es vista como una cuestión de asimilación.

Sea mediante la adopción de patrones de conducta o en el intento de fingir una pertenencia racial impropia, junto a la crítica a los prejuicios, el rechazo racial y a la existencia de valores universales, hay también un objetivo de asimilación de una identidad ajena. El conservar esa identidad ajena frente a una realidad hostil —así como las dificultades de formar parte de una diversidad que la sociedad rechaza y solo admite como subordinación— se da dentro de un sistema de limitantes sociales, donde actos simples como el amor, el matrimonio o incluso la convivencia están regidos por un sistema de normas y tabúes que impone barreras.

Un medio donde la aprobación hacia los miembros del grupo racial en desventaja, por el grupo o la raza dominante, pasa porque que estos subordinados acepten —se propongan o estén acostumbrados por crianza a considerar que forman parte de ese grupo, esa etnia o esa raza— un proceso de integración que sustituye la unicidad por la adopción de los valores de este grupo dominante y donde la raza, en última instancia, determina la imposibilidad de traspasar ciertos límites. Mientras no se intenta violar esas fronteras, el otro —el negro en este caso— se acepta socialmente. De lo contrario, se cae en la transgresión.

Gran parte de una programación que imperó por años en la televisión pública en Estados Unidos, o que caracterizó parte pero no toda la filmografía de un actor tan notable como Sidney Poitier, puede ser clasificada dentro de este estereotipo integrador.

Programas de televisión y películas, que se consideraron de corte liberal, ya que muestran una crítica más o menos avanzada, o se definen abiertamente en contra del racismo —y que en cierto sentido lo fueron de acuerdo al momento— no están libres por completo de la caricatura si se las valora con un código estricto y contemporáneo. Es también el síndrome del “tío Tom”, rechazado en un principio por los sectores más radicales del movimiento negro en EEUU, y que en la actualidad se ha generalizado a la mayoría de esa comunidad.

Lo cierto es que la adopción al extremo de ese rechazo llega a una posición igual de negativa en su irracionalidad, como es la negritud, pero vale la pena destacar que por encima de cualquier estereotipo —del que no se libra grupo o raza alguna—, la aceptación del otro es lo que debe caracterizar a la democracia.


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