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Disidencia

El otro mantra: ciudadanía

Los líderes de la contra en Cuba tienen que decidirse: o hacen política en serio o es mejor que se dediquen a otra cosa, plantea el autor de este artículo

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Luego de espantarnos que el castrismo es una salación gallega, ajena por completo a la cultura cubana, Manuel Cuesta Morúa tensó de nuevo su arco progresista para tirar la flecha de la contrarrevolución como mantra político. Así, la “revolución cubana” no es la revolución de Fidel Castro, desparramada de arriba abajo en la pirámide social y plasmada en diversos aparatos (político, militar, administrativo y otros), sino más bien “una palabra al vacío sin contenido fijo” que acaso se torna consistente por “su antítesis: contrarrevolución”.

Esta transición pacífica del problema político al problema de lenguaje soslaya más de medio siglo de omnipresencia del grupo político de Fidel Castro en la Isla de Cuba pintoresca: “los revolucionarios son siempre provisionales, casi indefinibles, frente a la condición permanente y bien definible de los contrarrevolucionarios”. Tal conclusión sociológica no guarda siquiera la lógica formal de que la condición de contra se define justamente por quienes se arrogan la condición opuesta y viceversa.

Aquí nos topamos con otra silueta intelectual: para una pareja de conceptos que se presuponen mutuamente se afirma que uno de ellos casi no es. Este jueguito lingüístico propicia que la revolución castrista se distinga de Wittib Hurtig —aquella amiga de Falstaff citada por Marx— en que ya no se sabe bien por dónde cogerla. En contraposición Castro el Viejo sabe bien que para tumbarlo “hay que hacer una revolución, mejor dicho, una contrarrevolución” (Biografía a dos voces, 2006, página 555). Escoja usted su término, que vale tanto como escoger un bando.

Al andar por las ramas, la silueta intelectual se agarra hasta de gajos que se parten, por ejemplo: “procesos tecnológicos que son democratizadores en sí mismos”. Por lo menos desde Ciencia y técnica como ideología (1968) se sabe que todos los procesos tecnológicos siempre tienen doble filo: encierran tanto potencial de libertad como de dominación. Toda la teoría social crítica gira alrededor de este eje conceptual, pero vayamos al grano.

En esto de los mantras de poder se desviste a un santo (la contra) para vestir a otro (el ciudadano) y queda planteado un falso dilema doble: “si aceptar que los cubanos siempre hemos sido contrarrevolucionarios” y “vivir de acuerdo con las limitaciones contrarrevolucionarias de la realidad”. Desde que el mundo es mundo la gente vive acorde a limitaciones. Adjetivarlas como contrarrevolucionarias es cosa de bandería y la experiencia vital de los cubanos no se trastornará por aceptar (o rechazar) que somos contrarrevolucionarios. La clave sempiterna radica en estar arriba o abajo y, si abajo, poder llevar o no una vida soportable.

Ya en Biología de la democracia (1927) Alberto Lamar Schweyer comprendió que la lucha entre banderías de cubanos engendra sin remedio caudillismo y fragilidad de coaliciones. Así se ha manifestado repetidas veces, por ejemplo, en la propia disidencia anticastrista. Lamar Schweyer intuyó que lo mejor era dar con el caudillo que controlara la situación nacional de permanente riesgo. Castro lo consiguió manu militari y dejó atrás a Machado y Batista.

El poder efectivo y legado perdurable del castrismo no es ni siquiera su Estado totalitario por más de medio siglo, sino que atravesó todo el tejido social para configurar una ciudadanía conformista. El mantra del ciudadano no sirve para nada si en vez de o junto con la política se hace papeleo. No hay político part time. Max Weber discernió (La política como vocación, 1919) entre vivir de y para la política. Esto último supone voluntad de poder y al parecer el liderazgo anticastrista no va más allá del performance. Para empezar sus “masas” no aparecen por ninguna parte tras décadas y décadas de disidencia. Al castrismo hay que mirarlo a los ojos: Guillermo Fariñas (o cualquier otro) puede morirse en huelga de hambre y nada significativo pasará en la Isla. Ya el general presidente Raúl Castro sorteó el problema de los presos políticos con salida más humanitaria que política, pero siempre al tenor de los capitanes generales. No importa que sea por avión, en vez de barco, y con destino a Madrid, en lugar de a Fernando Poo.

Y mientras el país se hace leña, el castrismo no ha dejado de vencer en eso de preservar su clave sistémica, que es el poder. El desafío dista mucho de ser “ético y psicológico”: siempre ha sido político. No en balde Johnatan Farrar aconsejó ya que Washington “should look elsewhere, including within the government itself”. Tal como puntualizó el filósofo —ergo, sin liderazgo político real o ficticio— exiliado Emilio Ichikawa, el anticastrismo tiene sus líderes y si son políticos tienen que precisar en qué plazo razonable tumbarían a Castro, o confesar que no pueden, si es que no están al otro lado de la distinción weberiana.


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