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Rubio, Curbelo, Ley de Ajuste

Envejece la Ley de Ajuste: el rescate republicano

Los problemas comienzan cuando se trata de coincidir una visión arraigada en Miami con otra formada de acuerdo a los acontecimientos internacionales

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Tanto el proyecto del aspirante presidencial y senador Marco Rubio, como el del representante Carlos Curbelo —ambos legisladores por la Florida y ambos republicanos—, para tratar de “modificar” la Ley de Ajuste Cubano, parten de igual equívoco: la legislación no es una medida para regular el asilo político. A tal efecto, existen otras leyes en Estados Unidos.

En los dos casos, los políticos no solo buscan igual objetivo sino quieren convertir en realidad la misma falacia: quienes huyen de Cuba escapan de una persecución política, entendida en términos legales de tal naturaleza que justificaría —ante la visión del mundo o al menos a los ojos no solo de Miami sino de Estados Unidos— la concesión de refugio.

Los problemas comienzan cuando se trata de coincidir una visión arraigada en Miami con otra formada de acuerdo a los acontecimientos internacionales. Rubio y Curbelo lo están intentando, y sus esfuerzos evidencian esa dualidad que les obliga a ir más allá de infancia, patio de escuela y recuerdos de los padres. Son políticos nacidos en este país que saben que su futuro trasciende Hialeah y la Calle 8 —eso ya lo han logrado—, pero al mismo tiempo esa dualidad adquiere un carácter esquizofrénico al intentar quedar bien con el llamado “exilio histórico”, del que surgieron, y la proyección nacional que ya han alcanzado.

Así el representante Curbelo se lanza en un proyecto legislativo que arrebata a los cubanos la excepcionalidad que han disfrutado por décadas, mientras el senador Rubio quiere eliminar “las lagunas y los incentivos financieros” existentes por largos años en la ley, sin que hasta ahora al parecer nadie se diera cuenta de ellos.

La clave, sin embargo, radica en que si la Ley de Ajuste Cubano sirviera para beneficiar exclusivamente “aquellos cubanos que están verdaderamente huyendo de la represión y persecución política”, su puesta en práctica quedaría limitada a un número muy reducido de casos.

Hay razones para creer que un sector de la comunidad exiliada cubana piensa así. Considera que ha concluido la época de los exiliados políticos y que quienes llegan ahora y luego de algo más de un año comienzan a tramitar su viaje de visita a Cuba, tras regularizar su situación migratoria, son en verdad inmigrantes económicos. Es por ello que desde hace tiempo los reproches, las dudas, los reclamos y las críticas hacia los nuevo exiliados —desde el punto de vista político o mejor anticastrista— vienen acumulándose. Ahora se concentran en la Ley de Ajuste.

Detrás de todo ello hay dos procesos inversos, que por décadas vienen gestándose en la comunidad exiliada de EEUU, especialmente en Miami. En ellos se incluyen las diversas oleadas migratorias hasta la Crisis de los Balseros, pasando por el fundamental puente Mariel-Cayo Hueso. Hasta la entrada en vigencia del cambio en la ley migratoria cubana, en enero de 2013, la salida de Cuba tenía un carácter definitivo, otorgado por el Gobierno de La Habana. Irse del país significaba una división tajante entre “los que se van” y “los que se quedan”. Ello no implicaba la ausencia de visitas a Cuba desde Miami, porque precisamente fue la aceptación, por parte del régimen, de la existencia de una comunidad cubana en el exterior —el paso de “gusanos a mariposas”— el preámbulo a los acontecimientos que culminaron en el éxodo del Mariel. Pero esta ecuación se caracterizaba en términos absolutos, en que la partida se definía como desarraigo. Ya a partir de la segundad mitad de la década de 1990 esa división comenzó a perder su naturaleza absoluta. Lo que ha pasado en los últimos años es que la separación ha dejado de ser tajante. Los factores familiares ahora ocupan la preponderancia que en una época tuvo la política y el quedarse a vivir definitivamente en el exterior a pasado a ser una decisión personal que no implica el destierro, aunque en ella influyan o determinen factores políticos. Si por muchos años el mantra repetido durante la temporada navideña —primero reclamo, luego esperanza, ilusión, burla e ironía— fue “el próximo año, en Cuba o La Habana” ahora ha perdido sentido para muchos o se ha transformado en simple resignación: tramitar pasaporte, pagar un boleto de avión con precio excesivo, regresar por unos días. La línea definitoria sigue siendo que se vuelve pero no se regresa. Sin embargo, el criterio no es fácil de defender a la hora de apelar a los beneficios políticos. Como saben en Israel, la condición de pueblo nómada se justifica a través de la historia, pero para las reclamaciones hace falta un Estado atrás que las sustente.

En el caso cubano, la consecuencia ha sido una vaporización de fronteras en que cada parte busca un arreglo acorde a las circunstancias. Para quienes han llegado en los últimos años a EEUU, el camino hacia una nueva vida no elude la vuelta o el viaje más o menos constante al lugar de origen, porque tienen a su favor la geografía y el tiempo. Ello conlleva una relativización de conceptos, que choca con el absolutismo que por décadas imperó en Miami (y cuyo único refugio actual es afianzarse en una ética estricta, proclamada pero pocas veces practicada).

Así que los legisladores republicanos cubanoamericanos se aferran a la difícil tarea de meter en el mismo saco una posición rígida y una situación cambiante. Hablan de que la Ley de Ajuste Cubano debe preservarse para quienes sufren persecución política en Cuba, y posiblemente durante ese mismo discurso o al poco tiempo se reúnen con un opositor cubano que entra y sale del país y acumula sus merecidas horas de vuelo durante los más diversos recorridos por el mundo, lo que lleva al menos a dos cuestionamientos posibles: la efectividad de la oposición o la tolerancia del Gobierno. Pregonan los mismos fundamentos de quienes los precedieron o acompañan —desde el punto de vista partidista, político e ideológico— en la labor legislativa, al tiempo que mantienen un piadoso silencio sobre las actuaciones que hicieron posible la situación actual: una enmienda de 1980 a la ley permite a los inmigrantes cubanos, independientemente de sus razones para abandonar la Isla, el acceso al Programa Federal de Reasentamiento de Refugiados. O crean —para no fatigar en exceso con el rosario de sinrazones— un binomio con los políticos locales, también republicanos, para el enunciado de lamentos y reproches, y alzan sus voces sobre la posible crisis a desatarse en Miami si siguen llegando nuevos inmigrantes, y omiten igualmente que el financiamiento de dichos programas de ayuda se cubre a través del presupuesto federal.

Nada de lo anterior impediría una defensa de la Ley de Ajuste Cubano bajos criterios más amplios, en los que no entraría para nada la necesidad de conceptualizar a quienes emigran de Cuba bajo una estrecha premisa política —el criterio de persecución, más allá de las calles de esta ciudad, implica mucho más que hablar de “golpizas” como quien repite consignas— y destacar en su lugar un panorama de opresión, falta de futuro y limitantes de todo tipo; solo que entonces la distinción de las víctimas también enfrenta una larga relación de naciones y pueblos.

Los inconvenientes que un enfoque así acarrea, paro los legisladores cubanoamericanos, son muchos: En primer lugar, aunque no los despoja los aligera de su recurso favorito: concentrar la discusión sobre el caso cubano en la dicotomía represión-oposición. En segundo —y quizá más poderoso—, que al dejar de ser víctimas del régimen y disfrutar de la libertad y una entrada de recursos económicos decentes, los que fueron refugiados pasan a ser dueños de sus destinos y ejercen sus opciones, entre las cuales se encuentran el viajar de visita y gastar dinero en el lugar de donde salieron huyendo; una posibilidad que entra de lleno en conflicto con la idea caduca —pero perenne en la mente de los legisladores republicanos cubanoamericanos— de que el último refugio de la táctica anticastrista para acabar con el régimen es mediante la falta de todo en la población.

Por último dichos legisladores aún cuentan con la posibilidad de no hacer nada para modificar el Ajuste, pero es lógico que prefieran intentar cualquier cosa antes de mantenerse impávidos ante una transformación demográfica en la ciudad —posiblemente su futuro electorado o parte del mismo— que representa un cambio en el mundo donde no nacieron, pero del cual surgieron.

Es por ello que se empecinan en intentar detener, o al menos restarle impulso a esta transformación. Lo cual es muy acorde, por otra parte, al punto de vista que buscan trasmitir sobre lo que ocurre en Cuba. Contradicción de contradicciones, que se resuelve en cambiar la ley para intentar de que Miami siga igual.

Claro que nada sigue igual, ni en Miami ni en Cuba.

El aferrarse a la visión de que la situación en la Isla se mantiene inalterable —lo que a sus ojos justifica no cambiar la estrategia hacia La Habana y rechazar los esfuerzos de la Casa Blanca— obliga a mantener una actitud que desconoce que hay vigente una nueva política migratoria por parte del Gobierno cubano; que los métodos represivos han cambiado, aunque la represión permanece; y que quienes representan, según esos mismos legisladores, a la “verdadera oposición” en Cuba, son viajeros frecuentes. Todo eso está muy bien para la satisfacción de su obstinación. Pero entonces, ¿por qué cambiar la Ley de Ajuste Cubano?


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