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Fidel Castro, José Martí, Cuba

José Martí y Fidel Castro, o la reversión temporal de Cuba

Si Martí es algo así como el primer cubano pleno, Fidel Castro no es más que el último español desmesurado del tiempo mítico de la Conquista

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En 1959, ante la evidencia de que Cuba no tiene las fuerzas suficientes para convertirse en la nación central hemisférica que solo parece consentir mandar, Fidel Castro va a encontrar en un aspecto secundario del pensamiento martiano, su Nuestroamericanismo, la posibilidad de hacer factible su intento de desbancar a EEUU como el hegemón americano. Este Nuestroamericanismo, ahora que ha caído en el olvido la frialdad y hasta hostilidad con que en casi todas las repúblicas latinoamericanas se recibió nuestro último intento de liberarnos de España, es reinterpretado por Fidel Castro y sus principales seguidores como la piedra de toque ideológica que le faltaba a los proyectos radicalistas de inicios de la república: ya que no cabe hacer derivar a la Isla hacia el Océano Antártico, tras separarla de su lecho marino para alejarla lo más posible de EEUU, a la manera en que según Enrique José Varona soñaban algunos en la Cuba de 1900, se deben buscar apoyos, o seguidores para enfrentarlos, ¿y dónde mejor que en las Américas latinas, con sus más de doscientos millones de habitantes de por entonces?

Cabe cuestionarse, no obstante, el que la política latinoamericanista aplicada por Fidel Castro tenga en propiedad una verdadera raíz martiana. En primer lugar, porque Martí nunca concibió al Nuestroamericanismo más que como una idea política instrumental, engarzada en una más general, la de los equilibrios vacilantes. En esencia el Nuestroamericanismo debía servirle únicamente para enfrentar las circunstancias de su tiempo, mediante la movilización de las Américas latinas en interés del logro de su casi obsesiva meta vital: la independencia de Cuba.

José Martí, contrario a lo que pudiera parecernos tras una lectura suya muy superficial o hasta hagiográfica, desvinculada de su trayectoria vital y de su circunstancia mundial, es un político que no tiene la cabeza metida entre las nubes, sino uno que se haya muy centrado en la consecución de su meta-motivo. Sus reflexiones no son las divagaciones de uno de los tantos poetas-políticos o políticos-poetas que ha dado Iberoamérica, sino las de un hombre que tiene un objetivo muy claro, muy enraizado como para convertirse en sí mismo en parte inseparable y principal de su vida. Objetivo en cuyo alcance encuentra problemas que debe resolver, respuestas que debe dar, y antes las cuales no da nunca vuelta atrás.

Si entre 1889 y 1891 emprende una serie de trabajos periodísticos y ensayos que podrían hacernos pensar que, desengañado de sus afanes por Cuba ahora persigue la unidad de una patria más grande, la Latinoamericana al molde bolivariano, lo cierto es que como nunca antes ha estado enfrascado en la realización de su meta-motivo existencial. En ese periodo trascendental Martí no solo se ha dedicado a escribir, ha estado además haciendo altísima política con el fin de hacer fracasar ciertos planes de adquisición de la Isla de Cuba por el Gobierno de Washington, mediante su compra a España. Desde su posición de representante consular de varias repúblicas sudamericanas en Nueva York ha maniobrado tras bambalinas junto al representante de Argentina en la Conferencia Panamericana, Roque Sáenz Peña, para evitar la consumación de aquellos planes, a los que no son pocas las repúblicas latinoamericanas que le dan su consentimiento.

Es entonces que con su genial olfato de estadista ha comenzado a aplicar su diplomacia de ensueño y realidad, la que a solo dos meses de su muerte sistematizará, o más bien comenzará a sistematizar en el Manifiesto de Montecristi, y que desgraciadamente deja trunca su inopinada muerte en Dos Ríos (por sobre todo porque es diplomacia concreta, y no puro pujo teorizante): “La guerra de independencia de Cuba, nudo del haz de islas donde se ha de cruzar, en plazo de pocos años, el comercio de los continentes, es suceso de gran alcance humano, y servicio oportuno que el heroísmo juicioso de la Antillas presta a la firmeza y trato justo de las naciones americanas y al equilibrio aún vacilante del mundo”. O sea, la diplomacia del equilibrio de contrarios, de la anulación en ciertos espacios intermedios, el nuestro, de intereses en apariencias antagónicos. Lográndose dicha anulación gracias precisa y paradójicamente a una exacerbación de esos mismos intereses.

Para José Martí, que conoce muy bien a la Latinoamérica de su tiempo para saber la infactibilidad real de una posible unión suya en el futuro, ya no ni tan siquiera mediato, esta concepción del equilibrio vacilante es vital para sus planes de constitución de una Cuba y Puerto Rico independientes: Como en Nueva York en 1889, durante el Congreso Internacional de Washington, sabe que tiene que buscar el modo de evitar que EEUU se entrometa en Cuba antes de poder poner a punto su república modelo, blindada para aquellos por su misma virtud, a la vez que impedir que alguna superpotencia europea decida recolonizarnos, como de hecho por entonces hacen en todo el mundo, y como parece haber intentado Inglaterra en 1892. Intentona afortunadamente denunciada a tiempo por aquel otro titán decimonónico nuestro, Juan Gualberto Gómez.

En este sentido Martí intenta ganar los apoyos, para antes y después de la independencia,

(1) de México, con la idea de unas Antillas fuertes, que le garanticen su flanco derecho de EEUU sin necesidad de acudir a ningún superpoder europeo, más peligrosos de por sí que los propios “gringos”, como les ha demostrado su historia reciente;

(2) de la por entonces pujante Argentina, con la idea de que esas mismas Antillas sean un bastión amigo a medio camino entre EEUU y el aliado hemisférico de este, Brasil, a su vez contrincante natural de Buenos Aires en la región sudamericana;

(3) de Inglaterra y de Alemania, con la idea de una nación abierta y no sometida a los dictados norteamericanos a las puertas mismas del canal transoceánico que aquellos están por abrir;

(4) y por último de los propios estadounidenses, con la promesa que le escribe al editor del New York Herald, el 2 de mayo de 1895, de que con “la conquista de la libertad” de Cuba se habrá “de abrir a EEUU la Isla que hoy le cierra el interés español”. Promesa que por lo floja nos puede hacer dudar de la capacidad diplomática de Martí, al menos si hemos olvidado cuales eran para él los en realidad eficaces modos de detener las ansias anexionistas que pudieran nacer en aquel país.

Recordemos que para Martí, “En Estados Unidos se crea a la vez, combatiéndose y equilibrándose, un elemento tempestuoso y rampante, del que hay que temerlo todo, y por el Norte y por el Sur quiere extender el ala del águila, y un elemento de humanidad y justicia, que necesariamente viene del ejercicio de la razón, y sujeta a aquel en sus apetitos y demasías”, y dada la imposibilidad “de oponer fuerzas iguales en caso de conflicto a este país pujante y numeroso”, es imprescindible ganarse al segundo elemento, mediante “la demostración continua por los cubanos de su capacidad de crear, de organizar, de combinarse, de entender la libertad y defenderla, de entrar en la lengua y hábitos del Norte con más facilidad y rapidez que los del Norte en las civilizaciones ajenas”.

Martí, que aun para separarnos de España clamaba por una guerra “generosa y breve”, no pretendía por lo tanto convertir a su país en un campamento, ni en llevarlo a una guerra suicida contra Estados Unidos, sino en irlo “enfrentando con sus propios elementos y procurar con el sutil ejercicio de una habilidad activa”, o sea, mediante la demostración constante de nuestra capacidad como pueblo para vivir en democracia, combinada con el sabio uso de todos los resortes diplomáticos, no solo los clásicos, para de ese modo conseguir “que aquella parte de justicia y virtud que se cría en el país [EEUU] tenga tal conocimiento y concepto” del pueblo cubano “que con la autoridad y certidumbre de ellos contrasten los planes malignos de aquella otra parte brutal de la población…”.

Martí, en fin, no encuentra ningún inconveniente en que su república “con todos y para el bien de todos” pueda ser independiente en medio de un mundo heterogéneo e inestable. Por el contrario, él solo lo cree posible precisamente gracias a un inteligente aprovechamiento de dicha heterogeneidad e inestabilidad.

Muy por el contrario, Fidel Castro cree que nuestra independencia no puede lograrse sino a través de la imposición por los cubanos, o más bien de los cubanos bajo su “sabia dirección”, de una pretendida homogeneidad cubana a todo el hemisferio, e incluso a todo el planeta (Ernesto Guevara, mucho más autoconsciente que su compañero de luchas, tras su expedición al Congo belga reconoce que habían ido “a cubanizar a los congoleses”). Para él, o se es absolutamente independiente, o se es esclavo; o se es nación central o no se es nada más que una colonia. La visión de Fidel Castro, correlativa a su menor densidad intelectual y a los excesos de un temperamento volcánico, dado a imponer su voluntad a lo que dé lugar, se basa no en los estudiados equilibrios internacionales, practicados por una inteligente diplomacia, sino en la unilateralidad impuesta por la violencia “revolucionaria”.

Consecuentemente no debe de extrañarnos que para el “Comandante” solo pueda conservarse independiente a la patria mediante la promoción de una cruzada que arrastre tras de sí a toda Latinoamérica. Bajo la guía de un estandarte que, con todo y el apresurado barniz de pensamiento de vanguardia con que siempre supo presentarlo, en su esencia última es el mismo que adoptó el mundo católico tras el Concilio de Trento, por sobre todo bajo inspiración de Ignacio de Loyola.

Y es que, si Martí es algo así como el primer cubano pleno, un contemporáneo nuestro que ha podido mirar a su tradición racionalmente desde fuera, pero sin abandonarla en lo más profundo del sentimiento, Fidel Castro por su parte no es más que el último español desmesurado del tiempo mítico de la Conquista. Alguien a quien si quisiéramos encontrarle el más correcto acomodo solo podríamos colocarlo entre gentes como Pizarro o Hernán Cortés, y que es quizás la más convincente constatación de ese sentido imperial de cruzada que de Castilla solo heredó lo cubano entre todas Las Españas.

Cada uno por tanto representa un momento en lo que somos, o más bien en lo que somos y lo que deberíamos ser. Dos concreciones de lo cubano en que el orden temporal de la presencia física de ambos se encuentra claramente invertido en relación a los tiempos del resto del Mundo. Cual, si durante medio siglo Cuba hubiera sido arrastrada hacia sus orígenes míticos por uno de los lugartenientes del Cid, más que avanzar hacia el complejo mundo de este tercer milenio que ya el más preclaro de sus hijos había entrevisto a fines del siglo XIX.


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