Actualizado: 27/03/2024 22:30
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Torturas, EEUU, Cuba

La decencia tuvo dos nombres

El creador principal del documento que “justificó” legalmente las torturas acaba de reconocer que, si las cosas ocurrieron así, hay razones para un enjuiciamiento, pero antes lo había advertido el hijo de un cubano

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Esta es la historia de dos hombres con igual nombre y apellido, que quizá forman parte de una misma familia y quizá no. Estoy casi seguro que nunca se encontraron, pero ni siquiera puedo afirmarlo. Uno nació en Cuba y el otro no, aunque ambos tienen un padre cubano. Nada los vincula en profesión. Sus ideales políticos no pueden ser más opuestos y ni los logros ni las derrotas que valen la pena enumerar coinciden en lugar y tiempo. Por pocos años coincidieron en la misma ciudad. Uno está muerto hace décadas y el otro no. Los une la decencia. Comparten el colocar los valores éticos por encima de cualquier justificación política y el estar dispuestos a sacrificar sus carreras por un ideal moral. Sin buscar reconocimiento alguno y con la convicción de que posiblemente su lucha se mantenga olvidada. Sin tampoco influir en el fin de ese anonimato, salvo cuando se trata de reconocer que lo que hicieron —o incluso fueron imposibilitados de lograr a plenitud— contribuyó a impedir la propagación de injusticias y errores. Estas son dos historias y ambas no tienen un final feliz.

Un revolucionario y un exiliado

Alberto Mora Becerra fue el hijo de Menelao Mora, uno de los organizadores del asalto al palacio presidencial durante el último gobierno de Fulgencio Batista. No participó en el asalto —que posiblemente le hubiera costado la vida— porque estaba preso. Días antes se había dejado apresar por la policía batistiana para propiciar la fuga de su padre. Menelao murió en el intento de poner fin a la dictadura y Alberto sobrevivió para ver el triunfo de la insurrección, el primero de enero de 1959. Luego fue ministro, comandante de la revolución, funcionario por breve tiempo y desempleado. Cumplió varios castigos, impuestos por Fidel Castro, para “pagar” por diversos “errores”. Trató de promover el cine y la cultura en la Universidad de La Habana y terminó suicidándose en septiembre de 1972. La única figura importante del gobierno que acudió a su entierro fue Carlos Rafael Rodríguez.

Alberto J. Mora nació en Boston en 1952. Hijo de una húngara y un cubano, ambos exiliados de regímenes comunistas. Ese mismo año, su padre —un médico graduado en Harvard— llevó a la familia a vivir a la Isla. Cuando Castro llegó al poder, los Mora abandonaron Cuba y se establecieron en Jackson, Mississippi. Allí estudió en una escuela católica y luego en el Swarthmore College, donde se graduó con honores. Después trabajó en el Departamento de Estado, y fue enviado a Portugal. En 1979 se matriculó en la facultad de derecho de la Universidad de Miami.

Criado en un ambiente conservador —todos en la familia apoyaron a Barry Goldwater en la elección presidencial de 1964—, Mora laboró como asesor durante el gobierno del expresidente George Bush. Al llegar a la presidencia de Bill Clinton ocupó el asiento reservado a los republicanos en la Junta de Gobernadores para las Trasmisiones del Gobierno de Estados Unidos y asesoró a la emisora Radio Martí. También ejerció como abogado especializado en leyes internacionales de diferentes bufetes privados de Miami. Al triunfo de George W. Bush fue nombrado consejero general de la Marina, un cargo con un estatus equivalente al de un general de cuatro estrellas.

En 1971, tras el encarcelamiento del poeta Heberto Padilla, Alberto Mora Becerra le escribió una carta a Castro. En ésta pedía ser detenido, ya que compartía muchas de las ideas del poeta y no consideraba justo poder andar libremente por las calles de La Habana mientras el otro, que era su amigo, estaba preso. Sus deseos fueron cumplidos, incluso antes de que Castro leyera la carta. Fue detenido como parte de la investigación contra Padilla, por agentes de la Seguridad del Estado que desconocían la existencia de ese documento, entregado a Raúl Roa durante un homenaje al crítico de cine José Valdés Rodríguez en la Universidad de La Habana. Entonces ocurrió otra de las tantas paradojas en la vida de Alberto: fue la carta pidiendo su detención la que lo salvó de estar más tiempo tras las rejas.

Luego de una entrevista con el gobernante cubano en una celda de la Seguridad del Estado, Alberto Mora fue liberado y enviado a recorrer la Isla, para que conociera de “primera mano la justicia y los logros revolucionarios”. El viaje tenía, entre otros objetivos, la intención de que se olvidara de sus preocupaciones en favor de la libertad de expresión y el destino de los disidentes. También apartarlo de la polémica en torno a Padilla e impedir que el caso del escritor se extendiera a un combatiente revolucionario. A la primera carta siguieron dos más, en que Alberto analizaba logros y deficiencias del proceso —desde una óptica revolucionaria—, así como la necesidad de encaminarlo hacia un rumbo democrático, para de esta manera evitar caer en situaciones similares a las que entonces existían en la Unión Soviética y el campo socialista.

Terrorismo y terror

El 17 de diciembre de 2002, quince meses después del ataque terrorista del 11 de septiembre de 2001, David Brant, director del Servicio Investigativo Criminal de la Marina —graduado de criminología y quien había sido policía en Miami—, le refirió a Alberto J. Mora su preocupación y molestia por la conducta de los interrogadores militares en el campo de detenidos de Guantánamo. Le planteó que se trataba de un personal que carecía de la preparación adecuada, que estaba obteniendo resultados muy pobres en su labor, y el cual recurría cada vez más al abuso físico y sicológico para tratar de sacarle información a los detenidos. “Repugnancia” fue la palabra empleada por Brant para caracterizar lo que producían en él las técnicas empleadas por los interrogadores. En una reunión posterior, Brant le dijo a Mora que existía el rumor de que estas tácticas estaban autorizadas al más alto nivel en Washington. Luego de conocer mejor la situación y consultar con otros funcionarios, Mora se reunió con el entonces secretario de la Marina, Gordon England, y con William Haynes, el asesor general del Pentágono. A ambos expresó su rechazo a la utilización de tales técnicas.

Alberto Mora Becerra se mató siendo un revolucionario. Se negó a admitir —al menos a comentar— que la revolución era un fracaso, que el socialismo no tenía futuro y que era imposible cambiar el rumbo del sistema sin echarlo abajo. En él pesó más la Historia que la realidad. Negar el proceso era negar la justificación de su vida. Pero eso no le impidió denunciar las iniquidades. Su concepto de la historia (libre de mayúsculas y cargada de crímenes) resultó erróneo, pero no lo utilizo como consuelo para justificar una posición acomodada. No hizo que se callara ante las injusticias. Con inocencia y virilidad, trató de convencer al principal responsable de la debacle cubana de sus errores, al tiempo que le reconocía su autoridad. Uno de sus errores fue aferrarse a la idea de que existía la posibilidad de rectificar un rumbo sin salida, que estaba torcido desde mucho antes de que él empezara a cuestionárselo.

Alberto J. Mora estaba en el Pentágono cuando el avión comercial dirigido por terroristas se estrelló sobre el edificio. Desde el principio apoyó la llamada “guerra contra el terrorismo” que llevó a cabo el gabinete de Bush y la invasión de Afganistan e Irak. Siempre se mantuvo firme en su apoyo al gobierno de Bush. “Es mi administración también”, dijo en una entrevista. Por supuesto que continúa siendo un conservador.

Castro leyó la primera carta que le escribió Alberto Mora Becerra. Posiblemente también las dos siguientes. Lo escuchó durante la entrevista mencionada, que duró toda una noche en un calabozo. Le pidió que redactara un informe de su recorrido por toda la Isla. Lo que nunca hizo fue poner en práctica una sola de las sugerencias. Lo mandó a visitar planes de desarrollo, fábricas e instalaciones diversas Puso a su disposición los medios necesarios para que fuera atendido de acuerdo al rango de comandante de la revolución que Alberto tenía y nunca perdió. Incluso le recordó el compromiso contraído con la madre de Mora, cuando ésta se encontraba moribunda y le pidió al gobernante que velara por su hijo. Todo el tiempo invertido por Alberto y por Castro en estos meses fue para lograr no cambiar nada. El gobernante terminó enviando al interlocutor rebelde a dirigir un plan agrícola. Lo separó de un cargo menor que éste tenía en la sección cultural de la Universidad de La Habana, evidentemente disgustado ante la posible influencia que alguien que creía en la democracia y la libertad de expresión pudiera tener sobre los jóvenes estudiantes. Se limitó a castigarlo de nuevo.

El presidente Bush decidió en febrero de 2002 que los sospechosos de terrorismo detenidos por el gobierno de EEUU no merecían ser tratados de acuerdo a lo estipulado por las convenciones de Ginebra. Alberto J. Mora trató de forma persistente de alertar sobre lo desastroso e ilegal de tal política. Expresó su opinión antes de que salieran publicadas las fotografías de los abusos en Abu Ghraib. El 7 de julio de 2004 escribió un memorando de veintidós páginas al vicealmirante Albert Church, quien dirigió la investigación sobre los abusos en Guantánamo. El 15 de enero le envió otro a Haynes, donde describía las técnicas de interrogación empleadas en Guantánamo como un tratamiento del que lo menos que se podía decir era que resultaba cruel y poco usual. Un tipo de conducta que en el peor de los casos no cabía otra alternativa que considerarla como una forma de “tortura”. El y otros abogados participaron en un “grupo de trabajo” —creado con miembros de todas las ramas militares— para elaborar nuevas guías para los interrogatorios. Sus esfuerzos —y los de quienes compartían sus preocupaciones— se vieron limitados una y otra vez por el grupo de asesores del vicepresidente Dick Cheney y la resistencia de varios de los más poderosos miembros de la administración Bush. Descubrió que respecto al tratamiento de los detenidos, el Pentágono estaba siguiendo una doble política: la más visible, destinada a tranquilizar a los críticos y a quienes temían que las violaciones pudieran conducir a enjuiciamientos penales en el futuro; otra secreta, que permitió los maltratos, pese a las denuncias y los escándalos.

Similitudes y diferencias

Esta historia es de ahora en adelante sólo la de Alberto J. Mora. El paralelismo anterior, entre la valentía y la entereza moral de los dos hombres, no intenta ser también una comparación entre el gobierno de Bush y el régimen de Castro. Las similitudes terminan tras hablar de ambos enfrentamientos frente al poder y el engaño. No hay dictadura en Estados Unidos. El informe del Senado que acaba de darse a conocer sobre las torturas es una prueba de ello.

Otro punto distinto es la decisión de no enjuiciar a los arquitectos del programa a o los oficiales que lo implementaron. El Departamento de Justicia, que dedicó años a estudiar el asunto, dice que no tiene pruebas suficientes para conseguir una condena y no encontró información nueva en el informe. Funcionarios del Departamento dijeron que no volverán a estudiar su decisión de 2012 de cerrar la investigación, y se remiten a las dificultades para llevar a cabo un proceso, desde el tiempo transcurrido hasta la dificultad de probar más allá de una duda razonable que se cometieron delitos, especialmente a la luz de los memorandos del gobierno, que dieron a los interrogadores un amplio margen de maniobra.

Todo ello es muy cuestionable, y resulta evidente que razones políticas se están colocando por encima de principios morales. Aquí es criticable tanto la actitud del presidente Barack Obama, de cerrar el capítulo y seguir adelante, como las justificaciones que aún se escuchan sobre lo ocurrido. Pero también es cierto que vivimos en una época en que la amenza del terrorismo se mantiene como una presencia real y cotidiana.

Sin embargo, el debate legal no debe impedir el análisis profundo de lo ocurrido, durante una época en que, como en cualquier otra, hubo héroes y villanos, Y lo importante es no pasarle la mano a los villanos y olvidar los héroes, lo que nos lleva de nuevo al centro de esta historia.

Dos héroes

La vida de Alberto Mora Becerra estuvo marcada por la tragedia. La de Alberto J. Mora no. Ambos son héroes, cada cual a su manera. El suicidio del comandante Mora fue un gesto inútil, consecuencia de la desesperación. El abogado Mora se retiró de su cargo en el Pentágono para volver a la empresa privada.

El empleo de tratamientos crueles durante los interrogatorios en Guantánamo comenzó a disminuir gracias a los esfuerzos de un hijo de inmigrantes. El entonces secretario de Defensa, Donald H. Rumsfeld, revocó en enero de 2003 la política que permitía los abusos en Guantánamo. Aunque se trató solo de un primer paso, y todavía puede decirse mucho en contra de Guantánamo, resulta a un tiempo esperanzador y lamentable que continúen conociéndose detalles de lo ocurrido.

Una de las diferencias más notables entre Washington y La Habana es que en este país gran parte de las injusticias no pueden mantenerse en la sombra. El por un tiempo secreto y ahora casi olvidado memorando de veintidós páginas de Mora fue dado a conocer. Su labor reconocida gracias a un reportaje de la revista The New Yorker, realizado por Jane Mayer.

Antes incluso de la aparición del reportaje en The New Yorker, del 27 de febrero de 2011, y de las audiencias en el Capitolio que se celebraron aquel año, se sabía de la preocupación y el rechazo del principal abogado civil de la Marina hacia las prácticas de interrogatorio con los detenidos sospechosos de terroristas.

Un artículo de Newsweek, del 21 de junio de 2004, y otro del servicio informativo de Facts on File World News Digest, del 17 de junio de 2004, mencionaban su labor. La prensa estadounidense no ha dejado de destacar los abusos cometidos contra terroristas, supuestos terroristas y simples ciudadanos, pese a la maldad y las consecuencias de los ataques del 11 de septiembre.

Mora consideraba que la respuesta legal del gobierno de Bush, luego del 11 septiembre, fue inadecuada desde el comienzo, lo que dio lugar a una serie de errores que luego resultaron casi imposibles de corregir. “El debate aquí es no solo cómo proteger la nación. Es cómo proteger nuestros valores”, señalaba en el reportaje de The New Yorker. Esta protección de los valores norteamericanos —un país donde la Constitución le reconoce al individuo el derecho de no ser sometido a un acto de crueldad— no debe limitarse a los residentes nacionales. De lo contrario, EEUU deja de ser ejemplo para el mundo.

Tras los años, quien fuera el “arquitecto legal” de los “interrogatorios forzados” —léase torturas— le acaba de dar la razón al abogado Mora.

Johnn Yoo, quien fuera asistente adjunto del Secretario de Justicia en 2002, acaba de declarar que los métodos de privación de sueño, alimentación rectal forzosa y otros tratamientos similares utilizados sistemásticamente en interrogatorios, como se describe en el informe del Senado, podrían considerarse violaciones a las leyes contra la tortura.

Precisamente el abogado Yoo fue uno de los autores del memorando utilizado para darle una “fundamentación legal” al uso de las torturas.

"Si esas cosas ocurrieron como se describen en el informe… no estaba supuesto a que ocurrieran. Y quienes lo hicieron enfrentan un riesgo legal, porque se extralimitaron en el cumplimiento de sus órdenes”, dijo Yoo a la cadena CNN el domingo.

Podría considerarse que Yoo está culpando solo a otros de lo que también es parte de su responsabiidad. Ya con anterioridad Mora había alertado de ese peligro, del que ahora tranquilamente quiere Yoo librarse de culpa.

“¿Qué significan la ‘privación de los estímulos luminosos y auditivos’? ¿Puede ser encerrado un detenido en una celda completamente oscura? ¿Por cuánto tiempo? ¿Un mes? ¿Mucho más? ¿Hasta que quede ciego?”, Mora le había preguntado a Haynes, uno de los protegidos del que fuera asesor y luego jefe de despacho del entonces vicepresidente Cheney, David Addington.

Autoridad moral

Para los exiliados cubanos y los opositores al régimen de La Habana, la defensa del ciudadano y la oposición a cualquier forma de tortura resulta fundamental. Los cubanos deben condenar cualquier forma de tortura —no importa si aplicada a supuestos o verdaderos terroristas— para reafirmar no sólo un derecho elemental sino nuestra integridad ética frente a las violaciones que ocurren en la Isla.

Alberto Mora Becerra, el combatiente e hijo de mártir revolucionario, quien sufrió en las cárceles de Batista algunos de los mismos métodos utilizados años más tarde por los interrogadores militares estadounidenses —como la técnica del fusilamiento simulado— y el revolucionario que de un pistoletazo se apartó para siempre de un régimen cargado de fusilamientos reales, no pudo quedarse callado ante la represión y la injusticia imperante en un país capaz de meter en la cárcel hasta a sus mejores poetas.

Al señalar y tratar de impedir la crueldad y la tortura en Guantánamo, Alberto J. Mora dio un ejemplo de dignidad y lanzó una advertencia, que vale para los torturadores de cualquier nacionalidad. “Da la impresión que muchos abogados del gobierno norteamericano desconocen los hechos históricos”. Luego agregó: “Me pregunto si incluso están familiarizados con los juicios de Nuremberg, con las leyes de guerra o la Convención de Ginebra”. Esta pregunta tendrán que responderla en su momento algunos torturadores, tanto en Washington como en La Habana.

Ayer domingo, uno de los encargados de justificar legalmente lo mal hecho terminó por darle la razón al abogado Mora. Cabe preguntarse por qué no escuchó a tiempo la advertencia.


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