Actualizado: 23/04/2024 20:43
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| Opinión

Globalización

La globalización liberadora

La modernidad derriba muros de tradiciones aislacionistas e incorpora a la vez lo mejor de ellas, por selección natural y popular

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La caída del Muro de Berlín no solo marcó el comienzo de la desintegración de la URSS, sino que dio inicio a la era de la globalización, un fenómeno que empuja a la modernidad mediante cambios radicales. Diversos ejemplos transcurridos a nivel mundial en los últimos años muestran la variedad de matices sorprendentes que la acompañan. Nuevos elementos culturales se incorporan e integran a las sociedades de pueblos con diversos perfiles étnicos y dispares niveles de desarrollo económico. Esos aportes, por primera vez para la Humanidad, son atraídos a una plataforma global cada vez más amplia de contacto e intercambio.

La información es el plasma y la vida de todo este movimiento. Y gracias a ello, los vehículos de modernidad más impresionantes que se dinamizan son los medios de comunicación personal. La accesibilidad a la información, cada vez mayor, otorga a los individuos la capacidad de ser partícipes activos e influenciar con su opinión en los asuntos locales, y también en los acontecimientos mundiales de cada día. Los avances técnicos en comunicación, en pleno desarrollo y sin límites a la vista, constituyen algo en extremo novedoso y excitante, siendo una de las industrias de mayor crecimiento mundial.

La buena noticia es que todo esto significa progreso, es decir, mayor libertad, y que nada en el mundo puede permanecer en cuarentena ante tal aceleración hacia lo moderno. So pena de dejar de interactuar con la realidad y el resto del planeta, la globalización se abre paso con sus cautivantes instrumentos; derriba muros de tradiciones aislacionistas y, a la vez, incorpora lo mejor de ellas a la ola de modernidad, por selección natural y popular. Es enorme la presión que provoca en las sociedades cerradas o defensoras de un tradicionalismo obcecado. Las que antes acepten la imposibilidad de resistírsele y, en consecuencia, faciliten la integración al mundo, obtendrán más rápido las ventajas de sus beneficios. Y por la misma rampante ola, también tendrán que lidiar con sus defectos menos previsibles, aumentados a niveles desconocidos. Nada nuevo bajo el sol, solo que más veloz que antes, sin dejar tiempo para levantar obstáculos que impidan su curso.

Las sociedades autoritarias y totalitarias, caracterizadas por un conservadurismo dictado por élites anquilosadas en el poder y la costumbre, pretenden utilizarla en lo que las beneficia. A la par, absurdamente intentan regular y frenar su principal vehículo de contaminación, las comunicaciones libres y fluidas. O peor aún, llegan al extremo de aspirar a reprimir y aplastar las ansias de libertad y democracia que las mismas despiertan en los férreos espacios que controlan.

Ante esa disyuntiva, todavía está por definirse si las citadas fuerzas de freno lograrán sostener por mucho más tiempo sus propósitos, o si a corto plazo serán derrotados por el impetuoso empuje de lo nuevo. Casos recientes y repetidos en el área del Medio Oriente indican que los esquemas conservadores de la tradición en su cultura mahometana, que parecían inamovibles, son desplazados ante la modernidad de canon occidental que reclaman sus pueblos. Es el caso de Túnez, Egipto y Libia.

¿Qué ocurre con sociedades donde aún no parece moverse una hoja sin supervisión del estado-partido único? ¿Qué sucede con el brío de este motor de desarrollo mundial en sitios varados por la tradición o donde se intentan conservar esquemas políticos anquilosados en una línea tan diversa de ejemplos como Corea del Norte, China, Arabia Saudita, Myanmar o Cuba?

En la situación particular de Cuba, aislada por más de medio siglo a causa de las fuerzas del régimen y de una decisión de política exterior norteamericana que, deformándose de sus propósitos originales, ha durado demasiado tiempo, ¿la sociedad permanece inmóvil y agotada, aguardando pacientemente por los lentos “cambios”, orientados desde la cúpula de un poder monolítico? Y más importante, ¿realmente son “cambios”, o más bien obstáculos anticipados para tratar de impedir o torcer todo lo que las fuerzas de la modernidad impelen a la nación?

Hay que tener en cuenta que la sociedad cubana es tan occidental y tan inclinada a la modernidad que mucho antes de su independencia de la metrópoli española daba claras señales de preferencia por los aportes tecnológicos y culturales de Estados Unidos. Eso explica que la lucha del actual régimen totalitario por domeñarla en cuartones colectivistas haya tenido más de una silenciosa derrota. De la manera hipócrita y solapada que ha aprendido a varapalo, a pesar de tanta anulación de fueros ciudadanos y de expresión del más mínimo criterio personal, la sociedad cubana siempre se ha movido subterráneamente en un sentido liberador, a través de los mismos canales y similares objetivos y metas de modernidad que Occidente.

Ha sido una lucha a brazo partido, con altos costos de ignorancia y encanallamiento, sobredimensión del verdadero peso específico que tiene en el mundo y una especie de desconfianza ante el futuro. Pero, a pesar de las deformaciones sufridas por una miseria impuesta como método de sojuzgamiento, los reflejos de tanta mediocridad emanados desde el poder permanente de la dictadura se han ido resquebrajando por el innegable y salvador instinto occidental de las fuerzas populares más modernas y activas, encabezados por la naciente clase media urbana.

La capital del país tiene un lugar muy importante en esta sorda lucha. Su capacidad de presión es muy grande. Espacios crecientes de supervivencia de la iniciativa privada, como el mercado negro, han ido adquiriendo un área dominante en la economía diaria. Por otro lado, los intentos del régimen por evitar la información no autorizada pierden cada vez más terreno. La difusión de noticas y entretenimiento, fundamentalmente de origen norteamericano, ya no es un espacio absoluto dictado por los estrechos intereses ideológicos del sistema político totalitario. Y como un alud provocado por las imágenes que reciben de la economía de mercado, los cubanos se lanzan a iniciativas económicas desenfadadas que, con lentitud exasperante aún, el Parlamento digiere legalizar, a la espera de cortapisas, modificaciones y venia final de la cúpula gobernante.

Son muchas las iniciativas populares, y ocurrirán otras. Lo importante es tener en cuenta como un factor globalizador interno, que la sociedad cubana en general, y de la capital en particular, siempre se ha logrado desembarazar de los más rígidos arreos que el sistema totalitario se ha empeñado en colocarle, desde la forma de vestir, pasando por la moneda a consumir y terminando por su incondicionalidad. A pesar de los empeños del vetusto régimen por modernizar solo hasta un punto, manejable por su aparato de sometimiento, son otros tiempos los que corren, tiempos de revoluciones pacíficas y populares abrazadas a las ideas y valores democráticos occidentales.

El demorado aislamiento del régimen acelera el proceso autofágico. En plena metástasis, genera en sus estamentos burocráticos un manto de corrupción que alcanza niveles catastróficos e imparables. Los insuficientes pasos de modernización salidos de la oficialidad crean en la nación una sensación generalizada de pérdida de rumbo, acelerando la descomposición de la sociedad. El extemporáneo aferramiento al poder absoluto incita a la anarquía y a la disolución de sus redes de poder, más arrastradas por intereses personales que por cumplir las órdenes de la élite gobernante. Y como demuestra la historia, una sociedad frenada por imposibles es un peligroso animal que en algún momento se vuelve a morder a su amo.


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