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Apocalipsis, Fidel Castro, Cuba

La muerte del muy beatifico y perverso hacedor de revoluciones

Me niego a recordar, me niego a hacerlo parte de mi vida, me lo arranco si es que puedo de este corazón traspasado, exiliado y noble

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Resulta que el sátrapa cubano ha muerto. Esta es la noticia y con ella la confusión dentro y fuera de la Isla, que como isla al fin está a merced de la maldita circunstancia del agua por todas partes; es la confusión, es el terror, el algo más que no alcanzo a entender porque se habla de purificación colectiva y la palaba me estremece. Nos sorprende a todos. La muerte del dictador nos lanza sin quererlo en esa eterna miseria que es el acto de recordar y desnudar toda muestra vida, la que alcanzó y aun alcanza el tirano. El mismo que fue por tanto tiempo pueblo, nación e historia, la da cada uno, y esto sin que no los propusiéramos. Todos con el rencoroso trabajo de recordar. Me niego a recordar, me niego a hacerlo parte de mi vida, me lo arranco si es que puedo de este corazón traspasado, exiliado y noble.

Todo un pueblo puede morir de historia, de engaños y desesperanzas. Podemos asomarnos al desconcierto ante la muerte esperada y real del tirano, la celebración y el enojo. Pero no podemos dejar a un lado la cruel realidad de ser parte de un pueblo que se hace y se deshace, como nosotros mismos.

“Cuando los impíos perecen hay fiesta”[1], como ha ocurrido con el deceso de aquel al que le entregamos nuestra conciencia colectiva. Hay celebración e inquina, abundante adjetivación y obvia especulación de legado y sombras. Del muerto hoy dicen que fue desde un líder luminoso hasta una cucaracha, porque no faltan ditirambos y descalificaciones, estas últimas para muchos bien merecidas.

También hay alabanzas, esas inclusos que vienen de los hijos de Dios que siempre buscan palabras para elevar, sin proponérselos, a los impíos a los altares. Hay la intención de encomendar al finado a Jesucristo a ver qué puede hacer. Difícil prodigar este cuidado a alguien que, victorioso y entrando a La Habana como reedición de la entrada a Jerusalén, con una población exultante que ya le había prodigado todos los honores en prolongado viaje desde el origen del país a la capital, se hacía dios hacedor y ejecutante del poder. Decimos difícil porque al llegar al poder, o hacerse de él, no faltaron voces que consideraron al sátrapa cubano en los tempranos años de la revolución como “un instrumento en las manos de Dios para el establecimiento de su reino entre los hombres”. Solo que escogió a nuestra isla toda en peso y necesitó de casi seis décadas para dejarla. Dejando un legatus, como ahora dicen tantos, para que su reino se consolide y de qué forma.

Cuando el sátrapa cubano llegó a La Habana (1959) nunca le faltaron lisonjas, pero esto de que era un instrumento en las manos de Dios, el todopoderoso, nos ponía a todos los cubanos en condiciones muy desfavorables, si no lo aceptábamos pues era como desafiar a Dios. Del muerto, en su momento se dijo: “…está logrando en Cuba hoy —y que fecundará toda la América Latina— es precisamente aquello que Dios quiere para estos pueblos olvidados: una oportunidad nueva para vivir decentemente y con dignidad. Un Dios de amor —de un amor sin fronteras, como es el Dios de los cristianos— no puede desear menos que eso para sus hijos. Pero él requiere de “instrumentos” de “siervos”, para la realización de tan sublime tarea”[2]. De que nos convirtió en instrumentos y en siervos no cabe la más mínima duda.

Astuto, manipulador y amigo de la noche, el déspota, viejo y probablemente enfermo…, como preocupado, invitó, tal vez sorprendido por lóbregas reflexiones escatológicas, a un grupo de teólogos de visita en La Habana. No sabemos si lo escatológico sea en el sentido teologal o excrementicio, pues ambas definiciones se tocan. Fue entonces que el ladino personaje, inclinado sin duda a la “vaciladera” y el despropósito, les pregunto a los teólogos ¿cómo entendían el Libro de las Revelaciones o Apocalipsis? También les preguntó sobre los derechos humanos —siempre preocupado el autócrata sobre ellos— y sobre la destrucción del medio, esto, quien dio cuenta de buena parte de la Isla destruyéndola.

El teólogo allí presente pudo presentarle una síntesis de lo que significa el Libro de las Revelaciones al absolutista. Pero este, como era usual, trajo a colación su ego desmedido y su inclinación por el choteo para asegurar “que los jesuitas le habían enseñado mal”, esta, la palabra revelada. En la tardía pero animada tertulia beatífica y a la altura de tan elevados conceptos del amor de Dios, la fe, la vida y la justicia; conceptos que para el dictador tienen significados muy especiales como parece…, es entonces que el cierre le tocaba al taimado contertulio que dijo: “la fe es un asunto personal que tiene que nacer de la conciencia de cada persona. Pero el ateísmo no debe ser una bandera”[3]. Esto dicho por el canallesco personaje que tanto pisoteó la libertad de conciencia e hizo del ateísmo una de sus banderas en la ya malograda revolución.

Hombre así, líder por antonomasia, venerado por tantos y merecedor de consideración en tanto que es guía de muchos; excelencia de elevados propósitos y motivador de ideas y cometidos políticos de tantos. Habiendo incluso consideraciones de elevada mística en el personaje, atribuido por igual de creyentes en un Dios e incrédulos comedidos; es que me asalta la duda si debamos elevar a los altares al desalmado o dejarlo entre los mortales aun muerto.

¿Qué cómo son los negocios del déspota con Dios ahora que ha muerto? Es una pregunta que asalta a un prelado, quien, dedicado a temas tan complejos como el demonio, el exorcismo, la posesión y el infierno, se encarga de analizar lo que significa la muerte de tan infausto dictador y su andar de ignominias; y dice bien que “porque el juicio será sin misericordia para el que no ha mostrado misericordia” (Santiago 2, 13).

Dice el prelado, quien en su certero y elegiaco artículo parece exorcizar al demonio que fue, “que al pernicioso líder Dios le dio 90 años a su alma para cambiar, para entender, para pedir perdón” y no lo hizo. “Él, que hizo un infierno de la vida de muchos, si ha entrado en el infierno, ahora sufre con los ojos abiertos. Él que siempre tuvo los ojos de su conciencia cerrados ahora ve. En el infierno o en las espantosas moradas de la purificación destinadas a monstruos como él, ahora ve, sufriendo... pero, por fin, ve”.[4]

Acusado por algunos de haber condenado al muerto al infierno, el sacerdote tiene que volver a esgrimir argumentos que tratan de poner en contexto sus palabras; parece que a la progresía no le gusto que su héroe de mil batallas fuera situado a un paso del infierno. En un segundo artículo el autor bien dice:

“Jamás he afirmado que esté en el infierno. Ni lo he dicho ni lo he escrito ni lo pienso. Solo digo que, después de toda una vida repleta de acciones gravísimas, acciones que llevan a la condenación eterna, sin que nos conste su arrepentimiento en ningún momento de su larga vejez, ha afrontado el juicio inapelable y riguroso de Dios”.

Como algunos se preguntan dónde está el difundo que más que su cuerpo ya en cenizas ahora va en andas por toda la isla en un acto de constricción de una nación en vilo. El exorcista, que debe ser, señala lo siguiente:

“¿Dónde está ahora? Os lo voy a decir, porque os aseguro que lo sé: o está en el lugar donde hará penitencia y no saldrá hasta pagar incluso la última pequeña moneda (Lucas 12, 59), o está en el lugar donde ya no tiene que hacer ninguna penitencia, porque la sangre de Cristo no fue derramada por él y su nombre no se encontró en el Libro de la Vida”.[5]

Para completar la traída relación entre lo religioso y el eximio difunto; viene a cuenta la afirmación de que este era la encarnación del espíritu del anticristo. Bueno no el anticristo sino algunos de los muchos anticristos que el autor del Libro de las Revelaciones asegura que aparecerán en la última hora[6].

Una opinión da cuenta y afirma que gracias a Dios se murió y que hay “un anticristo menos”. Agrega:

“Lo cierto es que con la muerte…, desaparece otro de los anticristos de turno, y con este hecho comienza a desaparecer su influjo maldito sobre nuestra sufrida isla. Tiempos de luz, libertad y prosperidad terminarán por imponerse a las densas tinieblas que con estos delincuentes en el poder tuvimos que sufrir por demasiadas décadas ya, con el valor añadido de extender los tentáculos de nuestra maldición sobre otras tierras…”[7].

Esta rara deidad, tirano de enlodadas banderas, se nos hizo realidad prolongada en nuestra nación y en nuestras vidas. Como costra maloliente está apegada a nuestras conciencias y será muy difícil quitarnos esta maléfica impronta. El perverso personaje se nos metía debajo de la piel; su influencia y Gobierno fue una dedicación perniciosa de la nación toda.

Pero no hay razón para tanta demonización, ni hay razón para que una nación toda eche mano a la culpabilidad y la flagelación. El sátrapa ha muerto, algo que era esperado; lo que aumenta las expectativas es el confuso panorama de una nación, aparentemente desecha en un impreciso escenario internacional; que viéndose visitada por la muerte del líder, se aferra a una persistencia construida por el más prolongado oprobio; como nunca se ha visto en una nación moderna.

Hace una década cuando la noticia falsa de la muerte del tirano sorprendió a todos escribí lo siguiente…, ahora cada palabra adquiere validez y actualidad:

“Para los que piensas que la muerte del sátrapa promoverá cambios en Cuba, les digo que se equivocan. Los mensajes son claros y no hay contradicción en ellos. Ya se ha producido un proceso de sucesión ordenada, la continuidad de la dictadura y la ideología que le sirve de sustento está garantizada. Los principales funcionarios del régimen lo han declarado: hay y habrá continuidad, no transición. Las libertades que nos merecemos los cubanos, una vez más, han sido aplazadas”.[8]

Todos miran el momento de elevados vuelos, ventilando ideas, análisis, llamamientos y esperanzas. Limitémonos al buen hacer de enterrar al sátrapa de una vez; olvido sanador resuelto y exorcizar el entramado social de la isla y del exilio. Comenzar por enterrar en todo el sentido del término el déspota que fue, des construir la revolución hasta que de ella solo queden las obligadas referencias en los tratados de historia. Para todos los cubanos, siempre que sea posible; superar la desesperanza y el abandono y caminar por los nobles senderos del combate y el consuelo.

No, no habrá el propósito de “una tierra nueva y un nuevo cielo”, …solo una patria digna donde podamos andar con entereza.



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