Actualizado: 28/03/2024 20:07
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Chanel, Cuba, Ideología

La “pureza” perdida

¿Cómo es posible que un sistema que se consideraba superior, no solo en el orden social y político sino económico, sea incapaz de superar las funciones de alcahuete de empresas capitalistas internacionales?

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Los empleados estaban preocupados y hasta con vergüenza. Bueno, esto último era de esperar que fuera fingido, aunque nadie escatimaba en el esfuerzo. Bajaban la cabeza y evitaban mirarse unos a otros, pero en realidad todos pensaban lo mismo: en las próximas semanas su vida iba a complicarse aún un poco más, nuevas incomodidades y menos tiempo disponible para ellos, su familia o para perderlo en lo que se les antojara. Porque el ministro había sido claro: “El dinero obtenido era un dinero sucio. Así no podía ser la cosa. Se había perdido la pureza y era necesario recuperarla de inmediato”.

Era La Habana y la década de los sesenta y los que soportaban el reproche autoritario no eran culpables de un robo, tráfico de drogas, prostitución, y ni siquiera engaño alguno. En las últimas semanas se habían dedicado a conseguir los artículos más diversos y humildes para venderlos en pequeñas ferias tras el horario semanal —aunque llamar “feria” a cuatro mesas con cuatro tarecos en una acera evidencia torpeza en quien escribe. Centavo a centavo se acercaban a la meta fijada en el ministerio para contribuir económicamente a un evento cualquiera, decretado por el gobierno, el partido, Fidel Castro o cualquier otro sinónimo.

Sin embargo, en vez de felicitarlos, como todos esperaban por estar cercanos a la cifra de recaudación —que incluso pensaban superar—, el ministro estaba indignado. Consideraba que el empeño no ejemplificaba un esfuerzo revolucionario sino una obra de perdición.

Porque las ganancias producto de unas sencillas ventas estaban viciadas. No era dinero puro y de inmediato quedaban prohibidas actividades de ese tipo. Los fondos que faltaban para cumplir el compromiso y superarlo —siempre se daba por sentado que los compromisos se superaban— había que ganárselos con trabajo agrícola.

El ministro volvía una y otra vez a enfatizar ese lenguaje casi religioso —de honor y pecado— como si fuera no un simple cura sino un obispo o regidor, mientras se arreglaba la chaqueta de cuero; porque un ministro podía ostentar que todo el tiempo estaba en un ambiente refrigerado, donde no llegaba el calor de aquel verano en la Cuba revolucionaria.

Cuarenta o más años después, hace unas semanas, se repitieron en la misma Habana reclamos similares sobre la naturaleza pecaminosa del dinero. Se oyó también una advertencia rotunda: no se va a permitir la acumulación de riqueza por parte de cualquier ciudadano.

El rechazo al dinero así expresado define en su origen una mentalidad medieval —que luego fue aceptada y después ha sido rechazada— tras un principio marxista, anticapitalista o comunista. No se trata simplemente de impedir la explotación y frenar la avaricia. Mucho más sencillo y perverso: el dinero es malo y, por lo tanto, tener más dinero es más malo todavía.

Pero entonces, en esa misma capital resignada a oír clamar contra el dinero, llega el desfile de Chanel y la filmación de escenas de una película típica del entretenimiento en su forma más elemental y burda. Y es cuando las dos imágenes —de austeridad y ostentación— coinciden, el Gobierno decreta que no choquen: como si hubiera una pared imaginaria que les impidiera colisionar.

Da la impresión que esta barrera se mantiene inexpugnable, que el ajiaco ideológico imperante resiste cualquier ingrediente que se le añada —sea una prenda prêt-a-porter o un helicóptero con costosos equipos de filmación, de tecnología de punta para crear emociones baratas. ¿Hasta cuándo?

Por lo pronto el jefe de la página internacional del diario Granma critica el “secretismo” alrededor de los beneficios económicos que han dejado al país tales actividades, mientras el presidente del Instituto Cubano de Arte e Industrias Cinematográficas intenta explicar cómo el dinero obtenido con las filmaciones de cintas extranjeras ayuda a la empresa estatal de cine.

Lo mejor es que el funcionario usa un lenguaje que hace renacer las esperanzas —porque es evidente que el hombre, al menos, ha visto las películas de Cantinflas— y el periodista oficialista no teme a la cursilería en su queja: quiere saber si con lo obtenido por cerrar el Paseo del Prado, para los ricos y famosos, se conseguirá “pavimentar una calle”.

Tales esfuerzos por explicar lo imposible apenas pasan de la torpeza, mientras eluden la pregunta fundamental: cómo es posible que un sistema que se consideraba superior, no solo en el orden social y político sino económico, sea incapaz de superar las funciones de alcahuete de empresas capitalistas internacionales. Tampoco la respuesta de la necesidad de cambiarlo.


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