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Movimientos sociales, Europa, Latinoamérica

La renovación política de nuestro tiempo

Lo que une a un académico, con título de doctor que vive de la ayuda social, el que conduce un taxi para alimentar a su familia, un repartidor de periódicos y un pandillero

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Hace algunas semanas escribí un artículo cuyo título es más bien una pregunta: “2011: ¿año de los nuevos movimientos sociales?” Si hoy alguien me pidiera revisar ese artículo solo haría un cambio: eliminaría los signos de interrogación en el título. Eso significa, en mi opinión, que estamos asistiendo a una era en donde, cruzando latitudes, movimientos sociales de todo “tipo” hacen su “puesta en escena”. Por una parte, los movimientos para-democráticos del mundo árabe. Por otra, los democráticos de España e Israel y en cierta medida los inter-democráticos de Grecia y Chile. Tampoco hay que pasar por alto el movimiento extra-democrático de la barbarie londinense. Y en el marco de esa constelación, no hay que descartar la posibilidad de que pronto surjan movimientos anti-democráticos, que por ahora se encuentran partidariamente canalizados en países como Holanda y Francia, aunque en su expresión predominantemente racista y “culturalista” asoman sus feos rostros en casi todos los países europeos.

Como estamos insinuando, el hecho de que algunos de esos movimientos coincidan en el tiempo no significa que sean iguales entre sí. No obstante, cuando aparecen tantos a la vez, uno está obligado a pensar que de una u otra manera hay una comunidad de origen que va más allá de la simple y coincidente temporalidad de tal modo que puede ser perfectamente posible que las raíces de unos se entrecrucen con los de otros. Dicha impresión se refuerza si aceptamos que la globalización no es solo un fenómeno económico sino también tecnológico, cultural, y por cierto, político.

Ahora, sin necesidad de caer en causalismos deterministas, es imprescindible indagar acerca de la posibilidad de que tales movimientos contengan algunos antecedentes históricos comunes. En ese sentido ha llegado quizás el momento de revisar antiguos trabajos como los de Alain Touraine, André Gorz, Daniel Bell y Richard Sennett; autores todos que nos hablaron, a su debido tiempo, de la llamada “crisis de la sociedad industrial”.

En aportes como los mencionados hay una deducción común: la introducción masiva de la tecnología digital ha desalojado de los procesos productivos a una masa social imposible de ser entendida de acuerdo a categorías clásicas como “ejército proletario de reserva”, “superpoblación relativa”, “grupos marginales”, “sectores informales”, etc. Aunque contengan “elementos” propios a una u otra categoría, es evidente que estamos frente a un fenómeno social inédito y, por lo mismo, precariamente analizado.

Por lo pronto, la mayoría de los llamados cientistas sociales está de acuerdo en que esa masa social emergente a la que hacemos mención no es un fenómeno coyuntural sino constitutivo, es decir, y apelando a los mismos conceptos que usan economistas y sociólogos tradicionales, esa masa ha llegado a ser parte de la “estructura social”. En este sentido puede decirse que sus actores no vinieron para irse sino para quedarse y hay que contar con ellos por un largo tiempo más. Por lo mismo hay que constatar que esa masa social ya ha dejado detrás de sí los momentos relativos a su génesis. Los “desocupados” y los “excluidos” de hoy son miembros de una tercera o cuarta generación y por lo tanto han pasado a ser parte integral de las formaciones sociales de las naciones “post-industriales”.

Importante es mencionar, además, que no estamos hablando de una masa social informe, definible solo a partir de su pura exclusión. Tampoco de grupos desesperados, al borde de la inanición. En lo fundamental se trata de diversos segmentos sociales afectados por la ausencia de reconocimiento económico, social y sobre todo —como lo han hecho saber los “indignados” de España— ciudadano. En fin, un fenómeno que no ocurre solo “abajo”, en los últimos escalones sociales, sino uno transversal, vale decir, uno que atraviesa a las llamadas sociedades modernas de punta a cabo. Para decirlo usando ejemplos: entre un académico con título de doctor que vive de la ayuda social, o que conduce un taxi para alimentar a su familia, y un repartidor de periódicos, o un miembro de una banda callejera, no hay nada, nada en común, nada aparte de un sentimiento común de indignación que surge de la percepción de haber sido dejados de lado, de no ser tomados en cuenta y, sobre todo, de no tener a nadie que los represente en las lejanas cúspides del poder político.

De tal modo que dejando para otra ocasión la posibilidad de realizar un estudio relativo a la composición orgánica de la masa social excluida de los procesos de producción, he de limitarme en estas líneas a fijar cuatro premisas para, a partir de ahí, intentar entender algunos significados políticos de los así llamados nuevos movimientos sociales.

Primera premisa: no existe una relación de correspondencia entre los sectores sociales emergentes y las formaciones políticas establecidas, constatación que ha llevado a pensar en la existencia de una crisis generalizada y global de representación política.

Con relación a la premisa enunciada hay que dejar sentado que una correspondencia absoluta entre formación socioeconómica y formación política solo cabe en la cabeza de los marxistas más primitivos. Porque precisamente esa relación de no-correspondencia es la que hace posible a la actividad política. Pero a la vez debe ser señalado que la otra alternativa, la de no correspondencia absoluta, es una imposibilidad histórica, de modo que el tema de la correspondencia entre lo uno y lo otro tiene que ver con la subjetividad de los actores sociales, o dicho en clave de pregunta: ¿Cuánta ausencia de representatividad política pueden tolerar los actores sociales? Remitida esa pregunta a las manifestaciones democráticas de España o Israel, parece que el punto de máxima tolerancia ya fue ahí alcanzado, de otra manera los no-representados no habrían salido jamás a la calle. En ambos casos, el diagnóstico del analista no puede ser sino este: “alta demanda por más representatividad política; bajísima oferta de parte de los representantes políticos”.

Por supuesto, en la mayoría de los casos habría que analizar si los representantes no representan bien a determinados sectores sociales por ausencia de voluntad o simplemente porque carecen de los medios para escucharlos y entenderlos. Todos los indicadores apuntan hacia la segunda posibilidad.

Efectivamente; los partidos que conforman la occidentalidad política de nuestro tiempo fueron configurados de acuerdo a una plataforma social y en el marco de un contexto histórico que ya no son los que prevalecían en los tramos finales de la segunda mitad del siglo XX. Esa es la razón por la cual hablamos de crisis de representación. A su vez, esa es también la razón por la cual nos estamos refiriendo a una nueva posibilidad: la renovación de la política. Pues, como suele ocurrir con las casas, también las democracias políticas han de ser renovadas cada cierto tiempo.

Por cierto, habría que ser un desquiciado ideológico para imaginar que al interior de países democráticos como España, Israel, Grecia e incluso Chile, están ocurriendo revoluciones sociales. Primero, los actores sociales no se han planteado objetivos meta-históricos. Segundo, las demandas de los actores sociales no afectan a los cimientos del edificio democrático. Tercero, así como nunca ha habido guerra entre dos naciones democráticas, jamás ha sido posible una revolución democrática al interior de una democracia, entre otras razones porque las democracias no solo toleran los intentos de renovación sino que, además, los necesitan. Esa y no otra es la gran diferencia entre las revoluciones del mundo árabe y las renovaciones políticas que buscan ser emprendidas en las naciones democráticas de la tierra.

Segunda premisa:la crisis de representación política coincide con una crisis histórica de los partidos “sociales”, sobre todo socialistas, laboristas o simplemente socialdemócratas.

En gran medida la crisis de los partidos socialistas democráticos comenzó a anunciarse a partir de otras dos crisis que —si aplicamos un estilo holístico de pensamiento— aparecen como expresiones de una sola crisis global. Las “dos crisis de la crisis” —permítaseme la expresión— resultan, por una parte, del declive del modo de producción industrialista ya mencionado, y por otra, del fin del periodo bi-polar cruzado por la llamada Guerra Fría entre quienes fueron los dos colosos del siglo XX: la URSS y los EEUU.

Desde la perspectiva de una periodización larga es imposible separar la crisis del industrialismo de la caída del imperio soviético, sobre todo si se toma en cuenta que la URSS había apostado toda su energía productiva para derrotar económicamente a los EEUU por medio del desarrollo forzado de la industria pesada. Pero el paso, o pasaje, de la industria pesada a la industria digital no podía llevarlo a cabo la URSS sin globalizar su economía lo que suponía subordinarla a la hegemonía norteamericana y a la europea occidental. Ahora, ¿qué tiene que ver este hecho con la crisis de las socialdemocracias? La respuesta es muy simple:

Los partidos del socialismo democrático, al igual que los partidos comunistas, fueron organizaciones correspondientes a la era industrial “clásica”. En cierto modo son hijos de la segunda revolución industrial. Y lo fueron desde el punto de vista de sus orígenes históricos, de su ideología, e incluso de su propia organización interna, tan semejante a la de las grandes fábricas y empresas (rígido verticalismo, autoritarismo y extremo burocratismo).

De acuerdo a sus orígenes, las socialdemocracias surgieron, efectivamente, como partidos obreros. Su singularidad histórica reside en el hecho de haber servido de eslabón en la vinculación de los intereses de los grandes sindicatos fabriles con el Estado, papel que en América Latina fue cumplido por algunos partidos nacional-populistas como fue el caso del peronismo, del aprismo, del MNR boliviano, del PRI mexicano o del eje comunista-socialista en Chile. Y de acuerdo a sus ideologías, las socialdemocracias nunca renunciaron a su objetivo histórico: alcanzar la meta del socialismo.

La gran diferencia ideológica de la socialdemocracia con los partidos comunistas residía en que para la primera, la meta socialista debería ser alcanzada dentro de los marcos de la “democracia burguesa” a través de una política “reformista”. Así se explica por qué, cuando la URSS renunció a sus aventuras “revolucionarias” en Europa Occidental, diversos partidos comunistas, sobre todo el francés y el italiano, se convirtieron en las más perfectas socialdemocracias que es posible imaginar. En ese sentido no debe extrañar que la pérdida de la hegemonía social ejercida por los grandes sindicatos corriera a la par con la notoria pérdida de la hegemonía política de las socialdemocracias europeas.

Hoy, por cierto, los socialismos democráticos —aunque de modo precario— siguen subsistiendo. Puede ser también que allí o allá gobiernen durante algún periodo. Pero nunca más volverán a ser lo que fueron. Los cada vez más mediocres líderes y candidatos socialdemócratas —expresiones humanas de la miseria política por la que atraviesan sus partidos— no entusiasman a nadie. El “Estado social” que construyeron, ya se vino abajo. Sus macro-ideologías han sido reemplazadas por simples “ocurrencias” electorales.

Ahora bien, el problema es que el declive —o retirada, o debacle; elija el lector— del socialismo democrático, ha dejado detrás de sí un amplio vacío político. Solo en Alemania ese vacío ha sido ocupado parcialmente por “los verdes” y en el Este del país, por “la izquierda”. En la mayoría de los demás países europeos donde las socialdemocracias erigieron sus bastiones, o gobiernan los conservadores o están sometidos a la presión de “multitudes” sin partido que buscan interlocutores políticos que por el momento no encuentran. De vez en cuando surgen partidos regionales como en Italia, o protestas sociales organizadas como ayer Attac y hoy los “indignados”. En cualquier caso, “ese nuevo espacio vacío” es y será un campo de atracción para la emergencia y desarrollo de nuevos movimientos sociales. Y no todos serán tan alegres y simpáticos como los de los indignados españoles o israelíes. El siempre latente neo-fascismo aguarda también su hora. En cualquier caso, hay que estar preparados.

Tercera premisa: vivimos un momento político fundacional o, por lo menos, pre-fundacional.

No hay ninguna ley de la historia que afirme que los grandes movimientos deben transformarse en organizaciones políticas. Pero a la vez hay que aceptar el hecho de que la mayoría de las grandes organizaciones políticas de nuestro tiempo fueron precedidas por amplios movimientos sociales. Para poner dos ejemplos: del gran movimiento estudiantil del mayo francés no surgió nada que haya sido políticamente relevante. Pero de los movimientos estudiantiles alemanes surgió la mayor parte del contingente fundacional de “los verdes”. De ahí que un periodo fundacional solo se reconoce “a posteriori”.

Sin embargo, en determinadas ocasiones, la posibilidad fundacional puede ser previamente captada cuando asoma una de sus condiciones principales, y esta es, cuando los partidos establecidos no están en condiciones de entender las demandas movimientistas, ni tampoco de integrarlas mediante mecanismos organizativos o ideológicos. Y bien: creo no equivocarme si afirmo que estamos viviendo uno de esos momentos. La razones que fundamentan dicha afirmación son dos.

Por una parte, es muy difícil que los partidos conservadores se hagan cargos de demandas predominantemente juveniles y por lo mismo anárquicas de los “indignados” que asoman en diferentes países del globo. Por otra, ya ha sido mencionada la crisis existencial que viven las socialdemocracias (y sus equivalentes populistas en América Latina). De tal modo que solo cabe reiterar un juicio ya formulado: en la mayoría de las democracias occidentales, incluyendo las latinoamericanas, hay una gran demanda y una muy precaria oferta política. Razón de más para que la autorepresentación política de los actuales movimientos sociales sea, por el momento, la única alternativa visible y viable.

Si hubiera que comparar la situación actual con la de un gran momento político fundacional, tendríamos que desplazar nuestra mirada hacia las dos primeras décadas del siglo XX. Las formaciones políticas surgidas en ese periodo fueron, como es sabido, precedidas por amplios movimientos de masa dentro de los cuales las organizaciones obreras sirvieron de núcleo catalizador. Así fue posible que los principales movimientos sociales pre-políticos de comienzos del pasado siglo fueran canalizados por “los tres socialismos”. El “socialismo sindical y democrático” surgido antes de la revolución soviética, el “socialismo comunista”, surgido después de la revolución soviética, y el “socialismo nacional populista” en sus dos formas principales, la fascista italiana y el nazismo alemán. ¿Cuáles serán las formas políticas que emergerán de los actuales movimientos sociales? Para saberlo habría que llamar a Dios por teléfono; y yo no tengo su número.

Cuarta premisa:la renovación democrática de nuestro tiempo pasa por el declive de las formaciones políticas binarias, dándose así la posibilidad para que en el futuro cercano aparezcan formaciones políticas más plurales que las que hasta ahora conocemos.

Los partidos políticos socialistas no desaparecerán tan pronto del mapa político. Por una parte, mantienen relaciones clientelísticas con diversos sectores sociales entre los cuales se cuentan los propios sindicatos (o sus restos). Por otra, la llamada “memoria histórica” no se resignará a olvidarlos definitivamente. Seguirán subsistiendo, sin duda, aunque de modo descendente y en reductos cada vez más diminutos. Por supuesto, deberán despedirse de cualquiera posibilidad hegemónica al interior de las naciones donde una vez fueron fuerzas políticas decisivas. Como protesta en contra de los excesos de los partidos conservadores subirán de vez en cuando su cuota de votos y concertarán alianzas con otras fuerzas políticas emergentes. Pero serán solo un partido entre varios. En algunos países ya lo son. En otras palabras, el esquema políticamente binario estructurado alrededor del eje “izquierda-derecha” —y del cual el socialismo, en sus más diferentes formas y colores fue uno de sus polos— está llegando definitivamente a su término.

El ocaso de la utopía del hegemonismo socialista coincide con el fin de los grandes proyectos ideológicos y meta-históricos. No obstante, el colapso de las grandes ideologías de la sociedad industrial no significará el fin de la política. Más bien puede ocurrir lo contrario: la política tenderá a ordenarse en torno a problemas cada vez más concretos y reales. Y como esos problemas son múltiples, lo más probable es que el ordenamiento binario de la política deberá ceder el paso a constelaciones menos estáticas y más flexibles que aquellas que caracterizaron a la llamada sociedad industrial. Los términos izquierda o derecha seguirán prevaleciendo durante un tiempo, sin duda, pero solo como símbolos regulativos, carentes del significado dramático que tuvieron a lo largo del siglo XX.

Una socióloga alemana cuyo nombre no recuerdo, escribió hace ya un tiempo un interesante artículo acerca de la posibilidad de que en el futuro emerjan organizaciones políticas que ella denominaba con el sugerente término de “partidos-autobuses”. Significa: si tú tienes una demanda, eliges un partido, pero solo hasta un determinado paradero; después bajas y subes a otro partido, como si fuera un autobús, y éste te llevará hacia otro paradero. Naturalmente, se trata de un ejemplo extremo. Pero revela muy bien la tendencia cada vez más creciente del electorado a emanciparse de adhesiones “eternas” a los partidos, negociar su voto y no entregarse a ningún líder ni organización política con el fervor religioso con que lo hacía en el pasado reciente. En cierto modo estamos asistiendo a cierta desacralización de la política y eso solo puede ser bueno para la vida democrática. El “desencantamiento del mundo” de Max Weber ha alcanzado también los umbrales de la política.

Según el mismo Max Weber (“Política como Profesión”), la capacidad de permanencia histórica de un partido residía en el número de “seguidores” más que en el de sus “electores”. Puede que poco a poco esa relación (de origen medieval) se esté invirtiendo a favor de los electores y en contra de los seguidores.

Naturalmente, entre el “partido autobús” y el partido sacramental depositario de la verdad histórica, hay diversas posibilidades. Un orden político conformado solo por “partidos-autobuses”, carecería de esa mínima continuidad histórica que necesita la política para existir. No olvidemos que la política vive de la historia del mismo modo que la historia vive de la política. Del mismo modo, el fin de la política binaria no significa necesariamente el fin de los sistemas bi-partidistas o bi-frentistas. Para poner un ejemplo: el sistema político norteamericano, a pesar del Tea Party es, y probablemente seguirá siendo bi-partidista, pero nunca ha sido binario. Y quienes no entienden la diferencia basta que recuerden las últimas primarias del Partido Demócrata cuando las posiciones internas se mostraron de modo vibrante, abierto, y a la vez discursivo, como fue el caso de la contienda librada entre Hillary Clinton y Barak Obama. Suele suceder que un partido albergue dentro de sí —como las muñecas rusas— dos o más partidos. Y quien lo dude, pregúntele a un peronista.

En fin, lo que quiero decir con esos ejemplos es lo siguiente: las crisis políticas solo pueden ser superadas con más y nunca con menos política. Por eso, en la medida en que los movimientos sociales sean portadores de nuevas formas del hacer político, deberán ser bienvenidos. Pero si en nombre de la política intentan reducir alguna vez el campo político de acción como ya ocurrió con los partidos ideológicos y pro-totalitarios del siglo XX, habrá que movilizarse en contra de ellos. La lucha continúa.



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