Actualizado: 18/04/2024 23:36
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Mi Vindicación de Cuba

La más reciente cruzada oficial es contra los haraganes. Sin embargo, una vez que salen de la Isla los cubanos trabajan con un tesón y una formalidad que nunca conocieron en su país natal. ¿Dónde está la culpa entonces?

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Pienso en Martí en este instante. Recuerdo sus palabras encendidas en aquel documento que dio en llamar Vindicación de Cuba, donde a nombre de los sin voz el Maestro respondía a una diatriba del diario The Manufacturer que nos acusaba de incapaces y blandos, de pobres en el empeño de fundar una nación verdadera. Y de haraganes, también.

Hoy quien nos tilda de haraganes no es The Manufacturer. Se llama Granma, y es el periódico oficial de este país. Quien siga sus páginas diariamente sabe de qué hablo: de los constantes y cada vez más agresivos términos con que sus periodistas se refieren a un fenómeno evidente en la sociedad cubana actual: el no vínculo laboral de gran parte de la población, sobre todo, en sectores jóvenes.

Atendiendo a lo que proclaman nuestros mass media, parecería que las ofensivas palabras de aquel diario son desempolvadas en nuestra Isla actual. ¿Qué significa esto? Que la más reciente cruzada emprendida por la oficialidad cubana es contra los haraganes, para los cuales incluso nuestro Código Penal recoge medidas dispuestas a título de Peligrosidad Social.

Los editoriales del Granma dicen: hay que erradicarlos. Hay que cortar la haraganería de raíz. Por mi parte, para apuntar mis argumentos, me permito desmontar algunos conceptos elementales.

De aquel lado del mar…

Si algo pare esta tierra fértil, además de frutas, tabacos y beisbolistas, son hombres trabajadores. Hombres que detrás de cada adversidad o imposible artifician la manera de lograr sus empeños, siempre con esfuerzo, siempre con trabajo. Tenemos una legión de obreros que cada mañana se levantan de sus camas sin saber qué podrán desayunar, qué dejarán a sus hijos para el almuerzo, con qué transporte llegarán a sus centros laborales a tiempo, con qué herramientas cumplirán con sus funciones durante las ocho o diez horas que permanezcan en sus puestos.

Y como estos tenemos, también, otra legión de los que se cansaron de esa amarga letanía y decidieron, a cuenta y riesgo, probar su suerte en otras orillas.

¿Cuántos emigrantes tenemos desperdigados por el mundo? Es una cifra que jamás sabremos con exactitud. Pero lo cierto, lo inobjetable, lo que ningún periodista de Granma ni ningún directivo fantaseador puede negarnos es que de los cubanos que emigran, el inmenso por ciento vive decorosamente con el sudor de su trabajo.

Los recibimos por miles, recién llegados de Miami principalmente. Allá dejan un trabajo inestable, que no saben si conservarán a su regreso. Dejan deudas, la mayoría. Pero viven. No subsisten.

Y vivirían incomparablemente mejor si no tuvieran a sus familias de acá, que como sanguijuelas involuntarias necesitamos chupar un porciento de sus ingresos para comer un poco mejor, para vestir sin harapos, o para darnos ese puñado de ínfimos placeres que de tan escasos, terminan por antojársenos excepcionales.

¿Qué hacen esos cubanos, hijos de la misma tierra que Martí vindicó con su prosa, para sustentar un estilo de vida muy superior al que tendrían en caso de haber permanecido en la Isla? ¿Son todos los mafiosos que trafican drogas, armas, o lanzan seres humanos desde las proas de sus lanchas rápidas? ¿Son todos los que reciben sueldos de la CIA por planear ataques terroristas contra países o mandatarios? No. Lo que hacen es que trabajan. Y como decimos en buen cubano: trabajan como mulos.

Trabajan en dos y en tres ocupaciones. Con un tesón y una formalidad que nunca conocieron en su país natal. Trabajan si no con amor (que en muchos casos sí) por lo menos con responsabilidad. No son “ausentistas” que se toman días libres por su cuenta, ni son los malhumorados que maltratan a cualquier cliente desde su olímpico mostrador.

Y no lo hacen por dos razones: 1. Porque quieren conservar su empleo, y 2. Porque ese empleo, aunque insuficiente en muchos casos, sí les sirve para satisfacer sus necesidades básicas, incluso, las suyas y las de sus familias en Cuba.

Y hablo de los casos simples. No estoy refiriéndome a los talentosos, los grandes abogados, los excelentes ingenieros, los deportistas, los hombres de negocios que sin las trabas de un eje económico centralizado hasta la asfixia son capaces de prosperar a un ritmo sorprendente. No estoy tomando como representativo el gran éxito económico de unos pocos no tan pocos: estoy hablando del trabajo honesto de unos muchos.

Porque esos son nuestros familiares. No los millonarios, sino los de clase media o baja. Los que vienen y que con sus presencias, con su dinero y su consuelo (citando a Frank Delgado), les alegran el alma a los suyos.

¿Quién se los permite, quien les trae a Cuba como Reyes Magos de buenaventura, subsanando carencias, aliviando necesidades? Sus trabajos. Las doce o catorce horas que dedican diariamente a ganarse la vida con sudor.

…Y de este

Volvamos al inicio, pues: ¿somos un pueblo de haraganes? ¿Somos aquella nación de hombres incapaces que proclamaba The Manufacturer, o la sociedad infectada de incorregibles zánganos que propugna el Granma? No lo somos. Lo que sí somos, sin margen a la duda, es un país donde hoy el trabajo es un concepto puramente decorativo.

Somos un país donde ningún, absolutamente ningún trabajador honesto en el sentido más estricto puede vivir lograr calidad de vida los 300 pesos que percibe por un mes de duro esfuerzo.

Somos un país que ha debido convertirse en ladrón, robando a manos despiadadas cada quien por su parte (el cocinero roba el queso que vende al mecánico, y este roba la pieza que necesita el dentista, y este roba la anestesia o la amalgama con que empasta los dientes del almacenero…), cada quien rapiñando algo más de dinero de donde puede porque con lo que gana de manera honrada, no puede mantener siquiera su propio estómago.

¿A dónde nos lleva esta amarga realidad? A que en Cuba el sentido de pertenencia con el trabajo es una utopía. No existe el agradecimiento que le profesan a su empleo aquellos que verdaderamente viven de él, y no de lo que usurpan de él.

Los cubanos no tienen amor al trabajo porque muy poco o nada reciben de él. Los más sacrificados cuelgan en alguna pared, guardan en alguna gaveta, los diplomas o distinciones que jamás podrán llevarse a la boca o colgarse encima a manera de túnica salvadora. Los reconocimientos a sus desvelos se traducen en alimento para polillas, en sitiales para el polvo.

Por eso no solo no denigro, sino que comprendo a tanto joven y tanta mano fértil desperdiciada en las esquinas, en los parques, detrás de mesas de dominó o lo que es peor, de las botellas de ron. Esos, han aprendido por experiencia o por intuición que vivirán mejor revendiendo artículos en una céntrica plaza de su localidad, ganándose diez pesos convertibles en una venta ocasional, que dedicando ocho horas al día a una labor que les dará la misma cantidad, pero en un mes.

Somos uno de los pocos países del mundo donde el desempleo no es un problema. Nuestro problema, es que el empleo de nada sirve.

Es por ello que indignan los medios: resulta que esos haraganes son producto genuino de esta misma sociedad, y no una reminiscencia o excedente. Y para continuar con los eufemismos, no “disfrutan” de ningunas “bondades” del Gobierno porque, sencillamente, disfrute y bondad tienen en este caso connotaciones muy estrechas.

Utilizar el dedo pulgar, no el dedo índice

No periódico Granma, Televisión Nacional, no somos un pueblo de vagos, de escorias sociales. No necesitamos emprender nuevas cruzadas sangrientas, con operativos policiales que encarcelen a quienes no tienen puesto laboral fijo, ni con campañas de hostigamiento: en eso tenemos experiencia y sabemos que no resulta.

Antes, cabría preguntarse de veras qué pasa, por qué los jóvenes de este lado del mar no piensan en trabajar, por qué se quieren mudar de país, por qué prefieren robar o traficar, por qué eligen la incertidumbre de no saber cuánto podrán ganar cada día en sus malabares, en lugar de la tranquilidad de un salario honesto y seguro al final de cada mes.

Lo complicado es mirarnos las entrañas. Es más cómodo utilizar el dedo índice que recurrir al pulgar. Lo complicado es responderse esas preguntas que subyacen detrás de cada acusación que publican los medios oficiales o profieren los dirigentes, las respuestas que todos saben pero no todos quieren escuchar.

No se trata, esta vez, de vindicar a Cuba. Antes que a la plataforma física, geográfica, cabe defender la verdad de los cubanos. Y sobre todo, con la misma dignidad del Martí que redujo a cenizas una sarta de calumnias, y que desde su honestidad sin límites recordaba:

“Libertad es el derecho que todo hombre tiene a ser honrado, y a pensar y hablar sin hipocresía. (…) Un hombre que oculta lo que piensa, o no se atreve a decir lo que piensa, no es un hombre honrado.”


Ernesto Morales Licea es licenciado en Periodismo en la Universidad de Oriente. Narrador con diversos premios en concursos literarios de Cuba. Tiene varias publicaciones en medios digitales especializados. Reside en la Isla.


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