Actualizado: 28/03/2024 20:07
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Rebeldía, Yoani Sánchez, Represión

¿Nos extirparon el órgano de la rebeldía?

Si algo hay que reconocer a los dirigentes cubanos, y en particular a Fidel Castro, es su talento sin igual para retener el poder, sea sumando, restando, multiplicando o dividiendo

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Recientemente leía uno de los incisivos artículos de Yoani Sánchez en el que afirmaba que a los cubanos les habían extirpado el órgano de la rebeldía. La afirmación aludía a la incapacidad de la sociedad cubana para producir una respuesta sociopolítica contestataria similar a la que produjeron en algún momento los checos, los alemanes orientales o los propios rusos. Y ciertamente, la interrogante anida en muchas cabezas que se interesan por el tema cubano.

Yo no soy excepción. Durante cincuenta años los cubanos y cubanas —partes de una sociedad occidental, muy liberal, que protagonizó guerras y revueltas suficientes para llenar varios libros de historia— han soportado estoicamente un régimen político autoritario, una verdadera dictadura sobre las necesidades (recuerdo aquí a Agnes Heller) que en los últimos veinte años se ha caracterizado por una crónica carestía económica. Siempre me pregunto exactamente en qué ha consistido la extirpación quirúrgica que mencionaba Yoani.

Como estamos en año nuevo, cuando siempre nos permitimos liviandades extras, quisiera compartir algunas especulaciones sobre el tema.

Ante todo creo que a la sociedad cubana postrevolucionaria no le extirparon un órgano sino que la modelaron sin él.

O sea, que la sociedad que hoy conocemos fue el resultado de una decantación fatal que (en sus inicios) lanzó fuera del país no solo a la clase burguesa, sino también a una parte muy considerable de la clase media; de igual manera que aniquiló no solo a la derecha política, sino también al centro y a una parte significativa de la izquierda. Lo que quedó fue una masa amorfa y desorganizada de población remitida al estético pero confuso concepto de “pueblo” y dirigida por una izquierda muy radical sin más vocación democrática que las virtudes de su propio poder y los aplausos de los enredados en la aún más confusa “alianza obrero-campesina”. En tal condición asimétrica, los “dictadores del proletariado” disfrutaron de una situación excepcional para producir una ingeniería social que alteró sustancialmente la composición social cubana. E hicieron cuanto pudieron (Sam Farber lo demuestra brillantemente en su último libro) por omitir los viveros de la inconformidad.

Esa masa popular fue beneficiada por los numerosos proyectos sociales. Y de hecho experimentó una poderosa movilidad social —no creo que en otra parte de la historia de Cuba la movilidad haya sido tan intensa— lo que indudablemente contribuyó a generar áreas de consenso. Pero que sociológicamente debió producir una mayor calificación de los sujetos sociales y un incremento de las capacidades contestarias. O sea que el órgano de Yoani debió crecer.

Pero no fue así, pues al mismo tiempo la economía cubana comenzó a ser subsidiada fuertemente —y lo fue por casi dos décadas— a partir de su relación política con Moscú. Ello permitió a los dirigentes cubanos gobernar con una notable autonomía respecto a la sociedad y a la propia economía calamitosa que habían generado. Pues en última instancia la reproducción material de la sociedad y del proyecto político autoritario no dependía de variables internas, sino de las relaciones políticas con la extinta Unión Soviética.

Y en su relación con la sociedad estaban en una excelente posición para producir una ideología creíble que apuntaba hacia una marcha indetenible de la mano de “las leyes de la historia” y de la “amistad indestructible” de los soviéticos. La ideología, ha dicho acertadamente Alejandro Armengol, no era superestructura, sino estructura, como aún aspira a seguirlo siendo. Y lo es efectivamente para un núcleo de apoyo duro ciertamente minoritario, pero suficiente para demostrar el control gubernamental de las calles mientras que la inmensa mayoría permanece expectante, un estado sempiterno de wait and see.

La caída del bloque soviético fue un duro golpe económico, pero asimilable por un sistema de rígido control policiaco y político. Los dirigentes cubanos, maestros en el arte de decir lo mismo y lo opuesto sin sonrojos, culparon a la CIA de todo el estropicio y torcieron toda la prédica hacia el bando nacionalista. Nuevamente hicieron las mejores migas con sus antagonistas de la política cubano-americana y la derecha republicana. Y echaron manos al mejor expediente de movilidad social con que podían contar: una nueva estampida migratoria que en pocos días puso en territorio americano a unas cuantas decenas de miles de jóvenes y obligó a renegociar un acuerdo migratorio más favorable. Cuando la economía comenzó a recuperarse y llegaron nuevos subsidios en nombre de Simón Bolívar, ya la población había dejado de aumentar e incluso comenzaba un peligroso decrecimiento que constituye el signo más alarmante de la realidad cubana contemporánea.

En otras palabras, que cuando el órgano estaba creciendo y tenía mejores perspectivas para funcionar, le colocaron encima un fórceps tan potente que la gente decidió protestar con los remos, y de hecho solo protestó en las calles —por unas pocas horas— cuando perdieron la esperanza de remar.

Y es que si algo hay que reconocer a los dirigentes cubanos, y en particular a Fidel Castro, es un talento sin igual para retener el poder, sea sumando, restando, multiplicando o dividiendo. Han sido hábiles depositarios de una macabra combinación de estalinismo, caudillismo gamonal y mafia, todo condimentado con el encanto jesuita que el comandante aprendió en Belén. Y con ello han compensado sus notables incapacidades económicas, han seducido a Tirios y a Troyanos y han sobrevivido a aliados y a enemigos.

Mi duda es si realmente estamos al final inevitable del encantamiento o si la élite cubana tiene nuevos recursos de acomodamiento. Por un lado, la relación estado-sociedad ha perdido su misión protectora y se desvanece en los corrillos del mercado, la desigualdad social y el empobrecimiento de una parte muy alta de la población. Por otro, la sociedad es generacionalmente diferente a la que aplaudió frenéticamente la entrada de los barbudos en La Habana o vitoreó una amistad cubano-soviética sobre cuya base preparaba sus tres comidas.

Y aunque es cierto que el régimen mantiene una fuerte capacidad de control represivo y la llegada de la Scarabeo puede conducir a una nueva era de relativa bonanza, no creo que ello baste para reproducir el modelo de subordinación sin fisuras que puso un apretado fórceps sobre el órgano de la rebeldía. Sobre todo porque en cualquier circunstancia la única manera en que puede funcionar la economía en las nuevas condiciones —incluyendo aquí la acumulación en beneficio de la clase burguesa emergente— es desfragmentando los mercados y cerrando las brechas políticas y legales más excluyentes. Y aunque nada de ello produce democracia automáticamente, sí genera un escenario más aperturista, sobre todo en una sociedad occidental y liberal como la cubana.

Pero obviamente todo lo que he afirmado es una posición hipotética solo útil para la discusión. Sobre todo por quienes desde posiciones políticas muy diferentes, y deseando un cambio sin disrupciones violentas, estamos convencidos de que los cambios organizados desde arriba sin presiones desde abajo y dependientes únicamente de la voluntad de la élite, solo pueden conducir a aggiornamientos autoritarios y reciclajes de la mediocridad política y cultural. De esto trata la llamada transición ordenada: mucho orden y poca transición.

El órgano de la rebeldía es imprescindible.


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