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Pinochet, Chile, Cuba

Pinochet, sus víctimas y admiradores

Mitos y realidades en torno al ya fallecido dictador chileno

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El papel de Augusto Pinochet, no solo en su país sino en toda Latinoamérica y el resto del mundo, continúa produciendo los comentarios más diversos, algo que por supuesto resulta lógico y que no pasa de una afirmación banal. Sin embargo, lo que llama la atención no son tanto las manifestaciones a favor o en contra del fallecido dictador chileno, sino los errores repetidos sobre su figura, que llevan a reconocerle “méritos” que nunca tuvo, actos que jamás realizó y “conquistas” que jamás alcanzó: desde el afirmar que llevó la democracia a Chile hasta su desinteresado patriotismo.

Lo asombroso en este caso es que existe una amplia documentación y análisis que sitúa a Pinochet en su verdadera dimensión. Un buen ejemplo de ello es la biografía Yo, Augusto de Ernesto Ekaizer, publicada hace ya años. Repasarla, al igual que documentos y análisis posteriores, es un buen medio de evitar repetir errores.

Si Ekaizer solo hubiera pretendido trasmitirnos un análisis de la personalidad y los actos de Pinochet, le habrían bastado unas cuantas palabras. Catalogarlo, por ejemplo, de traidor, cobarde y asesino. Su libro es mucho más que eso.

Solo así se justifican las 1.022 páginas de una obra donde la figura del hombre que fue dueño de la vida de millones queda a un lado en muchos capítulos, ante el intento de enjuiciamiento que por más de un año preocupó a varios países y mantuvo en vilo una transición. El destino de una nación, que luchaba por abandonar las secuelas del horror para entrar de lleno en la vía democrática, amenazado por un acto de justicia.

La historia a veces se escribe sin “h”, una letra ausente en la palabra “ironía”. Valió la pena la tarea del autor de Yo, Augusto. Logró un testimonio que narra las dificultades en el esfuerzo de alcanzar la justicia sin comprometer el futuro. Ekaizer termina el libro con el espíritu en alza, porque a la afrenta de que Pinochet había eludido la cárcel, en el momento de la publicación y hasta su muerte, antepone la salvaguardia de la democracia y el castigo —nunca riguroso, pero castigo al fin y al cabo— de muchos culpables. El fin de la impunidad. Sin embargo, las heridas abiertas bajo su dictadura —y aquí vale la pena el lugar común— continúa en cierta medida aún vigente en la sociedad chilena actual.

La obra de Ekaizer aclara varias inexactitudes. Vale la pena volver a ellas, porque resulta evidente que la palabra escrita no ha sido suficiente para destruir los mitos.

Pinochet no fue el artífice del golpe militar del 11 de septiembre de 1973. Se sumó tarde a la conspiración. Dudó hasta el último momento, no por un prurito democrático sino por miedo al fracaso de la acción y lo que pudiera costarle personalmente. Si al final se unió a los golpistas fue porque consideró que la balanza se inclinaba a favor de estos. Luego actuó guiado por sus ambiciones personales. Trató de perpetuarse en el poder, eliminando no solo a sus opositores, sino también a los que compartieron con él la responsabilidad de la ruptura de la democracia chilena. Supo, en las horas que precedieron al golpe, que este no tenía justificación política, que el presidente Salvador Allende estaba dispuesto a la realización de un plebiscito que hubiera evitado el derramamiento de sangre. Se sirvió del poder para imponer el terrorismo de Estado e intentar la eliminación de todo aquél que postulara una visión contraria a sus miras estrechas.

El famoso plebiscito fue un plan concebido para perpetuar a Pinochet en el poder, dentro de un plan de institucionalización que respondía a las presiones diplomáticas, especialmente del gobierno estadounidense, luego que Washington decidiera quitarle su apoyo durante el gobierno de Ronald Reagan, en noviembre de 1986.

No es que Reagan no simpatizara con Pinochet, al que consideraba un aliado anticomunista que merecía el apoyo de Estados Unidos. Por ejemplo, no mucho después de asumir la presidencia, en enero de 1981, levantó las sanciones que la administración Carter había impuesto al régimen militar por su responsabilidad en la bomba que hizo explotar el auto en el que viajaban el exembajador chileno en Washington Orlando Letelier y su colega Ronni Karpen Moffitt. Sin embargo, el colapso de la economía de libre mercado chilena en 1982, seguido de un aumento del descontento popular hacia mediados de 1984, despertó las primeras dudas en los funcionarios de EEUU sobre si seguir o no apoyando al régimen. Ese año 1984, en el que Reagan fue reelegido para un segundo período, un informe de inteligencia de la CIA titulado “Pinochet bajo presión” reportaba que “la política chilena había cambiado de manera irreversible, creemos, durante los últimos años”, y entre otros aspectos señalaba que la identificación de los militares con Pinochet ha comenzado a resquebrajarse debido a las diferencias sobre cómo actuar ante el disenso político y en torno al programa de restauración del gobierno civil.

Este informe llevó al Departamento de Estado a la primera revisión significativa sobre la continuidad del apoyo de la administración Reagan al régimen de Pinochet. El entonces subsecretario de Estado para el Hemisferio Occidental, Langhorne Motley, recomendó una “intervención activa, aunque gradual, para tratar de propiciar una transición pacífica hacia la democracia en Chile”.

El 30 de agosto de 1988, Pinochet fue nominado candidato a presidente de la república en dicho plebiscito convocado para el 5 de octubre de ese año, según un acuerdo unánime de los comandantes en jefe de las tres armas y el director de los carabineros. Las elecciones parlamentarias, en caso de triunfar el “no” a Pinochet, se celebrarían el 14 de diciembre de 1989.

El embajador de Estados Unidos en Santiago, Harry Barnes, informó el domingo 2 de octubre al Departamento de Estado en Washington de que las Fuerzas Armadas no estaban completamente dispuestas a aceptar un eventual fracaso. Un día más tarde, el 3, la Casa Blanca apuntaba en una declaración la posibilidad de una suspensión del plebiscito.

La noche del 5 de octubre, tras conocer que los datos señalaban el triunfo del “no” por un 54,7 % contra un 43 %, Pinochet convocó a los tres comandantes en jefe y al director de los carabineros a la Moneda, para celebrar una reunión en la madrugada del miércoles 6. Él y su ministro del Interior, Sergio Fernández, pidieron a los miembros de la Junta que firmaran un decreto que delegaba en el presidente facultades extraordinarias para hacer frente a la nueva situación política. Los tres miembros de la Junta se negaron. Pinochet amagó entonces con sacar las tropas a la calle. Ninguno de sus camaradas de armas lo apoyó. Solo a las dos y media de la mañana del 6 de octubre, el ministro Fernández admitió ante los medios de comunicación la derrota de Pinochet.

Así que Pinochet no admitió la derrota por voluntad democrática, ni en acatamiento de la voluntad popular, sino porque su poder se había deteriorado lo suficiente como para impedir que volviera a imponerse por las armas.

El sistema diseñado por Pinochet y la derecha para asegurarse el control total y la permanencia en el poder se volvió un bumerán y actuó en su contra. Nunca hubo un afán democrático.

Es más, luego de la derrota de Pinochet, la Concertación de Partidos Políticos por la Democracia se vio obligada a pactar con la derecha, la Unión Demócrata Independiente (UDI) y el gobierno militar, para llevar a cabo una reforma constitucional, sometida a otro plebiscito en 1989, que estipulaba que para la aprobación de una ley ordinaria se debían reunir en la cámara los dos tercios de los miembros presentes, lo cual no era más que el mecanismo de la mayoría parlamentaria diseñado por Pinochet y sus asesores para perpetuar su dominación. Ello explica lo lento que ha sido el proceso de restablecimiento de la democracia en Chile en las últimas décadas y también reafirma que la voluntad de Pinochet y sus seguidores siempre fue perpetuarse, incluso tras la derrota.

Pinochet vivió lo suficiente para saber que cometió no solo un error de calculo en sus aspiraciones de mantenerse en el poder, aunque su soberbia siempre le impidió reconocerlo. Gracias a estos errores se inició el camino del regreso de la democracia a Chile (Pinochet no trajo la democracia al país sino la arrebató en determinado momento) y al retiro del apoyo de quien fue su socio principal: Washington. No solo negó siempre a pedir perdón, todo lo contrario: se mantuvo aferrado a una imagen que nunca llegó a ocupar a plenitud: la del caudillo irreductible.

Nunca lo fue. Hasta el fin de sus días fue un hombre temeroso, que prefirió acogerse a la patraña de un supuesto deterioro físico y mental. Invocó la clemencia cuando nunca la tuvo ante niños recién nacidos y mujeres embarazadas, a los que mandó torturar sin compasión. Fue un gobernante que siempre repitió que jamás persiguió el enriquecimiento personal, cuando los documentos más diversos dejan en claro que se aprovechó del poder para su beneficio y el de su familia.

Lo que sí vale la pena resaltar en la vida de Pinochet son una serie de paradojas que encierran más de un paralelismo, como ese acomodado encierro londinense, mientras gobernantes y funcionarios de tres naciones luchaban por quitarse de encima la responsabilidad sobre el futuro de ese ser que detestan —y al que preferirían ver muerto—, pero cuyo destino interfería en sus planes políticos.

Un anciano convaleciente, al que muchos consideraban un asesino despiadado; pero que al mismo tiempo se negaban a enjuiciar porque consideraban que la justicia no era más que un obstáculo que perjudicaba sus carreras políticas y las de sus respectivos partidos, con independencia de intenciones e ideologías.

Entre el discurso de Pinochet y el de Fidel Castro hay más de una similitud. En una entrevista aparecida en la revista The New Yorker, poco antes de su arresto en Inglaterra, el general chileno se atrevió a caracterizar al ahora exgobernante cubano como un líder “nacionalista”, al que respetaba por la defensa firme de sus ideas. Castro siempre mostró su reserva durante el cautiverio de Pinochet, apelando al criterio de la territorialidad y advirtiendo que él nunca se dejaría capturar fácilmente.

Se ha avanzado en la denuncia de las violaciones a las libertades individuales, por encima de los criterios partidistas. No hay terrorismo bueno y terrorismo malo. No se justifica ningún estado policial. Para los cubanos el caso de Chile debe servir en parte de ejemplo y guía, y al mismo tiempo saltan las diferencias. No hay esperanza de un plebiscito en Cuba. Pero en particular sirve de recordatorio en que a veces los pueblos caen en una situación donde no queda más remedio que colocar en una misma balanza la conveniencia y la justicia. Un momento que encierra a la vez una incertidumbre y una esperanza.


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