Adua la Pedagoga

Ramón Alejandro

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Unos meses después, Néstor se mudó para un apartamentico por la zona de Sèvres-Babylone, en el cual lo seguí visitando de vez en cuando. Ya se estaba ganando mejor la vida gracias a unas películas del Ministerio de Educación francés en las que ejercía su oficio de camarógrafo. A falta de pareja regular u otro tipo de vida íntima inmediata, la cotidianidad de Néstor se centraba en el uso intensivo del teléfono, instrumento privilegiado para relacionarse con un exclusivo grupito de muy bien escogidos amigos. Todo su afecto se volcaba en ellos. Sus relaciones amistosas fueron siempre extremadamente apasionadas, y sacudidas muy a menudo fueran por violentos malentendidos que surgían de improvisto como por arte de magia por cualquier futilidad. Por ejemplo, sus disputas sobre la calidad de una película o la actuación de alguna estrella de cine, que podían llegar a emponzoñarse de mala manera. Como sucedió años después, la vez que llegando al apartamento de Manuel Puig en Nueva York, en donde tenía planeado quedarse de visita por algunos días, surgió de improviso una conversación muy animada sobre Bette Davis en la cual el desacuerdo entre sus recíprocas opiniones llegó a tal extremo que Néstor, sin haber deshecho aún sus maletas, se volvió a ir con ellas a un hotel, incapaz de soportar quedarse en el mismo apartamento con su viejo amigo de los años en los que habían compartido juntos los cursos en la escuela de Cinecittà, después de lo que él consideró una falta de respeto hacia su adorada actriz. Otras veces, el follón se formaba a propósito de la apreciación divergente sobre la obra de un pintor, o sobre el valor de una novela. Porque todas las emociones de esa apasionada familia espiritual dentro de la cual Néstor vivía casi monásticamente, pasaban a través del hecho estético. Y en cuestión de poner en tela de juicio el valor de los respectivos juicios críticos, ninguno estaba dispuesto a dar su brazo a torcer aunque en la porfía se jugara el hecho de que quien perdiera fuera desollado vivo.

Algunas tardes, o ciertos días de descanso, a veces durante todo un fin de semana, Néstor recibía a ciertos amigos, como Germán Puig, yo mismo y, en los primeros tiempos, también a Severo Sarduy, antes de que François Baahl, poseído por sus malsanos celos, lo secuestrara, alejándolo definitivamente de nosotros, so pretexto de que le impedíamos, con nuestras frívolas distracciones, ascender hacia el Empíreo de la Gloria Literaria a la cual él lo había condenado por cuenta propia. Porque de esa extravagante manera él había decidido disponer de la vida y la obra de Severo. Y Severo, inocentemente, permitió a ese mentecato lleno de pretensiones que le amargara la existencia desde el día en que lo acogió bajo su protección material y el paraguas social de su condición gran burguesa. Que muy caro pagó la confianza que puso en ese cabeza de chorlito intelectual para dirigir la deformación de su sensibilidad y la desorientación de su fantasiosa pluma. Y mejor que me calle por el momento, que fuera tanto lo que pudiera decir de este asunto que si eso hiciera, este libro se llamaría La Chelo, y no Adua la Pedagoga. Y que este no es el sitio donde contar ciertas cosas dolorosas que más vale dejar para mejor ocasión. Porque es mucho más conveniente empezar por lo picante y dejar para más tarde lo amargo, mezclándolo saludablemente con lo salado en el plato de resistencia, para después terminar con un toquecito de lo dulce con alguna juiciosa pizquita de lo ácido, ya que tan bien contrapuntean estos dos últimos sabores, especialmente cuando de postres se trata. Que si el demonio me da vida para seguir dándole a la sinhueso al ritmo del desbocado galope de lo que me salga a borbotones del surgidero de mi meollo, la cosa va para largo. Y es mejor que ahora mismo volvamos a tomar el hilo que teníamos cogido entre los dedos de nuestra atención.

Para decirles lo que estaba por decirles antes de que la imagen funesta de «La Momia», que era como todos llamábamos a François Baahl, escurriéndoseme subrepticiamente desde la penumbra de las bambalinas del sano olvido en las que yo lo tenía encerrado, se me subiera, sin que yo siquiera me hubiese dado cuenta, al iluminado escenario de mi conciencia. Y lo que les iba a decir, justamente, era que cada uno de nosotros tenía su propio nombrete: Adua la Pedagoga era el de Néstor, quizás por ser hijo de Herminio Almendros, el prestigioso intelectual republicano catalán especialista en Martí. O por sus propias actitudes profesorales y el mucho saber que sobre el tema del cine tenía. Pero también por su amplia cultura humanista que, sin duda, le venía de haber sido criado en una familia tan prestigiosa como brillante.

Severo era La Chelo, por Chelo Alonso, una muy bella bailarina mulata que se introdujo subrepticiamente en Roma por aquellos años. No sabemos cómo, pero nada nos impide inferir, por otros casos semejantes, los expedientes que ese fenómeno de hembra probablemente utilizó para conseguir sus fines: llegar a ser lo que en efecto llegó a ser: una estrella de las superproducciones históricas de Cinecittà. Gracias a la exótica y exuberante sensualidad de su conjunto somático, La Chelo acaparó sin la más mínima dificultad los papeles de mujer de Gengis Khan, hija de Tamerlán, Emperatriz del Brahmaputra, o cualquier otra protagonista de aquellas tremendas peliculotas, descabelladas fantasías épicoeróticas localizadas en cualquier paisaje abracadabrante, en cualquier época que les pasase por sus acaloradas cabezas a los versátiles libretistas italianos de la época. Y tanto por sus exorbitantes ambiciones literarias, como por sus rasgos amulatados, se nos antojaba que Severo merecía el sobrenombre de La Chelo. Por cierto, que en su vida real, esta ejemplar cubanita terminó casada de verdad con un maharajá de un inverosímil reino malayo, en donde todavía hoy deben existir sus descendientes dinásticos: una infinidad de princesitas, príncipes, o hasta reyes malayos herederos de su insular y linajudo mulataje. Aunque lo más probable es que alguna insurrección marxista haya dado al traste con aquella dinastía real de la que hemos perdido ya la cuenta en esta parte del mundo, por lo menos en lo que a mi memoria respecta.

A mí, sin que acierte a comprender muy bien el porqué, me habían puesto de nombrete La Tetona, que me venía mucho peor que el de Cuba, que era como todos me llamaban en el taller de grabado de Johnny Friedlaender. Porque la verdad es que por aquel tiempo yo era muy delgado y más bien de pecho hundido que henchido. Y que por poco que me estirara se me salían las escaleras del costillar que daba verdadero miedo ver deambulando en vida semejante radiografía. Y los pezones se querían mirar el uno al otro, como si yo sufriera de alguna extraña bizquera mamaria, como si quisieran asustar a cualquiera que me sorprendiese encueros. Que fuera de la natación y la marcha, siempre fui reacio a cualquier tipo de deporte, y que parece que esos dos tipos de ejercicio no son suficientes para desarrollar la musculatura según los cánones de la estatuaria grecorromana. Que si siempre, mientras me duró la juventud, tuve una carita muy bella, mi cuerpo en su conjunto nunca fue gran cosa, a pesar de que ciertas partes, como las manos, por ejemplo, estuvieran también bastante bien diseñadas. Esbelto sí fui, pero algo desgarbado. Quizás tuve cierta elegancia natural, por lo que logré comprender atendiendo a ciertas observaciones que algunos admiradores me hicieran. En fin, que a los veinte años muy desgraciados seríamos si algún encanto no nos hiciese ser deseados por los adultos, quienes están generalmente nostálgicos de sus propios esplendores pasados, y se imaginan poder revivirlos al contacto de esos cuerpecitos adolescentes en pleno florecimiento.

La Incalculable era el apodo de otro de los amigos que rodeaban a Néstor, y se lo había ganado por sus reacciones imprevisibles y sus súbitas y arbitrarias decisiones. Según parece, tenía fama de ser de aquellas que pretenden no romper ni un solo plato, pero acababan rompiendo vajillas enteras.

Y parecería que todo este asunto de los nombretes, según me contó recientemente Papayi Taloka, habría comenzado a principios de los años 60 en un bar que estaba en 23 entre G y H, en El Vedado. Porque Papayi conoció a Néstor y fue su fiel amigo desde aquellos lejanos tiempos de sus pasadas mocedades hasta sus últimos días. Confióme ella que fue en una de esas tardes de desidia que en las latitudes tropicales suelen amodorrar a los aborígenes, y en un sopor, transportarlos a esos limbos de profunda sensualidad siestera totalmente inconcebibles en otros parajes del planeta. Que no todos son tan favorecidos por ese sol que es el padre de todas la voluptuosidades. Quizás fuera por simple aburrimiento, y como manera de ocupar agradablemente un buen trecho de ese tiempo ocioso que se estira como dulce melcocha en las tibias horas que siguen al mediodía. O, a lo mejor, por ese mismo chisporroteo anímico natural que les suele sobrevenir a ciertos homosexuales particularmente ingeniosos en los momentos en que, disfrutando de la complicidad de alguna amena compañía, se inclinan a burlarse, más o menos cariñosamente, los unos de los otros, hasta que, con la velocidad adquirida por sus sulfurosas imaginaciones y el propio filo de sus envenenadas lenguas, pasan finalmente más allá de los límites razonables que pondría la compasión (si la tuviesen), que así fue que allí, sentadas ellas dos, Néstor y Papayi, en ese bar de la promiscua arteria del orgulloso barrio El Vedado que ostenta el enigmático número veintitrés por nombre propio, cualquier día de esos se pusieron a inventarse mutuamente nombretes y se bautizaron recíprocamente como Adua la Pedagoga y Papayi Taloka. Y desde ese lugar y desde ese momento fueron adicionándose todos los demás nombretes. Y, con el transcurso del tiempo, a cada nuevo amigo que se allegara a ese grupito inicial se le fue dando el que la fantasía y malévola leche de los veteranos miembros del asendereado grupo les iba imponiendo. De manera que muy pocos eran los que continuaban, como Roberto García York, siendo llamados por sus verdaderos nombres de pila bautismal. Aunque eso de York, ya lo veremos más adelante, era también otro tipo de infundio, aunque de diferente ralea.

Papayi andaba ya ganándose la vida bailando por toda Europa, porque parece que la Filología nunca le dio de comer. El ballet fue lo que siempre le resolvió los frijoles cuando la cosa se le ponía difícil, que era la mayor parte del tiempo, porque ella, la pobre, era de Mayajigua y había tenido que salir pitando de Las Villas para La Habana por tiquismiquis familiares que no cabe contar aquí. Desde muy niña se tuvo que valer de su finura e inteligencia, de las que estaba muy bien dotada, para echar para alante con todo su familión a cuestas. Pues se daba el caso, como tan a menudo sucede en las familias cubanas, que esa loca despapayada era el único hombre responsable de su hogar, donde se comía gracias a sus chassés croissés y sus fouettés, sus couchés allongés y otras piruetas en la punta de sus zapatillas de raso debidamente codificadas por la coreografía clásica y romántica de los repertorios internacionales en uso y abuso de los teatros de las metrópolis más exigentes en materia de ballet.

Y, fatalmente, gracias al simultáneo revuelo de tantas mariposas tropicales que, impulsadas por los vientos huracanados que soplaban entonces sobre los cañaverales de nuestra ardiente Patria, iban posándose una a una sobre aquellos temblequeantes andamios europeos, coincidió en Roma con La Chelo, que a la sazón andaba suelta por ahí, disfrutando de una de esas becas que repartió generosamente, al empezar su triunfal gestión, el gobierno revolucionario. Y como se sabe que Roma fue «ciudad abierta» al final de la Segunda Guerra Mundial, a lo mejor es por eso mismo que atrae tanto a las «abiertas» de todo el mundo. Y parece que fue justamente en esa ocasión cuando La Chelo se desgració conociendo a François Baahl, quien, subsecuentemente, le jodió su vida entera. Pero, por aquel entonces, todavía estaba ella toda extasiada disfrutando de las pinturas murales de Miguel Angel en la Capilla Sixtina, cuando aconteció que, de improviso, un viejo francés se le pegó de mala manera, y La Chelo, que a pesar de ser camagüeyana era tan puta como si hubiera sido habanera, se lo puso como si nada, luego de haber calculado inmediatamente a simple vista el rico potencial de eventuales y futuros adelantos profesionales que este director de colección literaria de la prestigiosa casa de ediciones Seuil podía representar para quien, como ella, ya se había estado adiestrando desde hacía muchos años no sólo en las lides literarias en su lejana provincia camagüeyana, sino también, más recientemente, en revistas y medios literarios habaneros. Porque Severo, como su emblemática Chelo, desbordaba de ambiciones y aspiraba también a conquistar a algún maharajá de cualquier reino que fuera, y si ese reino tenía que ver con la literatura, más que mejor, porque si se habla de la república de las letras, cuánto más no se podría decir de un imperio literario, como aquel en que esa momia lo podría entronizar. Y ese vejete parisino, por muy malo que estuviese, no se le iba a escapar tan fácilmente de sus habilidosas manos y melifluo pestañear, que para algo ella había nacido mulata como Cecilia Valdés.

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Revista Encuentro de la Cultura Cubana, 48/49, primavera/ verano de 2008