Dilemas de la nueva historia

La nueva historiografía cubana es el tema de Rafael Rojas, que ofrece aquí un listado de títulos y autores imprescindibles de las últimas décadas, y avisa que, del mismo modo en que el estudio de la República ha constituido tarea de la historiografía más reciente, se impone dedicar un esfuerzo semejante al período revolucionario.

Rafael Rojas

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A mediados de los 90, se hizo evidente la crisis de la producción historiográfica cubana, generada por la hegemonía, durante décadas, de los enfoques nacionalistas y marxistas en las ciencias sociales. Los primeros números de las revistas Temas, en la Isla, y Encuentro de la cultura cubana, en la diáspora, junto a otras publicaciones académicas consolidadas, como Cuban Studies, trataron el asunto por medio de ensayos de algunos de los historiadores más reconocidos, como Manuel Moreno Fraginals, Jorge Ibarra, Oscar Zanetti, Louis A. Pérez Jr., Oscar Loyola, Eduardo Torres Cuevas, Joel James Figarola y Alejandro de la Fuente.

A diez años de aquellos diagnósticos, la historiografía cubana, a pesar de sus notables vacíos, de la persistente fragmentación de su campo intelectual y de la instrumentación política a que la somete el Estado, ha conseguido algunos avances. Las principales lagunas generadas por el marxismo-leninismo y el nacionalismo revolucionario —el período del Pacto del Zanjón (1878-1895), el autonomismo, el anexionismo, la ocupación norteamericana (1898-1902), la primera (1902-1933) y la segunda República (1940-1952), los exilios y las prácticas subalternas— son hoy zonas ampliamente exploradas desde múltiples referencias metodológicas y teóricas, dentro y fuera de la Isla.

El período del Pacto del Zanjón ha sido trabajado por un grupo de historiadores españoles interesados en la política caribeña de la Restauración del rey Alfonso XII y la regente María Cristina de Habsburgo: José Antonio Piqueras, Inés Roldán de Montaud, Elena Hernández Sandoica, Jordi Maluquer de Motes, Antonio Elorza, Marta Bizcarrondo, Josep M. Fradera, Consuelo Naranjo Orovio, Luis Miguel García Mora, Antonio F. Franco Pérez, Antonio Santamaría… La ya considerable obra del historiador valenciano José A. Piqueras, especialmente Cuba, emporio y colonia (2003) y Sociedad civil y poder en Cuba. Colonia y poscolonia (2005), ofrece un panorama muy completo de la historia económica, social y política de las últimas décadas del siglo XIX.

Varios historiadores cubanos y norteamericanos también se han acercado a ese período con estudios específicos, menos panorámicos pero igualmente valiosos, como Rebecca J. Scott, sobre la transición de la esclavitud al trabajo libre; Ada Ferrer, sobre raza, nación y revolución; María del Carmen Barcia, sobre élites, grupos de presión, La Habana finisecular y las familias esclavas; Fe Iglesias, sobre la economía colonial; Oscar Zanetti, sobre comercio y poder en torno a 1898; Imilcy Balboa Navarro, sobre colonización, inmigración, protestas rurales, bandolerismo y resistencia cotidiana, y Alain Basail Rodríguez, sobre opinión pública, censura y modernización urbana.

Otros temas descuidados por la historiografía marxista y nacionalista, como el autonomismo y el anexionismo, han llamado la atención de los historiadores en los últimos diez años. Mildred de la Torre, Antonio Elorza, Marta Bizcarrondo, Rafael Tarragó, Luis Miguel García Mora, Antonio F. Franco Pérez, Alejandro Sebazco Pernas y Elier Ramírez han avanzado en el estudio de la gran tradición política autonomista. Uno de los últimos escritos de Manuel Moreno Fraginals versa sobre el “patriotismo anexionista”, y Gerald E. Poyo, Rodrigo Lazo y Lisandro Pérez trabajan actualmente la historia de los anexionismos —porque fueron varios— y de las emigraciones cubanas a Estados Unidos durante el siglo XIX.

El período republicano es uno de los lugares más transitados de la historiografía cubana. En los 90, Jorge Ibarra publicó dos libros importantes sobre el tema: Cuba: 1898-1921. Partidos políticos y clases sociales (1992) y Cuba: 1898-1958. Estructura y procesos sociales (1995). Oscar Zanetti ha completado su importante saga sobre la historia económica republicana con dos títulos recientes: Las manos en el dulce (2004) y La República: notas sobre economía y sociedad (2006). La historia económica de la República se ha enriquecido con monografías como Las industrias menores: empresas y empresarios en Cuba. 1880-1920 (2002), de María Antonia Marqués Dolz; La alta burguesía cubana. 1920-1958 (2003), de Carlos del Toro, y el valioso diccionario Los propietarios de Cuba. 1958 (2007), de Guillermo Jiménez.

Sin embargo, en lo que se refiere al período republicano, la historiografía no ha puesto su mayor interés en la economía, sino en la cultura, la sociedad civil y la política. El estudio de Marial Iglesias, Las metáforas del cambio en la vida cotidiana (2003), acerca del espacio público durante la primera intervención, ha sido, en este sentido, precursor de buena parte de los trabajos de historia cultural que se han producido en la Isla en los últimos años. Pablo Riaño San Marful, Leida Fernández Prieto, Félix Julio Alfonso López, Yoana Hernández Suárez, Michael Cobiella, Yoel Cordoví Núñez y Pedro Alexander Cubas Hernández, entre otros, han avanzado mucho en la historia republicana, como puede apreciarse en libros colectivos, coordinados por José A. Piqueras, Rafael Acosta de Arriba, Ricardo Quiza Moreno, y, sobre todo, en los dos tomos de Perfiles de la nación (2004 y 2006) de María del Pilar Díaz Castañón.

El estudio, no del nacionalismo, sino de los nacionalismos de la República, como demandaba Raymond Aron en sus Dimensiones de la conciencia histórica (1961), se ha convertido en un asunto muy frecuentado, también, por los historiadores norteamericanos. Es el caso, por ejemplo, del interesante trabajo de Lillian Guerra The Myth of José Martí: Conflicting Nationalisms in Early Twentieth Century Cuba (2005) y, sobre todo, de los dos últimos libros del más laborioso de los historiadores sobre Cuba, Louis A. Pérez Jr: On Becoming Cuban. Identity, Nationality and Culture (1999) y To Die in Cuba. Suicide and Society (2005). La obra de Pérez Jr. representa, ella sola, toda una renovación historiográfica en los estudios cubanos que, lamentablemente, ha sido muy poco difundida dentro de la Isla.

La historia de la República no ha permanecido ajena a la gran transformación de los estudios culturales contemporáneos. La visibilidad de sujetos heterogéneos, como actores de la historia, se ha impuesto también en el campo historiográfico. Ahí están, por ejemplo, los estudios sobre la guerra de 1912 y la cuestión racial, de Aline Helg, Alejandra Bronfman, Tomás Fernández Robaina, Silvio Castro Fernández y Alejandro de la Fuente; los estudios sobre género y nación, de Adriana Méndez Rodenas y K. Lynn Stoner; los ensayos sobre nacionalismo y homosexualidad en la historia de Cuba, de Emilio Bejel y Abel Sierra Madero; los trabajos de historia intelectual, de Jorge Núñez Vega y Duanel Díaz Infante; el estudio sobre la masonería, de Eduardo Torres Cuevas; el de historia ambiental, de Reinaldo Funes Monzote, o el de las sublevaciones esclavas, de Manuel Barcia.

La historia política de la República también ha vivido avances extraordinarios en los últimos años. En 2000, Robert Whitney y Charles D. Ameringer dieron a conocer sendos libros sobre la política cubana a mediados del siglo XX: State and Revolution in Cuba, del primero, sobre la movilización de masas y el cambio político en los años de Machado, la Revolución del 33 y el primer Batista, y The Cuban Democratic Experience, del segundo, una monografía sobre los ocho años de gobiernos auténticos de Grau y Prío. Más recientemente, José Tabares del Real y Frank Argote Freyre han adelantado en el estudio sobre Fulgencio Batista y su época, que se completará con el próximo volumen del segundo, y con la biografía política de Eduardo Chibás que prepara Ilán Ehrlich.

La nueva visión de la República que predomina en la historiografía cubana, dentro y fuera de la Isla, es perceptible también en algunos estudios sociológicos recientes sobre la experiencia socialista, como La revolución cubana. Orígenes, desarrollo y legado (1998), de Marifeli Pérez-Stable; Cuba and the Politics of Passion (2000), de Damián J. Fernández, y La nación inconclusa. Reconstituciones de la ciudadanía y la identidad nacional en Cuba (2007), de Velia Cecilia Bobes. La República aparece en estas obras, y en casi toda la historiografía producida en la Isla o en la diáspora, como un período sumamente dinámico, de gran diversidad social y riqueza intelectual, en el que se funda la cultura política revolucionaria de los años 50.

En el ensayo “Preguntas a una historiografía naciente” (1995), incluido luego en el volumen El arte de la espera (1998), escribí que la “historiografía cubana era una de las más pobres y atrasadas de América Latina”, y que su visión de las épocas coloniales y republicanas era “demonizante, caricaturesca y teleológica”. Ninguna de esas frases es sostenible diez años después: la historiografía académica, dentro y fuera de Cuba, ha abandonado las visiones unilaterales y simplistas que escamoteaban la diversidad política del pasado. Pues, si bien es cierto que en la ideología de la historia sigue predominando el discurso teleológico y clasista del marxismo-leninismo y el nacionalismo revolucionario —como puede observarse en las obras, tampoco carentes de interés, de Rolando Rodríguez y Eliades Acosta—, en la historia académica ese discurso está agotado.

La ideología oficial desautoriza o desconoce la revaloración historiográfica de la República con el argumento de que la oposición, el exilio y el gobierno de Estados Unidos desean una “restauración” del antiguo régimen o una anexión de la Isla a su gran vecino. Dicho argumento contiene una doble falacia, ya que presenta a los historiadores académicos como cómplices involuntarios o intelectuales orgánicos de alguna de las muchas corrientes opositoras o exiliadas y, a la vez, atribuye a dichas corrientes objetivos magnificados. Aun cuando en sectores tradicionales de la oposición y el exilio se utilice un lenguaje restaurador o nostálgico, que con frecuencia idealiza el período republicano, es evidente, y la historia de Francia y España en el siglo XIX ofrece más de un ejemplo, que las “restauraciones” nunca son tales. Es imposible, como advertía José de la Luz y Caballero, “recursar la historia”.

El principal dilema de la historiografía cubana será, en las próximas décadas, profundizar la flexibilidad ideológica, la conciencia de un pasado políticamente plural, de que hablaba Aron, en el abordaje del período que, muy pronto, desplazará a la República como foco de atención de los historiadores: la Revolución. A 50 años de su triunfo, ese evento mítico de la historia cubana y latinoamericana de la segunda mitad del siglo XX carece de una historiografía crítica, profesional y heterodoxa. Lo mejor que podría pasar es que el abandono de la teleología nacionalista revolucionaria y del rígido enfoque clasista del marxismo-leninismo se aplicara también a la historia de la Revolución.

Una nueva historia del proceso revolucionario debería partir de la premisa de que en el mismo intervinieron múltiples actores sociales y políticos: clase media y campesinado, empresarios y estudiantes, jóvenes y adultos, blancos y negros, hombres y mujeres, heterosexuales y homosexuales, militares y civiles, Sierra y Llano, católicos y protestantes, comunistas y anticomunistas, auténticos y ortodoxos, Directorio y 26 de Julio. El reconocimiento de la diversidad social y política de ese proceso debería conducir, también, a una comprensión más plena de la guerra civil provocada por la Revolución desde el poder, una vez que aquella diversidad comenzó a ser encauzada dentro de moldes ideológicos estrechos o excluyentes.

Una nueva historia de la Revolución, con criterios no deterministas y plurales, como los que predominan en la historiografía republicana, tendría que asumir que muchos revolucionarios honestos, identificados con una de las primeras demandas de aquel proceso —la restauración de la Constitución de 1940—, tenían razones legítimas para oponerse a un régimen de partido único, economía estatal y lealtad incondicional a un caudillo, régimen que no estuvo previsto en ninguno de los programas publicados, entre 1956 y 1958, por el Movimiento 26 de Julio o por el Directorio Revolucionario, ni en los pactos firmados entre líderes de esas organizaciones y miembros de los partidos Auténtico, Ortodoxo o Comunista.

Una nueva historia de la Revolución, que aplique a este período las mismas metodologías que hoy se aplican a la historia republicana, produciría una visión más compleja y abarcadora del pasado reciente de la Isla. En dicha historia no sólo contarían las grandes epopeyas colectivas —Reforma Agraria, Campaña de Alfabetización, milicias populares, defensa nacional…—, sino también las oposiciones pacífica y armada al Gobierno Revolucionario, la eficaz represión política organizada por este último, el cuantioso exilio generado por la radicalización comunista, y la resistencia de católicos y cristianos contra el Estado ateo, y de homosexuales, mujeres, negros e intelectuales contra la homofobia, el machismo, el racismo y la intolerancia. En esa nueva historia, tendría que narrarse sin prejuicios ideológicos la experiencia del “enemigo”: los “contrarrevolucionarios”, anticomunistas y exiliados que, con sus razones, se enfrentaron a quienes, también con sus razones, defendían el sistema socialista.

Si la Revolución comienza a ser historiada en su diversidad originaria y a ser distinguida en sus dos momentos fundacionales, el del nacionalismo democrático de 1959 y el del socialismo estatalizador de 1961, será más fácil avanzar en la comprensión de la guerra civil que vivió Cuba durante la primera mitad de los 60. Esa guerra civil, provocada por la resistencia de la primera revolución contra la segunda, permite, en buena medida, conectar el proceso cubano con otras revoluciones emblemáticas de la modernidad, como la francesa, la rusa y la mexicana. Pues en la historiografía contemporánea sobre aquellas experiencias, el concepto de contrarrevolución ha sido abandonado por el de guerra civil, que capta mejor la pluralidad ideológica y política que también caracteriza a las oposiciones al nuevo régimen.

Lo que la historia oficial ha entendido por “contrarrevolución” durante medio siglo es una caricatura negativa de la propia homogeneidad imaginaria de la Revolución. Entre 1961 y 1965, los principales líderes de la oposición al comunismo no eran defensores del antiguo régimen —la dictadura de Batista—, sino partidarios de la primera revolución, la que triunfó en enero de 1959, que reaccionaron por la vía violenta contra la radicalización comunista desde el poder. Esa oposición al comunismo no era “antinacional” o “anticubana” y, de hecho, compartía muchos valores de la cultura política del nacionalismo revolucionario de los años 30 y 50. El concepto de guerra civil ayuda, además, a deshacer la falsa identidad entre Estado y nación, por la cual un sujeto opositor es asumido como un actor antinacional.

Más difícil, en cambio, será prescindir del concepto de revolución, a pesar de la saturación simbólica que ha experimentado en el último medio siglo. En la mejor historiografía contemporánea, este concepto sigue teniendo arraigo por su capacidad para reproducir el significado de un cambio político, social, económico y cultural. Como se observa en la obra de François Furet para Francia, de Robert Service para Rusia y de François Xavier Guerra para México, la idea de revolución debe ser aplicada de un modo preciso y, a la vez, flexible. Cualquier revuelta o traspaso de régimen, violento o pacífico, no es una revolución; pero un cambio revolucionario no necesariamente está desprovisto de elementos moderados o restauradores. Sólo en visiones jacobinas o bolcheviques, basadas en malas lecturas de Marx, el liberalismo y la democracia son entendidos como tradiciones “contrarrevolucionarias”.

Para avanzar críticamente, la nueva historiografía cubana tendrá que operar con un nuevo concepto de revolución que quiebre las sinonimias del discurso oficial. Revolución no puede significar lo mismo que patria, nación o socialismo, ni puede funcionar como una metáfora más del poder —Fidel, Raúl, el Partido—, o como otro nombre del régimen, de la comunidad o del país. La Revolución fue, como en Francia, Rusia y México, un fenómeno histórico concreto, que tiene que ver con la transformación de la economía, la sociedad, la política y la cultura cubanas a partir de 1959. En la medida en que el concepto sea reducido a su propia significación histórica, y despojado de su figuración ideológica, el fenómeno revolucionario será más críticamente historiable.

Si llega a producirse, el cambio historiográfico sobre la Revolución tendrá un efecto saludable sobre toda la historiografía colonial y republicana, ya que la Revolución ha sido, precisamente, el fenómeno que fractura el campo intelectual y académico cubano desde hace medio siglo. La nueva historia de la Revolución no acabará con las “antinomias de las actitudes históricas”, como les llamada Aron en aquel mismo libro, ni despolitizará la historiografía, pero sí contribuirá a crear un espacio de tolerancia discursiva que, tal vez, destierre la invisibilización y descalificación mutua que persiste todavía en algunas zonas de los estudios sobre Cuba. Esa nueva historia facilitará la comunicación intelectual entre historiadores de la Isla y la diáspora, y ayudará a recomponer el campo intelectual cubano y a democratizar nuestra vida pública.

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