¿En serio que no tienes miedo?

Fragmentos del capítulo 4 de la novela en proceso La última pasajera.

Ena Lucía Portela

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Ignoro cuánto gana el doctor Angulo. No soy lo bastante maleducada como para preguntárselo a su mujer, ni mucho menos a él. Podría averiguarlo por otras vías, pero tampoco es que me mate la curiosidad. Supongo que debe cobrar un salario relativamente elevado por su labor en el Polo Científico, allá por Siboney, en las afueras de La Habana, y que tal vez reciba también algún modestico sobresueldo en cucos. Pero el costo de la vida ha subido tanto en estos últimos años, que hay que ser el Mago de Oz para llegar a fin de mes sólo con un salario de los que paga el Gobierno. La cuenta no da, simplemente. Si no te envían remesas del exterior, tendrás que robar, o estafar, o jinetear, o inventar, o colgarte de una guásima. De cualquier manera, me consta que el honrado Mr. Phileas Fogg necesita más dinero del que le pagan por su trabajo, pues de lo contrario nunca habría hecho negocios conmigo. Ni con nadie, desde luego. Porque “negocio”, para él, es una palabrota muy soez que apesta a maraña, delincuencia, corruptela y capitalismo salvaje. Para referirse a nuestro arreglo prefiere el vocablo “pacto”, que evoca algo parecido a una tregua, a un acuerdo provisional con el enemigo.

Sucede que este sabio de fama mundial en el ramo de la biotecnología y la ingeniería genética, tan obsesivo con el tema de los horarios, es militante del PCC desde antes de que yo naciera, y también diputado electo a la Asamblea Nacional del Poder Popular y trabajador vanguardia de su sindicato durante un burujón de años consecutivos. Ha cumplido varias “misiones internacionalistas” en África y en Centroamérica, le han otorgado un sinnúmero de condecoraciones y diplomas acreditativos, y atesora con orgullo un par de fotos donde posa, muy ufano, junto al comandante en jefe. Nada, que es tremendo comecandela.

Su apartamento en el tercer piso se lo cedió el Gobierno (“la Revolución”, proclama el doctor Angulo, con gran énfasis, de modo que seoiga esa mayúscula) en usufructo gratuito, a comienzos de la década del 70, como premio por su descollante desempeño profesional y su lealtad al Partido (“mis firmes principios revolucionarios”, dice él, muy solemne). Éste donde vivo, en cambio, lo compró con su dinero mi abuelo materno, el polaco, a fines de los 50, en época de Batista, para dárselo a su única hija como regalo de bodas.

Esa diferencia, que nunca fue un secreto para nadie, hacia 1975 ofendía mortalmente al entonces recién llegado Mr. Phileas Fogg. Le sublevaba, según él, que alguien disfrutara de algo que no se había ganado “con el sudor de su frente” —mi abuelo habría dicho lo mismo, sólo que en sentido inverso—, y que, arriba, se comportara en forma altiva e irreverente, como si estuviera en todo su derecho a residir aquí (¡y a tener un vistoso carro americano ocupando espacio en el garaje!), y no se esforzara en absoluto por hacerse perdonar su “origen burgués”.

Aludía a mi padre, claro. Porque el doctor Angulo jamás cortó el bacalao con el doctor Newman. Un caso muy severo de odio a primera vista, pues apenas le puso un ojo encima, según me ha contado mi vieja, le cogió tremenda tirria. Lo detestaba de un modo visceral, desde el fondo de sus entrañas, y no se inhibía de manifestárselo abiertamente. Recuerdo que en ocasiones, cuando coincidían por casualidad en el vestíbulo del edificio, en el garaje o en alguno de los ascensores, lo tildaba por lo bajo de “rata sionista”, improperio que mi viejo no vacilaba en retribuirle, calificándolo a su vez, también por lo bajo, de “cerdo nazi”. Después se mentaban la madre el uno al otro, se hacían muecas feas y se amagaban con los puños, entre otras gentilezas. Aunque nunca llegaron a fajarse a piñazos, lo cierto es que ambos doctores vivían a la greña, en perenne beligerancia, en una especie de guerra fría que era la comidilla de los demás habitantes del Naroca (quienes se abstenían de inmiscuirse, conducta más bien original tratándose de cubiches).

La perica y mi vieja, entretanto, hacían muy buenas migas a espaldas de sus respectivos maridos, quizá porque Annia, que no pudo tener sus propios hijos, se la pasaba celebrándonos a mis hermanos y a mí: ¡Pero qué avispado el mayorcito! ¡Cómo sabe! ¡Y qué mono el chiquilín, con esos ojazos verdes! ¡Y la niña! ¡Ah, esa niñita es un amor! ¡Regálame la niña, Miriam! A menudo nos traía golosinas y los domingos mi vieja nos dejaba salir con ella. Recuerdo que íbamos a la playa, o al acuario de Miramar, a ver a la foca Silvia, o al Cinecito, allá por La Habana Vieja, donde exhibían Los viajes de Gulliver y otros “muñes”, o al zoo de 26, o al Guiñol, en el sótano del Focsa, o al Jalisco Park, a dar vueltas y vueltas, alborotando de lo lindo, en la noria y la montaña rusa. Era muy mansa, bonachona y consentidora, la tía Annia, y mis hermanos, que eran unos bellacos, la hacían sudar tinta. Shimi se especializaba en sofismas, réplicas inoportunas y preguntas capciosas, mientras que Dudu le metía lagartijas y otros pequeños monstruos en el bolso y luego, con su cara muy dura, me echaba la culpa a mí, que era dócil e inofensiva.

Con el transcurso del tiempo, nuestro enérgico vecino del tercer piso fue sosegándose y dejó de aguijonear a mi viejo. Tal vez se dio cuenta de que éste era un hueso algo duro de roer, o quizás ya lo aburrían aquellas trifulcas sotto voce, siempre con el mismo libreto: rata sionista, cerdo nazi, coño’e tu madre, coño’e la tuya. Por otra parte, el estrepitoso desplome de los regímenes ñángaras europeos, que culminó con la disolución de la URSS en diciembre de 1991, y la perra crisis en que se hundió nuestro país a partir de esa fecha, lo dejaron muy consternado, abatido, como inerte, sin bríos para combatir al enemigo. Mas el suyo sólo fue un eclipse momentáneo. Pronto surgirían nuevos motivos de conflicto.

En la candente primavera de 1994, mi hermano David, quien andaba de gira por Canadá con el Ballet Nacional de Cuba, decidió seguir el ejemplo de su ídolo, Mijaíl Baryshnikov, y “desertó” —o sea, solicitó asilo político— en Montreal. Fue un sonado escándalo. No sólo porque Dudu, por aquel entonces muy joven, empezaba ya a despuntar como primera figura en los escenarios internacionales, sino también porque hizo unas declaraciones bastante corrosivas en la rueda de prensa convocada al efecto, echándole con el rayo a la directora de la compañía, la prima ballerina assoluta Alicia Alonso (“prima vieja cabrona assoluta”, dijo), a otros funcionarios del Ministerio de Cultura y al mismísimo comandante en jefe. La escuela cubana de ballet era, sin duda, magnífica —sostuvo—. Pero ya él estaba harto —agregó— de que pretendieran chantajearlo a toda hora con ese cuentecito ridículo de que él ledebía su carrera a la Revolución, al Partido y al máximo líder. ¿Cuándo recoño acabaría él de saldar la supuesta deuda? Uff, eso vendría siendo p’allá pa’ las calendas griegas… si acaso. ¡Y nanay! ¡Ya no aguantaba más aquella matraca! Porque él, David Newman, habría sido bailarín de cualquier modo, con o sin revolú —así dijo—, pues el ballet era el sentido de su vida, el ballet —recalcó—, ¡no la mierdera política!, y se había formado en esa escuela por la sencilla razón de que en Cuba no existía ninguna otra, etcétera, etcétera, etcétera.

Cuando se dio aquí la noticia (recuerdo que en el Granma acusaron a David de traidor, vendepatria, malagradecido, presuntuoso y proimperialista, entre otras ignominias), el doctor Angulo tuvo a bien clamar en el vestíbulo, en presencia de otros vecinos del edificio, mientras agitaba con furia el periódico: Bueno, ¿y qué más podía esperarse de un maricón?

(…)

En la primera semana de octubre de ese mismo año, a mi hermano Simón lo expulsaron de la Facultad de Filosofía de la UH, donde ejercía como profesor tras haberse graduado por todo lo alto con una tesis (acerca de un tal Baruch Spinoza) tan enmarañada que estoy segura de que sólo él podía descifrarla. Shimi no militaba propiamente en ningún partido opositor, ni tampoco frecuentaba la Oficina de Intereses de los Estados Unidos acá en La Habana; lo que hacía era reunirse un par de veces por semana con cuatro gatos afiliados a cierta organización de izquierdas (socialdemócrata), para, según él, “intercambiar ideas”. Dicha organización era ilegal, por supuesto, pero no clandestina. Quiero decir, ellos no se proponían esconder sus actividades ni enmascarar sus intenciones. Más bien todo lo contrario: abogaban a banderas desplegadas por un cambio de régimen a través de la desobediencia civil y otros métodos no violentos. (En opinión de mi ex marido, el trotsko Rafael Bencomo, eran una manga de ingenuos que no entendían un carajo de política). Y luego de intercambiar muchas ideas con sus cofrades izquierdosos durante las vacaciones de verano, Simón optó por llevar algunas a la práctica no bien se iniciara el curso académico 1994-1995. Fue entonces cuando le endosó al decano de su Facultad una carta abierta, mucho más diáfana que la tesis, donde le detallaba todo aquel asunto del cambio y la desobediencia, e incluía también algunos comentarios en favor de la libertad de cátedra, la autonomía universitaria y otras lindezas. No sé qué diablos creía mi hermano que iba a lograr con aquella carta, pero ahí mismo, como era de esperarse, le atizaron una rotunda patada en el culo.

Y eso no fue todo, qué va. Las peripecias del filósofo apenas comenzaban. Por aquellos días yo vivía con Rafa en su apartamentico de la calle O, al doblar de Infanta, donde termina El Vedado y empieza Centro Habana, y recuerdo que una noche muy negra y turbulenta, de intenso aguacero y fuertes descargas eléctricas, mi vieja me telefoneó, hecha un manojo de nervios, para contarme que dos tipos del DSE, la Seguridad del Estado, habían venido a amenazar a Shimi, y que papá (así lo llamaba) se había puesto farruco y les había dicho, con tremenda autoridad, que sinunaordenjudicial no entraban en su casa, y que los segurosos no podían creer aquello, ¡que alguien osara dirigirse a ellos en tono semejante!, y miraban a papá como si fuera un alien.

(…)

Más tarde, fumando conmigo en el balcón, [mi hermano] me reafirmó lo obvio: que los agentes del DSE (“los muchachos del aparato”, decía) no le quitaban el sueño. Posiblemente seguirían aperreándolo, pero eso a él le resbalaba. En realidad hacía mucho tiempo que deseaba portarse mal —confesó—, perpetrar algunas fechorías, je je… Sólo se había reprimido por no perjudicar a Dudu, o al viejo, que podían botarlo de la clínica. Ahora, con Dudu a salvo en el exilio y el viejuco ya jubilado, él se sentía… —tiró el cabo por el balcón, abrió los brazos y respiró hondo—: libre. ¡Sí señor! ¡Muy libre pa’ hacer lo que le diera la realísima gana!

—¿En serio que no tienes miedo? —le pregunté.

—En serio que no —me respondió, mirándome a la cara, y, quizá para diluir un poco toda aquella seriedad, me guiñó un ojo.

(…)

En vista de la situación, la mayoría de nuestros vecinos se distanciaron de mi familia. Pudo haber sido peor. En los 80 nos habrían sitiado aquí arriba —dejándonos primero sin agua por la pila y sin electricidad—, coreando consignas como aquella de “¡Pin pon fuera! ¡Abajo la gusanera!”, y toda clase de vilipendios; o tal vez, incluso, habrían invadido en turba el apartamento, para desvencijar los muebles a cabillazos y hacernos víctimas de mil ultrajes, escarnios, humillaciones y hasta golpizas. Es lo que llamaban, por aquel entonces, un “mitin de repudio”. Nada nos hubiera salvado, en todo caso, de la tiradera de huevos. Pero a fines de 1994, con la crisis en su punto de caramelo, no había huevos para comer, mucho requetemenos para tirárselos al enemigo. La gente en general lucía muy sofocada, como si la continua lucha por la vida los hubiese dejado sin aliento. Así que nadie nos agredió, ni de hecho ni de palabra. Nos saludaban desde lejos, fingiendo estar apuradísimos, o se hacían los disimulados para no saludarnos. Los más timoratos nos miraban con aprensión —inclusive a Rafa y a mí, que veníamos de visita casi a diario—, cual si fuéramos una caterva de leprosos.

La tía Annia siguió tratándonos como de costumbre, con extrema cautela, no fuera a ser que su marido la pescara en el brinco. Y una tarde le secreteó a mi vieja (dentro de un ascensor, donde ambas suponían que no habría micrófonos) que en el fondo muchos vecinos del edificio y de la cuadra admiraban a Shimi, que lo consideraban muyvaliente, pero que no se atrevían a decirlo en voz alta, pues le tenían perro ñao a la Seguridad. Sí, porque la cosa —musitó la perica— estaba mala, pero que mala-mala… ¡Uuuuh! ¡Estaba que ardía, que horripilaba y metía miedo de verdad!

(…)

En cuanto al doctor Angulo, podría decirse que se sentó, como los árabes, a ver pasar frente a su puerta el cadáver de su enemigo. Se le veía muy exultante, hinchado, jubiloso, con ese aire triunfal de quien sabe que pronto se hará justicia. Esperaba que en cualquier momento los compañeros del DSE, salvaguardas de la soberanía de nuestro pueblo y de las conquistas de la Revolución, pusieran fin a tanta controversia inútil y agarraran al tal Shimi por el pescuezo y lo zumbaran directico pa’ Villa Marista, ¡donde sin duda le aplicarían un buen correctivo!

(…)

Shimi, que no estaba oficialmente bajo arresto domiciliario, salía por ahí a menudo (incluso de noche, pese a los resquemores de mi vieja, quien no lograba conciliar el sueño en tanto que él no regresara sano y salvo). Aunque los muchachos del aparato le habían “aconsejado” que dejara de hacerlo, siguió reuniéndose con sus compinches izquierdosos en el apartamento de uno de ellos, en un reparto de La Habana del Este, siempre a cara descubierta, sin importarle que tal vez alguien lo estuviese vigilando. Iba mucho también a la biblioteca de la sinagoga, donde leyó por primera vez una novela de Imre Kertész, o al cine La Rampa, a ver filmes de antaño, o simplemente al muro del Malecón, donde se sentaba a meditar, en total relax, mientras caía la tarde. Era un experto en eso de prender cigarrillos frente al mar, con la brisa en contra.

Ya no discutía de política con mi marido. Cuando Rafa lo previno de que los recelos de Miriam no eran del todo injustificados, pues la calle, la soledad, las noches oscuras, su estilo tan arrogante y el maquiavelismo del DSE ciertamente conspiraban para ponerlo en peligro, y acto seguido le ofreció prestarle su Luger, pa’ por si las moscas, asere, ¿tú me copias?, pa’ por si las moscas… —así le dijo—, mi hermano se convenció al fin de que su visión del mundo y la de Rafa, más allá de algunas similitudes superficiales, eran en el fondo inconciliables. Concluyó que respecto a ese tema, por mucho que debatieran, ellos nunca llegarían a ponerse de acuerdo. Muy cortésmente rechazó la pistola:

—Te lo agradezco un millón, brother, pero no me hace falta ese hierro… ni ningún otro. Créeme, de verdad que no.

—¿No, asere? ¿Tú tienes el carapacho blinda’o, o qué?

—No, pero no me hace falta porque… —Suspiró—. Porque no.

Sabía usarla. No tan bien como Rafa, o como yo, pero sabía. Quiero decir, no se hubiera descerrajado un tiro por accidente en un pie, ni nada parecido. Sólo que sus ideales pacifistas lo apartaban de las armas. En eso era categórico.

No obstante, él y Rafa compartían otras aficiones al margen de la política, por lo que siguieron siendo buenos amigos. Les fascinaba “mecaniquear” el carro del viejo, un Chevrolet Impala del 58. Lo trataban con extremada ternura, como si fuera una mujer bellísima, veleidosa y muy frágil de salud, y se enorgullecían de que, gracias a ellos y sus cariños, semejante fósil aún rodara. Había días en que se pasaban horas y horas en el garaje, tirados en el piso con sus overoles grasientos y no sé cuántas herramientas alrededor, atendiendo a Su Alteza. Y fue ahí donde, una fría mañana de febrero de 1995, los atacó el doctor Angulo.

(…)

El doctor Angulo, envalentonado, fue subiendo más y más el volumen de sus diatribas. A grito limpio lo tachó de apátrida, cínico, basura, lumpen, escoria, derechista, rufián, degenera’o y gusanejo intelectualoide, entre otros vituperios. Le manoteaba con guapería, muy cerca del rostro (aunque sin tocarlo), mientras la andanada de insultos brotaba de su garganta cual chorro a presión. Por momentos la voz le salía muy aguda, chirriante, en falsete, como le sucede a la gente cuando tienen un ataque de histeria. Pero no parecía importarle. Estaba lanzado, cumpliendo con su deber patriótico, mostrándole al mundo, una vez más, la inquebrantable firmeza de sus principios revolucionarios.

El profe, entretanto, seguía impasible. Soportó sin chistar aquella descarga durante un par de minutos, más o menos. Apenas se movía. Sólo miraba el piso, o las paredes, con cara de quien está muy aburrido. Hasta que Mr. Phileas Fogg, jadeando, hizo una pausa. Fue entonces cuando Simón lo miró a los ojos y en un tono sicalíptico, ligeramente amanerado, le dijo:

—Sí, papi, lo que tú digas… —Y le tiró un besito.

Las carcajadas de Rafa debieron oírse en Remanganagua. Horas después, de vuelta conmigo en nuestra madriguera de la calle O, aún se reía al describirme la mueca de espanto del sapingo estalinista: ¡Ay, mamucha, si tú lo hubieras visto! ¡Estaba pa’ tirarle una foto! ¡Jo, y en colores! ¡Porque el puro se puso rojo, verde y amarillo! ¿Tú no me crees, Jeli? ¡Así mismitico se puso, por ésta! ¡Qué cabrón el cuñadito! ¡Jo jo jo, pero qué cabrón…!

(…)

Quizá otro tipo habría captado la cuchufleta, habría percibido que el profe lo estaba trajinando. Pero Mr. Phileas Fogg no. Sabrá Dios cómo coño interpretó él la travesura de mi hermano, pues no dijo nada coherente. Permaneció inmóvil por unos segundos, contemplando a Shimi con estupor infinito, como si viera un fantasma, o al mismísimo Satán, hasta que por fin consiguió balbucear:

—Ah… Oh… Este…Yo… ¡Nooo! —Y salió huyendo.

(…)

La odisea posterior de Simón es sobradamente conocida. En su momento el Granma le dedicó una nota muy escueta, donde ni siquiera nombraban al profe, sino que aludían a “ciertos elementos contrarrevolucionarios, financiados por el imperialismo yanqui y la mafia anticubana de Miami”. Pero otros periódicos, en otras latitudes, sí le dieron amplia cobertura al asunto. Lo de la mafia de Miami, por cierto, no dejaba de tener su gracia, ya que era David quien financiaba desde Nueva York a su hermano desempleado (y también a los viejos, pues la jubilación del Gran Bibi a duras penas les alcanzaba para no morirse de hambre). Recuerdo que por aquellos días, cuando Dudu telefoneaba, Shimi le salía con un entusiasta “¿Qué bolá, mafia?”, y luego, al despedirse, enviaba saluditos efusivos —así decía— a su padrino Meyer Lansky, lugarteniente de Lucky Luciano. Y Dudu, claro está, le seguía la rima con total naturalidad. Les deleitaba imaginar lo que pensarían al oír aquello los chismosones de la Seguridad, quienes sin duda habían intervenido la línea. Pero, de todos modos, como esto ocurrió hace más de una década, quizá convenga repasar, muy brevemente, los hechos fundamentales.

A mediados de abril de 1995, a mi hermano Simón le publicaron su primer libro en España. Era una colección de ensayos, con mucho de testimonio, sobre la resistencia cívica en la Cuba de los 90. Su editor lo invitó a presentarlo en Madrid, pero acá, en Inmigración, le denegaron el “permiso de salida”. Entonces, el profe le concedió una larga entrevista al corresponsal de El País en La Habana, donde soltó por su boca flores. La entrevista se publicó tal cual y, poco después, al amanecer del 5 de mayo, mi hermano fue arrestado por el DSE.

Ni Rafa ni yo estábamos aquí a esas horas. Mi vieja, con la presión por las nubes, nos refirió luego que los segurosos no le enseñaron a papá, como éste les exigía, ninguna orden de arresto firmada por un juez. Le advirtieron, en voz baja, que ellos no estaban arrestando a nadie, ¡vaya idea!, que sólo trasladarían al “gran escritor” —palabras textuales— a otro recinto, para conversar allí más a gusto. Y el doctor Newman, naturalmente, les armó un clamoroso belebele. A gritos los tildó de sicarios, fascistas, gorilas, hijoeputas, etcétera. Según mi vieja, por poquitico lo trasladan también a él a otro recinto, acusado de lengüino y viejo loco.

La conversación con el gran escritor se prolongó por veintiún días. Nada de habeas corpus, ni llamada telefónica, ni abogado defensor, ni visitas de índole alguna. Fue una especie de maratón. Según me contó mi hermano más adelante, los muchachos del aparato querían que él se retractara públicamente de ciertas cosas que había dicho en la entrevista con El País y en el libro (la entrevista, por alguna misteriosa razón, les afligía más que el libro). Y eran muy persuasivos, cómo no. Al cabo de tres semanas de animada cháchara con ellos, el profe, que nunca tuvo madera de Giordano Bruno, estaba resuelto a admitir que el Sol giraba alrededor de la Tierra, que en Cuba había tremenda libertad de expresión, de asociación, de imprenta, de movimiento, de culto y de lo que fuese, y cualquier otro dogma que ellos desearan que él admitiera. Se comprometió a retractarse, en conferencia de prensa, de todas y cada una de sus infames herejías. Les dio su palabra de honor de que así lo haría apenas saliera de allí. Hasta se los juró por su madrecita. Y sus interlocutores sin duda le creyeron, pues lo dejaron ir. El DSE, según Rafa, jamás había necesitado emplearse a fondo con un intelectual.

Una vez en libertad, Simón se enteró enseguida, a través del corresponsal del Chicago Tribune, de que los otros miembros del “grupúsculo” socialdemócrata, que no eran brillantes polemistas ni publicaban libros en España, no iban a librar tan fácilmente. Los habían arrestado el mismo día que a él, pero ellos aún estaban a la sombra. Y lo estarían por una buena temporada, ya que les habían levantado cargos por sedición y otras infracciones de la legalidad revolucionaria.

Mi hermano, si alguna vez había considerado seriamente la posibilidad de retractarse de algo (en Villa Marista, con el cerebro frito por causa de los muchos días sin dormir, entre otros agobios, no es factible considerar nada seriamente), la desechó al punto. Mi vieja no lo entendía. Pero Rafa y yo sí. Retractarse, en tales circunstancias, era como traicionar a los demás, a los que seguían detenidos, pues cualquier señal de arrepentimiento que diera Shimi, por mínima que fuese, podría ser utilizada en contra de ellos durante el proceso judicial que se avecinaba.

Y el profe no sólo no se retractó, sino que hizo nuevas declaraciones, aún más incendiarias que las anteriores, a la prensa extranjera acreditada aquí. Nunca dio muchos detalles de su experiencia en Villa Marista. “No es un hotel de cinco estrellas”, fue todo lo que dijo al respecto. (Después me explicó, en privado, que no quería traumatizar a la vieja con historias de horror). Y se consagró a divulgar los nombres y las semblanzas de sus camaradas izquierdosos, y a desmentir con energía, una y otra vez, la paparrucha oficial de que eran cipayos a las órdenes de Washington. El escándalo fuera de Cuba crecía y crecía; los medios de acá, por el contrario, se empeñaban en mantener un silencio lo más compacto posible.

Los muchachos del aparato ya no volvieron a arrestar a Simón, ni tampoco reanudaron sus incursiones matutinas al quinto piso del Naroca. A fines de junio hubo rumores de que trataban de orquestar un mitin de repudio contra mi familia de modo que pareciera una “manifestación espontánea de la ira del pueblo contra los gusanos”. Pero ninguno de nuestros vecinos se prestó para esa maniobra. Ni siquiera el doctor Angulo, por insólito que parezca. (Metió curva, según su mujer, haciéndose el enfermo de la barriga). Y azuzar a alguna pandilla de facinerosos de otro barrio para que invadieran un edificio tan céntrico, tan visible, resultaba muy comprometido, más aún con todos aquellos periodistas “enemigos” merodeando incesantemente por los alrededores. Así que adiós mitin de repudio. Claro que los compañeros del DSE no iban a permitir que las bellaquerías de Shimi quedaran sin castigo. ¡De eso nada! Rafa conjeturaba que debían estar empingadísimos con el cuñadito, pues habían subestimado su capacidad para portarse mal.

(…)

Al filo de la medianoche del 9 de julio, una semana antes de que empezara el juicio contra los izquierdosos, tres individuos asaltaron a mi hermano en plena vía pública. Sucedió a unas cuadras de aquí, en la esquina de Paseo y 21, al doblar de una escuela secundaria. Habían estado siguiéndolo en un jeep, al parecer, con sumo sigilo, despacito, y de súbito frenaron, se apearon y cayeron sobre él. Todo fue muy rápido. Lo agarraron, lo metieron en el patio de la secundaria, a esa hora desierto y oscuro, y allí le propinaron una salvaje pateadura.

Contusiones y fracturas múltiples, el bazo reventado, hemorragia interna, la nariz rota, los párpados tan inflamados que le impedían abrir los ojos. Aunque Shimi no podía hablar, sabíamos perfectamente quiénes eran los autores de aquella obra de arte. Pero no había forma de probarlo. De todas maneras, el corresponsal de Le Monde se las ingenió para colarse en la sala de urgencias del hospital Fajardo y tomar fotos, que se publicaron enseguida. (Tal hazaña le costó al francesito que lo declarasen persona non grata y lo soplaran de Cuba). Esas imágenes, si bien no valían de nada ante, digamos, la Comisión de Ginebra, fueron muy difundidas. En el exterior, claro está; aquí adentro no. Y el escándalo arreció.

Recuerdo que vivíamos como en un torbellino. Simón, que tanto se había esmerado en cubrir con un velo piadoso las realidades de Villa Marista, no pudo hacer lo mismo esta vez. La vieja no llegó a ver las fotos, pero lo vio a él, pues ni el médico de guardia ni Rafa ni yo logramos atajarla a tiempo. Le subió la presión a tal grado que cayó redonda en el piso y tuvieron que atenderla también a ella en la sala de urgencias del Fajardo. Le costaría Dios y ayuda recuperarse. De hecho, nunca se recuperó por completo. David, que vio una de las fotos en el New York Daily News, telefoneaba todos los días, muy angustiado. Se sentía culpable por no estar acá, al pie del cañón. También Rafa se sentía culpable, por no haber seguido al cuñadito en su deambular nocturno, a prudencial distancia, de modo que Shimi no se diera cuenta, pa’ tirarle un cabo —así decía— en caso de alguna eventualidad. Y el Gran Bibi, mientras, seguía despotricando por doquier contra los muchachos del aparato, sin olvidar al cerdo nazi del tercer piso, a quien iba a rajarle el cráneo con un bate de béisbol como se atreviera a decir ji. Pero Mr. Phileas Fogg no dijo nada. Por aquellos tiempos se mantenía de lo más calladito, pasara lo que pasara, con sus firmes principios revolucionarios guardados en un bolsillo.

El 13 de agosto sentenciaron a los izquierdosos a cuatro años de privación de libertad, con lo que el debate en la prensa, fuera de Cuba, se puso al rojo vivo. Se alzaron muchas voces en favor de ellos. Aunque también las hubo en contra. Un distinguido literato argentino, cuyo nombre me reservo, declaró, por ejemplo, que él “no creía para nada en la historieta de la paliza”, que esas eran “calumnias fabricadas por los grandes medios de comunicación al servicio del capital y de la mafia de Miami” (¡y dale Juana con la palangana!), para “vejar al heroico pueblo cubano y a su invicto comandante en jefe”. Lo recuerdo bien, pues un reportero de la AP, ya que no le permitían entrevistar a mi hermano, me preguntó a mí qué opinaba al respecto. Fue la primera (y única) vez en mi vida que hablé para los medios. Y no hablé tanto, sólo dije: Pues figúrese usted, hombre, ¿qué le vamos a hacer?, en este mundo hay señores muy incrédulos… El reportero se echó a reír, aunque yo, francamente, no veía la gracia por ninguna parte.

Mi hermano permaneció en el hospital durante casi seis meses, los cuatro primeros en terapia intensiva. Su libro, entretanto, fue traducido a una docena de idiomas y publicado en numerosos países. Como buen filósofo, asumió la golpiza filosóficamente: con tamaña barbarie, a su juicio, los muchachos del aparato sólo habían dado una deplorable muestra de impotencia frente a la razón. Cuando dos de ellos (no los que lo habían machacado, ni los asiduos al Naroca, sino otros) se le aparecieron en el Fajardo, hacia fines de año, para echarle en cara las bondades de nuestro sistema de Salud Pública, que lo atendía gratis —enfatizaron—, aunque él no se lo mereciera, Simón les aseguró que se sentía muy agradecido. Y en cuanto pudo, volvió a portarse mal. Reincidió en sus declaraciones cáusticas y, arriba, dio en publicar sus propios artículos en revistas y periódicos extranjeros. Nunca dejó de insistir en que sus amigos izquierdosos, los encarcelados, no eran delincuentes comunes, como sostenía el Gobierno, sino presos de conciencia.

A comienzos de mayo de 1996, por gestiones de su editora alemana, quien a sus espaldas movía cielo y tierra con tal de sacarlo de Cuba, la FES (Fundación Friedrich Ebert), que promueve la socialdemocracia y el socialismo democrático a nivel mundial, le otorgó una beca por un año. Mi vieja se ilusionó muchísimo con la idea de que su valiente pero muy conflictivo hijo mayor se mudara a Alemania (o a Finlandia, Uzbekistán o Bangladesh, a cualquier país que no fuera éste). Sólo por complacerla, Shimi inició los trámites del viaje, seguro de que en Inmigración volverían a denegarle el “permiso de salida”. Pero no. Para su gran asombro, esta vez se lo concedieron, y con sospechosa agilidad. Y ahí el filósofo dudó. Quería salir de la isla por un tiempito, respirar otro aire, ver caras nuevas, empatarse con alguna muchacha sin temor de que alguien la maltratara, etcétera. Pero bien sabía que, de hacerlo, no lo dejarían regresar. Una de dos: o se quedaba en el encierro, o se iba al exilio. Dilema lacerante para él, que amaba tantas cosas de aquí.

Mi vieja, horrorizada al verlo titubear, le cayó encima como una tromba de lágrimas y reproches: ¡Ay, Shimi!, tú me estás matando, ¿sabes?, nunca en tu vida me has hecho caso, desde chiquitico siempre hiciste lo que te dio la gana, ¡pero ya está bueno ya!, ¿tú no quieres a tu pobre madre?, porque yo ya no puedo más con to’a esta locura, ¡así no hay quien viva!, tú me estás matando, fíjate que te lo digo, Shimi, estás acabando conmigo, con la poquita salud que me queda…Y coheteó al viejo para que la secundara: Hey, papá, mira a tu hijo, no quiere irse, ¡está loco!, dile algo, porque a mí no me hace caso, vamos, dile algo… El doctor Newman le pronosticó a su hijo que, si no se largaba de Cuba, tendría que irse a vivir abajo’e un puente, pues en su casa él ya no lo quería. Dudu, por teléfono, le comentó a su hermano que el exilio ciertamente era un poco jodido, pero que también tenía sus ventajas, que uno acababa adaptándose, cómo no, y que Cuba, en un final, estaba mucho más jodida que el exilio. Rafa, sarcástico, le informó a su cuñadito que los intelectuales eran unos tipejos muy cretinos y que la próxima “deplorable muestra de impotencia frente a la razón” que dieran los muchachos del aparato podría ser, por ejemplo, un accidente de tránsito, un camión que se llevara de improviso una roja, a toda velocidad, y embistiera al profe, ¡paf!, apachurrándolo vilmente. Para rematar, mi marido añadió que, o bien Shimi se iba de aquí por las buenas, o bien él lo cogía por una oreja y lo zumbaba de cabeza pa’ dentro del avión. En cuanto a mí, no dije nada. ¿Para qué? Siempre fui la más silenciosa de mi familia. Y sabía que el filósofo no era sugestionable, que a la postre haría, como de costumbre, lo que mejor le pareciera. Cierto que últimamente él se había equivocado en algunas cuestiones, pero aun así yo confiaba en su inteligencia.

En la noche del 7 de junio partió de Rancho Boyeros con destino a Berlín. Y pronto organizó, desde allí, una sonora campaña internacional por la liberación de los izquierdosos. Ganó para esa cruzada un sinnúmero de adhesiones, además del apoyo explícito de la FES. Pero, como se sabe, todo fue en balde. Uno de sus correligionarios murió en prisión, en “circunstancias no esclarecidas” (se rumora que apuñalado por otro recluso), y los demás tuvieron que cumplir sus condenas íntegras, dispersos por varias cárceles de la isla. No sé si hoy en día haya en Cuba algún partido socialdemócrata. De haberlo, sigue siendo ilegal.

En el verano de 1997 Shimi se estableció en Jerusalén, donde concluyó su doctorado, en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad Hebrea, y volvió a ejercer la docencia. Ya para entonces se había casado con Alyssa Jacobson, una traductora de origen ruso. Entre ambos, con la ayuda de David, lograron llevar a los viejos a Israel en la primavera del año siguiente.

Pude haberme ido con ellos. Mis hermanos me lo propusieron, la vieja me lo rogó y el Gran Bibi hasta trató de obligarme. A veces pienso que debí hacerlo, pues me hubiese ahorrado un montón de calamidades, pero en fin. Me quedé por causa de Rafa. Nos habíamos divorciado poco antes, en diciembre de 1997, y ya no vivíamos juntos. Pero aún nos acostábamos de vez en cuando, en eso nos iba muy bien, mejor imposible, y yo, estúpidamente, no perdía las esperanzas de que él volviera conmigo en serio. Luego, Rafa desapareció, dejándome la Luger con tres cargadores, y yo me sumergí en la oscuridad.

Mr. Phileas Fogg se dirigió a mí por primera vez, si la memoria no me falla, en los albores del siglo XXI. Nunca antes había hablado conmigo, ni siquiera para insultarme. Supongo que sabía de mi existencia, pero no es seguro. En todo caso, yo para él sólo había sido hasta entonces la hija de la rata sionista, la hermana del maricón desertor y del gusanejo intelectualoide, y la mujer del grandullón falto de respeto. O sea, nadie. Soy flaca, pero tengo buen culo y piernas bonitas. Y mi pelo rubio también llama la atención. Muchos hombres me miran en la calle. Para ellos creo que soy, si no alguien, por lo menos algo. Mi simpático vecino del tercer piso, en cambio, jamás en su vida me había mirado de esa forma. Ni de ninguna otra, a decir verdad. Nada, que me ignoraba olímpicamente. Una mañanita, sin embargo, en marzo del año 2000, o quizá en abril, no recuerdo bien, se tomó la molestia de subir hasta acá arriba para conversar conmigo. Me dio los buenos días (con cierta sequedad, pero me los dio), se sentó en uno de los butacones de la sala (¡huy, si el doctor Newman lo hubiera visto!) y hasta me aceptó una taza de café. No era que de pronto yo me hubiese transformado en una persona importante, como él. Eso nunca. Yo sólo era alguien que, a través de Annia, cautelosamente, había ofrecido pagarle cincuenta dólares al mes por su clave de acceso a Internet.

Fragmentos del capítulo 4 de la novela en proceso La última pasajera.

Página de inicio: 83

Número de páginas: 10 páginas

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