Agustín Fernández: Otra narración de los hechos

Mitchell Algus

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Knife,
you were no knife
without my eyes to scour you,
my sweat to rust you over.
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Alain Bosquet (traducido por Samuel Beckett)

 
La historia del arte reciente constituye una narrativa lineal en la que cada movimiento cede ante otro en una lógica antagonista que da la impresión de progreso. Esta historia tiene lugar casi exclusivamente en Nueva York con pequeñas, y en su mayoría derivadas, variaciones en otros lugares: Tras la Segunda Guerra Mundial, el expresionismo abstracto borró al surrealismo, desechando todo lo incidental para alcanzar un arte puramente visual; la pintura se convirtió en espacio dimensional formalizado, mientras se suprimían la figuración y la representación sicológica; el arte pop se impuso, produciendo imágenes instantáneamente reconocibles de un nuevo paisaje cultural, y el minimalismo usurpó el acto de pintar, diseñando una modernidad cómoda y reduccionista tipo Zen.

Como con todo el saber recibido, existe otra narración de los hechos. En Europa y Latinoamérica los acontecimientos recientes y en curso pesaban más y la ruta hacia el futuro se percibía con menor claridad. Los movimientos artísticos que habían precedido a la Segunda Guerra Mundial, sobre todo el surrealismo y el constructivismo, constituían tradiciones vivas y muchos de los grandes artistas que los forjaron seguían influyentes y en activo. Vista desde el Nueva York de los 50 y los 60, Europa se percibía atrasada culturalmente, como también sucedía con América Latina.

Cuando Agustín Fernández se trasladó desde Cuba a París en 1959, los surrealistas eran todavía una presencia imponente. André Breton organizaba exposiciones que reunían a incondicionales surrealistas sobrevivientes, mientras seducía a una nueva ola de jóvenes artistas. El fundador del surrealismo invertía mucha energía en mantener vivo el movimiento bajo su égida. Una exposición importante, la Exposition inteRnatiOnale du Surréalisme (EROS), comisariada por Breton y Marcel Duchamp en la Galería Daniel Cordier a finales de 1959, resulta particularmente significativa en su invocación al erotismo, que se había convertido en el tema principal del surrealismo tardío. En su ensayo para el catálogo, Breton reclama su parte del expresionismo abstracto que había suplantado al surrealismo como tendencia contemporánea dominante —«los más notables [de los estilos actuales] son tributarios del automatismo surrealista»— y continúa diciendo que «el propio surrealismo debe reafirmarse a sí mismo… sobre todo en el reino de lo ERÓTICO». Al enfatizar obras que «gravitaban alrededor del tema de la tentación carnal», Breton reiteraba no sólo las preocupaciones de los círculos surrealistas de los años que precedieron a la guerra, sino también reconocía —y aprovechaba— la relajación global de las buenas costumbres característica de los años 60.

Además de este surrealismo recientemente erotizado existía lo que podría llamarse un surrealismo existencial. Artistas como Bernard Requichot, Hans Bellmer, Unica Zürn y Henri Michaux realizaban su obra con una intensa mirada interior que se resistía a una comprensión literaria y filosófica. Estos artistas también tendían a trabajar en una amplia gama de medios de comunicación que reflejaban su amplitud de miras. Si bien se asociaban fácilmente con varios movimientos, realmente eran unos solitarios. Bellmer, Zürn y Requichot sufrían enfermedades mentales (los dos últimos se suicidaron), y era conocido que Michaux experimentaba con drogas (de consecuencias devastadoras para Zürn). Resulta interesante que Fernández, quien no muestra la devastadora confusión interna que atormentaba a estos artistas, produjo un arte igualmente diverso, abarcador y gravemente inquietante.

Poco después de su traslado a París, la obra de Fernández fue ampliamente reconocida como cercana a estas tendencias. En tan sólo un año de estancia parisina ya el artista exponía en la Galerie Gurstenberg, entonces dirigida por la primera esposa de André Breton, Simona Collinet. El poeta y crítico Alain Jouffroy, defensor importante tanto del surrealismo contemporáneo como de la figuración narrativa, resaltaba frecuentemente su pintura en sus reseñas del Salon de Mai. El arte de Fernández atrajo la atención del poeta Alain Bosquet, cuyos escritos mostraban el ingenio afilado de Henri Michaux. Bosquet escribía reseñas de la obra de Fernández para Le Combat (el periódico de Albert Camus), mientras éste proporcionaba a Bosquet ilustraciones para varios de sus textos. También incluían a Fernández en exposiciones con surrealistas de primera generación, como Tanguy, Dalí, Bellmer y Roy, en la Galerie André-Francoise-Petit, así como en muestras junto a Agustín Cárdenas, Wifredo Lam y Matta, en la Galerie du Dragon, otra sede notable por sus vínculos surrealistas.

Agustín Fernández estaba unido a otros expatriados latinoamericanos radicados en París, sobre todo a Matta y Wifredo Lam. El artista ha mencionado a Matta como un factor importante en la profunda transformación que sufrió su arte durante sus primeros años en esta ciudad. En los 50, su pintura gravitaba hacia vívidos colores tropicales y hacia una complejidad en la composición enraizada en el paisaje y la naturaleza muerta. Allí su arte se volvió hacia el interior y Matta lo animó a simplificar, lo que lo llevó, en última instancia, a la composición monocroma reduccionista y a la composición rigurosamente abstracta en su obra más madura.

 
 
Desviación absoluta
 
Había asumido que el medio más seguro de realizar
descubrimientos útiles era desviarme en todo
de los caminos seguidos por las ciencias no exactas…
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Charles Fourier (1772-1837)
Theory of the Four Movements and the General Destinies, 1808

 
A mediados de los 60, el surrealismo en París estaba sufriendo cambios profundos a medida que los cambios generacionales impulsaban la cultura hacia los acontecimientos de 1968, el año en que Fernández abandonó París para establecerse en Puerto Rico. En 1965, Breton había montado su última exposición, Absolute Deviation (L’écart absolu), tomando su título del principio filosófico del socialista utópico Charles Fourier, cuyos escritos vinieron a anticiparse a las ideas que surgían sobre sexo y libertad.

Apreciar la obra de Agustín Fernández en su contexto histórico nos ayuda a comprender su originalidad y los desafíos que hubo de enfrentar en el mundo del arte. Si bien su trabajo ganó en aceptación, muchos críticos, especialmente los de Estados Unidos, discrepaban de su estilo y contenido. Estas dificultades surgían no tanto de las especificidades del arte de Fernández como de los prejuicios del atrincherado mundo artístico. La reseña que Hilton Kramer publicara en 1969 en el The New York Times resulta representativa en este sentido. Kramer señala que Fernández «impregna a [sus] imágenes de un aire de misterio y amenaza vagamente reminiscentes de la poesía orientada al surrealismo de ciertos escritores latinoamericanos… Pictóricamente, se trata de pintura conservadora de la vieja escuela, pero con una integridad muy persuasiva». Semejantes reacciones impiden la asimilación de la obra de Fernández, como sucedió con la aceptación de pintores como Francis Bacon, cuyo arte debe haber parecido afectado y antiguo. Se trata de asuntos de la historia del gusto, un componente significativo —si bien poco reconocido— de la historia del arte. En los 60 y los 70 el arte de vanguardia era espacialmente pesado y autorreferencial; el surrealismo y la ilusión eran anatemas. Además, el arte producido por los latinoamericanos había sido persistentemente marginado. En los 60, éste era un problema crónico en el mundo artístico, que ya había sido invocado por Lam en 1944 al explicar su ausencia en la exposición de Pintores Cubanos en el Museo de Arte Moderno de ese año. Las cosas no han mejorado mucho en la actualidad.

Sin embargo, tan alejada de las corrientes dominantes como debe haber parecido la obra de Fernández, ésta apelaba conscientemente a las preocupaciones contemporáneas de la abstracción. Al hacer aparecer el espectro del trompe l’oeil, reconociendo furtivamente y luego negando la literalidad del plano pictórico, cuestión con la que estaban obsesionados los formalistas, la obra de Fernández abordaba astutamente los mismos temas que estaban siendo tratados en las corrientes dominantes. En lugar de despojar la superficie de la pintura de cualquier significado externo y proveerla apenas de las cualidades base de textura y color, Fernández expone el cuerpo metafórico de la pintura. Pero negocia no una tregua greenbergiana (tal y como hacen los formalistas académicos), sino un complejo compromiso freudiano. Así, su obra se alinea con la fríamente prosaica imaginería del Neo-dadá (Johns) y del Op (Riley), si bien aumenta su calidez.

Si el arte de Fernández iba contra la veta retraída del gusto de Nueva York, su rigurosa iconografía de la carne penetrada por cuerdas y poleas, cortada por cuchillas, y atada con tiras de cuero halló un público comprensivo en Sam Wagstaff y Robert Mapplethorpe cuando el artista se trasladó a Nueva York en los 70. (De hecho, varios de los objetos-collage del Fernández de esa década incorporaban imágenes recortadas de las fotografías de Mapplethorpe). Esta relación resulta de particular interés debido a la luz que arroja sobre las alianzas artísticas de Nueva York, e ilustra el inusual cosmopolitismo de la obra de Fernández. El clasicismo elegantemente erotizado que Fernández compartía con Mapplethorpe resultaba estimulante y les daba mala fama, una afrenta patricia hacia el mundo artístico neoyorkino falsamente democrático.

En 1978 Samuel Hardin inauguró la Galería Robert Samuel en Lower Broadway, de Manhattan. Concentrándose en lo que llamó «imagen artística masculina», su galería se convirtió en un salón para una élite artística multigeneracional, mayoritariamente gay. Peter Hujar, Paul Cadmus y Charles Henri Ford, entre otros, expusieron allí. Fernández tuvo una exposición en solitario en 1980. Sus vínculos con la Galería Samuel repetían antiguas afiliaciones con una subcultura cosmopolita que distaba mucho del mundo artístico establecido. Demuestra, asimismo, una continuidad que las narraciones lineales generalmente no reconocen. Una de las primeras exposiciones de Fernández en Nueva York tuvo lugar en 1959 en la Galería Bodely, sede dirigida en asociación con Alexander Iolas, representante de René Magritte, Víctor Brauner y Pavel Tchelitchew. Los artistas relacionados con la Galería Iolas del barrio residencial se movían por la Galería Samuel del centro, y dos artistas presentados por Iolas —Harold Stevenson e Yves Klein— también expusieron en París con el legendario marchante Iris Clero, quien, a su vez, presentó a Fernández en 1962. Estos hilos entretejidos conforman el tejido de otra historia artística más ecuménica, creada a partir de un gusto compartido, una soberana ambición y una meticulosa individualidad.

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