El corazón del rey

Fragmento de la novela homónima.

Félix Luis Viera

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Hoy Magalí y yo estamos consumiendo uno de esos domingos de reconciliación, que ya van siendo tantos. En la madrugada, de regreso del Cubanacán, ella me tiró un vaso hacia la cabeza; logré esquivarlo, la tomé por los hombros y la lancé contra una de las paredes del cuarto. Ésta es una tarde de marzo con un sol fuerte y muy fulgente, pero que no saca calor: no deja de correr un viento sur que se enrolla en las orejas y barre las calles y las fachadas y hace remolinos con las hojas caídas de los árboles, sobre todo de algunos laureles amarillentos; como un momentáneo otoño tropical.

Fui a El Condado. Hacía tiempo que sentía muchos deseos de ir. Invité a Magalí. Estuvo de acuerdo. Pero cuando ya estaba a medio vestir se arrepintió: en realidad estoy muy agotada, dijo. Si todavía hoy El Condado existe, la cuatroesquinas de Síndico y Virtudes debe seguir siendo el corazón de aquel barrio comparable con una mueca debajo de una sonrisa. En esta cuatroesquinas me detuve unos minutos. Fue algo así como volver al lugar del crimen; pero al lugar del crimen donde uno fue la víctima, no el victimario. Indagué por Raúl La Curva, Papito El Desteñío, el Negro Morronga, Mantequilla El Grande, El Mojón, El Gran Cabuya, Alcibíades Puntilla Comba. Varios de mis amigos de primera línea de antes. Ninguno estaba. Se habían ido. Y los familiares me saludaron como a un tipo lejano, que ya ni les importaba. Pasé por los bares de antes, el de Angelito El Caballero, el de Agustín Mentira, el de René El Hierro, que ahora son tiendas de víveres. Allí evoqué a varias de las putas de estos bares de mi infancia: Angelita Singamás, Eulalia Pestillo, Nereyda La Reina, Mariíta La Salvaje, Onelia La Espiritual, Mamaíta la Tranca. ¿Dónde estarían esas pobres putas en esta tarde de domingo de sol fulgente y de viento sur de marzo, en un país sin putas —al menos públicas—, aséptico, metido mediante un empujón de la Historia bajo el paraguas de una nueva moral? Mas, mirando hacia los bares desaparecidos, sin mucho esfuerzo de la memoria las volví a ver con sus vestidos floríferos alborozando en las aceras, poniendo un disco en la victrola, tocándose la papaya para que uno o una la respetara al ver que la tenían bien puesta ahí, en la entrepierna, donde se estaban tocando. Vi de nuevo el destape de cervezas de varias marcas, Hatuey, Cristal, Polar, y el del ron Bacardí, Matusalem, Cero Mosto, y del San Carlos de a cinco centavos el trago y la fanfarronería de los chulos y la bullanguería de los zapateros que estaban bebiendo puesto que habían cobrado ese día y de los vagos y buscavidas que habían guapeado un trago y lo saboreaban despacio después de derramar la primera gota en el suelo para los santos, mientras la victrola echaba canciones de amantes despechados y agallinados que oraban por morirse antes que perder a quien ya los había abandonado.

—Oye, me laceraste la vagina. Ese viaje a El Condado te ha puesto loco, me lo hiciste muy a lo bruto, como con desesperación, como con odio. ¿Qué te pasa, amor? —me ha dicho Magalí.

Al llegar de El Condado la arranqué del sofá y la recosté contra la puerta, contra el poema del tal «Negro Juan», «el negro Juan vende frutas todo el año», busqué desesperadamente su vagina entre sus ropas, la penetré y de inmediato eyaculé, abundante, casi sonoramente.

—Ah, carajo, mujer, es muy sencillo... Es muy sencillo lo que me pasa... Me pasa que en ese barrio que está ahí enfrente y adonde tú nunca me has querido acompañar, aunque tanto te lo haya pedido, yo nací una mañana de verano y resbalé de las manos de la comadrona y ahí mismo recibí el primer toletazo del camino. Eso es lo que me pasa, Magalí. Que allí soporté tanto frío y tanto calor y resistí el sarampión y la tos ferina y la piojera. ¿Comprendes?... Que en esa casa que ahora he visto de nuevo padecí de todo, aun de la enfermedad de mí mismo, ahí tuve pajaritos, lagartijas, perros con garrapatas, fantasmas, y, como éste era el más chiquito, tres hermanos, el padre, la madre, esa abuela que también se hallaba entonces, sobre todo esa abuela, se sacaban trocitos de carne de sus cuerpos para dármelos, eh, mirando las manchas de cal en los tabiques y el techo de madera de esa casa soñé que ya mañana tendría la bicicleta y el par de patines y que dentro de poco sería primera base y cuarto bate en Grandes Ligas y sonaría un jonrón con las bases llenas dejando al campo al equipo contrario en el juego decisivo, y soñé con una muchacha morena, etérea, compuesta toda por una sonrisa, con la cual estaría besándome en una tarde soleada sobre la yerba de un campo que imaginaba de cerezos, y con la que luego me iría muy lejos, adonde hubiese montañas, ríos, lagos, valles. Porque yo siempre he soñado, ¡coño! Y ya no se puede soñar con nada. Se jodió el sueño. Ahora es el sueño del proletariado, el sueño de todos, no el de uno particular, el de los cerezos particulares de uno. ¡¿Comprendes?! Y soñé mirando esas manchas de cal en los tabiques y el techo que una vez regresaría con dulces y carnes para mis amigos vivos y cestas de flores para mis amigos muertos. Eso es lo que me pasa, Magalí. ¿Ves? Que ya no encuentro a mis amigos, porque hoy tanta gente huye o mejor dicho esta vida tan cabrona la hace huir. Hay ahora tanta gente que anda huyendo hacia delante. ¿Verdad? Y soñé que vendría a los funerales de aquella abuela, quien tantas veces vació su estómago para llenar el mío, y la llevaría a enterrar acompañada por una multitud de violines y una caravana colmada de esos canarios multicolor que tanto le gustaban y con todas las calles hasta el cementerio tapizadas de vicarias lilas, como ella hubiera querido. ¿Comprendes? ¡¿O es que acaso, cojones, no puedo seguir soñando con enterrar a mi abuela de esa forma?! ¿Y qué me hallo? ¡¿Pero qué me hallo?! Pues las mismas tiendas de víveres minúsculas, lóbregas, enrecovecadas, pero ahora con sus estantes casi vacíos y mosqueadas de personas con la Libreta de Abastecimientos en ristre en busca de la ración mensual de esto y de lo otro. Y los mismos callejones sombríos, los mismos solares de bledo y romerillo, las mismas cañadas con pasarelas de tablas cochambrosas. Pero todo muerto. Es decir, todo desbordado de tedio. Todo repleto de letreros sobre «el futuro de la patria». Ya no hay ni una puta contoneándose ni una flor junto a una puerta ni una brujería a ojos vista ni un santero como una farola recorriendo orondo las calles vestido de blanco. No se ven. No hay. ¡¿Qué me hallo?! Pues un solo bar, casto, aburrido, suciamente organizado donde está un dependiente abúlico, mulato, chambón, vestido de sopor, que ni siquiera lo mira a uno y sólo responde «correcto, caballo» «perfecto, candela» «no hay problema, mi sangre». Un bar sin victrola ni mujeres ni música de ningún tipo y sobre el refrigerador dos letreros: ESTE BAR ES DEL PUEBLO y VIVA LA REVOLUCIÓN SOCIALISTA y con sólo ron 5 Años, que desde hace algún tiempo el sabor que tiene en el último instante de la deglución es a keroseno. El único, el único ron que hay. Coño, ¿pero cómo que qué me pasa? Me pasa que el dependiente de este bar del pueblo no me sirve ese keroseno en aquellos vasos cónicos y de cristal brillante con cabida justa para una línea de ron, que veía en mi niñez en los bares que ya no están, sino que me lo echa en un vaso grande, como de tomar agua, y muy distinto a los vasos de los demás que estaban tomando; seis personas había y las seis con vasos grandes como de tomar agua y distintos entre sí. ¿Me entiendes? ¿Y sabes por qué carajo había sólo seis personas?... Claro que lo sabes: porque el precio del ron ya va siendo para proletarios ricos. ¿No? ¿Y tú no te das cuenta de que la pérdida de aquellos vasos donde se servía el ron es la pérdida de una cultura?... Claro que te das cuenta. ¿Comprendes?: allí también se está acabando la cultura, en ese barrio todavía un poco enmarañado y selvático ya todo empieza a ser monolítico, como en el resto de la patria. ¿Eh? ¿Cómo que qué me pasa?... Eh, que la sangre se me ha hecho pasta en esta vuelta al lugar del crimen donde fui la víctima, no el victimario; pero ahora la víctima es el barrio todo. Quieren joderlo. Quieren acabar con el relajo. Quieren que todo el mundo toque con la misma cuerda. Y ya lo sabes: cuando en este país se acabe de una vez el relajo, se acabó el país. Y ustedes los comunistas lo están acabando. Ahora han puesto a la gente a cantar Noches de Moscú en lugar de La Guantanamera. Ahora llegas a El Condado y ves a los negros tristes, sin garitos, sin juegos de billar, sin barajas, sin peleas de gallos, sin bares con victrolas, sin santería confesa. ¡¿Cómo que qué me pasa?!... Que vi pasar chorreras de negros que parecían sombras de negros. Estaban tristes. Aún les puede quedar ese andar con los pechos y los ojos agresivos, pero estaban tristes porque ustedes los están haciendo blancos por dentro, y un negro es negro sobre todo por dentro. ¿Me entiendes? Eso es lo que me pasa, mujer. ¿Acaso no te he contado cuánto sueño y cuánta realidad me tasajeó en ese barrio? ¿Eh? ¿Acaso no te he dicho que allí el alma de éste que ahora te está hablando muchas veces no fue más que la mímica de un alma? ¿Me entiendes ¡coño!? ¿Supones lo que es pararse en aquellas mismas esquinas, en ese solar yermo que antes fuera una carbonería, en ese callejón en donde tanto jugué a las bolitas, en esos sitios donde entonces me ponía a pensar en el destino, y comprobar que hoy, en esta tarde de marzo de viento sur escalofriante, ya tanto después, mi destino sigue siendo muy chiquito? Que hoy todavía no soy nadie, quiero decir. Y como si esto fuera poco, de pronto, por decreto, soy menos que nadie: soy un número, soy la masa, soy el «pueblo uniformado», soy la «redención de los humildes y desposeídos», soy la «dignidad de un pueblo heroico», soy «la eternamente invicta Revolución socialista», soy «un soldado del Comandante en Jefe». ¿Te parece poco toda la mierda que soy? ¿Crees que no se me rajaron los huevos al encontrarme de nuevo con aquel niño, es decir, este número que ahora te está hablando, con aquel niño tan extraño: nunca tuvo esperanzas y nunca perdió las esperanzas? Ni las pierdo; para este tipo que te está hablando, las esperanzas son como un agua que va y regresa del precipicio. No las pierdo aunque ustedes los comunistas me quieran convertir en un cartel hablante. ¿Te das cuenta de lo que me pasa? ¿Eh, ¡cojones!? Los vi, acabo de verlos allí en El Condado: los rusos paseándose por las calles en estos folclóricos coches santaclareños tirados por caballos, oye, enarbolando botellas de vodka y algunos cantando «por la ribera iba Catalina», ¿te imaginas? ¡¿cómo coño ha sido posible que un ruso haya venido a dar a El Condado?!, ¡¿hasta hace poco, cualquiera no hubiera considerado esto como una catastrófica quimera?!... Eh, oye, y vi cómo algunos condadenses negros, blancos, jóvenes, viejos, varones, mujeres, se les arrimaban limosneándoles un trago de vodka, eh, una bebida tan remota para la gente de este barrio, ¿ves?, porque estos rusos llevaban como para emborracharse y para regalar... ¡¿Comprendes lo que me pasa?! Me pasa, coño, que...

—Ya cálmate, amor... Ese ron 5 Años te mató más que el mismo viaje a El Condado creo, estás como arrebatado... Mira cómo te intermite el ojo izquierdo...

Me pidió ella, poniéndose en pie, abrazándome, apretando su cara contra mi pecho. Toda la retahíla anterior yo se la había soltado de pie en la sala, sin siquiera terminar de subirme los pantalones, mientras ella, me di cuenta luego, había permanecido sentada en una butaca escuchándome y mirándome como la solitaria oyente de un sermoneador.

Se decide a poner música clásica en el tocadiscos, Brahms, mientras me responde que las primas y sus maridos ex campesinos no deben de visitarnos hoy, si acaso en la noche, puesto que han ido al «trabajo productivo» en el campo, a la recolección de papas, y ahora deben estar molidos, descansando, y vuelve a quejarse de que le laceré la vagina. Voy y recargo los vasos con largos tragos del supremo ron que suelen traer los ex guajiros y, al volver al sofá, ella coloca su cabeza sobre mis muslos. Es que quiere hablarme de varios temas, dice, que pasan y pasan los días y no conversamos de nada, sólo tenemos dos estadios: o estamos haciendo el sexo, o estamos peleando, y así no podemos seguir, amor.

Hay Brahms para rato; es un disco inacabable, que aun tiene un buen fragmento del Réquiem alemán; no quiero contradecirla, pero tomar bebidas espirituosas escuchando esta música me da miedo, siento que estoy provocando a Dios. Ella ha puesto su vaso en el piso, yo se lo alcanzo cuando quiere tomar. Va diciendo que cualquier día deja el trabajo de la emisora de radio: es monótono, anticreativo, esa infinidad de sandeces que debe revisar, asesorar, aprobar, todo como proyectado para gente medio tonta, ya está hastiada de eso. Pero por ahora no lo puede dejar: quizás demore en conseguir otro y, como debe costear casi todos los gastos de la casa, puesto que yo no me decido a trabajar, sólo a paliar con mis negocitos de buscavidas, que, por cierto, en cualquier momento pueden terminar... (Yo por instantes no sé lo que me dice; me concentro en escuchar su voz, en trasegármela; por instantes, en mirar la boca de esa voz: la macicez de los dientes blanquísimos que, cuando, como ahora, está hablando quedo, apenas se asoman entre los labios, como si, delicadamente, se estuviesen masticando entre sí, y, a la vez, de la misma manera, delicadamente, fuesen masticando su voz, sus palabras; los labios, esos labios —algo más oscuros que el resto de la cara morena y brillante, como la canela abrasándose—, desbordados, levemente comprimidos, el inferior sobresaliendo una pizca, como clamando que lo laman.

—¡Ah, cojones!: ¿cuántas veces te voy a responder lo mismo? Sólo de pensar en trabajar para el Gobierno me desconsuelo... Si lo sabes... Me desconsuelo por el propio trabajo de perro oficinesco que deba hacer y más aún me desconsuelo por verme encarnerado en los mítines que arman los centros de trabajo lo mismo bajo sus techos que en medio de las calles... ¿Crees que podré resistir eso?... Coño, si es que lo sabes, tú eres parte del asunto: por la más pequeñita razón mandan armar un mitin, un desfile, una concentración pública para que uno vaya gritando disparates por la vía pública, como si fuera un cirquero... ¿Crees que no estoy sufriendo desde ahora por lo que sé que voy a sufrir luego?... ¿Y crees que encima de esto no me aterra pensar que mi destino sea el de los contables... Esos tipos con aliento gástrico que se van quemando la columna vertebral sentados toda la vida como unos comemierdas ante un escritorio?

—¿De verdad no hay hielo en el refrigerador?, ¿ni un cubito de hielo?

—Nada —le respondo—. Todavía el refrigerador no se ha recuperado del apagón revolucionario de esta mañana... Hay que beberse el ron así a pulso, sin hielo, y sin refresco, como mandan los nuevos tiempos, la nueva moral y todo eso... Ya no hay refresco, no existe, al carajo, al carajo se fue nuestro trago insignia, el Cubalibre, fíjate qué bien vamos avanzando por la senda del socialismo...

Le estoy acariciando las nalgas cuando se incorpora a medias, entrecierra sus ojos negros, me besa, despacio, con los dientes, con todos los dientes: yo soy un tipo con suerte, dice, porque hasta este momento no me han aplicado una medida correctiva (es decir, una granja correccional para vagos)... ¿Y acaso nunca se me ha ocurrido pensar que ella, de modo tácito, me ampara?, que la presencia en mi vida de una mujer revolucionaria, militante comunista como ella, me está amparando en decisiva medida del desastre, ¿nunca lo he pensado?, concluye entretejiendo con los dedos de su mano derecha en el cabello que me cubre la nuca.

 

 
—Porque de pronto tengo ganas de mentarte la madre, porque aquí adentro hay una soledad o mejor dicho una tranquilidad espantosa y no quitas a Brahms, porque a veces te burlas de mí cuando miro a ese desmadrado poema escrito en la puerta, porque dices que tu presencia me ampara, porque me enloqueces con eso de que cuándo voy a empezar a trabajar y toda esa mierda...

—Cualquier día te meto las uñas en los ojos, te vacío los ojos, rastrero —ha dicho luego de apagar el tocadiscos y encaminarse hacia el comedor. Debemos ver el noticiero de televisión, insiste, ella está siguiendo las noticias acerca de la producción de ñame, porque aseguran los especialistas que si al fin se da bien la gran cosecha de ñame programada por la Revolución, puede afirmarse que será exitosa cualquier producción de viandas en el futuro, y esto es decisivo para el destino de la Patria.

 

 
Ella avanza delante de mí y creo que por primera vez me doy cuenta de que cimbra. Que cuando camina con rapidez, más que menearse, más que contonearse, cimbra, en la acepción primera de este verbo. ¿Cómo yo no me había dado cuenta antes?

Efectivamente, en el noticiero exhibieron-comentaron sobre varias granjas de ñame recién creadas donde ya, al fin, qué buena noticia, dentro de poco se recogerían descomunales cosechas; tres nuevos hospitales, ocho círculos infantiles, cuatro policlínicas —dijeron policlínicos— recientemente inaugurados; vastedades y vastedades de campos de caña de azúcar sembrados con una nueva variedad portadora de una increíble productividad, plantada en centenares de «granjas del pueblo», que, en un futuro cercano, harían ver lo que en verdad era el milagro terrenal de los panes y los peces, más si se agrega, compañeros televidentes, el aumento sin igual de la masa ganadera no sólo en la tradicional provincia de Camagüey, sino en toda la isla: montañas de carne y lagos de leche habrán de poblar nuestra hermosa isla dentro de poco. Seguimos avanzando por la senda luminosa del socialismo, aseveró el locutor y la locutora que lo acompañaba agregó: «sin dudas»; ambos, al decirlo, metieron el dedo índice en dirección al televidente. Pasaron además una concentración en una plaza pública con una multitud que daba vivas y aplaudía y respondía «sí» o «no», en la medida en que desde la tribuna Fidel Castro le hacía preguntas que llevaban implícitas el «sí» o el «no». Una carretera nueva comunicaba a dos poblados que antes unían seis o siete horas de viaje por montes y riscos fatigosamente transitables; en un río construían una represa que, además de proporcionar el agua suficiente para el riego de los campos, produciría electricidad para sus habitantes. Cerró el noticiero recordando el sagrado deber de cada cubano de estar preparado para una guerra que podría llegar en cualquier momento, «el enemigo imperialista nunca nos sorprenderá, porque si él madruga, nosotros no dormimos», dijo el locutor, y la locutora agregó: «sin dudas».

—Coño, qué mustiedad, qué escalofríos hay aquí adentro. ¿Cuál es la sorpresa?

Llegando del comedor, ella me ha anunciado que me tiene una sorpresa. De nuevo estamos en la sala, de nuevo en el sofá. Ella ha cerrado la ventana y la puerta que dan al pasillo, ha prendido las luces del bar. Ahora se pone en pie y avisa que se va a quitar la ropa. Porque siente un calor tremendo, agrega. ¿No recuerdo yo cuántas veces me ha dicho que en ocasiones le encantaría estar así, totalmente desnuda, en la sala y aun por toda la casa, cuando siente mucho calor?

—Sí me lo has dicho, pero, coño, casi nunca se puede porque casi siempre están tus primas con ese par de guajiros comemierda—Oye, no sigas expresándote así de ellos, deja ese rencor que les tienes...

—No es rencor, coño... Es que me encabrona que tengan camisas y botellas de bebidas y dulces que no se consiguen en cualquier esquina... Y que coman mejor que yo: se les nota que comen mejor, están más fuertes que yo, coño...

—Oye, ¿te has vuelto loco? Siempre te estás quejando de lo que comes y tú, gracias a mi ayuda y a tus negocitos, comes mejor que la mayoría de la gente. Eh... Qué mal te ha ido con ese viaje a El Condado y el ron 5 Años, amor.

—Es que yo tengo que comer bien porque voy a ser un poeta, ¿me entiendes? Dime si desde tu punto de vista es correcto que gracias a la Revolución socialista ese par de guajiros salvajes coma mejor que yo, que voy a ser un poeta. ¡Dime, cojones!

—Cálmate, amor.

—Pero además... ahora no hay tanto calor como para que te moleste la ropa... Si ha seguido el viento sur... ¿Me entiendes, ¡cojones!?

Se ha quedado desnuda y descalza en el centro de la sala. Sus tetas tiemblan, leve pero perceptiblemente, como si temblaran por cuenta propia. En la penumbra, las luces multicolor del bar pegan contra su piel morena, fulgurante, y es ésta una de esas imágenes que uno nunca podrá olvidar, y nunca sabrá describir.Apaga las luces del bar y, casi a tientas, se acerca al sofá, me toma de la mano y así nos vamos al cuarto.

Prende la luz de la lámpara de noche, se pone el deshabillé, se acuesta boca arriba:

—Y mejor no sigas bebiendo, amor —dice mirando hacia mi vaso, que traigo en una mano. (Su voz, ahora, trae un aroma de manzanas; si las voces tienen aroma de algo, el de la voz de ella era de manzanas). Estoy de pie, contemplándola:

—La sorpresa, coño.

Se incorpora a medias, abre la gaveta de la mesita de noche y saca la sorpresa. Es una carta de su ex marido, avisa. Léela -me pide-, léela. Me siento en el borde de la cama y encimo el papel a la luz. La letra, cursiva, es de máquina de escribir eléctrica.

Estaba todavía en este mundo el español, bebiendo coñacs y whiskys, según afirmaba, sin tener que hacer colas para ello, como otros por ahí que sí tenían que hacerlas —agregaba irónico— aun para tomarse un refresco de mala muerte. Hablaba de sus negocios de joyería, que iban en aumento, y de cierto viaje por su venerada Andalucía que le había costado lomas de pesetas, pero había valido la pena. Sus negocios iban estupendamente, repetía. Y, hablando de otro tema, lo sabía todo, ¡hostia!: tanto tiempo amamantándola para que ahora anduviese con un mozuelo, un paria... Y, total, a fin de cuentas: ¿qué destino la esperaba en ese sitio?, por muy intuitiva y letrada que fuera, el tiro le saldría mal: ese gobierno que estaban levantando en la isla de Cuba era el follón más absurdo que podría haber sobre la Tierra. Ya, demasiado tarde, lo comprobaría ella: muñequita falsa, amapola de pobres, maquinita de calvarios, ermita de Satanás. Y continuaban las metáforas de este corte a lo largo de las cuatro páginas. Y el mismo bordón: sus negocios iban estupendamente.

Ya adulto, yo había comprobado lo que desde niño escuché diariamente: aquella gente de Santa Clara era capaz de poner los chismes en el cosmos. En ese momento lo verificaba en carne propia: el español estaba al tanto: ya se lamentaría ella algún día de su persistencia en algo tan descaminado como el comunismo, y de sus andazas con ese chaval que le sacaría todo el jugo de su cartera y de su cuerpo.

Hacia el final de la carta, además de repetir nuevamente cuán bien marchaban sus negocios de joyería, se explayaba en otros ataques que iban desde «pinturera» hasta «gilipollas», pasando por «copla barata» y «tontuela enferma de autosuficiencia y garbo artificial».

Del término del texto a la firma, pegada al final de la hoja, el hombre había dejado como seis pulgadas en blanco. Junto a la firma había escrito: «Te recuerdo».

Bebí de un tirón lo que quedaba en el vaso. Ella seguía boca arriba, el deshabillé recogido hasta el ombligo.

Las cuatro hojas de la carta, como formando un abanico, habían quedado sobre la cama.

Ella me dijo: «Penétrame».

Me fui a la ventana. Entreabrí las persianas. Afuera, hasta donde llegaban mis ojos, todo estaba desierto y aún barría un tristísimo viento sur de marzo.

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