El espíritu de Cuba y el espectro de la ópera

Roberto Ignacio Díaz

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La historia que aquí se cuenta tiene que ver con la isla de cuba, pero sus orígenes se remontan a un escenario de Viena donde, en 1786, se alza el telón por primera vez sobre Las bodas de Fígaro. La música de Mozart colma el espacio y los personajes representan una compleja trama donde convergen lo social y lo erótico. Aunque faltan muy pocos años para que estalle la Revolución Francesa, el antiguo régimen impera en la Sevilla de la ópera. Fígaro está por casarse con Susanna, pero su amo, el Conde de Almaviva, desea a la joven novia y quiere por tanto restituir el infame droit de seigneur. Para complicar la cosa, la mujer de Almaviva, la Condesa, es amada por un joven llamado Cherubino, un papel que canta una mezzosoprano. El Conde, celoso y omnipotente, busca eliminar a éste y le ordena abandonar el castillo y unirse a su regimiento. Justo antes de concluir el primer acto, Fígaro, el antiguo barbero de Sevilla y ahora sirviente del Conde, respalda a su amo y despide con burlas al frágil Cherubino cantando el aria «Non più andrai». Las palabras del libreto, escritas por Lorenzo Da Ponte y adaptadas de la pieza de Beaumarchais, infunden gran temor en el andrógino personaje a la vez que resaltan su aparente ineptitud para las varoniles artes de la guerra. Fígaro lo llama «farfallone amoroso» y le advierte que habrá de cambiar sus «bei pennacchini» y su «cappello leggiero e galante» por «un gran casco, o un gran turbante», y que habrá de portar una pistola y una espada. En vez de un delicioso «fandango», su vida será ahora, entre balas y cañonazos, una azarosa «marcia per il fango» —pero esto es lo que ocurre cuando se está destinado «alla vittoria, alla gloria militar» (1)—. A medida que Fígaro termina el aria con su varonil voz de barítono, el libreto pide que todos abandonen el escenario al son de una marcha militar; en efecto, en muchos montajes de la ópera, los personajes salen marchando como soldados, incluido Cherubino, sobre quien se ciernen calamidades vestuarias y acústicas, por no hablar de los peligros de la guerra. Si bien a menudo se ve a Fígaro como representante del cambio social —se trata del héroe de una pieza teatral que Napoleón describiera como el primer disparo de la Revolución—, lo cierto es que en ese gran final del primer acto, su canto estentóreo aterra a Cherubino. Un aristócrata corrupto habrá obligado al joven a unirse al ejército, pero son los potentes tonos de Fígaro los que resuenan con brío en tanto la mezzosoprano permanece callada y desprotegida conforme cae el telón.

En la ópera de Mozart, no obstante, se resuelven en última instancia todos los conflictos. El Conde y la Condesa se amistan en el acto final y Cherubino, pese a sus temores, nunca partirá a la guerra. Tal como conviene a una gran obra de la Ilustración, todo se perdona, y los compases emotivos y lúcidos de Mozart conducen a una reconciliación majestuosa (2). Sin embargo, en una extraño viaje musical, la música de Mozart atraviesa el océano y marca el comienzo de una guerra real. En el año 1868, en la provincia oriental de Cuba, estalla lo que será una guerra de diez años en contra del dominio imperial de España. El 10 de octubre, en la plantación de La Demajagua, en un gesto no exento de grandeza operística, Carlos Manuel de Céspedes libera a sus esclavos y proclama la independencia del país. Diez días después, en la plaza de Bayamo, se canta por primera vez una composición del patriota Pedro, o Perucho, Figueredo. Se trata del canto que varios decenios después se convertirá en el himno oficial de la República de Cuba. Conocida como «Al combate», por sus primeras palabras, o bien como «La bayamesa», en recuerdo de «La marsellesa», la canción exhibe una peculiaridad inesperada, pues, como observan los musicólogos, sus notas parecen imitar ciertos acordes del «Non più andrai» de Mozart, una correspondencia musical en la cual se percibe la insólita conjunción del nacionalismo cubano y la ópera europea. Las palabras de Figueredo, claro está, se aproximan más a la grave dicción de «La marsellesa» que al lúdico libreto de Da Ponte, pues la guerra, motivo de burla en Las bodas de Fígaro, es grave augurio de muerte en la composición de Figueredo. El llamado a las armas conduce a violentas batallas, no sólo a las de la Guerra de los Diez Años sino también a las de la Guerra de Independencia, por no hablar de los numerosos conflictos habidos en Cuba desde la instauración de la República en 1902. Todo termina bien en la ópera, pero la historia cubana, más allá de las ideologías políticas, es una suma de luchas y conflictos hasta el presente.

No es fácil determinar a ciencia cierta hasta qué punto «Al combate» se origina en «Non più andrai», pues, además del eco mozartiano, las estructuras de la canción se asemejan a las de otras músicas marciales (3). En todo caso, lo cierto es que los cubanos tienden a creer, de manera vaga pero a la vez convencida, que el himno nació en un aria de Mozart; si bien existe cierta confusión en torno a qué aria o incluso a qué opera, ello puede deberse al hecho que Mozart mismo cita las notas de «Non più andrai» en la escena final de Don Giovanni, mientras el protagonista espera la llegada del Comendador. Pero, más allá de la evolución precisa del aria cómica en solemne himno, lo que me interesa es una metamorfosis menos audible que concierne no tanto a la música como a las palabras.

Si bien el aria de Mozart suena como una parodia de la música marcial, la recomposición de Figueredo parece reinvertir los términos al reubicarse en un plano de absoluta seriedad militar. No sabemos qué llevó al cubano a escuchar en la irónica «gloria militar» de Mozart los tonos de su trágico «morir por la patria es vivir», pero sí es posible advertir en el cambio un aspecto de Cuba que el discurso nacional suele no tener en cuenta. El gesto de Figueredo parece contradecir la tesis central de Mañach en Indagación del choteo: la idea de Cuba como «una tierra totalmente desprovista de gravedad, de etiqueta y de distancias» (4). Los lectores de Tres tristes tigres sin duda recordarán la sección titulada «Bachata», donde los personajes escuchan un concierto en el radio y pervierten los cánones de la cultura occidental: «Bach, Juan Sebastián, el barroco marido fornicante de la reveladora Ana Magdalena, el padre contrapuntístico de su armonioso hijo Carl Friedrich Emmanuel, el ciego de Bonn, el sordo de Lepanto, el manco maravilloso, el autor de ese manual de todo preso espiritual, El Arte de la Fuga. […] ¿Qué diría el viejo Bacho si supiera que su música viaja por el Malecón de La Habana, en el trópico, a sesenta y cinco kilómetros por hora?» (5). La pieza que escuchan resulta ser de Vivaldi, pero la equivocación da pie al chiste: «Chico […] la cultura en el trópico» (p. 298). Mañach sin duda reconocería los juegos verbales de los personajes, entes ficcionales que parecen confirmar las propias palabras del ensayista —«todo en Cuba tiene la risa de su luz, la ligereza de sus ropas, la franqueza de sus hogares abiertos a la curiosidad transeúnte» (pp. 78-79)— al igual que su conclusión irónica: «Estamos en la perfecta república» (p. 79). No es raro encontrar a quienes están de acuerdo con que los atributos del choteo marcan el espíritu de Cuba, si es que ello existe, pero el himno de Figueredo, al transformar la ironía teatral en gravedad histórica, parece contradecir los aires burlones que respira Mañach e inspiran a Cabrera Infante. Por otro lado, no es imposible escuchar la reformulación de «Non più andrai» como una forma retorcida, si bien inconsciente, del mismo fenómeno: se trata no sólo la reversión del humor de la ópera, sino también de la subversión de la autoridad cómica de Mozart. Si se piensa, basar un aire solemne en un aria cómica para celebrar el nacimiento de una nación —un hito en la historia de la imperfecta república cubana— podría verse como una burla de las hazañas militares no menos aguda que la de Mozart. Ese posible choteo al revés sería luego una forma suprema del espíritu nacional.

Más allá de las palabras que emplea Figueredo en «Al combate» al llamar a sus compatriotas a las armas, me interesa recuperar las palabras del libreto de Da Ponte que no aparecen en el himno cubano. Ante todo, me llaman la atención los primeros versos del aria y del himno, el extraño pasaje del farfallone de la ópera, que en español podría decirse mariposón, a los varoniles bayameses de la invocación inicial. Se trata, en efecto, de una curiosa metamorfosis, sobre todo si recordamos el modo en que ciertos discursos de la nación cubana tienden a censurar, e incluso silenciar, cualquier signo de homosexualidad (6). Al decir esto, confieso abiertamente que incurro en la anacronía, pues no hay ninguna prueba de que Figueredo haya tenido ninguna conciencia del ambiguo género de Cherubino, que la palabra farfallone parece indicar, o bien de los lazos que hoy percibimos entre los hombres gays y la ópera (7). Mi interés reside, por tanto, no en la autoría de la ópera, sino en la posible revalorización del himno como signo nacional y de la ópera como práctica cultural una vez que se revele y ventile el semioculto legado de Mozart en Figueredo. De hecho, «Al combate» bien podría ser un espacio idóneo para explorar cómo ciertos aspectos del nacionalismo cubano pueden entenderse en el contexto del unheimlich de Freud, esos elementos familiares y, a la vez, extraños que se intentan reprimir pero que regresan e inquietan a la persona o a la comunidad (8).

Hay dos obras cubanas —El color del verano (1982), la novela de Reinaldo Arenas, y Fresa y chocolate (1994), la película de Tomás Gutiérrez Alea y Juan Carlos Tabío— en las que se representa el regreso de la ópera a Cuba, un acto que, como veremos, no es una ocasión festiva, pues la ópera reaparece de modo más evidente —más audible—, como una suerte de amenaza acústica, como un temible signo de lo extraño e incluso de lo extranjero. No obstante, el espectro de la ópera actúa de un modo curioso, pues conforme pone al descubierto ciertas inseguridades del espíritu nacional, la ópera obra de un modo revolucionario. Gracias a la ópera, la homosexualidad resurge, no como un defecto moral o un peligro agazapado, sino como un elemento más en una nación cubana del todo heterogénea tanto en lo estético como en lo sexual y lo político.

Puede sorprender el hecho de que la historia de la ópera en Cuba es relativamente larga e ilustre. A mediados del siglo XIX, ya era La Habana uno de los principales centros de actividad operística en América. Varias de las principales óperas del repertorio del bel canto italiano —L’italiana in Algeri y Semiramide, de Rossini; Lucia di Lammermoor y Roberto Devereux, de Donizetti; Norma e I Puritani, de Bellini— tuvieron su estreno americano en esa ciudad (9). Una fecha importante es el 18 de noviembre de 1846, cuando Ernani, de Verdi, se representa en el Teatro Tacón, el primer montaje de una ópera de Verdi, cuya carrera apenas tomaba vuelo, en la América hispana, y el segundo fuera de Europa, tras su representación en Río de Janeiro apenas cinco meses antes (10). De hecho, si examinamos la historia de las primeras óperas verdianas, se descubre que cinco de ellas se estrenaron en el Tacón antes que en otros teatros americanos. Más aún, una de las varias compañías italianas radicadas en La Habana presentó la primera ópera de Verdi en Estados Unidos como parte de una gira que recibió espléndidas reseñas en los periódicos de Nueva York y otras ciudades (11). En el siglo XX, el viaje de Enrico Caruso a La Habana es bien conocido, no sólo por la explosión que interrumpió la representación de Aida en el Teatro Nacional, sino también por los honorarios del tenor, al parecer los más elevados de su carrera, costeados por la rica y triunfante burguesía habanera (12). Más allá del territorio de Cuba, el cubano-norteamericano Alberto Vilar demostró pasiones comparables al realizar las donaciones más altas en la historia de la ópera a compañías de ambos lados del Atlántico. Al no poder cumplir con sus múltiples promesas de pago, Vilar enfrentó un ocaso vertiginoso (13). Estos varios episodios en los que se entretejen Cuba y la ópera pueden explicarse, al menos de modo parcial, dentro de la visión de Theodor Adorno del género como espacio en el que la burguesía despliega una «ostentación secular» (14). En el contexto latinoamericano, habría que considerar también el papel de la ópera como práctica cultural a través de la cual ciertos públicos representan ciertas afinidades electivas con las metrópolis de mayor prestigio, sobre todo en Europa (15).

Pero, ¿cómo interpretar, cómo elucidar, los sublimes tonos, los subliminales acordes de «Non più andrai» en «Al combate»? Cuando yo asisto a una representación de Las bodas de Fígaro, o bien cuando escucho un disco o miro un vídeo de esa ópera, tal vez a causa de mis lazos con Cuba, respondo a «Non più andrai» de modos diversos. Más allá de la música extremada de Mozart, más allá del inteligente y divertido libreto de Da Ponte, está la escondida conexión cubana, una historia casi inaudible pero no del todo ilusoria en la que sería posible escuchar una reflexión oblicua sobre las hazañas y los azares de Cuba. Al examinar los textos de Beaumarchais y de Da Ponte, resulta interesante comprobar que tanto la pieza como la ópera son una clara acusación dirigida a la autocracia. Las palabras del dramaturgo que el libretista reformulará en la ópera describen vívidamente los sufrimientos y peligros que afectarán a Chérubin una vez se una al regimiento del Conde, pero los dos textos son comedias y a los públicos no habrá de preocuparles la muerte anunciada del joven. La canción de Figueredo, en cambio, proclama el inicio de una guerra real, y el solemne verso «morir por la patria es vivir» no es, por tanto, una mera versión del horaciano «dulce et decorum est pro patria mori», sino el presagio de terribles sucesos de sangre por venir. En el aria de Mozart, Fígaro le anuncia a Cherubino: «ed invece del fandango, una marcia per il fango»; en el texto de Figueredo no hay mención de esos esfuerzos, pero esa omisión, ese silencio, resonaría poderosamente en quienes se fijen en los lazos que unen la ópera y el himno y a la vez contemplen las batallas en distintas guerras en la que habían de morir los cubanos, la más famosa de las cuales, la más consagrada, sería la muerte de Martí en Dos Ríos.

El hecho de que «Al combate» se origine en un aria cómica no quiere decir que haya ningún defecto en los símbolos de Cuba, o bien que el país deba verse como uno de esos Operettenstaaten inventados por Offenbach o Lehár para las tablas, o como una copia real de la Costaguana ficticia de Nostromo de Conrad. Lo que sí permite la conexión operística es explorar un aspecto problemático de la cultura cubana: la visión de la homosexualidad como ausencia de hombría o como forma de locura o traición. En esa narrativa del origen de «Al combate» en Las bodas de Fígaro, la aparente androginia de Cherubino es del todo significativa; él, o ella, puede amar locamente a la Condesa de Almaviva, pero el papel de Cherubino lo canta una mujer, y él, o ella, se compara en «Non più andrai» con un Narciso enamorado de su peinado, su gran sombrero y sus plumas, y poseedor de un «donnesco vermiglio color», que en una versión inglesa del libreto se traduce como «cheeks as pink as any girl’s» (p.123), es decir, «mejillas tan rosadas como las de cualquier chica». En la ópera, cuando escucho «Non più andrai» en la sala en penumbras, a veces siento el deseo de levantarme y saludar el himno cubano; de igual modo, cuando siento los clarines marciales de «Al combate», no puedo no sonreír al recordar el travestismo operístico de Cherubino, un linaje reprimido cuyo espectral retorno podría ser problemático, a menos que se reconozca el temperamento inquietante —extraño y a la vez familiar— de las naciones.

Pero regresemos con la ópera a la isla de Cuba. Estamos en La Habana en 1979, unos meses antes del éxodo del Mariel, cuando miles de cubanos, entre ellos un elevado número de gays, dejaron el país rumbo a Estados Unidos. La escena es un edificio majestuoso en el viejo corazón de la ciudad, un entorno marcado por las ruinas. Se escucha una música, y es Maria Callas, quien canta un aria de Il Trovatore, de Verdi, una ópera como tantas en la que se cuenta la derrota de una mujer en manos de la autoridad patriarcal. Dos hombres, los protagonistas de Fresa y chocolate, escuchan la voz de esa mujer, y uno de ellos, Diego, trata de seducir al otro, David, revolucionario ferviente. Como vemos en esa escena, la vida de Diego está llena de peligrosos signos foráneos. Sus paredes exhiben un retrato de Martí y una imagen de la Caridad del Cobre, pero sus gustos tienden a ser fieramente cosmopolitas, desde su opción por el té y las frases extranjeras hasta sus devotas lecturas de la poesía de Donne y de Cavafy. Entre estas afinidades, la ópera surge como una pasión sediciosa; de modo específico, su amor por Callas es un gesto personal y a la vez político, como lo sugieren sus comentarios mientras los dos hombres escuchan los melancólicos tonos de la cantante: «Dios mío, qué voz, ¿por qué esta isla no da una voz así, eh? Con la falta que nos hace otra voz» (16). Esas palabras pueden entenderse como el lamento de que Cuba no haya dado una gran voz operística, pero también como el reclamo de quien desea una apertura democrática. El resto de la película, en efecto, se centra en la tentativa de Diego de crear una sociedad civil en la que todos los cubanos, incluidos los que son gays, vivan libres de persecución o miedo. Significativamente, el aria de Callas es «D’amor sull’ali rosee», que el personaje de Leonora canta en la prisión a la que la ha conducido su amor por Manrico. Al igual que la película, Il trovatore es una historia de amor y política en la que la pérdida de la libertad es una posibilidad del todo real. Si bien la ópera suele verse como repositorio de valores burgueses, lo cierto es que la ópera también posee una dimensión distinta en la que la voz de quien canta constituye una protesta y una rebelión.

En The Queen’s Throat, Koestenbaum identifica doce razones que explican el culto gay de Callas, y entre ellas está la habilidad de la cantante para expresar la furia ante las ofensas cometidas contra uno (17). No sorprende, pues, que Diego, a quien enfurecen las injusticias del Estado cubano, escuche con rapto la voz de Callas. En esa pasión se percibe la rebelión y se encarna una revelación, pues los sonidos que emanan de la laringe de la diva indican la posición de Diego fuera de la Revolución, a la vez que muestran cómo la ópera puede ser anuncio de amistades peligrosas. La homosexualidad marca a Diego como un rebelde en potencia, como un posible proscrito, y esas sospechas también se dirigen al arte de la ópera, visto tantas veces como una inclinación extranjera, reaccionaria, decadente, frívola. En esa devoción de Diego por la voz de Callas se escucha una acusación contra ciertas versiones estrechas y excluyentes de la Revolución que han afectado las vidas de los homosexuales (18).

Al igual que Diego, Callas experimenta la pasión del peligro, como se advierte en su predilección por los difíciles papeles del bel canto que ella ayudó a revivir. Pensando que Mozart era «aburrido», Callas optó por las heroínas románticas, entre ellas la Norma de Bellini y la Lucía de Donizetti. El momento de mayor exaltación en Lucia di Lammermoor es la llamada «Escena de la Locura» en la que la protagonista, forzada por su hermano a contraer matrimonio con alguien a quien no quiere, recuerda una pasión imposible y los breves momentos pasados con el hombre que ella ama apasionadamente. Cantando esa última aria en estado de alucinación, Lucía emite notas elevadísimas en las que ya no hay palabras sino mera vocalización, largos pasajes floridos en los que la ausencia de consonantes impide la formación de un discurso verbal inteligible. Lucia no puede hablar porque está loca; el que Diego sea una loca, como se diría en cierta jerga cubana, hace que su pasión por Callas sea particularmente reveladora, pues en ella se esconde una historia de locura literal y metafórica. Lucía ha perdido la razón, pero Diego, al enfrentarse a la Revolución, se muestra igualmente irrazonable. Los dos personajes cantan o gritan lo más alto que pueden, pero si bien la locura de Lucía carece de palabras, la de Diego nunca deja de ser verbal, incluso lúcida, y es precisamente la claridad de esa disensión lo que lo convierte en un personaje peligroso hasta el final. Los cantos de la ópera pueden ser sublimes, pero Diego no conoce la sublimación, ni siquiera en las más altas notas del arte, y escoge condenar las debilidades de su país ruidosa y explícitamente. Oyente amantísimo de Callas, él se queja de que Cuba no logre producir una voz semejante —o una pluralidad de voces—. Como en la novela de Kundera, para él la vida ha de estar en otra parte, y ese sitio externo se vuelve del todo real cuando, para evitar su propia destrucción, se ve forzado a dejar Cuba en el melancólico final de la película. Lucia abandona el escenario para morir, y Diego, el héroe silenciado, sale de la película y, con tristeza, del país. Antes de ese exilio, sin embargo, él ha logrado mostrarle a David no sólo otra cara de la Revolución, sino también otra dimensión de la ópera, un arte en el que se oyen la grandeza, la rebelión y la libertad. En una escena que transcurre hacia la mitad de la película, David escucha el radio en la soledad de su habitación y a medida que pasa de estación en estación, se distingue una voz oficial que dice la palabra nacional, pero al seguir moviendo el dial se escucha muy lejana la voz de Callas que canta una vez más el aria de Il Trovatore. Al parecer, conmovido por la elocuencia de esa voz, David decide revisar una colección de cuentos que ha escrito y mostrársela a Diego, forjando así nuevos y estrechos lazos de intimidad entre los dos hombres, una amistad que sobrepasa las mezquindades de las circunstancias políticas a través del entendimiento que brindan las artes.

Al revisar mi tránsito del farfallone de Mozart a los bayameses de Figueredo, y de la locura de Lucia a la furia de Diego, no me parece improbable que los lectores y lectoras de estas páginas quieran descartar mi argumento como una serie de serpenteos filológicos que no significan nada, o bien como una extraña cámara de resonancias que sólo yo habito. ¿Es posible demostrar a ciencia cierta los lazos que unen «Non più andrai» con «Al combate»? Y si es cierto que existen, ¿significarían para los demás lo mismo que para mí? Más aún, al comentar Fresa y chocolate y su problemática representación del sujeto homosexual, sospecho que la ópera podría surgir como un elemento más en lo que Enrico Mario Santí llama el «melodrama» o «efecto musical» (19) de la película y que Paul Julian Smith describe como su «fatal fascination with bourgeois decadence» (20). Pero lo cierto es que la literatura cubana contiene otras historias en las que el triángulo entre la ópera, la locura y la homosexualidad parecen constituir una meditación en torno a la nación cubana. Es aquí donde hace entrada otra condesa —no la Condesa de Almaviva, sino la Condesa Merlín, esa figura a menudo silenciada en la letras cubanas—.

María de las Mercedes Santa Cruz y Montalvo, comtesse Merlín, nació en La Habana en 1789 pero vivió en París la mayor parte de su vida, y si bien escribió en francés, su tema más constante fue su amor por Cuba, sobre todo en La Havane (1844), un espléndido libro de viajes. Aparte de la escritura, la actividad principal de Merlín fue la música. En París sostuvo un afamado salón musical que frecuentaron Rossini y Chopin, y fue asimismo la autora de una importante biografía de la cantante Maria Malibran. En el curso de su visita a La Habana en 1840, Merlín ofreció un concierto en el que cantó varios pasajes de Norma, la misma ópera que un siglo más tarde desempeñaría un papel crucial en la carrera de Callas.

Cabría preguntarse qué tiene qué ver esta sociedad de divas muertas con Cuba más allá de la filiación de Merlín con Malibran, pero pienso que Norma podría ser la clave de otra historia furtiva. La voz de la Condesa —su francés extranjero, sus altas notas— se escucha en la obra de Reinaldo Arenas, en novelas como La Loma del Ángel y El color del verano. En esta última, Merlín figura no como un personaje que escribe, sino como uno que canta (21). Si la ópera es el arte del exceso —el arte extravagante, como lo define Herbert Lindenberger— el texto de Arenas refunde esa estética desde un ángulo escatológico y reescribe el recital de Merlín en La Habana de un modo del todo grotesco. La aristocrática soprano es sacada de la sala de conciertos y colocada en el centro de una orgía homosexual en un urinario. En ese espacio basto, la Condesa representa su propia versión de la ópera de Bellini, un espectáculo que elogia el narrador: «Ninguna Norma alcanzará jamás la altura y el rigor, el sentido armónico y el matiz dramático, que María de las Mercedes de Santa Cruz le insufló a esa ópera en aquel gigantesco urinario. La magia inundaba todo el palacio; la Condesa de Merlín volvía a triunfar» (22).


Los excesos de la representación de Arenas sobrepasan tal vez cualquier montaje extremado de la ópera. El que Norma sea también uno de los papeles principales de Callas es una coincidencia llena de sentidos, pues la ópera cuenta la cólera de una mujer ante la traición de un hombre, a la vez que a ella misma se la acusa de traidora. Norma es una sacerdotisa druida enamorada de Pollione, el soldado romano que ocupa su país y por quien ella olvida a los suyos. Su traición la conduce a la muerte, pero no sin antes recobrar la reputación mancillada; si bien tardíamente, incluso su amante infiel la llama «sublime donna». (23) Hablando a través de la voz imaginada de Merlín, Arenas crea un universo ficticio desfigurado por lo grotesco, pero se trata de una locura cuyos momentos de magia cuentan una historia de Cuba diferente en la que se escuchan voces hasta entonces inaudibles. La reinscripción lírica de Merlin en La Habana, como la del propio Arenas, es sólo textual, pero es en esos terrenos ilusorios donde se realiza la magia del arte, ya sea literario o musical. Más allá de los confines temporales de la historia, las artes —aunque sea sólo mediante ciertas lecturas extremas o la paradoja de las altas notas que casi no se oyen— contribuirían a recomponer la manera en la que la nación se contempla a sí misma.

¿Pero cómo ha de terminar esta historia? ¿Qué se gana al recuperar los ecos de Mozart en la canción de Figueredo, o al escuchar la ópera en obras de ficción? En 1870, dos años después de la primera representación pública de «Al combate», mientras Cuba ardía en la guerra contra España, Perucho Figueredo fue capturado por los españoles y llevado a Santiago de Cuba. Acusado de traición, se le ofreció un indulto con la condición de que desistiera en su lucha contra España. Figueredo rechazó el perdón y poco después fue fusilado, y sus últimas palabras fueron «Morir por la patria es vivir». A primera vista, la muerte de Figueredo, teatral y trágica como las muerte de tantos héroes en las tablas, parecería ser la encarnación funesta de la derrota de Cuba en la Guerra de los Diez Años. Por otro lado, la ejecución de Figueredo no fue el último episodio en la lucha de Cuba por la libertad y la independencia, así como tampoco termina la ópera de Mozart con el canto de «Non più andrai» al final del primer acto. Nadie sabe cuál será el próximo capítulo en la historia de la República de Cuba, pero acaso sea deseable regresar al escenario original de Viena en busca de una clave musical.

Como se sabe, Las bodas de Fígaro tiene un final feliz, si bien melancólico, en la que triunfa, al menos momentáneamente, la reconciliación (24). En ese desenlace, la Condesa de Almaviva desempeña un papel majestuoso. Después de las últimas notas de «Non più andrai», cae el telón pero se alzará de nuevo, y en ese segundo acto contemplamos la soledad de la Condesa, quien entona el aria «Porgi, amor», cuyas palabras contemplan la traición del ser amado y el alivio de la muerte: «O mi rendi il mio tesoro, / o mi lascia almen morir» (25). Ya en en el tercer acto, cuando ella canta «Dove sono», la Condesa todavía lamenta cómo «I bei momenti / di dolcezza e di piacer» (26) se han desvanecido y su lugar lo ocupan las lágrimas y el dolor. Pero el aria continúa y surge la esperanza de que desaparezcan las discordias y vuelva a reinar la armonía, lo cual en efecto ocurre al terminar la ópera. Concluidas todas las intrigas, el Conde comprende el horror de sus culpas y, arrodillándose, le pide perdón a su mujer. «Contessa, perdono», él canta, y ella le responde con amor: «Più docile io sono, / E dico di sì». Esas palabras no poseen gran poesía, pero la ópera es mucho más que palabras, y en esa última escena, al escucharse la música sublime de Mozart, ocurre un momento de auténtica magia en el cual los espectadores logran creer en el perdón y en la posibilidad de comenzar una nueva historia (27).

¿Pero puede el mundo real ser como el teatro? ¿Puede la apasionada historia de Cuba seguir las indicaciones del último acto de Mozart? ¿Puede el espectro de la ópera transformar el espíritu de la nación? El himno nacional de Cuba tiene que ver con hombres valientes a punto de entrar en cruentas batallas donde acaso morirán. Pero «Al combate» puede oírse como parte de una historia más amplia, más generosa, que sigue siendo inaudible pero no inimaginable, una historia cuyo final feliz podría reflejar el desenlace luminoso de la ópera de Mozart. Al acentuar esos leves ecos de esperanza, el canto de Figueredo podría escucharse desde un ángulo nuevo. Podríamos imaginar asimismo que cada vez que se cante el himno nacional, la ópera efectúa su regreso fantasmal a Cuba. Acaso sea sólo una ilusión, pero una que vale la pena imaginar, pues el espectro de la ópera, si se lo reconoce en toda su extraña familiaridad, podría anunciar una historia más abierta para la República.

 
Notas
(1) Da Ponte, Lorenzo; libreto de Le nozze di Figaro, música de Wolfgang Amadeus Mozart (EMI Records, B000TDIDJS, 1989), p. 120.

(2) Robinson, Paul; Opera and Ideas: From Mozart to Strauss; Cornell University Press, Ithaca, 1985, pp. 8-57.

(3) Díaz Ayala, Cristóbal; Música cubana: del areyto a la nueva trova; Ed. Universal, Miami, 1993.

(4) Mañach, Jorge; La crisis de la alta cultura en Cuba / Indagación del choteo; Ed. Universal, Miami, 1991, p. 78.

(5) Cabrera Infante, Guillermo; Tres tristes tigres; Biblioteca de Bolsillo, Barcelona, 1983, p. 294.

(6) Bejel, Emilio; Gay Cuban Nation; Chicago University Press, Chicago, 2001, p. xxii.

(7) Koestenbaum, Wayne; The Queen’s Throat: Opera, Homosexuality, and the Mystery of Desire; Vintage, Nueva York, 1994. En el contexto hispánico, ver el libro de Adolfo Planet (Del armario al escenario: la ópera gay; Ediciones La Tempestad, Barcelona, 2003).

(8) Kristeva, Julia; Étrangers à nous-mêmes; Seuil, París, 1988.

(9) Río Prado, Enrique; Pasión cubana por Giuseppe Verdi; Ed. Unión, La Habana, 2001, p. 44.

(10) Íd., p. 19.

(11) Dizikes, John; Opera in America: A Cultural History; Yale University Press, New Haven, 1993, p. 123.

(12) Díaz Ayala, Cristóbal; Ob. Cit., p. 111. Ver también Como un mensajero tuyo, la novela de Mayra Montero sobre ese episodio de la ópera en Cuba, y mi artículo sobre la novela de Montero («Silencios de Caruso o la ópera en La Habana»; en: América: Cahiers du CRICCAL, n.º 31, 2004, pp. 153-159).

(13) Stewart, James B.; «The Opera Lover: How Alberto Vilar’s Passion for Philanthropy Landed Him in Jail»; en: The New Yorker, 13 February and 20 February, 2006, pp. 108-122.

(14) Adorno, Theodor W.; «Bourgeois Opera»; en: Opera Through Other Eyes (ed. David J. Levin); Stanford University Press, Stanford, 1994, pp. 25-43.

(15) Aguilar, Gonzalo; «The National Opera: A Migrant Genre of Imperial Expansion»; en: Journal of Latin American Studies, 12.1, March 2003, pp. 83-94.

(16) Gutiérrez Alea, Tomás, y Juan Carlos Tabío; Fresa y chocolate; ICAIC, 1994.

(17) p. 147.

(18) Sobre ciertos aspectos culturales de la Revolución Cubana y la homosexualidad, ver los estudios de Bejel (Gay Cuban Nation, pp. 95-112) y de Brad Epps («Proper Conduct: Reinaldo Arenas, Fidel Castro, and the Politics of Homosexuality»; en: Journal of the History of Sexuality, 6.2, 1995, pp. 231-283). En cuanto a Fresa y chcocolate, ver el importante ensayo de Enrico Mario Santí («Fresa y chocolate: la retórica de la reconciliación», en: Por una literatura: literatura hispanoamericana e imaginación política; Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, México, D.F., 1997, pp. 286-307) y el libro de Paul Julian Smith (Vision Machines: Cinema, Literature, and Sexuality in Spain and Cuba; Verso, Londres, 1996). Un estudio de la ópera en Fresa y chocolate desde el ángulo racial es el artículo de Charles I. Nero («Diva Traffic and Male Bonding in Film: Teaching Opera, Learning Gender, Race, and Nation», en: Camera Obscura, 56.19, 2004, pp. 46-73).

(19) Santí, Enrico Mario; Ob. Cit., p. 311.

(20) Smith, Paul Julian; Ob. Cit., p. 95.

(21) Sobre el papel de Merlín en la ficción de Arenas, ver los dos artículos de Jorge Olivares («Otra vez Cecilia Valdés», en: Hispanic Review, 62.2, 1994, pp. 169-184, y «Por qué llora Reinaldo Arenas», en MLN 115.2, 2000, pp. 268-298), además del libro de Adriana Méndez Rodenas (Gender and Nationalism in Colonial Cuba: The Travels of Santa Cruz y Montalvo, Condesa de Merlin; Vanderbilt University Press, Nashville,1998). Before Night Falls, la ópera de Jorge Martín sobre Arenas, se estrenará en Fort Worth, Texas, en la primavera de 2010.

(22) Reinaldo Arenas; El color del verano; Ed. Universal, Miami, 1991, p. 236.

(23) Romani, Felice; libreto de Norma, música de Vincenzo Bellini (EMI Classics, B000002RXP, 1985), p. 101.

(24) Robinson, Paul; Ob. Cit., p. 14.

(25) p. 124.

(26) p. 222.

(27) Sobre la manera en la que la música de Mozart transforma las palabras de Da Ponte, ver Joseph Kerman (Opera as Drama; University of California Press, Berkeley, 1988, p. 91).

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