El personaje del negro en la narrativa breve de los Novísimos (1985-2000)

Carlos Uxó

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A finales de la década de los 80 del siglo pasado, la renovación de la narrativa cubana iniciada los llamados Nuevos dio un nuevo paso adelante de la mano de unos jóvenes a los que la crítica acabaría por referirse como los Novísimos. Con su entrada en escena, la narrativa cubana se alejaba aún más de los rumbos que se marcaran como canónicos en el triste quinquenio gris, introduciendo nuevos temas y formas y, sobre todo, un nuevo entendimiento de la figura del escritor. La primera generación de escritores cubanos nacidos tras 1959 llegaba así al primer plano de la narrativa cubana con un incuestionable afán de renovación teñido de posmodernismo iconoclasta. Ciertamente, la juventud de estos escritores cuando empezaba a conocérseles y se alzaban con sus primeros premios (la mayoría eran menores de veinte años) auguraba un terremoto literario.

Absorta en una cierta dosis de glorificación ante tanta novedad (y calidad), la crítica dejó de buscar los recovecos oscuros que ayudan a entender el espíritu de una obra literaria. Si bien, con el paso de los años, perspectivas más críticas señalaron la reiteración de tonos y motivos en la narrativa del grupo, se soslayó por completo cualquier lectura racial de su obra. Teniendo en cuenta el valor simbólico de esta primera generación completamente revolucionaria (al menos en términos cronológicos) de narradores, entre la que se encontraba un número más que respetable de afrocubanos, el silencio al respecto resulta extraordinario. Este trabajo trata de corregir semejante vacío.

Aunque la explosión editorial de los Novísimos tuvo lugar en la década de los 90, ya en la década del 80 habían surgido propuestas narrativas lo suficientemente innovadoras como para hacer saltar las luces de alarma entre la crítica más conservadora, que no dudó en acusarlos «de agredir nuestra realidad más que pintarla» (1). A la estela renovadora de Gumersindo Pacheco, Ana Luz García Calzada, Miguel Cañellas, Guillermo Vidal o Carlo Calcines, aparecen desde mediados de la década grupos que, con diversa fortuna y desde perspectivas diversas, tratan de abrir nuevos caminos en la narrativa cubana: Seis del Ochenta (centrado en una renovación más temática que formal), El Establo (con un especial énfasis en la marginalidad), el colectivo Diáspora(s) (rotundamente posmodernista) y Nos-y-otros (con tendencia al humorismo desmitificador). Con el paso de los años, la crítica acabó por referirse a todos ellos con el nombre genérico de los Novísimos.

Si bien, en tanto que creadores, cada uno de ellos ofrece propuestas estéticas únicas, es posible hablar en todos ellos de una renovación del quehacer literario que funciona en tres planos: temático (explorando temas completamente ausentes de la literatura anterior o aportando nuevas visiones de temas ya tratados, con especial énfasis en la creación literaria, la sexualidad, la participación cubana en Angola, la crisis económica imperante y, muy especialmente, la marginalidad), estilístico (liricismo, humor desmitificador, tendencia a la experimentación posmodernista, sustitución del testimonio por lo testimonial) y de entendimiento del papel de la literatura y del escritor (superando el sinflictivismo de la narrativa anterior para enfocarse en un discurso dialógico en el que conviven voces diversas y hasta encontradas para crear una polifonía viva y enriquecedora).

Partiendo del reconocimiento de la calidad literaria de muchas de sus obras y del cualitativo salto adelante que aporta el grupo a la narrativa cubana, se ha señalado como su problema principal una cierta insistencia en temas y formas que, rompedores en su momento, acabaron por resultar manidos, perdiendo con ello cualquier capacidad iconoclasta. Si bien, como indica Rubio Cuevas, «este no es el caso de los Novísimos como grupo», sí lo fue «de un sector muy concreto que, como no podía ser de otra forma, fue el más amplificado» (2).

Con todo, el trabajo de los Novísimos presenta a mi entender un problema mucho más hondo, tanto más descorazonador cuanto se da en un movimiento literario que pretendía (y tantas veces consiguió) una innovación radical de la literatura cubana, dando entrada a visiones alternativas de la realidad. Y es que, entre tanta proclama anticanónica y antiestablishment, tanta manifestación de posmodernismo, de subalternidad, heterodoxia y periferia, los Novísimos dejaron de lado casi por completo cuanto pudiera relacionarse específicamente con la población negra, irónicamente el sector social que más ha sentido en sus propia carnes los avatares del Período Especial y que conforma en Cuba, si se me permite la redundancia, la subalternidad más subalterna. De tal modo, mientras que su actitud firmemente renovadora era capaz de llevar a la literatura cubana por caminos apenas (o jamás) transitados anteriormente, acabaron por reiterar en lo fundamental el esquema racial que, con puntuales excepciones, ha venido repitiéndose en la narrativa cubana y que ha negado una voz propia al negro.

Para demostrarlo, vale la pena recurrir a la contraposición de los llamados «término marcado» y «término no marcado», conceptos propuestos primero por N. S. Trubetzkoy para la fonología, y aplicados posteriormente por Roman Jakobson a las categorías gramaticales y la semántica. Para Jakobson, el significado de las palabras se genera no de manera aislada, sino a partir de la relación con otra palabra o serie de palabras con las que guarda cierta relación semántica. Esta relación puede ser una binaria, con dos polos denominados términos marcado y no marcado, el primero de los cuales aparece tan sólo en los contextos en que tal oposición se encuentra activa, mientras que el segundo (también llamado término fuerte) es la variante que aparece en los casos en que el contraste significativo queda suspendido. De tal modo, al referirnos, pongamos por ejemplo, a un coche, emisor y receptor suponen presentes una serie de rasgos que no es necesario especificar (con cuatro ruedas, motor, volante…) en tanto que son términos no marcados en la descripción semántica de coche. Su presencia, por tanto, se hace necesaria sólo en contextos contrarios a lo esperable, como «he comprado un coche sin motor» o «tiene un coche de tres ruedas». Puede decirse, por tanto, que en estos casos el término no marcado está presente por definición, incluso cuando su presencia no resulta visible o audible en el discurso, ya que emisor y receptor comparten una serie de conocimientos previos que hacen dicha presencia innecesaria.

Para este contexto, Daniel Chandler indica que una relación binaria raramente es simétrica y tiende a ser jerárquica: «[c]on permiso de George Orwell, podría decirse que todos los significantes son iguales, pero algunos son más iguales que otros» (3). Precisamente por su posición dominante, añade Chandler, el término no marcado parece mostrarse como «neutro», «normal» o «natural» y resulta «transparente», sin llamar la atención sobre su privilegiado estado invisible.

Antes de pasar al estudio del corpus, quisiera añadir que realizar un análisis textual completo y exhaustivo no puede suponer un mero al análisis sintagmático (de la estructura superficial del lenguaje), sino que resulta imperativo acompañar a éste de análisis paradigmático (entendiendo aquí paradigmas como series de significantes preexistentes).

A partir de todo ello, entiendo que en el contexto cubano y especialmente en el campo de las letras, es posible argumentar que en el binomio blanco/negro (referidos, obviamente, a diferencias fenotípicas) negro es el término marcado —es decir, aquel que debe aparecer para estar presente— y blanco el término no marcado —el que se sobreentiende como presente si no se menciona específicamente el término marcado. De tal manera, entiendo que, en un contexto de participación multirracial, intervenciones que podrían suponerse racialmente neutras remiten en realidad al término no marcado, blanco, en tanto que no se presenta activamente el término marcado. Así, en frases como «vino un hombre» o «María cogió la guagua» debe entenderse, ante la ausencia del término marcado, que tanto el hombre como María son blancos. A este respecto, resulta esclarecedora la siguiente intervención de Rubén Zardoya:

"

yo me indigno cuando un muchacho mío, heredero de formas de expresión y de discriminación secular, me dice: «vino a verte un negro». Y yo le tengo que decir: «¿y por qué tú no me dices vino a verme un blanco cuando viene un blanco», y me dices: «vino a verte un señor?» Porque, de alguna manera, pese a la educación que uno le da, en el espíritu de Fernando Ortiz y El engaño de las razas, en el espíritu de Martí, se reproducen los esquemas. La obra de la Revolución ha sido gigantesca en aras de la emancipación racial y de la eliminación de la discriminación racial […] [pero] nos quedan miles de problemas (4).

"

Por ello, entiendo que la ausencia específica del descriptor «negro» con relación al personaje de una obra literaria indica que ese personaje viene descrito por el polo opuesto del binomio, el término no marcado, blanco, no siendo posible aducir —como se ha hecho por parte de algunos críticos y creadores en Cuba— que los personajes en general no tienen color. Dicha aseveración remite directamente a la supuesta transparencia y neutralidad del término no marcado, que, con Jakobson, Chandler y tantos otros creo inexistente. Del mismo modo que de la ausencia del descriptor «homosexual» en determinado corpus se infiere la ausencia de homosexuales en esa narrativa (aun cuando, obviamente, muchos personajes no aparezcan caracterizados por el descriptor «heterosexual», término no marcado del binomio), considero que de la ausencia del descriptor «negro» no puede sino inferirse la ausencia de personajes negros en un corpus narrativo.

Además de considerar erróneo el entendimiento de los personajes como «ni negros, ni blancos, simplemente cubanos», considero también equivocada la explicación que una parte de la crítica ha querido hacer de la ausencia de interés por parte de los Novísimos en la problemática racial como resultado de su énfasis en otros aspectos de la realidad. En su obra, los Novísimos no sólo tienden a una temática a la que con anterioridad no se había prestado atención, sino que lo hacen desde una nueva perspectiva en la que predomina el interés por el conflicto, complementado con un anhelo de explorar la cotidianeidad. Esa cotidianeidad, además, se sondea investigando el impacto que los cambios sociales provocan en individuos concretos, con nombres y apellidos, con un claro énfasis en lo individual por encima de lo social. Tal obvio anhelo ontológico de los Novísimos, acompañado de su potenciación de lo cotidiano y lo individual, bien pudiera haber dado como resultado la incorporación del personaje del negro percibido individualmente en su quehacer diario. Por el contrario, su narrativa breve obvia casi por completo la problemática racial e insiste en los tradicionales estereotipos sobre el mundo afrocubano. Un análisis minucioso de la narrativa breve de los Novísimos mostrará la relevancia de cuanto hasta aquí queda dicho.

En los 317 cuentos analizados brilla por su casi total ausencia cualquier alusión al color blanco de la piel de los personajes. En este sentido, distingo entre la aparición del descriptor «blanco» en lo que denomino posición absoluta —sin contraste con otro color— y posición relativa —referencias al color blanco en contextos de oposición, bien con el color negro, generalmente de otro personaje, bien con un tono determinado de blanco. En posición absoluta, he identificado únicamente una instancia en el corpus: la descripción de la protagonista de «La Vieneza / Un recuento», de Carlos Aguilera, como blanca, mientras que en posición relativa he identificado doce (5). El hecho de que aparezcan sólo doce ocurrencias en un corpus de 317 cuentos evidencia, sin lugar a dudas, que el descriptor «blanco» es el término no marcado al cual no es necesario hacer referencia explícita, en tanto que se halla presente incluso cuando no aparece a nivel sintagmático.

En segundo lugar, el descriptor «negro», en tanto que término marcado, debe aparecer específicamente mencionado en el discurso para considerarlo presente, un hecho que se da sólo en un total de 64 cuentos del corpus. Puesto que, como dice la narradora cubana de «Una extraña entre las piedras», de Ena Lucía Portela, «en mi país a los negros se les llama negros y nadie en su sano juicio se pone bravo por eso», no se puede alegar la adopción de una postura políticamente correcta (como la que esta misma narradora encuentra en Estados Unidos) para explicar tal ausencia (6).

Por otra parte, en dieciséis de estos cuentos apenas se observa una mención pasajera a personajes negros que no son más que telón de fondo sin importancia alguna para el desarrollo argumental. De tal manera, resulta incluso más reducido el número de cuentos en que aparece un personaje negro con al menos un mínimo de relevancia: personaje secundario en veintidós cuentos, protagonista en otros veintiuno (es decir, un 6,5% del total analizado). Estas cifras demuestran hasta qué punto la narrativa de los Novísimos apenas considera la problemática racial un asunto de interés, impone un velo de silencio sobre el personaje del negro —y, en última instancia, sobre la población negra— y ofrece una representación casi completamente desracializada de la Cuba contemporánea, que tiende a aparecer en sus relatos como un país racialmente homogéneo en el que el negro apenas se vislumbra.

Un análisis más detallado permite además observar que, en numerosos casos en que el descriptor «negro» se halla presente, se observa igualmente la presencia de dos estructuras de alterización, modos narrativos que aseguran la identidad positiva de un grupo (en este caso, el blanco) mediante la estigmatización del «otro» (en este caso, el negro) (7): la problematización y la sexualización del negro (8).

Entiendo como problematización la tendencia a hacer del negro un problema mediante su asociación con el mundo del crimen o presentándolo como un ser antisocial, al acecho, dispuesto a cometer la siguiente fechoría. Así, en «Castigo y crimen», de Ronaldo Menéndez, el protagonista escucha, gracias a un cruce de líneas, una conversación telefónica en la que alguien planea asesinarle. Estremecido por la noticia, decide comprar una pistola, para lo cual se dirige a un garito custodiado por un matón negro (que, por otra parte, resulta ser el único personaje negro del ralato). En «La espera», también de Ronaldo Menéndez, se narra un trágico suceso ocurrido años atrás y cuyo punto de partida es la violación de un niño por un personaje conocido simplemente como «el Negro». En «La Puerca», de Ángel Santiesteban, la acción transcurre en un módulo carcelario dominado por dos capos, ambos negros. Y en «La carta», de Pedro de Jesús, el protagonista decide robar el colchón de la beca donde se hospeda, para lo cual se sirve de la ayuda de un vecino negro.

En ninguno de estos casos los narradores adoptan una mirada crítica o reflexiva, no se investigan siquiera sutilmente las causas sociales que hacen que el porcentaje de población reclusa negra en Cuba sea altísimo, o que pueden llevar a la población negra a la marginalidad y al crimen. En cambio, en estos cuentos, el Novísimo se limita a presentar al negro como criminal, sin llegar a poner en duda tan manida imagen. Aquí no se deconstruye, ni se cuestiona, simplemente se repiten estereotipos y esquemas heredados. Resulta estremecedor que de entre todos estos relatos, únicamente en «Cerdos y hombres o el extraño caso de A», de Ronaldo Menéndez, y en «La horma», de Ricardo Arrieta, la aparición del personaje negro asociado con actividades criminales venga acompañada de un cierto trasfondo crítico.

La segunda estructura de alterización supone la sexualización del personaje del negro, algo que ocurre hasta en diecinueve de los relatos, casi un tercio de los cuentos en que aparece un personaje negro.

Parto aquí de una coincidencia plena con Stuart Hall, para quien la insistencia estereotipada y fetichista en determinadas características pretende convertirlas en marcadores de diferencia racial, hasta hacer de ellas equivalentes semánticos del cuerpo negro. No obstante, estos marcadores, que Hall identifica como «piel negra, labios gruesos, pelo rizado, penes tan grandes como catedrales» (9), no son significados en sí, sino significantes que se mueven en un determinado régimen discursivo que les otorga un valor metonímico claro que Frantz Fanon explica: «piel negra - pene grande - cerebro pequeño - lo llevan en los genes - que se acabe el programa contra la pobreza - ¡que se vayan a su país!» (10). De tal modo, las referencias tanto a insaciables capacidades sexuales como a penes gigantescos consiguen que «uno ya no [sea] consciente del negro, sino sólo de un pene; el negro queda eclipsado. Se ha convertido en un pene. Es un pene» (11). El negro se desvanece, reemplazado por una metonimia de claros tintes racistas (12).

El caso de «El retrato de Dorian Gey», de Jorge Ángel Pérez, ofrece un ejemplo revelador, por cuanto en las únicas dos ocasiones en que se alude a los afrocubanos se hace en referencia a su pene. Igualmente problemática es la adopción por Karla Suárez de la muy controvertida estética del fotógrafo Robert Mapplethorpe. En su relato «La historia está en otra parte», la narradora protagonista observa un retrato de «el Negro», desnudo y con el rostro fuera de marco, claramente reminiscente de la obra de Mapplethorpe. En el cuento, sin embargo, la protagonista no puede ver su pene, «porque su mano de dedos largos y robustos se interponía en un movimiento que se me antojaba danza, se me antojaba tambores y dioses africanos y ritos que retuercen y transforman» (13).

De vuelta a casa, la narradora trata de evocar al Negro escuchando un disco «que había comprado en el último espectáculo del Conjunto Folklórico, una suerte de cantos melodiosos y tiernamente salvajes […] casi un lamento animal». Cae dormida y sueña con él, despojado ya de cualquier humanidad que le pudiera quedar, y convertido meramente en «carne negra», «sexo negro y agresivo» con el que tiene un encuentro sexual tocado de onirismo surrealista (14).

Tan extraordinaria combinación «satura completamente el cuerpo masculino negro con predicados sexuales» materializando literariamente la ecuación propuesta por Kobena Mercer para leer las fotografías de Mapplethorpe: «Negro + Masculino = Objeto Estético/Erótico» (15). Los hombres negros de Mapplethorpe y el Negro de Karla Suárez «se encuentran confinados y definidos en su »ser» como sexuales y nada más que eso», reducidos ontológicamente hasta portar una reducidísima carga semántica que remite inequívocamente a la imagen más estereotipada del macho negro como animal sexual. Suárez esencializa, sexualiza, fetichiza, folkloriza, animaliza y reifica a su adorado Negro, en lo que quizás sea el ejemplo más extraordinario de este tipo en la literatura de los Novísimos.

Junto a los mencionados cuentos, resultan igualmente indicativas algunas descripciones que constituyen la primera información que el lector recibe de un personaje y que, por ende, poseen una relevancia primordial. En «Maneras de obrar en 1830», de Pedro de Jesús, el narrador se encuentra por primera vez con un personaje mulato y comenta: «[c]asi al mes apareció en mi cuarto un mulato bellísimo de ojos negros y nariz afilada. Atisbar las turgencias de su cuerpo a través del jean ajustado era pavoroso» (16). En «La Puerca», de Ángel Santiesteban, la primera frase que leemos sobre Chepe, uno de los capos negros que domina la prisión, es «se mete la mano dentro del pantalón y exhibe su rabo negro y sonríe con cinismo» (17). En ambos casos, el narrador opta por difuminar otros descriptores de estos personajes, a fin de resaltar no sólo su negritud, sino también la conexión entre ésta y su pene (y configurando el perfil de unos personajes que acaban igualmente marcados por el estereotipo de la insaciabilidad sexual del negro).

En el caso de las mujeres, junto a la tendencia a la representación de la jinetera como mulata o negra («Letanía del aire», de Martínez Coronel; «Los heraldos negros», de Alberto Guerra; «Caza blanca» y «Hombre a todo», de David Mitrani; «Una ciudad, un pájaro una guagua...» y «La verticalidad de las cosas», de Ronaldo Menéndez), abundan las descripciones en que se enfatizan (o incluso son los únicos descriptores) los rasgos fenotípicos señalados por Hall y que, como en el caso de los varones, preceden un relato que inequívocamente conduce a algún tipo de actividad sexual. En este sentido, resultan paradigmáticos los relatos «Caza blanca», de David Mitrani (quien sigue una línea similar en «Hombre a todo»), y «Chinchichorrón», de Alberto Garrido. En el primero, la jinetera novata es descrita en referencia a sus «caderas», «seductora retaguardia», «pelo negrísimo», «labios de concentrada sangre», «piel quemada», «rotación de pelvis», «glúteos montañosos», «cabellera negrísima; todo ello antes de relatar el acto sexual en el que pierde su virginidad y se inicia en su carrera como jinetera18. En «Chinchichorrón», por su parte, un joven blanco espera la guagua bajo la lluvia mientras que piensa en su novia negra a la que, intercalada con recuerdos de pasadas aventuras sexuales, se nos describe a partir de la mención a caderas, labios y nalgas. Mientras tanto, él «sólo piensa yolanda es candela» (19) (minúscula y falta de puntuación en el original).

Es, en todo caso, «El muro de las lamentaciones» de Alberto Garrido, el relato de mayor interés al respecto, en tanto que ofrece la oportunidad de comparar las descripciones de tres mujeres: una negra, una mulata y una blanca. La primera de ellas aparece «borracha o drogada o en trance» en el vagón en el que se dirige hacia Santiago el narrador, Albert Albert (obvia referencia al autor del cuento al mismo tiempo que homenaje al protagonista de Lolita de Vladimir Nabokov, Humbert Humbert). Tras referirse éste al «suave vaivén de sus caderas» (por dos veces), «las caderas» y el «movimiento sísmico de las caderas», la muchacha anuncia: «Ayyyyyyyy... qué ganas de chingar tengo» y desaparece del relato (20).

La segunda mujer, Berena, causa un impacto inmediato en el narrador, quien evocaba la piel trigueña, los ojos grandes, oscuros y brillantes, y la boca pulposa y los senos gangsteriles apuntando bajo el vestido, y aquel movimiento de sus nalgas insinuando el signo del infinito matemático, mientras se alejaba culeando alegremente por la calle de los comercios. A esta escena sigue una «solitaria sesión onanista» del narrador por la noche y un encuentro sexual en el piso superior del cine Cuba (21).

Por si quedaba alguna duda sobre su aspecto físico, Albert Albert la describe de nuevo: «Los muslos, las caderas y los senos se apretaban contra la tela, contra las flores, de tal modo que a veces se confundían los pezones de Berena con los botones que pululaban en aquel traje tropical» (22).

Por último, de la blanca Zurama explica el narrador que «le caía el pelo rubio sobre un lado de la cara y tenía que echárselo atrás con sus dedos de uñas larguísimas. Tenía un lunar en la mejilla y otro en la boca. Bajo la luz irreal sus ojos parecían color miel y sostenían la mirada de Albert Albert sin rubor, casi con descaro, como un rasgo natural o un principio elemental y primitivo cuando se relacionan una mujer y un hombre» (23).

Mientras que —como en el caso de la jinetera de «Caza blanca»— las descripciones de la muchacha negra y de Berana no sólo son poco más que otra manida relación estereotipada de rasgos fenotípicos (las caderas, la piel, la boca, los senos, las nalgas) creadora de una metonimia que inevitablemente remite al tópico de la insaciabilidad sexual de negras y mulatas, sino que además incluyen un obvio componente voyeurístico que convierte a la muchacha en mero objeto destinado al placer sexual, en la descripción de Zurama —y sin dejar de recurrir a un tópico tan manido como el del lunar en la mejilla— aparecen tanto un lenguaje poético, como un protagonismo de la muchacha —que es ahora la que mantiene la mirada— ausentes en los anteriores ejemplos. La descripción última del «aire tosco de animalito» de Berena acaba por deshumanizar a una mujer que en realidad el narrador nunca contempla como tal (24).

Junto a estas dos estructuras de alterización, vale la pena señalar también la recurrencia con la que el personaje del negro queda innombrado, conociéndosele únicamente por la referencia al color de su piel: en «Monólogo del cuerdo» de Alberto Garrido, los dos personajes negros se conocen como «Negro» y «el Jabao» (en mayúscula ambos), mientras que de Esther y Javier no se mencionan rasgos fenotípicos. En «En la llanura», de Amir Valle, un diálogo de sólo dos personajes, uno de ellos es «el mulato» y otro es Alberto. En «La espera», de Ronaldo Menéndez el violador se conoce como «el Negro», mientras que el padre del niño violado es Domingo Suárez. En «La carta», de Pedro de Jesús, una mujer que conocemos como María Isabel tiene una relación con un trigueño al que se refiere únicamente como «el bailarín» (y quien, por cierto, le espeta «Yo no soy «El bailarín», yo tengo un nombre, y ni siquiera soy bailarín»)25. En «Maneras de obrar de 1830», del mismo autor, un personaje femenino que firma sus relatos (intratextos) como Madame Renal, Julián Sorel o Matilde se revela hacia el final como hombre mulato (el mismo bailarín de «La carta»), momento a partir del cual deja de tener nombre. En «Fiestas taurinas y túneles carnales», también de Garrido, el protagonista se llama Alejandro, mientras que la mulata con la que tiene relaciones sexuales es simplemente «La Bailarina». En «Una ciudad, un pájaro, una guagua...», de Ronaldo Menéndez, conocemos a Humberto, a Eloísa, a Julián y a dos mulatas cuyos nombres el lector nunca llega a conocer.

La ausencia de nombre propio de estos personajes (paralela en muchos casos a la presencia de nombre en personajes cuyos rasgos fenotípicos no se mencionan y, de acuerdo con la tesis que defiendo, entiendo que son blancos) conlleva un obvio extrañamiento del negro, un no darle una personalidad completa.

A finales de la década de los 80, surgió en la narrativa cubana una nueva generación de jovencísimos escritores que anhelaba caminos nunca antes transitados por la literatura de su país. Su renovación, tanto temática como formal, paralela a un nuevo entendimiento de la figura del escritor e incluso de la literatura misma, fueron una bocanada de aire fresco en la narrativa cubana de fin de siglo, que consiguió alcanzar cotas de calidad nada desdeñables. Si bien en su deseo de crear una literatura rompedora e iconoclasta que cortara bruscamente con el pasado se cometieron algunos excesos, los Novísimos consiguen darle a la narrativa cubana el empujón necesario para hacerla entrar en el nuevo siglo a pie de igualdad con las mejores narrativas latinoamericanas.

No obstante, no puede dejar de señalarse la falta de interés de los Novísimos por un asunto que la literatura cubana ha tendido a considerar menos que secundario: la problemática racial. Independientemente de esporádicas narraciones que reflejan la concienciación sobre la discriminación racial y el racismo existentes en la Cuba del Periodo Especial, y que, por razones de espacio, no puedo analizar aquí (26), este trabajo demuestra que el personaje del negro apenas aparece en los cuentos de los Novísimos y que cuando lo hace viene marcado recurrentemente por unas características que repiten esquemas preexistentes: como secundario o mero telón de fondo, en asociación con el mundo del crimen, o como objeto sexual, entre otras.

 

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