José Pérez Olivares

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El puente
José Pérez Olivares
 
No hay reglas fijas
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Kirchner

 
Kirchner tenía razón: no hay reglas fijas.
Las únicas reglas son las que cada cual, siguiendo
            un vago y lejano modelo
—uno que quizás no pueda llamarse modelo,
           porque no es otra cosa
que la remota idea de algo que tampoco existe,
           y que quizás no existirá nunca—
sigue de cerca, aunque sin saber que las sigue.
A esas reglas que no son reglas, llamaremos Die Brücke,
           que en buen español significa «El puente».
Un puente por el que Kichner y otros como él avanzaron
           sin saber adónde.
Y es cierto: en la vida de cualquier hombre aguarda siempre
           un puente.
Aunque no lo vea, lo tiene ahí, en sus narices.
A veces camina por encima de él, se acoda a la herrumbrosa baranda
           desde donde contempla las aguas
                                                           de un lago imaginario.
Kirchner tenía razón: todos somos el mismo hombre sobre un puente.
Y todos los puentes nos llevan siempre hacia el mismo sitio.
Y todos los sitios son idénticos a los que buscaba ese hombre
           acodado a la herrumbrosa baranda.
Un hombre llamado Kirchner, que un día dijo:
           «No hay reglas fijas».

  
Discurso de Lot
José Pérez Olivares
 
Y concibieron las dos hijas de
Lot, de su padre.
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Génesis, 19. 36

 

Hice el amor a mis hijas.
La mayor me dio a beber el áspero
           y concupiscente
vino de Sodoma,
y creí encontrar de nuevo, en sus ojos,
           el brillo de las calles
y el esplendor de las plazas
           de mi ciudad.
Cuando creyó que dormía
se desnudó junto a mí.
Lo hizo con la misma
absorta naturalidad
de un árbol en otoño.
Sentí sus pezones contra mi pecho
y el ardor de su sexo
rodeando mi carne.

La menor llegó después
y se echó a mi lado.
Tenía los labios gélidos
y una lengua lasciva.
No buscó al padre
           sino al hombre.
Y un hombre que no era yo
salió del fondo de mí
y vino a su encuentro.

Hice el amor a mis hijas.
La mayor parió un chiquillo
de lenta y descolorida piel.
La más pequeña,
una niña de grandes
           y nocturnos ojos.
Apenas hablamos.
Nos basta sólo un gesto
y súbitamente
           la piedad nos envuelve.

Pero a veces hago una seña
y las dos se echan a mis pies.
Entonces nos abrazamos
como si en el abrazo recuperáramos
           un fragmento
de la terrible ciudad.

 
Los niños de la estación Leningradsky
José Pérez Olivares
 
A Roma, Misha, Yula y los demás

Los niños de la estación Leningradsky
           también perdieron la guerra.
Mas no como soldados,
           sino como niños
que un día descubren el horror.
Ellos no conocen más guerra que la de cada día
           —una en la que no hay obuses ni cañones,
campos minados ni metralla—.
Pero nada recuerda tanto una guerra
           como sobrevivir,
y nadie se parece tanto a un francotirador
           como una criatura con hambre.
Siento piedad por los niños de la estación Leningradsky,
por esos cuerpos sucios, esas ropas raídas,
esos ojos que dan la impresión de no entender.
Siento piedad por Misha, abandonado
           en un orfanato,
por Roma, cuyos padres bebían y lo azotaban.
Y por Yula, violada en la flor de sus doce años.
Siento piedad por los hombres y mujeres de Rusia,
           noble y bárbaro país
de popes y mujiks, de Solschenitzin y zares.
En el rostro de sus niños
           —los niños de la estación Leningradsky—
puede leerse la historia de la guerra
           (de todas las guerras perdidas).
Ellos llevan en la frente la sombra del gulag
           y la sonrisa de Stalin.
Llevan la herida del vodka y la mirada de acero
           del KGB.
Yo siento piedad por los niños de la estación Leningradsky,
           llena de turistas,
de policías que odian,
de trenes que se hunden en los túneles
           como buscándole el alma a la noche.

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