Le socialisme qui venait du chaud

Apuntes sobre el turismo revolucionario a Cuba

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«Fidel castro y el movimiento 26 de julio», dijo sartre sin pensarlo dos veces cuando, en un encuentro en la Cité Universitaire con algunos miles de estudiantes franceses, uno de ellos le replicó que sólo el Partido Comunista podía hacer la revolución, desafiándolo a dar un ejemplo de lo contrario. Esta anécdota, relatada por Carlos Fuentes en su ensayo sobre el mayo parisino, alcanza a ilustrar cómo en el último capítulo de su larga militancia socialista el gran filósofo se aferraba con fuerza a la utopía de la Revolución Cubana. En una entrevista concedida a la revista Le Point en enero de 1968, Sartre afirmaba, rotundo, que «para un intelectual, es absolutamente imposible no ser pro-cubano».

La convergencia de la «revolución contra la burguesía y la revolución dentro de la revolución» destacada por Carlos Fuentes, por entonces también simpatizante del régimen castrista, era, desde luego, en gran medida, una ficción. Entre la insurrección de esos jóvenes libertarios a los que Sartre instaba a hacer causa común con los obreros y el curso del proceso revolucionario cubano hay un buen trecho —el que separa los graffitis de «Prohibido prohibir» y «Hagamos el amor y no la guerra», en los muros de La Sorbona, de las vallas con las consignas de «Comandante en Jefe, Ordene» y «¡Estudio, trabajo, fusil!», en las calles de La Habana—. Justo en el verano del 68 se llevó a cabo en los alrededores de la céntrica heladería Coppelia una recogida masiva de jóvenes «extravagantes» —categoría que incluía hippies, homosexuales, rockeros, pelos largos, pantalones estrechos, etc.—. Al no apoyar oficialmente la revuelta estudiantil parisina pero sí la intervención soviética en Chescoslovaquia unos meses después, Castro dejaría claro su lugar al lado de la revolución establecida, muy lejos de aquella originalidad que el filósofo había celebrado en Cuba durante su visita de marzo de 1960.

Nuestro 68 no fue el de la playa bajo los adoquines, sino el del «cordón de La Habana» y los «cien años de lucha». Mientras la Revolución Cubana circulaba en el extranjero como símbolo de rebeldía antiburguesa, en el interior se instalaba en su nombre un «orden» más rígido que el franquista. El año termina, significativamente, con la célebre serie de artículos firmada por Leopoldo Ávila —seudónimo cuya identidad nunca se ha determinado— y publicado en Verde Olivo, donde se establece, desde la autoridad de las Fuerzas Armadas Revolucionarias, la doxa marxista-leninista que el propio Castro decretará en 1971, en un discurso en que denostaba a los intelectuales críticos y llamaba a hacer un arte de masas que reflejara verdaderamente a la Revolución.

Esto había comenzado con el Congreso Cultural de La Habana, donde más de quinientos intelectuales extranjeros fueron reconocidos por Castro como la verdadera vanguardia de la revolución en el mundo, inequívoca crítica a los partidos comunistas que manifestaban dudas con respecto al proyecto cubano de exportar la revolución a través de guerrillas de inspiración guevarista. Unos meses atrás, el Salón de Mayo de 1967 había marcado el apogeo de la luna de miel entre aquella intelligentsia de izquierdas y la Revolución Cubana. Marguerite Duras, quien se refería a sí misma como «Escritor de izquierda no-cubano, nacida y educada en la ciénaga de Europa», («Marguerite Duras»; en: Revolución y cultura, n.º 3, 30 de noviembre, 1967) afirmaba entonces: «El pensamiento político, el combate revolucionario, el arte, son los caminos para alcanzar esa alteridad del yo. Y es ahí que el maravilloso accidente de un amor, el amor por Cuba, desembocará en un amor universal. Cuba ha realizado esto a la escala de un país: ustedes son el mayor país del mundo desde el momento que sus fronteras han saltado».

Carlos Franqui ha contado que, como condición para permitir que el Salón se celebrara en La Habana, Castro exigió que sus vacas también fueran expuestas, y así lo fueron, en los jardines del recién construido Pabellón Cuba, junto a radares soviéticos que podían pasar fácilmente por instalaciones avant-garde. Aquella suerte de primavera de La Habana comportaba, de cierta manera, una utopía estética: el arte moderno se apropiaba por un momento de los emblemas de la Revolución en sus dos frentes de batalla —el agropecuario y el militar—, mientras el gigantesco mural colectivo —realizado en la noche del 17 de julio de 1967 ante las cámaras de televisión, con la participación de artistas extranjeros de la talla del chileno Roberto Matta y del español Eduardo Arroyo— simbolizaba un regreso festivo al origen de la tradición revolucionaria, antes de la fatal escisión entre estalinismo y trotskismo.

Uno de los célebres invitados, Peter Weiss, comentaba a propósito: «La noche de la pintura colectiva / Una visión de un mundo / Donde el hombre es libre / Una totalidad de acción / abrimiento para todas las posibilidades / y alegría de vivir. / Algo de esto debe haberse sentido / Cuando la Revolución Rusa / era joven / Cuando el arte era parte de la vida». Pocos meses después, sin embargo, la destrucción a mandarriazos del Museo de Arte Moderno inaugurado en La Rampa para el Salón venía a restablecer la preeminencia de la Revolución sobre el arte: si la Revolución misma era la gran obra cultural, como reconocía la declaración del Congreso Cultural, no había en ella espacio para un arte con las pretensiones del moderno; esas vanguardias eran degeneraciones burguesas, y debían ser erradicadas como tales, mientras de la nueva sociedad, superada ya la división del trabajo manual y el intelectual, surgiría un arte sano, producido por y para las masas.

Ese episodio revela, por cierto, una extraña paradoja: remedaba el gesto vanguardista de destrucción del museo, lugar de la separación entre el arte y la vida, pero con la diferencia de que el blanco de la violencia de los agentes de la Seguridad del Estado no era el arte tradicional, académico y filisteo, sino el propio arte moderno, considerado ahora como parte de la enfermedad a curar. Irónicamente, eran los agentes gubernamentales, disfrazados de pueblo, quienes al destruir aquellas obras de arte que portaban el espíritu experimental del Salón de Mayo cumplían la fantasía vanguardista. A propósito, cabría preguntarse por el torcido destino de la vanguardia histórica: por un lado, cooptada por el mercado capitalista contra el que insurgía; por el otro, condenada por un totalitarismo empeñado en realizar, a su manera, la utopía vanguardista de trascender la escisión de lo público y lo privado. La «casa de cristal» con que soñaba Breton, ¿dónde más que en el estalinismo se hizo realidad? La vida poética, ¿dónde si no en el espectáculo fascista?

En 1968, la estetización de la política alcanzaba en Cuba su apogeo, al tiempo que Castro emulaba a su ídolo de juventud con el «cordón de La Habana» y la «zafra de los diez millones». A las clásicas fotos del Duce durante la battaglia del grano, participando con el torso desnudo en las labores de recolección y trilla del trigo, correspondían las del Comandante en el corte de caña. Y si en la Italia fascista, obsesionada con el crecimiento demográfico, las mujeres prolíficas habían sido las heroínas del momento, en la Cuba de Castro ese puesto lo ocuparán las vacas. La obsesión pecuaria del Comandante convirtió a ciertos ejemplares excepcionales en verdaderas estrellas que merecieron en la prensa de la época extensos reportajes: las entregas de Bohemia de fines de los 60 reservaban a la vaca Matilda el espacio que una década atrás dedicara la revista a las actrices de televisión. Las frivolidades del antiguo régimen habían sido del todo desplazadas por el delirio productivo. En medio de sus absurdos ensayos de cruces de razas, Castro llegó a vaticinar en un discurso que en pocos años el país produciría tanta leche que alcanzaría para llenar la bahía de La Habana.

La «ofensiva revolucionaria» de marzo del 68 fue, en gran medida, una preparación para la movilización total en torno a la producción que culminaría en la cacareada «batalla de los diez millones». Bares, quincallas, bodegas, peluquerías, guaraperas y puestos de fritas fueron nacionalizados y cerrados, alegando que eran lugares donde proliferaba la vagancia, cuando, en palabras de Castro, no había que promover la «borrachera, sino el espíritu del trabajo». Un puritanismo jacobino presidió aquella campaña nacional que saludó el cierre de los bares y cabarets como un paso más en la supresión de los vicios del pasado. «No se construye el comunismo con mentalidad de bodegueros», decía Castro, mientras embarcaba al país entero en una «construcción simultánea del socialismo y el comunismo» que, inspirada en las ideas de Guevara, buscaba desarrollar la «conciencia», eliminando los incentivos materiales y el poder del dinero.

Tres «planes piloto» comenzados un año antes en zonas rurales reflejaban aquella ingeniería social que, emulando el mensaje evangélico y la milagrosa multiplicación de los panes y los peces, pretendía regenerar al hombre y triplicar la producción. El discurso que Castro pronunció el 28 de enero de 1967 en la inauguración del primero de ellos, en San Andrés de Caiguanabo, resulta al respecto un documento muy ilustrativo. La fascinación comunista por la técnica va, allí, mucho más allá de la comprensible sustitución de los bueyes por tractores: Castro habla de «acelerar el proceso de crecimiento» de las plantas de café aplicándoles hormonas. La tecnología promete un futuro de abundancia, donde, con la introducción de las máquinas, los trabajadores se liberan del esfuerzo físico y, además, «liberan tierra donde pueden tener cientos de vacas para producir todos los días miles de litros de leche».

La otra pata del experimento es, desde luego, la educación, entendida como «pedagogía integral» para formar los valores de solidaridad y fraternidad propios del hombre nuevo. No es por azar que «se han escogido para dirigir esta escuela y para enseñar en esta escuela, a jóvenes maestros y profesores formados enteramente en estos años de Revolución». Libres de las deformaciones del ancien régime, estos educadores pueden indicar a los niños el camino correcto. Y como quiera que éste se suele perder en «esas horas extra-escolares donde se adquieren muchos malos hábitos, donde se adquieren muchos vicios, donde los muchachos se desvían», su tiempo ha de ser estrictamente reglamentado: Utopía remeda el orden monástico. «Irán a los círculos por la mañana —bien temprano— y regresarán a sus casas al atardecer. Y cuando ya tiene edad para ir al primer grado, entonces su vida entera estará organizada alrededor de la escuela. Allí tendrán los estudios, los campos deportivos, la alimentación. Irán los lunes y regresarán los viernes, y tal vez los sábados». Los niños han de ser ocupados el mayor tiempo posible por el Estado, que les inculcará el amor al trabajo, «no el trabajo como algo despreciable, no el trabajo como un sacrificio, sino el trabajo —incluso— como un placer, el trabajo como algo agradable, lo más agradable, lo más hermoso que el hombre puede y debe hacer; el concepto del trabajo ni siquiera como un deber, sino como una necesidad moral, como una forma de invertir el tiempo dignamente, útilmente».

En la conclusión del discurso de Castro hay una profesión de fe humanista muy propia de la izquierda radical:

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Los reaccionarios desconfían del hombre, desconfían del ser humano; piensan que el ser humano es todavía algo así como una bestia, que sólo se mueve azotado por el látigo; piensan que sólo es capaz de hacer cosas nobles movido por un interés exclusivamente egoísta. El revolucionario tiene un concepto mucho más elevado del hombre, ve al hombre no como una bestia, considera al hombre capaz de formas superiores de vida, de formas superiores de conducta, formas superiores de estímulos; el revolucionario cree en el hombre, cree en los seres humanos. Y si no se cree en el ser humano no se es revolucionario.

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En este punto, tantas veces repetido en artículos de la prensa cubana que apoyaban la «ofensiva revolucionaria» como paso crucial de la radicalización de la «conciencia comunista», Castro estaba plenamente en sintonía con los intelectuales extranjeros que crearon el mito de la Revolución. En las entrevistas que concedió a su regreso a Francia, Simone de Beauvoir afirmaba que al trastornar «las nociones de lo posible y de lo imposible», la Revolución Cubana venía a demostrar que «la condición de los hombres no está absolutamente cerrada y definida». La afirmación de la perfectibilidad del hombre era justamente una de las tesis de El pensamiento político de la derecha, panfleto donde Beauvoir denunciaba el anticomunismo de pensadores liberales como Raymond Aron.

Éste, por cierto, también estuvo en Cuba en 1960, y sería interesante leer el artículo que a propósito escribió. Vacunado como estaba contra las tentaciones totalitarias, seguramente Aron se mostraba menos entusiasmado que sus compatriotas con los largos discursos que el Comandante, mussolinianamente, consideraba conversaciones suyas con el pueblo. En todo caso, el curso del proceso castrista confirma sus señalamientos en El opio de los intelectuales, sobre las paradojas del utopismo comunista y, asimismo, el mito de la Revolución Cubana, erosionado pero aún sorprendentemente vivaz, reafirma la idea de que el «comunismo, cuya fascinación procede de la idea de un sentido de la historia, es la religión por excelencia de los intelectuales».

 

 
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Poniendo fin al largo impasse de las fuerzas de izquierda en América Latina, el triunfo de los rebeldes cubanos y el proceso consecuente vino a plantear un reto a la teoría revolucionaria. Si, como se suponía, Los Andes iban a ser la Sierra Maestra del continente, entonces era preciso pensar la experiencia cubana, discriminar en ella lo esencial de lo accesorio, integrarla en la tradición de la teoría revolucionaria. Semejante empresa le tocó en suerte a un joven y talentoso discípulo de Althuser, que encarnaba un nuevo tipo de filósofo, a medio camino entre el antropólogo y el condottiero; no eran tiempos de gabinetes sino de campos de batalla.

Guevara escribía por entonces a sus padres: «Cuba vive un momento definitivo para América. Alguna vez quise haber sido soldado de Pizarro; para mi afán de aventuras y mis ansias de otear momentos cumbres, no hace falta; hoy está todo aquí y un ideal por qué pelear junto a la responsabilidad de un ejemplo que dejar». Para Regis Débray, como para Guevara, primero fue la aventura: con sólo veinte años llega a Cuba, donde pasa tres meses en la Sierra Maestra en plena campaña de alfabetización. Y lo hace inspirado no por El capital o el Manifiesto comunista, «que olían a grasa y a invierno», sino por El siglo de las luces, con «sus peces voladores y sus efluvios de azúcar». En Les masques, su primer libro autobiográfico, Débray cuenta que fue con la publicación en la revista Partisans de una reseña de la gran novela de Alejo Carpentier sobre los avatares de la Revolución Francesa en las Antillas que entró en «la mouvance Maspero —l’avant-garde gauchiste de ces années-la» (1). Pero tocaba ir más allá, la «movida» no estaba en las revistas de París, sino en las tierras de América. En Cuba:

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Au vent de Caraïbes, vers une odeur de fête, de ferveur vert olive. Je me prenais alors pour Victor Hughes, envoyé de la Convention a la Guadeloupe en Guyane, le jacobin dévoyé que campe Alejo Carpentier dans Le Siècle des Lumières. Voir la Révolution Française se balader entre la Marie-Galante et la Désirade m’avais mit des fourmis dans les jambes. Deux siècles déjà : il y a avait du temps à rattraper (2).

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Sofía, la protagonista, se le aparecía como un último avatar exótico de Pauline Théus, la heroína de El húsar sobre el tejado, novela romántica de Jean Giono, que a su vez lo era de Mathilde de la Mole, el memorable personaje de Stendhal. Y él, Débray, que había sido Julien Sorel a los quince años y Húsar a los dieciocho, ahora era Victor Hugues… Después de esa primera estancia en Cuba, recorre otros países de América Latina, entrando en contacto con los movimientos guerrilleros y, a su regreso a Francia, escribe «El castrismo: la larga marcha de América Latina», publicado en Les Temps Modernes en enero de 1965. A fines de ese año, el joven profesor de Filosofía recibe un telegrama de Fidel Castro quien, habiendo leído el ensayo, lo invitaba a La Habana para asistir a la conferencia Tricontinental. El Che acababa de irse de Cuba, y Débray, que había salido por una semana, no regresaría a Francia hasta siete años después, luego de participar en la guerrilla boliviana y pasar algunos años en la cárcel.

Durante todo 1966, favorecido con la amistad de Castro, el joven francés pudo realizar las investigaciones sobre la lucha en la Sierra que culminaron en su célebre ¿Revolución en la Revolución?, escrito que inauguró en 1967 la serie Cuadernos, de Casa de las Américas. Criticando a los partidos comunistas latinoamericanos y sus políticas de alianza, así como a los movimientos trotskistas, que tachaba de metafísicos y reformistas, Débray insistía en que la vanguardia era ahora la guerrilla; de hecho, ella era, in nuce, el partido que ha de llevar a cabo la revolución socialista. «Finalmente, el futuro Ejército del Pueblo engendrará el Partido del que él habría debido ser, teóricamente, el instrumento: en lo esencial, el partido es él». El ejemplo era Cuba, donde el Partido Comunista llegó muchos años después del triunfo, como la declaración oficial del socialismo después de un año de práctica socialista. El gran aporte del castrismo a la teoría revolucionaria era la enseñanza de que el partido de vanguardia podía existir bajo la forma propia del foco guerrillero. Débray destacaba la gran flexibilidad y pragmatismo de la Revolución Cubana, por un lado, pero, por el otro, la gran radicalidad que derivaba del hecho de desarrollarse en el campo. Pues la guerrilla no era solo el partido en gestación sino la cuna de los revolucionarios. Estos cuadros no se forman en ninguna escuela, sino ahí, en el campo de batalla. En las duras condiciones de la guerrilla, el «egoísmo de clase no dura mucho. La sicología pequeñoburguesa se derrite como la nieve al sol, minando las bases de la ideología del mismo nombre». «El poder se toma y se conserva en la capital, pero el camino que lleva a los explotados allí pasa por el campo ineluctablemente. ¿Acaso hay que recordar que la guerra y la medicina militar, mucho más fuerte en una guerrilla que en un ejército regular, tienen rigores de que El Contrato Social carece?».

Una cierta resistencia —o mejor, desprecio— de la teoría recorre todo el panfleto de Débray, quien en otro pasaje señala que los viejos dirigentes de los partidos comunistas no pueden liderar la guerra, pues para ello es necesario una aptitud física, «trivialidad de aspecto poco teórico, pero la lucha armada parece tener razones que la teoría no conoce». La falta de táctica —insiste— es «un vicio de los contemplativos, al cual también nosotros cedemos al escribir estas líneas. Razón de más para tener en la mente la inversión de que somos víctimas al leer obras teóricas». Comentario significativo este, pues cuestiona la propia autoridad del que escribe; aun cuando Débray se había involucrado en su objeto de estudio con la intención de abandonar el conocimiento libresco y las ideologías prefabricadas que atribuye a los intelectuales burgueses. Lo cierto es que está haciendo una teoría del castrismo. Si la historia de la Revolución Cubana había sido «una lenta ascensión de la táctica a la estrategia», y de ésta a la teoría, ¿cómo convertirla en un modelo a seguir? Si el aporte del castrismo a la teoría era justo el desplazar su prioridad, ¿era posible convertir tal experiencia antiteórica en una nueva teoría?

Ciertamente, la Revolución no abría ningún campo en el pensamiento marxista, rompiendo un desencuentro de décadas entre la teoría y la práctica revolucionaria, como sostenía Débray. Comprender el castrismo como la vanguardia de la revolución latinoamericana y como una adaptación del leninismo que podría funcionar en el resto de los países era una gran ingenuidad, o un extremo voluntarismo: justamente la estupidez de la teoría, tan denostada por Débray. La Revolución Cubana no fue ninguna Revolución campesina, ni demostró que el foco guerrillero podía vencer al ejército regular: esas dos premisas sobre las que descansa todo el esfuerzo teórico de Débray son falsas. La Revolución fue obra de la pequeña burguesía urbana; el movimiento 26 de julio en las ciudades no sólo suministró la gran mayoría de los guerrilleros, sino también el apoyo logístico para el triunfo de «La Sierra». Batista subestimó a Castro, mientras la burguesía cubana, que odiaba al dictador, entre otras razones, porque era mestizo, apoyó a quien terminaría destruyéndola. A medida que progresa la investigación historiográfica sobre aquellos acontecimientos, se hace más evidente que la guerra en la Sierra Maestra estuvo lejos de ser la heroica gesta que pinta la leyenda. Hoy sabemos que no fue tal la famosa toma del tren blindado por Guevara en Santa Clara. Con dinero de la burguesía se le pagó a los capitanes de Batista para que entregaran el tren. Famoso también es el engaño de que fue objeto Herbert Mathews en la Sierra Maestra: Castro dio la orden para que el mismo grupo de soldados pasaran una y otra frente al periodista norteamericano, que creyó que la guerrilla tenía unas dimensiones mucho mayores que las reales. Así, como a menudo recuerda Néstor Díaz de Villegas, la Revolución fue espectáculo desde el comienzo. No por gusto había empezado con un frustrado putsch mucho más cercano al blanquismo que al leninismo: pura contingencia, maquiavelismo de Castro y ciertas especificidades de la historia de Cuba. ¿Cómo podía convertirse en modelo para otros países latinoamericanos? El fracaso de todas las guerrillas latinoamericanas, ¿no es la mejor prueba de la discordancia entre lo ocurrido en Cuba y ese castrismo tal como fue definido por Débray: «acción empírica que ha encontrado su camino al marxismo como a su verdad»? Discordancia que equivale, rigurosamente, al mito de la Revolución.

No, el castrismo es el gran mito latinoamericano de las últimas décadas, y en este sentido habría que apelar a Sorel más que a Lenin para dar cuenta de él. Justo por eso, su evidente fracaso no ha hecho en él la mella que uno esperaría; si no existen las condiciones para la revolución, para el mito existen siempre, pues están en el inconsciente colectivo. Reflexionar sobre el castrismo es, entonces, ahora que se cumplen dos décadas de la caída del muro de Berlín, considerar su sitio en la vasta y arraigada mitología marxista del siglo XX. «La grandeza de la Revolución de Fidel, más simplemente, su concreción, está en hacer coincidir la historia de su país, sus instancias, con la historia moral del mundo en este momento crítico: entre otras cosas, hay demasiadas conciencias, como viejos desvanes, abrumadas de enmiendas Platt», apuntaba Zavattini en su Diario (enero-marzo, 1960, Nueva Revista Cubana), después de visitar Cuba en 1959. La Enmienda Platt se había abolido en 1934, pero esos detalles históricos poco importaban, frente a la grandiosidad de aquella Revolución que resultaba, al decir de Agnes Varda, tan fascinante.

 

 
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La idea de la Cuba original, auténticamente revolucionaria frente a la contrarrevolución estalinista, es el cansino ritornello del turismo revolucionario que tuvo su punto culminante en la gran peregrinación al Congreso Cultural de La Habana de enero del 68. Al apoyar la lucha armada como método revolucionario, la Declaración del Congreso Cultural ¿no reciclaba de cierto modo la tesis trotskista sobre la revolución permanente? En su testimonio sobre aquellos días, Max Aub ha escrito que Cuba era la esperanza que «los liberales pudimos tener al fin del XX Congreso del PCUS y que no ha cristalizado como supusimos; fue la esperanza de las Cien Flores, es la de las personas que soñamos todavía que pueden aunarse justicia y libertad». Lo mismo pensaban escritores surrealistas presentes en el congreso como André Pieyre de Mandiargues, Michel Leiris y Joyce Mansour, quienes, cuatro años atrás, habían firmado junto a Breton un manifiesto titulado «El ejemplo de Cuba y su Revolución», publicado en la revista La Breche en 1964.

Allí destacaban la oposición al dogmatismo y la libertad de pensamiento en Cuba, pues «Una revolución con un arte libre puede ser una revolución sin Thermidor». «Una verdadera revolución ha de englobar al hombre en su totalidad social e individual. No basta con derribar las estructuras económicas capitalistas e instalar en el poder a otra clase que en el privilegio del poder ejerza su dominio con preceptos que, en definitiva, no serán más que un reflejo de los de la anterior sociedad: santidad del trabajo, amor sacrificado a la multiplicación de la especie, culto a la personalidad, funcionarismo del artista reducido al papel de propaganda, etc., etc»., proclamaban, aludiendo, obviamente, al estalinismo, que había sido, como se sabe, la causa de la escisión del grupo surrealista hacia 1930.

Pero resulta que todo eso que los surrealistas querían ver lejos de la Revolución Cubana, alcanzaría su apogeo justo en 1968, cuando la vida toda se organiza en torno al trabajo productivo; cuando «vagancia» y «extravagancia» eran anatematizadas por un código de buenas costumbres que reproducía en no poca medida la moral pequeñoburguesa. Los peregrinos en La Habana permanecían, sin embargo, ciegos ante la represión y la miseria de la situación cubana, proyectando sobre la Isla sus propios anhelos anticapitalistas. Pieyre de Mandiargues alababa a Cuba como «fortaleza de la libertad»; Leiris afirmaba que la Revolución era en Cuba «más imaginativa» que en otros países; «Apres quelques heures, avant d’avoir rien vu, rien entendu de notable, rien relevé d’intéressant (…) nous avons su que notre état heureux, jusqu’alors inconnu d’être chez soi absolument portait un nom: l’égalité (3), escribía, por su parte, Dionys Mascolo al regresar a Francia tras el Congreso Cultural.

Los españoles veían en Cuba la revolución que no tuvieron, el verdadero triunfo rojo que los nacionales les arrebataran: Jesús López Pacheco, maravillado al encontrar en el trayecto del aeropuerto hasta la ciudad un gran cartel luminoso que rezaba «Viva la paz y el socialismo», se preguntaba si «había realizado realmente un viaje por el espacio hasta Cuba o por el tiempo hasta la España de 1936-39». Los latinoamericanos una independencia total del imperialismo yanqui que habría de producirse, más temprano que tarde, en todo el continente: «la ruptura de la fatalidad geográfica y del determinismo histórico en América», para decirlo con palabras de Carlos Fuentes. Los franceses veían un socialismo con rostro humano, después de sucesivas frustraciones en la órbita soviética. Anne Philippe destacaba en 1962: «Le rire de la foule cubaine, cette présence heureuse du corps et des regards, la coquetterie des femmes, aussi bien des miliciennes armées d’une mitraillette que des civiles moulées dans leur robe étroite» (4).

Si aquel, dominado por la burocracia y el dogma, era, en palabras de Sartre, «le socialisme qui venait du froid», «el socialismo que venía del frío», este era uno que venía del chaud. A diferencia de los europeos del este, los cubanos tenían la música negra en el alma, y, según Aub, «les saltan pies y manos, se contonean, retuercen, siguen el ritmo con palmas, bailan todos por dentro y por fuera. Un comunismo mágico les anima». En el interesante documental Cuba sí, de Chris Marker, hay un momento en que un grupo de adolescentes hacen una retreta militar; todo ocurre en perfecto orden hasta que, de pronto, como por arte de magia, pasan del seco ritmo militar a una pegajosa conga: la formación se rompe y todos se ponen a «arrollar», mientras los espectadores se unen a la fiesta. He ahí, quintaesenciada en esa graciosa escena de carnaval, una de las fundamentales mitologías del castrismo, entendiendo el término a la manera de Barthes: el sentido de la escena no era sólo que los cubanos son alegres, sino que esa idiosincrasia constituye un anticuerpo contra el virus de la burocracia y del militarismo. Otro curioso documental, Salut les cubains, de Agnes Varda, parecía confirmar la idea; un montaje de fotos, principalmente de gente bailando, tomadas por la artista durante su visita a Cuba, sugiere que, aun en medio del peligro, hay algo como de luxe, calme et volupté. En 1969, era Susan Sontag quien escribía: «The Cubans know a lot about spontaneity, gaiety, sensuality and freaking out. They are not linear, desiccated creatures of print-culture… The increase of energy comes out because they have found a new focus for it: the community» (5).

Los escritores cubanos también contribuyeron, desde luego, a aquella imagen tropicalista de la Revolución. En una memorable crónica del desfile por el segundo aniversario del triunfo del 1º de enero, Cabrera Infante apuntaba: «Hay una gran alegría y la frase Revolución con pachanga (alguien dice al lado, en la escalera, que la acuñó Françoise Sagan, pero yo creo que la Sagan jamás ha dicho algo que no haya dicho alguien antes, y recuerdo haber oído esa frase mucho antes, no sé dónde) se vuelve verdadera, porque hay una gran alegría dondequiera: esa increíble alegría cubana que llena de fiesta la ocasión más solemne». Y un poco más adelante: «en Cuba se está creando ante los ojos del mundo un hombre diferente, una mujer diferente, y es esto lo que hace que Cuba sea tan diferente a España o a Francia o a Checoslovaquia o a Alemania, cualquiera de las dos Alemanias, o a la misma Unión Soviética y no sé si también a China, pero sé que es diferente y fascinante y casi única». La alegría caribeña se relacionaba así, una vez más, con la realización de aquella utopía del hombre nuevo que Guevara popularizaría en los años 60.

La fiesta revolucionaria, en aquellos primeros tiempos, parecía no poder separarse de la idiosincrasia cubana. Esa inseparabilidad recorre La fête cubaine, de la joven periodista francesa Annia Francos. Un diario la había enviado a entrevistar a Joris Ivens, quien regresaba de Cuba con imágenes de la Revolución, y enseguida le propone escribir textos para esas películas documentales. Así, ella parte a Cuba, donde pasó todo el año 1961. El libro, publicado en el 62, es el recuento de esa estancia, donde una trama romántica —su amor por un cubano que trabaja en el icaic— se combina con la fascinación por la Revolución. Desde la entrada misma, un «petite lexique pour naviguer dans Cuba socialista» (un pequeño léxico para navegar en Cuba socialista), ese libro evidencia una ignorancia supina: corte de caña se define allí como «sport national cubain auquel s’adonne volontairement le peuple tous les dimanches; les ministres et leaders n’en son pas exempts. Il consiste à tenir de la main gauche une canne a sucre, de la main droite une machette et a couper l’une avec l’autre» (6); guajiro es «avant la révolution, le plus pauvre et les meilleur des pauvres et bons paysans cubains» (7). En realidad, guajiro significa solamente campesino; ese cubanismo proviene de la guerra hispano-cubana, en la que los campesinos, mayoría en el ejército insurrecto, eran considerados por los americanos héroes de guerra, «war heroes».

Antes de llegar a Cuba, Annia Francos pasó por España, pero allí no pudo estar alegre como en Cuba, pues «Ouvrir une valise, poser un tampon sont pour un cubain l’ocassion de mille blagues, tapes sur l’epuale et éclats de rire» (8). No hay aquí el aire triste de las democracias populares, sino un ambiente festivo. En las paredes de los bancos y las grandes almacenes, la francesa ve los carteles de «Nacionalizado», y esto le suscita la siguiente reflexión: «Hace seis meses que se ha producido la nacionalización, pero dejan los carteles pues, al verlos, se recupera la alegría de aquel 13 de octubre del 60, cuando un cortejo atravesó la ciudad para celebrar el entierro de las grandes compañías extranjeras. Todo me fascina: los muchachos y muchachas y viejos y niños que hacen guardia frente a los edificios, y las pequeñas ametralladoras que parecen de juguete». Vendedores ambulantes pregonan frutas tropicales que la reportera no conoce: mameyes, piñas, mangos, papayas, aguacates, guayabas… En los quioscos de periódicos se venden ediciones populares del Quijote y de Mao. Las dos extrañezas, la del trópico y la de la Revolución, se confunden así a lo largo de su testimonio: Gauguin y Aragon en el país de las maravillas. «Impresión de exaltación y entusiasmo que se debe, tal vez, a la asombrosa convergencia de la América Latina, de las Antillas, de España y de la Revolución; este tipo de Revolución que quizás sólo se podía dar aquí», declaraba Leiris, entrevistado en Casa de las Américas en 1968.

 

 
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Fue, quizás, Ezequiel Martínez Estrada, quien más lejos llegó en la visión de Cuba como utopía. En sus escritos, el gran ensayista argentino presentaba a la Revolución como un acontecimiento de dimensiones mitológicas. Cuba, decía, «es el hogar de los desterrados, la casa solariega de los huérfanos»; hombres como Guevara «retrotraen la historia humana; de la noción de guerra entre naciones venales que defienden intereses mercenarios, saltamos a la mitología, a la guerra de los ángeles contra los demonios, de la luz contra las tinieblas, a la concepción de »la historia como hazaña de la libertad»(Croce)». Como Guevara, apuntaba, «debieron ser los patriarcas, los jueces y los caudillos, así los profetas, así los héroes de la independencia americana antes de engalanarse con entorchados y charreteras». «Se está contra Cuba como se está contra Copérnico, Pasteur y Darwin», afirmaba el gran polígrafo argentino, en frase que recuerda a aquella otra del Che según la cual «se es marxista con la misma naturalidad con que se es «newtoniano en física», o «pasteuriano en biología».

Pero para Martínez Estrada el progreso que representaba la Revolución Cubana no estaba relacionado tanto con el marxismo como con una tradición autóctona, propiamente hispánica, americana y cubana. En el extenso ensayo «El Nuevo Mundo, la Isla de Utopía y la Isla de Cuba», publicado en Cuadernos Americanos en 1964, demostraba con pasmosa erudición que en la composición de su Utopía, Tomás Moro se había inspirado en la descripción de Cuba realizada por Pedro Mártir de Anglería en el tercer libro de la primera de las Décadas del Nuevo Mundo. «Esta parte de la obra, la única que se publicó antes de 1516 (año de la primera edición de la Utopía) es, indudablemente, la que inspiró a Moro su famoso libro. Cuba es Utopía». Así las cosas, no costaba trabajo ver en la Revolución Cubana una suerte de cumplimiento de lo vislumbrado cuatro siglos atrás por un humanista inglés inspirado por la lectura de un humanista italiano. Martínez Estrada escribía:

Es muy curioso que la Revolución Cubana de 1953-1958 dé a Utopía base para una nueva correlación entre la utopía socialista de los precursores románticos y la realidad marxista-leninista, frente a la cual el gobierno y las clases cogobernantes de los Estados Unidos se encuentran en una perplejidad semejante a la de un landlord que leyera la Utopía en 1516. Es esta actual realidad lo que da nueva e insospechada validez a la obra de Moro, bajo el complejísimo enigma de qué relación de carácter sideral, por decirlo así, hay en la historia cuando, sin acudir a la técnica misteriosa de la profecía, se anticipa en siglos un acontecimiento que una vez consumado, pero no antes, se percibe que está en la línea natural de la evolución natural. ¿Y cómo olvidar el intento de Vasco de Quiroga de fundar Pátzcuaro, región tarasca del estado de Michoacán, y también en la línea del acontecer anticipado, una república comunitaria inspirada en la Utopía de Moro?

El comunismo cubano quedaba inscrito así en una genealogía extraña a la «práctica del comunismo de Estado por la Unión Soviética de Stalin»: la tradición de la utopía hispánica, asociada al cristianismo apostólico y evangélico, por un lado, y, por otro, la propia historia revolucionaria de Cuba. En su «Apostilla sobre el tema de la Revolución Cubana», Martínez Estrada insistía en que en Cuba se había realizado una sola Revolución desde la insurrección de esclavos capitaneada por Aponte en 1812, pasando por las guerras de independencia, cuyo ideal martiano se veía ahora cumplido. Después de afirmar que «ni las revoluciones de 1868 y 1895 ni la de 1953 han necesitado acudir a un programa teórico, ni a definiciones de carácter ideológico. El tema ha sido tratado por Sartre con buenos argumentos», y de ver en ello la naturaleza popular, no «elitista-legalista» de la Revolución, afirma en la conclusión misma del ensayo: «Con la Revolución Cubana se consuma y se sostiene por primera vez en América una revolución integral; y es natural que las mentalidades progresistas de formación liberal vean con sorpresa que el pueblo que la hizo la maneja; y que va cumpliéndose la «voluntad general» que ellos habían extraído del «Contrato Social» como una fórmula jurídica, para constituir una sociedad «con todos y para el bien de todos».

No era ya comunismo lo de Cuba —afirma por su parte, más o menos en la misma cuerda, Max Aub— sino «utopía». Una utopía hecha de reminiscencias: kibbutz, anarcosindicalismo catalán, Primera Internacional… El parecido de Fidel con Durruti y con el Noi del Sucre hacía, a los ojos de Aub, imposible que se entendiera con los soviéticos; un diálogo del Comandante con Stalin sencillamente no era posible. Y lo más llamativo de aquella utopía cubana de 1968 era, claro, el desprecio del dinero. Según el escritor catalán, ese «afán anarquista de hacer desaparecer el dinero, de pisotearlo, de machacarlo, de quitarle todo valor da a la Revolución Cubana un aspecto totalmente distinto a las demás». Aub no advertía, desde luego, el costado represivo del asunto, demostrado una década después de forma indisputable en la Camboya comunista. ¿Diría lo mismo de los Jemeres Rojos, quienes realizaron a un increíble costo humano la utopía, tan comunista como anarquista, de desaparecer el dinero?

El 68 cubano era una nueva confirmación de la inevitable deriva totalitaria del socialismo real, y en este sentido no mostraba originalidad alguna, más allá de las notas de color local que aportaba la idiosincrasia caribeña. Los izquierdistas, sin embargo, se aferraban a sus sueños de juventud y a sus fáciles teorías sobre la descolonización. A pesar de sus diferencias de perspectiva, debatían fraternalmente sobre «los problemas de la cultura en relación con el Tercer Mundo»; sólo tres delegados al Congreso Cultural se abstuvieron de firmar aquella Declaración de La Habana que, a fuerza de simplista y parcial, hoy resulta grotesca. En ella se denunciaba el imperialismo norteamericano y su «dominación colonial y neocolonial sobre los países subdesarrollados», pero nada se decía del imperialismo soviético.

Sólo trascendió, a manera de anécdota curiosa, una discrepancia que vale la pena recordar. Según Lisandro Otero, el día de la inauguración del Congreso, la poetisa de origen egipcio Joyce Mansour se situó detrás de David Alfaro Siqueiros, y propinándole una patada le gritó que era «en nombre de Trotsky». Comenta Aub: «¡Tuvo que venir Siqueiros a una república socialista para que una mujer le diera un puntapié en el trasero «de parte de André Breton»!». Lo mismo da en nombre de quien se haya producido la agresión al pintor mexicano; el incidente queda como gracioso símbolo de aquel falso milagro habanero que propiciara el encuentro de enemigos irreconciliables. El furibundo estalinista que participara en un frustrado intento de asesinar a Trotsky, y la discípula del trotskista Breton, ¿no eran como el paraguas y la máquina de coser de la célebre imagen de Lautreamont? Y La Habana, ¿no era la mesa de disección? ¿No decían que Cuba era la tierra del surrealismo? Pues en 1968 fue ocasión para desagraviar al maestro: ahora no era sólo el surrealismo al servicio de la revolución, sino, por carambola, la revolución al servicio del surrealismo. En cuanto a Trotsky, sólo cabe recordar que pocos meses después de la muerte de Guevara fueron destruidas las planas de La revolución permanente, que estaba en proceso de impresión en La Habana.

Los fantasmas de Liev Bronstein Trotsky y de Iosif Dzhugashvili Stalin andaban —qué duda cabe— por La Habana, capital de la Revolución Mundial, mientras la ciudad, ya bastante deteriorada por casi una década de maltrato e indolencia pública, recibía un golpe mortal con la «ofensiva revolucionaria». Surgía, entonces, otro espectro que, tras la caída del muro de Berlín, ronda cada vez con más fuerza: el de la vieja ciudad con sus bares, su bolita y sus chinos. Para los turistas revolucionarios, el 68 marcó el inicio del «hundimiento del Titanic», ese «principio del fin» del que habla Enzensberger. Para los cubanos, era la definitiva pérdida de un país —la República— que hasta entonces sobrevivía de algún modo en la música de las victrolas. Este contraste de perspectivas —la de los cantores del experimento y la de sus conejillos de Indias— fue captado insuperablemente por el poeta alemán en su Canto IX:

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Todos esos extranjeros que posaban ante los fotógrafos
en los cañaverales de azúcar de Oriente, sus machetes en alto,
el pelo pegajoso, y camisas de mezclilla
endurecidas por el sudor y la melaza. ¡Qué gente tan superflua!
En las entrañas de La Habana la miseria ancestral
continuaba su tarea de putrefacción, la ciudad hedía a orina vieja
y a vieja servidumbre, los grifos se secaban por la tarde,
la llama del gas se apagaba en el fogón, las paredes
se desmoronaban, no había leche fresca, y por la noche
«el pueblo» hacía paciente cola para comer pizza.
Pero en el hotel Nacional, en los salones frente al mar,
donde hace mucho tiempo solían cenar los gansters, los senadores,
con emplumadas reinas del striptease
sentadas en sus adiposos muslos y regateando una propina,
deambulan ahora un puñado de trasnochados
trotskistas de París, que se sienten
«dulcemente subversivos», tirándose unos a otros bolitas
de pan y citas de Engels y de Freud.

 

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Notas

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